CAPÍTULO 36

LA DESAPARICIÓN DE BETTY

NORA

Septiembre, 1965

Hola, Bill:

 

No sé ni por dónde empezar. Bueno, sí, que te echo de menos. ¿Eso te sirve para enfadarte un poco menos conmigo? ¿Leerás algún día esta carta? Es la primera que te escribo desde que aparecí en 1965, hace ya cuarenta días, y ni siquiera sé si algún día podrás leer esto aunque sí te prometo que volveré. Si el tiempo en 2017 no se ha detenido, estarás preocupado por mí y no sabes cómo te entiendo. Aquí ha desaparecido una mujer; Jacob y yo creemos que se la ha tragado algún portal del tiempo, puede que el mismo que me trajo a mí aquí. Si la ves, ayúdala. Se llama Betty. Trátala como me trataste a mí desde que me conociste, con ese punto de locura tan tuyo y esa sonrisa que volvería locas a todas las mujeres de Brooklyn si no fuera porque se te nota demasiado la pluma.

No debes estar entendiendo nada, claro. Ya sabes que siempre se me ha dado mal empezar a contar las cosas desde el principio y que soy más de construir la casa por el tejado. Qué desastre.

Ay, Bill… Quiero contártelo todo. Me gustaría viajar para decirte que estoy bien, pero que debo quedarme aquí, en 1965, donde mi abuela tiene treinta y cinco años, regenta la cafetería y apenas lleva un mes de relación con el abuelo. Que he conocido a un hombre, Jacob, al que apodan Jacob el Boxeador y eso te dará pistas sobre su profesión. Y que me he enamorado como una idiota, no sé si porque por destino me correspondía o si, de alguna forma, este viaje temporal nos ha impuesto que debía ser así. Qué puedo decirte de él… Creí conocerlo de antes, pero me equivoqué. La sorpresa va a ser grande cuando te enteres. Es el hombre más increíble que conozco, Bill, aunque en apariencia pueda demostrar ser alguien muy distinto. Cuando nadie nos mira se muestra atento y dulce, le encanta acariciar mi cabello y mirarme fijamente a los ojos como si en ellos viera algo espectacular. Y no puedo dejar de preguntarme qué ha visto en mí y cómo he podido viajar años luz para enamorarme de alguien que por época no me pertenecía. Y de eso se trataba, de lo que me decía siempre la abuela: coincidir. Jacob sabe quién soy y de dónde vengo, incluso conoce detalles del futuro que a mí, en un principio, me descolocaron por completo. Es un alivio poder compartir este secreto con él en un periodo que no me resulta tan duro ni tan raro. Me he adaptado bien. ¿He venido aquí a enamorarme de un hombre, Bill? Suena tan simple… En parte, es como seguir allí, en el siglo XXI, pero sin móviles ni tecnologías y volviendo a tener a mi lado a las dos personas que más he querido en esta vida. Con la pena, por supuesto, de no tenerte a ti y con el corazón alborozado (¿me habré vuelto cursi?) al haber conocido a Jacob. Por otro lado, he vivido momentos en los que hubiera deseado que estuvieras aquí. ¿Recuerdas a la camarera torpe de la que te hablé y el concierto de los Beatles en el estadio Shea de Queens? Sí, esa camarera torpe era yo.

Volveré, Bill. Y te lo contaré todo esperando que no me taches de loca. Tú nunca harías eso, ¿verdad? Espero que hayas tenido la cita perfecta gracias a Tinder o Meetic y que te hayan regalado otro mes gratis por tu atractivo y la cantidad de hombres que se han inscrito solo para conocerte. Seguramente, romperé esta carta para que la abuela no la descubra, pero no sabes el peso que me he quitado de encima al sentir que, con cada palabra, desde algún lugar, puedes sentirme. La sensación de volver a tener a Beatrice es indescriptible. No poder abrazarla ni llamarla abuela y que crea que soy otra persona, una mujer llamada Kate Rivers (que debía venir a trabajar con ella, pero que nunca apareció), duele a veces. Duele mucho. Lo mismo pasa con John, mi abuelo. Si lo abrazara, creo que la abuela me pegaría. Es muy celosa y lo quiere con locura.

Nos volveremos a ver cuando me den la señal, en principio será en noviembre. Espero que no sufras por mí y que entiendas que todo esto es una aventura extraordinaria que estoy viviendo con intensidad tal y como siempre me has recomendado que haga con la vida.

 

Te quiere,

Nora

BEATRICE

Le he dicho a la policía que Betty no se hubiera ido a Irlanda sin avisarme y que si me lo hubiese dicho, por muy despistada que esté últimamente, me acordaría. Lleva una semana desaparecida, la hemos buscado por todas partes, incluso de noche. Han entrado en su apartamento, pero no han visto nada extraño o fuera de lugar. Betty se ha esfumado y quiero creer que por voluntad propia. Ojalá no le haya pasado nada malo. Y quiero esforzarme también en no echarle las culpas a Kate o hacerla sentir culpable porque estoy segura de que la desaparición de Betty tiene que ver con su confesión de que Jacob estaba saliendo con ella. Y vaya si salen. Desde aquel combate de boxeo, Jacob ha dejado de lado sus entrenamientos para pasarse las horas en el café sin poder apartar la vista de Kate.

No puedo dejar de pensar en Betty y las ganas que tenía, a sus veintisiete años, de trabajar como secretaria en algún bufete de abogados. Le dije que me parecía un empleo difícil de conseguir; la mayoría de secretarias entran por enchufe o tienen experiencia y combinan otros trabajos similares con las clases nocturnas de contabilidad. Qué pena, pobre Betty. La última vez que la vi iba con sus pesados libros y la mirada triste. Siempre me decía que quería ser como yo. Llevar las riendas de su vida sin depender del trabajo de ningún hombre. Quería ser libre. Si la libertad es desaparecer y preocupar a todas las personas de tu entorno, lo ha conseguido. Deseo con todas mis fuerzas que esté bien; creo, incluso, que iré a misa a rezar por ella. Hace años que no voy a misa, desde que murió mi padre, y no solo porque he estado muy ocupada con la cafetería abriendo de lunes a domingo, sino porque cuando murieron mis padres me enfadé con Dios y dejé de creer en él. Y que me libre si lo voy anunciando por ahí a diestro y siniestro porque la mayoría de los vecinos de Front Street necesitan creer en algo y si les dijera que no existe me enviarían a la hoguera como a las brujas.


Son las cinco de la mañana y, curiosamente, hoy me he levantado antes que Kate. Últimamente está muy reflexiva; a veces la miro tratando de ver quién está más enamorado de quién, si Kate de Jacob o Jacob de Kate. Como si el amor, en vez de ser cosa de dos, fuera una competición. Estoy en la cocina de la cafetería preparando la primera tarta de zanahoria del día para tenerla a punto a las siete de la mañana. Antes solían pedirme más la tarta de manzana, pero ahora la de zanahoria tiene un éxito increíble y lo cierto es que me queda muy rica. Estoy aprendiendo nuevas recetas, así que pronto habrá variedad que espero que atraiga a clientes de otras zonas de Brooklyn. Los de aquí cada vez tienen menos dinero y eso nos afecta a todos, incluida a mí, que no puedo evitar pasar por un escaparate sin entrar en una tienda a mirar ropa que luego, si me gusta, compro. Qué le voy a hacer. Cada uno tiene sus vicios.


Kate aparece a las seis de la mañana. Me siento culpable porque me ha visto tarareando y bailando una canción. No quiero que piense que no sigo dándole vueltas al asunto de Betty.

—Se te han pegado las sábanas hoy —me río.

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarte?

—¿Has desayunado?

—No tengo hambre.

—Coge fuerzas, tómate un café.

—Eso sí me hace falta.

NORA

—¿Se sabe algo de Betty? —le pregunté a la abuela mientras preparaba un café para despejarme.

Anoche, a Jacob y a mí se nos hizo tarde en el callejón esperando una señal, el regreso de Betty o algo… Creíamos que la vecina podía haber viajado en el tiempo y supe que, con total seguridad, la angustia que sentía por su desaparición era similar a la que Bill debía sentir por la mía en 2017. Incluso le dije a Jacob que tenía que volver para decirle que estaba bien y explicárselo todo, pero me comentó que no podía hacerlo. No podíamos volver hasta noviembre, cuando llegase la señal.

—No, querida. Espero que no le haya pasado nada —respondió la abuela al cabo de un momento, entretenida mirando el horno—. ¿Cuántas mujeres son violadas y asesinadas al día? Según me dijeron el otro día, la estadística es alarmante. Cada ocho horas violan a una mujer. ¿Te lo puedes creer, Kate? ¡Cada ocho horas!

Sabía que Beatrice, a veces, me miraba de reojo y me culpaba de haberle confesado a Betty, sin compasión alguna, que estaba saliendo con Jacob. Pero nunca me dijo nada al respecto, algo que agradecí enormemente porque, pese a haberle afectado la noticia, tampoco creí que fuera la causa de su desaparición.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí. Bebo el café y te ayudo. ¿Voy cortando en porciones la tarta de zanahoria?

—Sí, por favor.


En la cafetería no se hablaba más que de la desaparición de Betty. No sabía que Eleonore era tan amiga suya y la pobre, entre la pérdida del bebé, lo mucho que le estaba costando volver a quedarse embarazada —según me dijo— y la desaparición de su amiga, estaba teniendo unos días angustiosos.

—Que aparezca pronto —rogaba mirando hacia el techo y sabiendo, al igual que todos, que entre los planes de Betty no estaba volver a Irlanda—. Debo escribirle una carta a su madre para informarla de lo sucedido. Pero no la quiero preocupar. Betty me contó que está enferma, sufre del corazón.

«Qué tragedia», murmuré, visualizando a Betty perdida y, lo peor de todo, sola en 2017. Ojalá coincidiera con Bill y la ayudara o supiera cómo volver a 1965. Tenía el presentimiento de que mi amigo no se había movido de mi apartamento por si yo regresaba. Ojalá Betty fuera una chica lista y no contara con detalles qué le había ocurrido o de dónde procedía si no quería acabar encerrada en un psiquiátrico. La parte egocéntrica que había en mí empezó a pensar sobre mi propia desaparición. ¿Aparecería mi fotografía en la sección de desaparecidos del periódico? ¿El tiempo transcurría de la misma forma? Me marché el doce de febrero de 2017 alrededor de medianoche, dos días antes de San Valentín, y aparecí, a plena luz del día, el doce de agosto de 1965. Llevo cuarenta y dos días en 1965. ¿Habrían pasado también cuarenta y dos días en 2017? Demasiadas incógnitas. Pero era afortunada. La abuela, sin saber quién era yo realmente, me había acogido en su apartamento y me había contratado como camarera en el café confiando en que era prima de una amiga suya a la que hacía tiempo que no veía. Bendita casualidad. Había pasado más de un mes y, con un poco de suerte, abandonaría 1965 sin que nadie sospechara que, en realidad, era una impostora haciéndome pasar por una Kate Rivers que seguía sin dar señales de vida.

—¿Sigue sin saberse nada? —preguntó Jacob, apoyado en la barra. Negué con la cabeza, apesadumbrada—. Quieres…

—¿Esperar otra noche en el callejón? No. Volverá, como yo volveré a 2017 —susurré—. Betty es una chica lista.

—Volverá —repitió él—. ¿Dónde está Beatrice?

—Con John, en el taller. ¿Dónde va a estar? ¿Sabes lo más curioso de todo? —reí—. Que creía que la abuela era una esclava de la cafetería. Que no se movía de aquí y que trabajaba de sol a sol y ahora me doy cuenta de que hubo una época en la que dejaba su negocio en manos de una camarera para irse con su novio. Suena a chiste.

—¿Y te molesta?

—No, en absoluto. Bueno, me gustaría ser yo la que tuviera una cita con mi novio o, al menos, que nos turnáramos, ¿no crees?

—¿Has dicho novio?

Fingí no haberlo escuchado, le di la espalda y empecé a limpiar la cafetera sin que hubiera necesidad de hacerlo. Se me escapó una sonrisilla boba recordando el apasionado momento en el puente de Brooklyn y al aguafiestas del policía que rompió la magia del momento.

—Nora, ¿has dicho novio? —insistió.

—No me llames Nora aquí —le ordené, aunque en un susurro.

Aurelius entró en la cafetería buscando a alguien. Me interrogó con la mirada y le dije que Eleonore había venido hacía unas horas, pero que ya se había ido.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

Aurelius, melancólico, se acercó a nosotros y me pidió un café.

—Desde que desapareció Betty, está rara —confesó—. Bueno, y desde que…

«Perdió al bebé». Era doloroso decirlo para ambos.

—Entiendo.

Habría querido decirle que no perdiera la sonrisa. Que, pese a los golpes que a veces da la vida, sonriese siempre y mantuviera la esperanza. Que tenía una sonrisa bonita con la que podía conquistar a cualquier mujer cuando estuviese preparado para volver a enamorarse, en el supuesto caso de que enviudara. Ojalá pudiera advertirle que, algún día, el apartamento que felizmente compartía con Eleonore se convertiría en una pocilga sin vecinos que pudiesen ayudarlo. Quería evitar que sucediese. Pero cómo evitarlo.

—Ánimo, Aurelius.

Fue lo único que pude decir ante la mirada interrogante de Jacob.

BEATRICE

—¿No crees que Kate fue cruel al decirle a Betty que sale con Jacob? —me lamento, sentada en un taburete de madera en el taller de John.

—Beatrice, no creo que tenga nada que ver. Betty aparecerá, quizá ha conocido a alguien y se ha fugado unos días con él. Es joven y alocada. Deja de culpar a Kate, por favor.

—¿Por qué la defiendes?

—¿Estás celosa? —ríe John, sin mirarme, dándole una capa de pintura blanca a la barca. Me gusta estar aquí, junto a él, y ver la pasión con la que trabaja. Es rápido y ágil con las manos y me pregunto, inquieta, cuándo se atreverá a deslizarlas por debajo de mi vestido.

—¿De Kate?

—Mujer, no te pongas así. Kate no tiene la culpa de nada.

—No le he demostrado lo que siento.

—Pero lo debe percibir, es lista.

—Necesito hablar con Lucy, de esta semana no pasa.

—¿Y qué le vas a decir? Nunca has tenido una camarera tan eficiente. De no ser por ella no podrías estar tanto tiempo aquí, conmigo —explica dulcemente.

—No estoy diciendo que quiera que se marche, John —aclaro—. Kate me gusta. La convivencia con ella es fácil y es la mejor camarera que he tenido, me daría una pena enorme que se marchase.

—Pues olvida el tema de Betty. La policía la está buscando, seguro que la encontrarán.

Pero no puedo evitar sufrir por si le ha pasado algo.

—Si fuera yo la que desapareciera, ¿qué harías, John?

John esboza una sonrisa. Coloca el pincel sobre la mesa dejando que gotee pintura blanca en el suelo de cemento y se da la vuelta para acercarse a mí con cuidado de no mancharme. Pero soy yo la que se levanta y le da un abrazo, dejando que sus manos se deslicen por mi cintura y me susurre al oído: «iría hasta el fin del mundo para encontrarte».


Volvería a esas tardes de verano en Coney Island con todo el gentío bañándose en las cálidas aguas del océano Atlántico en las que John y yo, abrazados, nos olvidamos del mundo. Querría no volver a sentir la vergüenza que me dio mostrarme ante él en bañador la primera vez que fuimos. Mientras le beso, recuerdo nuestros paseos al atardecer en el paseo marítimo y cómo el helado sabía mejor por estar junto a él. Sentir, como si fuera la primera vez, la emoción del momento y el subidón de adrenalina cuando, aferrada a su mano, subimos a la montaña rusa Cyclone Roller Coaster, desde donde la ciudad me pareció diminuta y carente de interés. En lo que dura el beso, me da tiempo a imaginar una vida junto a John. Inventar que no somos dos, sino tres, los que disfrutamos de la playa de Brooklyn un verano cualquiera de años venideros y entonces, me doy de bruces con la realidad al entender que pronto llegará el otoño, que las hojas de los árboles cambiarán su color y pronto tendremos que usar bufandas y abrigos para protegernos del frío. Y entonces, son otro tipo de recuerdos los que me vienen a la cabeza: Brooklyn en Navidad, cuando mis padres vivían; el árbol que papá se empeñaba en decorar pese a las dificultades de la guerra; las bufandas imperfectas que tejía mi madre para resguardarme del frío; los besos antes de irme a dormir y la alegría que suponía recibir un nuevo año los tres juntos.

—¿En qué piensas?

—¿Te he contado alguna vez cómo se conocieron mis padres?

—Soy todo oídos, Beatrice.

NORA

Jacob y yo cambiamos nuestra rutina nocturna. A las nueve de la noche cerramos el café. Ni rastro de los dos tortolitos, Beatrice y John, aficionados a los bailes clandestinos del subterráneo del restaurante italiano Sicilia. Me hubiera gustado ir, saber por qué a los abuelos les atraía tanto ese lugar secreto y bailar con Jacob. De hecho, no sabía si bailaba bien o si le gustaba, algo que las mujeres parecían apreciar en esa época.

—¿A qué hora suele llegar Beatrice? —se interesó Jacob, mientras cruzábamos Old Fulton en dirección a Columbia Heights para sentarnos en uno de los bancos del paseo y contemplar la magia de los rascacielos por la noche. Las vistas no distaban mucho de las de 2017, pero en 1965 la gente se resguardaba en sus casas mucho antes y apenas se veían transeúntes en las calles nocturnas.

—Hay días que llega a las dos de la madrugada —contesto, poniendo los ojos en blanco.

—Pero eso es bueno. De esta forma concebirán antes a tu madre —rio pícaro.

—Mi madre debe nacer en agosto del año que viene, así que deberán concebirla en noviembre. Aún faltan dos meses.

—No sé cómo es en tu época, Nora, pero aquí las cosas van despacio, ¿entiendes?

Me mordí el labio inferior. Sabía que en esa época las cosas iban más despacio y me prometí a mí misma ponérselo difícil, pero, cuando Jacob me estrechaba entre sus brazos para resguardarme del frío, mi deseo por sentirlo aumentaba tanto que tenía que hacer un esfuerzo por contenerme.

—Estoy empezando a entenderlo.

Nos detuvimos en Columbia Heights esquina con Cranberry Street. Vi una casa de tres plantas que me recordó a la que había compartido con George y, aunque había escrito el punto final a nuestra historia, no pude evitar sentir cierta nostalgia.

—Hace un tiempo viví con un hombre —le conté—. Se llamaba George y creía que era el amor de mi vida hasta que me dejó cuando la abuela, Beatrice, se puso enferma.

—¿Te dejó porque tenías que cuidar de tu abuela? —preguntó atónito.

—Más o menos, sí. Me dejó porque no me quería, Jacob. Puede que en el siglo XXI la gente quiera menos.

—No creo que seáis tan distintos.

—Oh, créeme que sí. Cuando conozcas a Bill entenderás que sí, somos muy distintos, aunque creo que el propósito de todo el mundo es el mismo: ser feliz.

—¿Crees que Betty tiene algo que ver con nosotros? ¿Que su desaparición puede influir?

—No creo, Jacob. Espero que no, al menos.

—¿La gente de tu tiempo hace las cosas más rápido?

No me dio tiempo a responder, me besó con ternura y pasión a la vez. Dos horas más tarde, abandonamos el paseo empedrado de Columbia Heights y la soledad de las calles de Brooklyn para encerrarnos en su apartamento, que estaba situado en la misma Front Street. Nada más entrar, cerró la puerta, lanzó las llaves y me acorraló contra la pared sin dejar de besarme.

—¿Esto es distinto de lo que se hace en tu tiempo?

—Mejor, es mejor. Cállate —supliqué, dejando que me arrastrara hasta su dormitorio y me tumbara en la cama.

Noté lo rápido que le latía el corazón al posar una mano en su pecho y le acaricié el torso por debajo de la ropa. Jacob emitió un gemido y se colocó encima de mí, sintiendo mi cuerpo palpitante de deseo. Me miró fijamente y sonrió.

—¿En qué piensas? —le pregunté.

Pero no respondió. Se limitó a echarse junto a mí y, muy respetuoso, siguió besándome, feliz.

BEATRICE

Al levantarme y no ver a Kate durmiendo en el sofá he tratado de mantener la calma. He pensado que a lo mejor ha bajado al café para ir preparando los pasteles, pero tampoco estaba ahí. La oscuridad del local me ha recibido como una bofetada en la cara.

«No vayas a parecer su madre, Beatrice», me he reído para mis adentros, nerviosa, pensando que estaría en casa de Jacob el Boxeador. No he podido evitar sentir cierta envidia; yo aún no he estado en casa de John mientras que Kate, muy probablemente, haya pasado la noche con Jacob.

Sin embargo, me ha alegrado estar sola cuando al abrir la persiana he descubierto la sorpresa que estaba esperándome debajo de la puerta. Hubiera sido bonito que John siguiera fabricando para mí esas pequeñas joyas talladas en forma de esculturas de madera como hacía al principio, pero me he encontrado un sobre amarillento con la letra de Betty, que es inconfundible.

Para Beatrice

De inmediato, antes de abrir la puerta y hacer sonar la campana de la entrada, lo he abierto y me he encontrado con su letra alargada y desordenada:

Sé que me estáis buscando, pero he conocido a alguien, Beatrice. Sé que es inesperado y alocado, solo quiero que no os preocupéis por mí. También le he escrito a mi madre, en unas semanas recibirá mi carta. Me voy de Brooklyn, así que hazme el favor de decirle a mi casera que dé todas mis pertenencias a la parroquia y vuelva a alquilar el apartamento. No necesito nada. Estaré bien. Muy bien. Quizá volvamos a vernos.

 

Con aprecio,

Betty

No puedo negar que me ha extrañado y he pensado en cosas descabelladas, como que alguien la ha obligado a escribir la nota para que la policía abandone el caso y dejen de buscarla. ¿Es algo propio de Betty? ¿Donar sus pertenencias? Betty está muy orgullosa de sus vestidos y complementos; me extraña que alguien como ella diga que no necesita nada y lo haya dejado todo en su apartamento. Me doy cuenta de que conocemos muy poco a las personas que nos rodean, pero podría ser. ¿Tan rápido se ha desenamorado de Jacob?

«Tan rápido como te desenamoraste tú de Monty», me dice una vocecilla interior que sabe que Betty estará bien. Cuando volvió de Irlanda vino hablando de un tipo que había conocido allí y del que destacaba sus dotes como bailarín, así que es posible que la haya venido a buscar y se hayan ido lejos. Qué romántico.

Dentro de unas horas, cuando Kate venga, acudiré a la policía y les enseñaré la nota. Me ha dejado como responsable para tranquilizar a los vecinos que se han preocupado por ella y han ayudado en su búsqueda pegando carteles por todas partes y mirando en los lugares más insospechados de la ciudad.

Aun así, sigo sin poder quitarme a Betty de la cabeza. Algo me dice que este asunto es raro e inverosímil y me da mala espina.

¿Qué debo hacer?

Siete horas más tarde

—Betty Walsh se presentó ayer por la tarde en comisaría, señorita Miller —me informa un agente.

—Eso me deja mucho más tranquila —le digo, doblando en cuatro partes la nota que me dejó.

—Sentimos no haber avisado, la señorita Walsh nos aseguró que sus vecinos ya estaban informados al respecto y pidió disculpas por los días que había pasado sin dar señales de vida. Creyó que nadie repararía en su ausencia.

—Es una calle pequeña, agente. Nos conocemos todos y en la medida de lo posible nos ayudamos los unos a los otros.

—Pues ya no tienen de qué preocuparse. Doy fe de que la señorita Walsh se encuentra bien.

—Muchas gracias, qué alivio.


Al salir de la comisaría, John me está esperando. Le sonrío y le cuento lo que me acaba de decir el agente, pero aun así no puedo deshacerme del mal presentimiento que he tenido desde el día en que Betty no abrió la puerta de su apartamento. Semanas desaparecida, días en los que la incógnita, finalmente, ha llegado a su fin. Se ha ido con un hombre, ¿con quién? Fue a comisaría a dar señales de vida en vez de a la cafetería, ¿por qué?

—No puedo dejar de hacerme preguntas —le confieso a John, compungida.

—Si los agentes te han dicho que no tienes nada de qué preocuparte y que la vieron bien, no sigas, Beatrice.

—No éramos muy amigas, ¿sabes? Eleonore va a ser la que de verdad la eche de menos. Yo siempre pensé que hablaba y sonreía demasiado, que era una excéntrica irlandesa sin modales y demasiado guapa. En el fondo, creo que la envidiaba un poco y de verdad me alegraba cuando se iba todo el mes de agosto a Irlanda. Un mes entero sin verla, ¡qué alivio! Casi no me acordaba de ella. Un mes en el que no tendría que soportar que viniera cada día a recordarme que Jacob el Boxeador la ignoraba; me preguntaba constantemente si yo creía que era una nueva táctica de conquista. Ella decía: «puede que me ignore para que esté aún más colada por él» y yo me tenía que callar, cuando lo que me hubiera gustado decirle es que si un hombre te ignora es porque no le gustas, no porque quiera conquistarte. ¡Dios mío! Podía ser tan egocéntrica a veces… Pero lo más raro de todo es que tengo la corazonada de que no la voy a volver a ver más, John. Que igual, a veces, me porté mal con ella o la ignoré y me arrepiento. Me arrepiento si no voy a volver a tenerla en el café hablándome de lo desdichada que se ha sentido siempre en el amor.

—La vas a echar de menos —resume John, asintiendo.

—Sí —reconozco, apoyando la cabeza sobre su hombro y manteniendo unos segundos de silencio—. He dejado a Kate en el café, ¿te apetece ir a comer a Coney Island? Ojalá hiciera calor para poder darnos un baño —sonreí, recordando nuestras tardes de sol, arena y mar—. Podemos ir a comer un perrito caliente y subir a la noria, si no tienes mucho trabajo.

—Lo mejor será que primero subamos a la noria y luego nos comamos ese perrito caliente.

—Tienes razón —me río—. No sé cómo lo haces, John, pero cuando estoy contigo todo tiene otro color. Antes de que llegaras a mi vida, cuando estaba sola, si algo me preocupaba era incapaz de sonreír. Ahora, por muchas preocupaciones que me agobien, sonrío. Sonrío porque te tengo a ti.

—Y me vas a tener siempre, Beatrice —asegura, mirándome fijamente con esos ojos azules que me hipnotizan por completo—. ¿No tienes la sensación de que nos conocemos desde siempre? ¿Que es como si llevásemos más tiempo juntos?

—Eso fue lo que les ocurrió a mis padres —pienso en voz alta—. Cuando se conocieron tuvieron esa misma sensación, la de conocerse de toda la vida.

«¿Te cuento un secreto? Con Kate Rivers también tengo esa misma sensación como no la he tenido jamás con nadie», me cuento a mí misma.