CAPÍTULO 17
PERDIDA EN EL TIEMPO
NORA
Agosto, 1965
Todo ocurrió muy deprisa. La sensación que tuvo mi cuerpo fue la de desaparecer y caer. Caer en las profundidades de un agujero oscuro y muy hondo con los brazos elevados por si podía volar. Por una milésima de segundo sentí que me había evaporado y que pedacitos de mí viajaban por el espacio a la velocidad de la luz.
Lo que vino a continuación fue inexplicable.
El hormigueo en cada extremidad de mi cuerpo no era comparable a la confusión de verme en el mismo lugar, aunque de día y percibiendo sonidos y olores distintos. El escenario era idéntico, pero al mismo tiempo no lo era, como si un pintor lo hubiera retocado ligeramente. Había dejado el callejón de Front Street sumido en la oscuridad y el silencio de la noche cuando, en esos momentos, a plena luz del día, sonaba de cerca la melodía Stuck On You, de Elvis Presley, puede que desde el interior de algún apartamento, y también se escuchaban pasos frenéticos, voces muy por debajo del rugido de los coches y ruedas de bicicletas rodando con rapidez por el asfalto. Mis sentidos estaban más despiertos que nunca. Aún con la mirada dirigida a la pared de ladrillo rojizo sin atreverme a descubrir la vida que había detrás de mí, me percaté de que el gato negro seguía a mi lado y, al lanzarme una mirada, maulló como si yo fuera la responsable de todas las desgracias de su existencia animal callejera.
—¿Sabes dónde estamos? —le pregunté, tratando de ganarme su confianza acariciándolo.
Hubiese sido bonito que se quedara conmigo pero, por el contrario, más valiente y decidido, salió corriendo hacia la calle que yo tanto temí cuando vi de soslayo lo que me esperaba.
Olía a café recién hecho y a tostadas. Mi estómago rugió feroz. Aún sentada en el asfalto que, en vez de ser liso, ahora era empedrado, avancé lo que el hormigueo persistente en mis extremidades me permitió. Di un par de pasos fijándome en cómo iban vestidas dos mujeres que, indiferentes a mi presencia, pasaron hablando animadamente entre ellas por delante del callejón. Ambas llevaban gafas de sol con forma de ojos de gato y lucían un par de vestidos similares; el que mejor alcancé a ver fue el rojo con topos blancos por encima de las rodillas con cuello de barco. El peinado me recordó al de Olivia Newton-John en Grease: puntas desfiladas hacia fuera, diademas anchas y un exceso de laca perjudicial para el medio ambiente.
—Oh, Dios.
«Estas mujeres no conocen todavía a Olivia Newton-John», pensé.
Me mareé. Hacía calor. Mi cabeza estaba abotargada y no podía pensar con claridad. Me encontraba en el mismo lugar, pero parecía haber cambiado de época.
—Te has quedado dormida delante del ordenador. No sería la primera vez —murmuré.
Pero, pese a mi empeño en creer que estaba inmersa en un sueño profundo, en ese instante hubiera asegurado que, en el momento en el que la pared de ladrillo empezó a moverse, había experimentado un salto temporal. Me pareció una locura y, como toda loca que se precie, me empecé a reír sola hasta que recordé a Jacob.
—Jacob también debe estar aquí —pensé en voz alta, levantándome y apoyando una mano en uno de los contenedores que, en vez de ser de plástico, eran de latón.
—¡Kate Rivers! —me gritó una mujer acompañada de una aureola que no era más que los rayos del sol cayendo por su espalda—. Te estaba esperando, querida. ¿Se puede saber por qué has tardado tanto? Llevo esperándote dos días. ¿Qué llevas puesto, mujer? Estamos en pleno agosto, ¡te vas a asar de calor! ¿En Oregón hace frío? No, no creo, en la Costa Oeste debe hacer más calor que en Brooklyn. Anda, ven conmigo, que tenemos mucho trabajo por hacer. Déjame que tire la basura y… ¡Kate! ¿Por qué me miras así? Perdona, no me he presentado, soy una maleducada, aunque por mi delantal ya lo supondrás, ¿verdad? Soy Beatrice Miller, la propietaria del café Beatrice, la amiga de tu prima Lucy. Venga, querida, entra conmigo.
No pude responder; creería que era muda o boba, quién sabe lo que pensó la abuela al verme por primera vez. Y entonces recordé sus últimas palabras, muchos años más tarde de donde por lo visto me encontraba:
«Nos volveremos a encontrar, querida».
Si no era un sueño, ¿qué era? Necesitaba saber en qué año estaba. Cómo la mujer que tenía delante, a la que siempre conocí con alguna arruga y canas, era en esos momentos joven, alta, enérgica y fuerte. Nunca, salvo en fotografías antiguas, había visto que sus ojos fueran tan grandes y brillantes, su melena tan rebelde y negra anudada en un moño alto y su nariz respingona cubierta de pecas. ¿Cuándo había tenido pecas la abuela?
No me di cuenta de que se me estaban saltando las lágrimas por el impacto de lo que estaba viviendo. Sentía mis mejillas ardiendo, no solo del calor que tenía, sino de la emoción del momento. Si no era un sueño, si eso era real y la abuela no era un fantasma metida en la piel de su «yo» joven, el responsable había sido Jacob y él lo sabía desde el principio. Mientras la miraba fijamente, pensé en que una de las primeras cosas que debía hacer era encontrarlo. Necesitaba una explicación.
—Querida, ¿te pasa algo? —me preguntó Beatrice, acercándose a mí y poniendo la mano sobre mi hombro. Me fijé en que no llevaba el anillo de casada; aún no salía con el abuelo. Puede que ni siquiera lo conociera—. He dejado la cafetería sola, venga, vamos. A ver si me van a entrar a robar —rio.
Pero no podía reírme. Solo quería llorar y advertirle que escribiera los nombres de las personas detrás de cada fotografía porque algún día lo olvidaría todo, incluido este momento. Cómo conoció a su mejor amiga, Kate. A mí. Yo era la mujer que estaba con ella en la fotografía que ocultó bajo las tablas de madera de la cafetería. No se trataba de una mentira o que el parecido fuese una coincidencia o una relación genética encubierta. Era yo. Yo, con esa cara de confusión y con un gesto que me parecía distinto cada vez que lo contemplaba por vivir algo que sabía que llegaría para que mi «yo» en el futuro, aunque ya lo hubiese vivido, la encontrase y desconfiara de la mujer que la crio. Era complicado de asimilar, pero de todas las hipótesis que había contemplado respecto a la mujer de la foto, ninguna era tan descabellada como la real. Viajar en el tiempo. Jacob, al fijarse en ella y comentarme el parecido, lo sabía. ¿Quién era Jacob?
—Ha debido pasarte algo en el viaje para que estés así, Kate. Si quieres, puedes subir a mi apartamento y ponerte… —me miró de arriba abajo, extrañada—… otra ropa, querida. ¿Qué clase de mujer viste con una cazadora de cuero en pleno agosto?
—¿Agosto?
—Trece de agosto de 1965. ¿Así es cómo visten las mujeres en la Costa Oeste? ¿Tan masculinas? —insistió, observando con detenimiento mis tejanos ajustados, las botas marrones y, por supuesto, la cazadora de cuero negra que cubría una sencilla camiseta de algodón blanca.
No sabía cómo vestían las mujeres en Oregón en 1965. Imaginé que similar a la abuela. Según se entreveía bajo el delantal, llevaba un vestido verde con una bonita y elegante caída por debajo de las rodillas. Aun así, asentí con un nudo en la garganta persistente y los ojos anegados en lágrimas. La preocupación de Beatrice iba en aumento; ella tampoco parecía saber qué decir. Siempre le había costado enfrentarse al dolor ajeno y nunca daba el pésame porque sabía que no había palabras de consuelo en esos casos, ya que sabía lo que se siente al perder a un ser querido. Lo debería saber también en ese punto de su historia cuando, según mis cálculos, su madre llevaba muerta ocho años y su padre cinco. Pero yo tenía que fingir que no sabía nada de ella. Que no sabía, por ejemplo, que nació el cuatro de julio de 1930, en plena época de la Gran Depresión en Estados Unidos provocada por el Crac del 29, cuando el llamado «sueño americano» se convirtió en una triste pesadilla; la tierra de las promesas era entonces la de la desesperación, y la ilusión por la democracia, el capitalismo y el individualismo se evaporaba ante la realidad de un país inmerso en el desengaño, donde las largas colas de desocupados en busca de algo que llevarse a la boca o durmiendo en las calles, protegiéndose con trozos de cartón y de diarios, eran escenas comunes del día a día. Que tenía treinta y cinco años, cuatro más que yo cuando, en realidad, nuestra diferencia de edad era de cincuenta y siete y que, con los pocos ahorros que le dejaron sus padres, se había convertido en la propietaria de la cafetería Beatrice desde 1960 gracias a las facilidades que le puso su anterior propietaria, una anciana adorable amiga de la familia. Que le había puesto su propio nombre no por egocentrismo o vanidad, sino porque le recordaba sus raíces italianas maternas, de las que tan orgullosa se sentía. Que la manera en la que se conocieron sus progenitores le parecía la más romántica del mundo y que su padre se inventaba trucos de magia cuando era pequeña para evitarle el sufrimiento que desencadenó la segunda guerra mundial que les tocó vivir. La abuela, no muy dada a hablar de la guerra ni de los conflictos políticos, sí contaba cómo lloró su padre la mañana del domingo del siete de diciembre de 1941, cuando ella tenía solo once años y la base naval de los Estados Unidos en Pearl Harbor (Hawái), fue atacada por las fuerzas navales y aéreas del Imperio de Japón. Fue lo que llamarían El ataque a Pearl Harbor, en el que fallecieron más de dos mil estadounidenses.
Dejaría, si se terciaba, que me explicara por enésima vez la existencia de una maldición en su familia desde que su bisabuelo falleciera en 1882, cuando trabajaba en la construcción del puente de Brooklyn. Sabía que debía mantener las distancias y fingir que nos acabábamos de conocer y que mi nombre era Kate Rivers aunque, en realidad, sentía curiosidad por saber quién era la mujer de Oregón que tendría que haber llegado hacía dos días en mi lugar para trabajar como camarera en la cafetería y el porqué de su ausencia y falta de compromiso. En ese momento, la abuela no sabía que estaba frente a la mujer en la que se convertiría su nieta cincuenta y dos años más tarde y que procedía de un mundo en el que ella ya no existía desde hacía algo más de tres meses. Tampoco sabía que tendría una hija a la que perdería demasiado pronto y que sería ella la encargada de criarme a partir de los siete años. No sabía nada de eso y, sin embargo, antes de morir, me dio una pequeña pista de lo que me ocurriría. Incluso, durante su enfermedad, ya me avisó de que iba a conocer los años sesenta, pero creí que formaba parte de su delirio. Al final, era cierto que nos volveríamos a encontrar aunque ella, en su último aliento, ya lo hubiese vivido. Imagino que, como todo en la vida, formaba parte de un plan, si bien todavía no estaba preparada para entenderlo.
—Será mejor que me quite la cazadora, Beatrice —dije con toda la normalidad de la que fui capaz. Mi cabeza seguía en otro mundo y el nudo en la garganta escocía cada vez más.
Al quitarme la cazadora se me cayeron las llaves del apartamento y un billete de cinco dólares. No había cogido el teléfono móvil, por lo que no tendría que dar explicaciones sobre cómo era la comunicación en el futuro o, simplemente, qué era ese artilugio extraño. La lentitud con la que me agaché a recoger mis cosas provocó que la abuela se fijase en las llaves y me mirara con extrañeza al reconocer en el llavero con forma de trébol el suyo propio. El mío, por supuesto, estaba más gastado que el suyo y, en ese momento, lo sacó del bolsillo de su delantal. Cuando pensé que me iba a someter a un exhaustivo interrogatorio y que no saldría indemne de él, comentó risueña:
—¡Tú también tienes un trébol de la suerte! Ya me caes bien. Vamos, querida.
Enérgica, fue caminando hacia la cafetería, a cinco pasos del callejón mientras yo, detrás, iba secándome las lágrimas con el trébol aferrado a mi mano, observando con rapidez todo cuanto había a mi alrededor. Front Street, una vía larga, pero a la vez un espacio ínfimo en ese tramo en comparación con las dimensiones de otras calles cercanas a la zona, estaba mucho más transitada que en mi época. A mi alrededor, señoras agarradas del brazo, grupos de hombres con camisetas de tirantes hablando en la acera apoyados contra las paredes de ladrillo con un pitillo entre sus dedos, y niños despreocupados jugando y corriendo en la calle con sus bicicletas y un balón le daban una vida de la que carecía completamente en el siglo XXI. Los edificios parecían más viejos. La ropa tendida en las ventanas le otorgaba un aire distinto, más empobrecido, y el edificio en el que vivía el señor Aurelius en 2017 tenía vecinos. Un hombre fumaba en la ventana mientras le preguntaba a gritos a alguien oculto en el interior del apartamento qué había para comer y una señora, cogida de la mano de una niña pelirroja con trenzas, salía del portal. El edificio de al lado que yo había conocido desde siempre como un bloque de tres pisos con seis apartamentos y una pequeña inmobiliaria abajo estaba en obras; los cinco obreros, en vez de estar centrados en el trabajo, piropearon a una mujer que, sombría, miraba avergonzada el asfalto empedrado que, en 2017, al igual que el del callejón, era llano y más cómodo para andar con tacones. Me quedé anonadada con los coches que transitaban, lentos y sin prisas. Contemplé, maravillada, desde un Nash Cosmopolitan de color verde pastel combinado con el blanco en la capota, hasta un Chevrolet Bel Air descapotable ocupado por jóvenes universitarios que parecían sacados de cuando Marty McFly en Back to the future viaja a 1955 para conseguir que sus padres se conozcan y se casen. Pensar en eso me hizo sonreír y creer fervientemente que yo estaba en esa época para cumplir una misión. Elvis Presley me devolvió a la realidad con otra de sus canciones. Can’t Help Falling In Love sonaba en el tocadiscos del interior de la cafetería que yo conocía tan bien.
—Gracias por vigilar el café, Aurelius —agradeció Beatrice a un joven a un joven de poco más de treinta años, alto y apuesto, sonriente y amigable, que estaba en la mesa que había frente al ventanal. Su mesa. Yo lo miré con los ojos muy abiertos, cuando en realidad a quien veía era al anciano al que acompañé, hacía solo unas horas, hasta su apartamento, preocupada por su estado y su salud mental—. Te presento a Kate Rivers, va a trabajar conmigo.
—Encantado, Kate. Un placer tener a una camarera tan guapa.
Presumido, me guiñó un ojo y, acto seguido, se levantó y fue corriendo hasta la acera de enfrente para ir al encuentro de una mujer entradita en carnes con una cara redonda preciosa y la melena de un rubio deslumbrante, que lo esperaba con una bolsa de cartón marrón entre los brazos de la que sobresalían espárragos y una barra de pan. En ella reconocí, a pesar de la distancia, a una de las mujeres que aparecían en la fotografía.
—Están tan enamorados… —suspiró con envidia la abuela, situándose detrás de la barra—. Kate, ¿no has traído ninguna maleta? Ya le dije a Lucy que los primeros días podías quedarte en mi apartamento. Es pequeño, pero pasaremos más tiempo aquí que allí, así que no habrá problema. Si quieres, puedes subir y elegir algo de mi armario; eres más bajita y delgada, pero creo que te servirá alguno de los vestidos que tengo. ¿Qué número calzas?
—Treinta y ocho —respondí automáticamente, sin poder dejar de mirarla.
—¡Como yo! Anda, ve. —Me lanzó sus llaves. Eran iguales a las mías—. Sube y ponte algún vestido bonito, ¿sí? ¿Qué pasa? ¿Tengo algo en la cara? ¿Se me ha corrido el pintalabios? —preguntó asustada, llevándose las manos a la boca.
—¿Eh? Lo siento, no…
—Perdona, no tienes ni idea de dónde está mi apartamento, claro. Ven, ven conmigo.
Más que acompañarme, me empujó con prisas hacia la salida del café y, con el dedo, señaló hacia la izquierda.
—Es esta primera portería que ves aquí. Esta llave es para la puerta de entrada y esta otra para la del apartamento. Solo tienes que subir las primeras escaleras, es el único apartamento del rellano. La puerta queda a la derecha.
Volvió corriendo a la barra a preparar un par de cafés para unas señoras mayores que se acababan de sentar en una de las mesas grandes. Yo sonreí y, antes de salir, miré con fascinación a mi alrededor. El café de 1965 no era muy distinto al que había dejado en 2017. Contemplé el papel de pared de mariposas que en 2017 había tenido que retirar con mucha pena por el mal estado en el que se encontraba. Era maravilloso volverlo a ver.
—Mariposas —comentó la abuela, al ver cómo me fijaba en la pared—. La mariposa no cuenta meses sino momentos, y tiene tiempo de sobra.[1]
Al salir, los poderes de invisibilidad que parecía poseer minutos antes habían desaparecido, porque muchas fueron las personas que se dieron la vuelta para mirarme con descaro y cuchichear entre ellas. Las mujeres de 1965 no llevaban tejanos y mucho menos tan ajustados como los míos, aunque su historia se remonte al año 1853, cuando el alemán Levi Strauss se instaló en San Francisco en plena fiebre del oro para llevar una sucursal del negocio de grandes mercerías que tenían sus hermanos en Nueva York. A la abuela no le había impactado tanto como a una anciana que se acercó peligrosamente a mí con la intención, creo, de inspeccionar la costura del sofisticado pantalón. «Así visten las mujeres en Oregón», me convencí, introduciendo rápidamente la llave en el cerrojo de la puerta, cerrando de un portazo y adentrándome en el interior de la portería. El edificio tampoco había cambiado a lo largo de los años. Subí las escaleras y entré en el apartamento que me pertenecía a mí en 2017. Como no había cambiado los escasos muebles que la abuela tenía, era prácticamente el mismo, chiquitito y humilde, con la diferencia de que no disponía del sillón orejero del que me encapriché y las paredes, pintadas de blanco, estaban más nuevas, sin las grietas que en mi época habían aparecido como por arte de magia. Y magia fue cuando, nada más entrar, me entretuve un minuto mirando el mueble lleno de vinilos y un tocadiscos que decoraba el rincón de la ventana y que recordaba haber visto, desde siempre, en casa de los abuelos.
Sobre el mármol de la cocina, situada a la derecha y mucho más limpia y recogida que la mía, había una cantidad considerable de tarros de galletas y piezas de vajilla que en 2017 habían desaparecido. A la abuela nunca le había costado deshacerse de lo que ella consideraba antiguallas, por lo que todo lo que estaba viendo no perduraría en el tiempo.
Al entrar en el minúsculo dormitorio, decorado con un bonito papel de pared de flores y con la misma cama con cabezal de hierro forjado en la que yo dormía en el siglo XXI, abrí la puerta del armario empotrado que quedaba junto a la ventana. Eran incontables los vestidos que tenía la abuela amontonados debido al pequeño espacio y que yo jamás había visto. Cualquier apasionada de la moda vintage hubiera empezado a dar saltos de alegría al ver esos colores vivos y esas formas; los lunares, los cuadros y las flores, vestidos por encima de las rodillas y otros más recatados, zapatos de tacón bajo y manoletinas con suela de goma, bolsos que combinaban con toda la ropa que había ahí dentro y collares y pendientes que no recordaba que la abuela se hubiese puesto nunca, ni siquiera en las fotografías. El tacto de la tela era suave; daba gusto rozar con las yemas de los dedos cada uno de los vestidos, incluido el rosa que reconocí como el que yo llevaba puesto en la fotografía que aún no se había hecho pero que yo había visto. Ya me había dado cuenta de todo el desconcierto que suponía la experiencia; demasiado normal me sentía, dadas las circunstancias. El dolor de cabeza y el hormigueo habían desaparecido, como si me hubiese adaptado completamente a la locura, que por otro lado era muy real, de haber viajado en el tiempo.
Cuando elegí un vestido verde floreado combinado con unas manoletinas del mismo color, me fijé en una fotografía enmarcada que la abuela tenía sobre la mesita de noche. La cogí. En ella aparecía Beatrice abrazada a un hombre que miraba hacia el suelo riendo; parecían felices y despreocupados con las imponentes vistas del puente de Brooklyn al fondo. La foto, en blanco y negro, debía ser reciente porque a la abuela se la veía tal cual estaba en esos momentos y, respecto al hombre, no podía verle muy bien la cara por cómo posó para el objetivo, pero había algo en él que me resultaba familiar.
—¿Qué significa esto? ¿Dónde está el abuelo?
Traté de hacer memoria y recordar cuándo y cómo se conocieron, teniendo en cuenta que debería haber ocurrido ya porque mi madre nació en agosto de 1966, exactamente dentro de un año, y para ello debían concebirla en noviembre. Solo faltaban tres meses. La abuela presumía de cómo se habían conocido sus padres, pero con respecto al abuelo únicamente decía que había sido muy normal: «en un concierto nos presentó una amiga», punto final. ¿Había cambiado algo y por eso yo estaba ahí? ¿Por eso había viajado a 1965? Sentí de inmediato la presión de que tenía algún tipo de responsabilidad que se me escapaba de todo pensamiento racional. Si la abuela no estaba con el abuelo o no se conocían, mi madre no existiría y, por lo tanto, yo tampoco. Alarmante.
Mientras me desvestía para ponerme algo más adecuado a la década en la que me hallaba, la maliciosa que había en mí sabía que, si la abuela estaba con ese hombre guapo de la foto, debía hacer lo posible para provocar su ruptura. De no ser así, no habría conocido al abuelo o, si ya lo conocía, no se habría fijado en él por estar con el otro y puede que Jacob me trajera hasta aquí para cumplir esa misión. Aunque solo eran suposiciones mías.
La otra pregunta era: ¿Quién era Jacob? ¿Dónde estaba? Seguía obsesionándome.
—¿O me estoy volviendo loca?
El gato negro me asustó al aparecer maullando y arañando la ventana del dormitorio apoyado en el alfeizar que daba a la calle. Le dejé entrar y, sin hacerme el más mínimo caso, fue hasta la cocina como quien se siente en su propia casa y se tumbó encima de una alfombra de trapillo en la que me percaté de que ya había pelos negros de gato. Sus pelos.
—Tú ya habías estado aquí, ¿verdad? —le dije, sin obtener más respuesta que una mirada desafiante.