CAPÍTULO 33
EN UN SEGUNDO PLANO
NORA
Septiembre, 1965
Septiembre llegó y fui consciente de que ya llevaba un mes en 1965, como quien se va de vacaciones a otra parte y no piensa en su hogar porque el tiempo vuela, tiene mil cosas que hacer y poco tiempo para pensar.
Siempre creí que la abuela era una mujer rígida y fiel a las normas que, por muy estrictas que fueran, se debían cumplir. Pero nada más lejos de la realidad. Convivía las veinticuatro horas con una Beatrice alocada de treinta y cinco años que me dejaba a cargo del café por las tardes para irse con John y regresaba pasada la medianoche, teniendo que ser yo también la que a las cinco de la madrugada estuviera en pie para preparar sus famosos pasteles. ¡Y qué ricos me salían! Me consolaba pensar que mis clientes del siglo XXI lo agradecerían y no tendría que gastarme una fortuna en tartas industriales, que no sabían igual que las caseras. Había aprendido mucho gracias a Beatrice, le había puesto mucho empeño y cariño y me había ayudado mucho su libro de recetas. Por desgracia, cuando se jubiló y cerró el café regaló su legendario recetario. Ojalá lo hubiese conservado.
Echaba de menos mi móvil, las redes sociales y buscar en Google las mil preguntas que en esos momentos seguían agolpándose en mi cabeza. Echaba de menos, sobre todo, a Bill y sus citas, sus locuras y los consejos y frases hechas que sacaba de libros espirituales y de autoayuda.
Cuando agosto se fue, septiembre nos dio una tregua en cuanto a temperatura. Había noches en las que hacía falta echarte una rebeca al hombro y en la calle había más vida. Nuevos vecinos y clientes que no había visto en agosto porque, tal y como me contaban al entrar después de presentarse, habían pasado unos días en su lugar de origen, la mayoría en pueblos humildes a dos o tres horas de Nueva York. Al fin conocí a Betty, la vecina de arriba que estaba perdidamente enamorada de Jacob el Boxeador. Supe que era irlandesa cuando me contó que había estado todo el mes de agosto en Wexford para ver a su familia. «No te puedes ni imaginar la cantidad de irlandeses que hay en Brooklyn», decía emocionada, tratando de disimular el dolor que le causaba la distancia con los suyos y destacando los angustiosos días de barco hasta llegar allí. Me habló de su ciudad, de los partidos de hurling[4], de las tiendas de la calle principal de Wexford y de las excursiones de los domingos a Curracloe y Rosslare Strand. Emocionada, decía que había conocido a un hombre guapísimo del que destacaba, sobre todo, sus dotes para el baile. Me pregunté si Jacob sabría bailar o sería de los torpes; opté por lo segundo. Betty tenía una preciosa melena rubia ondulada que solía recogerse en una coleta. Sus ojos vivarachos eran de color verde, era muy alta y esbelta y vestía muy bien. Ningún día repetía vestido, al igual que la abuela, lo cual me extrañó porque no vivíamos en la Quinta Avenida de Nueva York, sino en Front Street, en Brooklyn, con más precariedades que excesos. Aún parecía estar enamorada de Jacob por cómo lo miraba cada vez que él pasaba corriendo y se había apuntado a clases de contabilidad. «Porque al paso que voy me quedaré para vestir santos, Kate. Tengo que espabilar y ser una mujer de provecho como Beatrice. Ser la dueña de mi vida», me decía, con un manual de sistemas contables en el regazo. Dejaba los gruesos libros sobre la barra y podía estar horas sosteniendo su espejito de bolsillo, observándose atentamente mientras se aplicaba con cuidado pintalabios rojo y maquillaje de ojos. Era muy graciosa, no entendía por qué Jacob la rechazó hasta que, cuando tuvo más confianza conmigo, me confesó que había habido algo entre ellos. No sé por qué, pero me puse celosa. Entre Jacob y yo aún no había pasado nada y era extraño, porque ambos sabíamos que ocurriría y la química entre los dos era evidente. Las dos fotografías, la del puente de Brooklyn como un par de turistas del siglo XXI y la más impactante en la que mostraba mi embarazo, nos indicaban que acabaríamos siendo una familia en una época a la que se adaptaría sin problemas. Pero aun así, queríamos ir poco a poco jugando a eso del amor sin pensar que, por saber demasiado del futuro, era algo que nos habían obligado a hacer porque así debía ser para cumplir con el destino.
—Me invitó a un combate de boxeo —empezó a explicar Betty. Yo, detrás de la barra, estaba muy atenta a lo que me decía, pero no dejaba de entrar gente y estaba sola, así que no me quedaba otro remedio que preparar las comandas mientras ella iba desahogándose como hacían otros clientes sobre sus matrimonios, hijos, suegras, cuñados… Cada persona es, sea de la época que sea, un mundo curioso por descubrir—. Así que yo, muy coqueta, me vestí para la ocasión y, cuando me vio, solo me preguntó que por qué me había puesto tan guapa para ir a un combate de boxeo. ¿Te lo puedes creer? Esa tarde casi le parten la nariz en el primer asalto, y en el segundo el ojo se le empezó a hinchar mucho, pero no se rindió. Golpea bien y se defiende aún mejor. Sabe lo que hace. Ganó a pesar de los golpes. Siempre gana y se lo tiene muy creído porque sabe que va a ser así siempre. Eso es lo que piensa, claro, ya tiene una edad. El caso es que si no quieres enamorarte de Jacob el Boxeador no vayas a verlo boxear. No vayas porque no te va a quedar otro remedio que enamorarte de ese hombre y luego te destrozará el corazón.
—Pero Beatrice me dijo que no te hizo caso —murmuré, desconfiando de Betty. No sé cómo se me ocurrió.
—¡¿Que qué?! ¡¿Pero tú me has visto?! —se ofendió.
«Tal para cual, igual de altivos —pensé—. Lo suyo podría haber funcionado».
—Un momento, voy a servir.
Serví tres mesas con una rapidez asombrosa para volver detrás de la barra y poder escuchar atentamente a Betty.
—Ese día, Kate, le curé las heridas. Fue un momento de película. ¡Oh! ¡Hablando de películas! El otro día fui al cine con una amiga a ver The Sound of Music[5], ¿la has visto? Está basada en el musical de Broadway y Julie Andrews lo hace fenomenal. Tienes que ir a verla.
«La he visto cien veces. Desde que tengo uso de razón la emiten siempre en Navidad».
—Claro, debe ser estupenda. No había oído hablar de ella.
—Entonces —retomó la historia—, mientras le estaba curando el ojo porque su entrenador y el promotor que tiene no se lo dejaron bien del todo, me acarició la cara acercándola a la suya y me besó. Me besó él, no fui yo, fue él —aclaró, alzando las manos y encogiéndose de hombros.
—¿Y ahora qué? ¿En qué punto estáis? —pregunté con curiosidad.
—Me empezó a ignorar desde ese día, Kate.
—¿Cuándo fue?
—En julio, antes de irme a Irlanda. Supongo que parecía desesperada por él, pero su desplante me provocó muchas inseguridades. Me cepillaba los dientes diez veces al día porque temí que me oliera mal el aliento. Hasta que conocí a William y me aseguró que tenía un aliento fresco. Así que el problema lo tiene Jacob, supongo. Pero ¿tú crees que siempre pasa por aquí porque sabe que estoy yo y quiere verme?
—Es su horario habitual de entrenamiento.
—Ah. Pero debe saber que estoy aquí.
—No lo sé. Hablando del rey de Roma…
—Oh.
Betty, mucho más rápida que yo, hizo lo que jamás me atreví a hacer salvo la noche del atraco en la que nos conocimos. Observé cómo Jacob, confundido, me miró al mismo tiempo que Betty lo detuvo, obligándolo a darse la vuelta para quedar situado frente a ella. ¿Me lo parecía a mí o le estaba gritando? Jacob no sabía hacia dónde mirar ni qué hacer y el ruido del interior del café sumado al de la calle me impedía oír con claridad. Finalmente, la mujer se echó las manos a la cara y él colocó la mano encima de su hombro como si estuviera consolándola, en silencio, algo que provocó en mí una especie de incendio en las entrañas.
—Celos. Son celos, querida —aseguró Beatrice, a la que ni siquiera había visto entrar al café.
—¿Celos?
—Betty está muerta de celos. Jacob le está diciendo que tiene novia.
—¿Le está diciendo eso? —pregunté incrédula cuando, al volver a mirar hacia la ventana lo vi ya sin Betty, que se había dejado los libros de contabilidad en la barra.
Con el cuerpo apoyado en la pierna derecha, me dedicó una sonrisa, un guiño de ojo que me derretía y un gesto con el dedo que me indicaba que nos veríamos luego. Deseé que ese día no volviéramos a pararnos frente al callejón. Lo habíamos observado casi cada noche desde que me llamó por mi nombre real y siempre nos acechaba con su baile incesante. A lo largo de todos esos días no vimos nada extraño salvo la pared en movimiento que podía llevarnos a 2017. Nos quedábamos quietos, con la mirada perdida en la pared de ladrillo, hablando de nuestra vida y de los padres que perdimos. No sé qué era lo que esperábamos; quizá, que nuestro hijo adulto apareciera y nos diera un abrazo.
—¿Cómo es? —preguntaba siempre—. ¿Cómo es nuestro hijo?
—Te confundí con él. Tiene tu misma cara, es sorprendente. Es alto, puede que no tanto como tú y tampoco es tan fuerte, pero eres tú. Mismos ojos, misma nariz, boca idéntica…
—Si nace en 2019, en el año 2057 tendrá treinta y ocho años —calculó.
—Qué raro es todo, Jacob. Cada vez que se iba mi corazón empezaba a latir rápido, muy rápido. También me pasa cuando estoy contigo —reconocí, bajando la mirada—. Era educado y sonreía mucho, me miraba ilusionado y ahora entiendo por qué. Me dijo: «Tú aún no has vivido lo nuestro». Pero casi todo lo que decía no tenía sentido, sonaba misterioso y absurdo. Lo confundí completamente. Y estoy deseando vivir lo nuestro. De verdad.
—Es como si ya le quisieras.
—Ya le quiero, Jacob.
«Y creo que también a ti», dije para mis adentros.
Al cabo de un rato, Betty volvió hecha una furia a recoger los libros que, de los nervios por el encuentro con Jacob, se dejó en el café. Beatrice la miró con el ceño fruncido y la asaltó tomándose, en mi opinión, demasiadas confianzas para las que Betty, por cómo reaccionó, ya parecía estar acostumbrada.
—Betty, querida, un día de estos vas a perder la cabeza.
—Me va a volver loca. ¿Sabes que conocí a alguien en Wexford? Guapo, amable, inteligente, atento y sabía bailar. Sabía bailar, Beatrice. Han sido unas semanas preciosas con William, pero luego veo al idiota de Jacob y no puedo evitar ir detrás de él, olvidándome de todo lo demás y de que me ignoró hace dos meses después de aquel beso. ¿Estoy loca, Beatrice? ¿Estoy loca?
—Estás enamorada. Y un poco obsesionada, permíteme que te diga, querida.
Betty me recordó a Bill. Me hubiera gustado llevarla al siglo XXI para mostrarle todo un mundo cibernético rápido y efectivo de redes sociales donde poder conocer gente y páginas especializadas en citas que te buscan al hombre perfecto. O eso prometen. A Bill los algoritmos lo tenían confuso.
—Está conmigo —afirmé de repente, ante la atenta mirada de ambas.
La abuela abrió mucho los ojos y, con disimulo, negó rápidamente con la cabeza mientras salía de detrás de la barra para ir a atender a Aurelius, que había entrado en el café haciendo tintinar la campanita de la puerta. Sola frente a Betty, a la que por poco se le caen los libros, me la quedé mirando callada para darle la oportunidad de que hiciera preguntas, pero tensó la mandíbula, se pasó la mano por el cabello engominado recogido en un moño y, con brusquedad, se dio la vuelta para salir al exterior donde, desubicada sin saber qué dirección tomar, decidió volver a su apartamento.
No la volví a ver en todo el día.
BEATRICE
Kate y yo tenemos media hora para comer, así que no puedo esperar más para preguntarle qué ha pasado a lo largo de estos últimos días para que le haya confirmado a la pobre Betty que está con Jacob el Boxeador. Qué cara ha puesto la irlandesa. Creí que le iba a dar un vahído ahí mismo.
—¿De verdad estáis juntos? Le has roto el corazón.
—Tenía que saberlo —ha dicho, llevándose un trozo de cordero a la boca.
—Está tierno, ¿verdad?
—Muy rico, abuela.
—¿Qué me has llamado?
—Beatrice.
—Me has llamado abuela —afirmo confusa—. ¿Estás tomando medicación, Kate?
—No. Es que siempre que como cordero me acuerdo de mi abuela.
—¿De cuál? Supongo que la madre de tu padre, ¿no? La de tu madre está muerta desde mucho antes de que tú nacieras.
—Sí, la de mi padre.
Evita mirarme. Y todo el mundo sabe que, cuando alguien no te mira directamente a los ojos, te está mintiendo.
—Bueno, cambiando de tema. Con Jacob el Boxeador, ¿eh? ¿Cómo lo has conseguido?
Me mira, sonríe, se encoge de hombros y no contesta. Odio que no respondan a mis preguntas.
—¿Qué tal con John?
«Te voy a pagar con la misma moneda, querida». La miro. Sonrío. Me encojo de hombros.
«Donde las dan, las toman».
Kate trabaja muy bien y por eso decidí pagarle algo más de lo que acordé con su prima. Últimamente estoy un poco distraída, la verdad. Debería centrarme en mi trabajo como llevo haciendo desde hace cinco años, pero solo puedo pensar en John, en nuestras citas y bailes y en cómo me quedo mirándolo mientras trabaja en la barca. Cómo sus manos se deslizan por la madera y lo enganchada que estoy al olor a pintura y a bosque que desprende el pequeño taller, como si los pinos jamás hubiesen sido talados y permanecieran ahí, dentro de ese espacio, en todo su esplendor.
—Si Jacob y tú estáis juntos, podríamos organizar una cena de parejitas. ¿Qué te parece?
Me mira, en esta ocasión divertida, y asiente con la cabeza.
—Estás poco habladora, Kate.
—Estoy pensando.
—¿En qué?
—En mis cosas.
«¿En Oregón? ¿En su exprometido y la prima que se lo arrebató? ¿En buscar apartamento?».
—¿Vas a quedarte siempre aquí? —le pregunto distraída, dándole un trocito de cordero a Monty.
—¿Cómo?
—Es un placer tenerte conmigo, Kate, pero me preguntaba si, con lo que te pago, estás pensando en buscar un apartamento para ti o algo así.
—No había contemplado esa posibilidad… —murmura cortada.
—No hay prisa, Kate. No te preocupes, como si no hubiera dicho nada. Un día tenemos que ir de compras, no vas a estar poniéndote siempre mis vestidos —le digo con cierto reparo, aunque es algo que tampoco me importa—. Te tengo que llevar a Loehmann’s, en la Avenida Bedford. La ropa es preciosa y más barata que en ningún otro sitio. Su primera planta parece un palacio en vez de una tienda, las dependientas son amabilísimas y van muy elegantes. También tenemos que pasarnos por los almacenes Bartocci’s, que me he enterado que están de rebajas en nailon. ¿Te lo puedes creer? Jerséis a mitad de precio, Kate. Y este invierno dicen que va a hacer frío.
—¿Cuándo, Beatrice? No salimos nunca del café, no hay tiempo —se ríe.
—¿Quieres horas libres? ¿Las necesitas? ¿Estoy abusando mucho de ti?
—No, no es eso. Faltaría más. El trabajo en el café me encanta. Me encanta trabajar contigo.
Sonríe con un temblor raro en la barbilla. Se centra en cortar el cordero en trozos pequeños, pero veo cómo los ojos se le van humedeciendo cada vez más y más hasta que se le escapan las lágrimas.
—Querida, ¿por qué lloras?
—No es nada.
NORA
«Me emociona estar contigo, abuela. Que me hables, me interrogues, me aconsejes y me trates de igual a igual. Me emociona tener esta segunda oportunidad. Verte tan viva, tan joven, tan guapa y enérgica y tener casi la misma edad».
Cuando Aurelius volvió por la tarde al café sin la compañía de Eleonore, le pregunté dónde estaba. Ya hacía días que no los veía juntos y, la verdad, estaba empezando a preocuparme después de la fatídica noticia de la pérdida del bebé.
—En casa, lleva días que no se encuentra muy bien —respondió cansado y más ojeroso de lo habitual.
Un mal presentimiento se apoderó de mí. ¿Eleonore se puso enferma y murió poco tiempo después de hacernos la fotografía? Ahí se la veía feliz y despreocupada; no parecía enferma y, si volvía a quedarse embarazada de nuevo, no llegaría a tenerlo porque si algo sabía del hombre que tenía delante bebiendo té, era que no llegaría a tener hijos. Quizá la muerte de Eleonore fuera el desencadenante del carácter huraño, serio y extraño del viejo Aurelius, cuya imagen demacrada mirando por la ventana la noche en la que viajé en el tiempo no podía sacarme de la cabeza. Eve solía decirme que era un viejo amargado. Me quedaba en silencio cada vez que lo decía, pero no podía evitar sentir cierto dolor al entender que cada persona se muestra tal y como puede; tal y como la vida le ha obligado a ser. No juzgues jamás a las personas sin haberte puesto sus zapatos. El recorrido puede ser una tortura y una sonrisa, aunque no sea devuelta, no cuesta nada.
—Ánimo, Aurelius. Mi abuela siempre decía que no hay mal que cien años dure.
—La vida, Kate. La vida puede ser muy injusta. —Se expresó con esa rabia que había conocido en el futuro.
A las seis y media de la tarde, Jacob entró en el café. Ya no me esforzaba en disimular cómo se me iluminaba la cara cada vez que lo veía. Todavía no nos habíamos dado un beso. Envidié a Betty porque ella, pese a todo, sí había probado sus labios. Yo aún no y no podía evitar preguntarme cómo de avanzados en «lo nuestro» estaríamos si nos hubiéramos conocido cincuenta y dos años más tarde, si Jacob el Boxeador hubiera nacido en los años ochenta en vez de en los treinta.
La abuela había salido, pero no estaba con John porque este estaba sentado en la barra hablando sobre el sistema político estadounidense, el traslado a Long Island de varios amigos suyos de la infancia y la cantidad de gente nueva que había por las calles de Brooklyn, desde judíos, polacos e irlandeses a gente de color.
—¿Un batido, Jacob?
Por suerte, la barra del café ocultaba el temblor de mis piernas al tenerlo tan cerca. Jacob le dio una palmadita en la espalda a John, cuyo rostro expresó dolor.
—Controla la fuerza, boxeador —dijo divertido.
—¿Queréis venir esta noche a un combate? —propuso Jacob, acomodándose en el taburete.
John y yo nos miramos y recordé nuestra complicidad cuando era niña. El abuelo era muy bueno guardando secretos: malas notas, jarrones rotos que desaparecían como por arte de magia, vestidos manchados de barro… Todo para que la abuela no me castigara.
—Seguro que mis amigos van —comentó John—. ¿Vamos, Kate? ¿Tú crees que Beatrice querrá venir a un combate de boxeo?
—No me la imagino viendo cómo dos hombres se rompen la nariz —deduje mientras trituraba un plátano. Jacob torció el gesto—. Pero siempre tiene que haber una primera vez. Yo me apunto. ¿A qué hora es?
—Un poco tarde, a las nueve.
—¿Qué es a las nueve? —quiso saber la abuela, entrando al café cargada de bolsas—. ¡Ay, Kate, querida! ¡Que se me ha ido la mano! Subo un momento a casa, ahora vengo.
Cerramos el café a las ocho de la tarde y subimos con rapidez al apartamento. La abuela, emocionada, empezó a sacar de las bolsas vestidos, blusas, jerséis de nailon y zapatos. Con curiosidad, examiné los sujetadores con las copas más puntiagudas que había visto en mi vida y la faja alta que parecía que tuviera huesos de plástico en medio.
—Elige lo que quieras. ¿Quieres ponerte este vestido esta noche?
Me enseñó un vestido de textura aterciopelada de color azul oscuro con florecitas anaranjadas entallado en la parte de la cintura y escote palabra de honor. Había engordado un poco desde que no me privaba de comer alguna que otra porción de las tartas que preparaba junto a Beatrice, así que temía que la cremallera no subiera pero, al probármelo, me quedaba que ni hecho a medida.
—Y tacones. —Me tendió unos zapatos de tacón sencillos que parecían cómodos—. Hoy tienes que llevar tacones.
—Betty se puso muy guapa para ir a un combate y Jacob le dijo que no hacía falta ir así.
—¡Bah! ¿Qué sabrá el boxeador? Hoy vas como yo te diga —ordenó.
—Cualquiera te lleva la contraria, ab… Beatrice.
No podía permitirme volver a llamarla «abuela». Me había relajado y se me había escapado durante la comida y Beatrice no era una mujer a la que podías engañar fácilmente ni pasaba por alto los detalles.
No tardó ni un minuto en obligarme a sentarme en una silla de la cocina con el vestido puesto y empezó a cardarme el pelo, quejándose del poco volumen que tenía y de la mascarilla casera con huevo que debía aplicarme para conseguir más brillo. No sé cuántas horquillas me puso en la cabeza, pero el moño alto parecía hecho por una experta peluquera. Me aplicó una fina capa de maquillaje y después colorete, perfilador y rímel. Cuando acabó me ordenó ir al baño con un pintalabios rojo y me dijo que me pusiera un poco con suavidad, cerciorándose de que no me pintarrajeaba toda la cara.
—¿Tú no te arreglas? —le pregunté.
—A John ya lo tengo conquistado.
Chasqueó los dedos y no pude hacer otra cosa que reír.
—Lo sé. Lo tendrás conquistado toda la vida —afirmé con una seguridad que pareció darle miedo.
—¿Tú crees?
—Sí. ¿Y sabes qué creo, Beatrice?
—Qué.
Se acercó a mí con curiosidad.
—Tienes cara de que tendrás una hija. Y escúchame con atención… —Abrió mucho los ojos, concentrada en mis labios como si con solo escucharme no fuera suficiente—. Dentro de un año ya la tendrás aquí.
—¿Dentro de un año? —Miró hacia el techo pensativa mientras Monty se acercaba maullando histérico, amenazándome con su patita y sacando las garras felinas—. Pero si tengo una niña dentro de un año tendría que quedarme embarazada muy pronto, y John y yo… ¡Oh, santo cielo, querida! No te voy a dar detalles.
—¿Qué nombre le pondrías? —quise saber.
—Isabella, como mi madre.
—¿Isabella? ¿Y qué te parece Anna? —propuse.
—¿Anna? ¿Por qué tendría que llamarla Anna?
—Pregúntale a John —dije, recogiendo la ropa que la abuela había dejado en el sofá. Lo cierto era que nunca supe por qué llamaron Anna a mi madre. Si tenía un significado, al abuelo le gustaba o le acababa de dar la idea a la abuela y, por lo tanto, se llamaría así gracias a mí.
—¿A John? ¿Te ha dicho algo? ¿Quiere hijos pronto? ¿Qué te ha dicho, Kate?
Me empecé a reír por la rapidez con la que formuló todas las preguntas, adoptando un tono de voz más agudo de lo normal. Cuánto puede influir una sola idea o decisión para que la historia cambie o sea tal y como debía ser desde el principio.
Por suerte, la abuela dejó de hacer preguntas porque John nos esperaba abajo. Recibió a Beatrice con un beso dulce y breve como los que continuarían dándose a lo largo de toda su vida y subimos a la camioneta para ir hasta Pineapple Street, donde se encontraba, en el número trece, un gimnasio al que se accedía por la puerta de un garaje y que preparaba combates nocturnos. En la pared de cemento contigua había un cartel con fotografías en blanco y negro. «El combate del año», prometía a modo de eslogan, cuando en realidad no estaba ni siquiera patrocinado ni los nombres de los otros boxeadores eran conocidos. El ambiente que había en la calle escandalizó a la abuela. Se sentía intimidada al ver a tantos hombres fuertes, musculados y tatuados con aspecto de haber salido de la cárcel.
—¿Y qué esperabas? —le susurré al oído.
Se encogió de hombros. Yo también imaginaba otra cosa, la verdad. No era la ópera, estaba claro, pero había visto fotografías antiguas de combates de boxeo y algunos aparecían ataviados con traje, pajarita y sombrero. No era ese tipo de combates, supongo. Al cabo de un rato vinieron mujeres, algo que a Beatrice la tranquilizó. Pero no iban ni la mitad de elegantes que nosotras y se habían excedido con el maquillaje y el tupé.
—John, tú me protegerías, ¿verdad? —le preguntó la abuela, arrimándose a él y cogiéndolo del brazo.
John, que no había cogido una pesa en su vida, asintió no muy convencido, mirando con pánico las caras de unos hombres que en cualquier rueda de reconocimiento en una comisaría parecerían sospechosos. A los diez minutos, otro hombre grande y musculado con la cabeza rapada abrió el portón. A mí me parecía que estaba a punto de entrar en una discoteca aunque, por suerte, no pidieron documentación. Yo era una indocumentada en 1965. No podía probar que era Kate Rivers porque no lo era y tampoco había traído a 1965 mi identificación como Nora Harris. Me dejé la cartera encima de la mesita de la entrada. La abuela aún no me había propuesto contratarme indefinidamente, así que lo que me pagó fue en negro y parecía irle bien así. A mí también.
Vi peligrar mi integridad física al entrar en el gimnasio, donde lo habían dispuesto todo para que pareciera un combate profesional. La iluminación era escasa y todo a mi alrededor parecía necesitar una buena limpieza. Olía a rancio, a piel y a sudor. John miró a su alrededor buscando a sus amigos y nos comentó, extrañado, que no entendía por qué Jacob competía en un lugar así con el alto nivel que tenía. No lo necesitaba para darse a conocer, al contrario que sus contrincantes. La entrada era gratis, no había asientos asignados y parecía que en cualquier momento podía venir la policía para echarnos a todos por su ilegalidad.
—¿Has visto a alguien? —le preguntó Beatrice.
—Mis amigos solo van a combates profesionales. Este no parece serlo. ¿Por qué Jacob se mete en algo así?
—Quizá le paguen o sirva de promoción para el gimnasio —deduje.
—Es posible. Pero ¿sabes con quién ha boxeado Jacob, Kate? Con los mejores: Sugar Ray Robinson y Ezzard Charles, quien conquistó el título mundial del peso pesado de la National Boxing Association al derrotar a Jersey Joe Walcott. Charles salió muy perjudicado del combate con Jacob, que se celebró en 1958, justo un año antes de su retirada.
La abuela y yo lo miramos asombradas.
—Para no gustarte el boxeo y ser más de conciertos pareces una enciclopedia andante, cariño.
«¿Me ha llamado cariño?», pareció preguntarse el abuelo, tan atónito como yo. Me encantó estar presente y saber con exactitud cuándo había sido el momento en que la abuela empezó a llamar «cariño» al abuelo, dejando lo de «querido» y «querida» para los demás mortales.
—Mis amigos hablan mucho de él. Lo triste de los boxeadores es cómo acaban cuando se retiran. Si han malgastado todo el dinero que han ganado malviven con trabajos inestables, yendo de un lado a otro sin centrarse en nada. Operarios en fábricas, reponedores en grandes almacenes, camareros… Con un poco de suerte se convierten en guardaespaldas de alguna estrella.
«O se enamora de una mujer cuya madre aún no había venido al mundo cuando él ya cruzaba la barrera de los treinta, y viaja en el tiempo hasta su época para emprender una nueva vida», me callé. ¿Y qué vida nos esperaba a Jacob y a mí?
Los boxeadores aparecieron con media hora de retraso. El público, impaciente, empezó a vitorear hasta que vio salir a Jacob junto a un chico joven y blanco como la nieve, fibroso pero seco como un palo, al que el terror en los ojos lo delataba como un contrincante fácil y un boxeador novato que no llegaría muy lejos. El árbitro levantó las manos de ambos; todo el mundo aplaudía gritando: «¡Jacob el Boxeador! ¡Jacob el Boxeador!». Una mujer sentada en los asientos de delante se levantó y le lanzó a Jacob una braga de encaje al ring, gesto que escandalizó a la abuela. Los dos boxeadores se dirigieron hasta sus respectivos rincones, se despojaron de sus batas y, tras escuchar los consejos de los hombres que se encontraban abajo —supuse que el entrenador y el promotor—, se situaron en el centro, a punto para comenzar el combate.
Jacob me vio enseguida y me dirigió una rápida mirada nada más situarse en medio del ring, pese a no estar sentados en las primeras filas de la grada que rodeaba el cuadrilátero, sino en el centro, apretujados entre dos hombres sudorosos que no paraban de moverse. Bill, al igual que en el concierto de los Beatles, también hubiera disfrutado al ver a tanto hombre a su alrededor.
Terry Murphy, que no debía tener más de veinte años, cayó inconsciente al suelo en el primer asalto tras un gancho tan fuerte de Jacob en el mentón que creí que le había partido la mandíbula. Me tapé los ojos al ver al pobre chico pasar sin pena ni gloria ni haberse podido lucir mientras todos, incluida la abuela, se levantaron y aplaudieron. Los que estaban a mi lado dijeron que era uno de los mejores ganchos que habían visto en su vida. Me quedé mirando fijamente a Jacob, al que no le había afectado lo más mínimo haber noqueado a su contrincante aprovechándose de su categoría de veterano. Como si no tuviera sentimientos cuando se subía al ring. Como si fuera otra persona, un extraño para mí.
Betty me había dicho que, si no me quería enamorar de Jacob el Boxeador, no debía ir a ver un combate porque me prendaría de él y luego me rompería el corazón. Sinceramente, verlo sudoroso, con las venas de los brazos hinchadas y ese protector bucal con el que parecía un cerdo propinando golpes a diestro y siniestro, me provocaba rechazo. A mí me gustaba cuando era tierno y me miraba con esa seguridad que tenía de conocerme de otra época aunque aún no hubiéramos vivido lo nuestro. Cuando hablaba sobre viajes en el tiempo, haciéndome creer que tenía más idea que yo cuando, en realidad, era un tema que a ambos se nos escapaba de las manos. Con tantas preguntas como tenía, me resultaba imposible concentrarme en el segundo combate, que también parecía que iba a acabar rápido.
El segundo contrincante parecía más seguro de sí mismo. Más alto y más fuerte que el pobre Terry, Jack Maldonado, un latinoamericano de veintitantos años, se encaró a Jacob en el primer asalto, pero este supo esquivar bien los golpes que trató de darle. Mis conocimientos de boxeo eran nulos, pero sabía que Maldonado saldría tan mal parado como Terry cuando Jacob, alardeando de su poderoso gancho, volvió a darle en el mentón al joven, que acabó tirado en el suelo con la nariz sangrando. El árbitro contó los segundos con rapidez. Maldonado logró levantarse y casi me alegré por él, pero cinco minutos más tarde estaba tendido en el suelo sin poder mover un solo dedo.
El tercero, cuyo nombre no retuve, duró dos asaltos. A Jacob se le veía tan aburrido como a mí desde la grada con una Beatrice emocionada a mi lado y un John concentrado en el ring. Jacob no recibió ni un solo golpe y terminó siendo, a las once, el ganador indiscutible de la noche con gritos efusivos e histéricos del público que, poco a poco, una vez terminado el espectáculo, fue saliendo del recinto.
—¡Ha estado estupendo! —exclamó Beatrice.
—Pobres chavales. No querría estar en su lugar —se compadeció John. Muy típico de él. El abuelo siempre estaba a favor de los débiles y los desamparados. Cuando yo tenía doce años, casi adoptó a un chaval de siete cuyos padres no le prestaban la más mínima atención. Le compró una bici y un balón de futbol, jugaba con él a baloncesto y cada tarde se encargaba de que comiera un bocadillo. Dos años más tarde, se mudaron a California. El abuelo nunca superó su pérdida y mucho menos la falta de noticias sobre el chico. No podía ver a un mendigo en la calle pasando hambre; inmediatamente me llevaba al supermercado y me hacía elegir algo para comer. Luego, nos acercábamos al mendigo y me pedía que le diera la comida. El abuelo me regaló las sonrisas más sinceras y agradecidas que jamás olvidaré de aquellos hombres y mujeres abandonados en la calle y olvidados por una sociedad consumista y egoísta.
—Qué golpes da tu chico, Kate. Debes estar orgullosa —comentó la abuela.
—Pienso como John. No me siento orgullosa porque Jacob haya ganado a tres pobres chicos que buscan una oportunidad y un sitio en este mundo de luces y sombras como es el boxeo.
—Qué seria te has puesto, querida.
El abuelo me examinó atentamente como nunca, a lo largo de ese mes, había hecho. Frunció el ceño y me sonrió. Ojalá hubiera tenido, solo por ese momento, la capacidad de leer los pensamientos de los demás. Hubiera dado lo que fuese por saber qué pensó John sobre esa desconocida que se hacía llamar Kate Rivers, de Oregón, en la que tanto parecía confiar Beatrice al dejarla sola trabajando en su cafetería.
Agradecí respirar el aire fresco de la calle y salir del opresivo gimnasio. Los hombres y mujeres seguían fuera, muchos de ellos fumando y hablando entre ellos sobre el combate de aficionados que acababan de ver. Gracias a mi intromisión disimulada en una de las conversaciones, supe que Jacob se había llevado mil de los grandes por participar en un combate cuya intención era, como ya deduje, promocionar el gimnasio y a sus tres jóvenes boxeadores, que llevarían para siempre la losa de haber sido derrotados por un veterano que les sacaba catorce años.
—Con treinta y cuatro años sueles estar acabado. Dicen que eres viejo para subirte a un ring —se lamentó John, adivinando mis pensamientos.
Cuando Jacob salió vestido con su habitual chándal vi que los que aún estaban en la calle tenían las mismas intenciones que yo. Esperarlo. Verlo. Que les firmase un autógrafo. Me rogó que esperara un momento y lo perdí de vista cuando se entremezcló con la gente que hizo un corrillo a su alrededor.
—Tienes que estar orgullosa, Kate —insistió la abuela—. Después de todo lo que has tenido que pasar, estar con Jacob es una bendición, querida.
—¿Y qué he pasado según tú, Beatrice? —pregunté, cansada y malhumorada, al comprobar que Jacob causaba tanta expectación por dejar tirados en el suelo a tres pobres diablos.
—No quisiera contarlo delante de John, querida.
—Me da igual. Cuéntalo, adelante. Me interesa mucho.
—Tu prima Lucy me contó que tu prometido se fue con una de tus primas.
John ni se inmutó. Se puso de puntillas para ver a Jacob, el protagonista de la noche. Yo, olvidándome de la fama de Jacob, me pregunté una vez más por la verdadera Kate Rivers, la que sí podía demostrar quién era gracias a su documentación y temí que, tras lo sucedido, hubiera decidido terminar con su vida tirándose de un puente o algo por el estilo. Las mujeres en esa época podían ser muy dramáticas con este tipo de cosas, sobre todo si ya rondaban los treinta y no veían posibilidad alguna de procrear.
—Ya. Eso —murmuré disimulando—. Ya pasó.
Cuando la calle se fue vaciando después de que algún vecino se quejase del ruido, nos quedamos solos Jacob, Beatrice, John y yo. El problema era que a mí me costaba mirar a Jacob a la cara, como si fuera un criminal.
—Nosotros nos iremos, chicos —sonrió Beatrice, que también miraba de una forma distinta a Jacob pero, en su caso, desde la más absoluta admiración—. Has estado increíble, querido.
—Felicidades, Jacob —le tendió la mano John.
Se suponía que debía quedarme sola con él y actuar con normalidad, si es que algo de lo «nuestro» llegó a ser alguna vez normal. Que iríamos hasta Front Street dando un paseo y que me acompañaría hasta el portal de casa donde Beatrice estaría esperándome porque John llegaría antes en su camioneta.
—¿De verdad pensáis que he estado increíble?
Los tres lo miramos incrédulos al mismo tiempo, sin saber cómo reaccionar ante esa repentina inseguridad.
—He machacado a tres tipos que no estaban preparados para estar ahí. Que han sido el hazmerreír de un público indeseable, de ese tipo de personas que entran a robar a una cafetería con una propietaria indefensa en la caja —señaló a Beatrice, sorprendiendo a John que, por lo visto, no sabía nada del atraco de aquella noche—. Lo que he hecho con ellos los va a dejar marcados de por vida; puede convertirse en el principio del fin de sus carreras o en una anécdota para recordar en el futuro, no lo sé. Si el gimnasio en el que entreno me hubiera hecho pasar por esto cuando empezaba, me hubiera hundido como lo ha hecho este antro con tres chicos que confiaban en su propietario.
—Jacob, tranquilo. Tú solo… —trató de consolarlo la abuela, sin encontrar las palabras adecuadas—. Solo has hecho lo que sabes: boxear.
—Yo no soy así, Beatrice. Yo no soy quien habéis visto, chicos. No lo soy —finalizó, mirándome, como si lo único que necesitara en ese momento fuese que yo lo creyera. Y lo creí, porque tampoco me había dado motivos para no hacerlo.