CAPÍTULO 46

NUEVE DE NOVIEMBRE

BEATRICE

Noviembre, 1965

—Llevas unos días muy rara, Beatrice —comenta John.

Me encojo de hombros poniendo como excusa que hoy, nueve de noviembre, hace treinta y ocho años que mis padres se conocieron en Nueva York.

Por otro lado, y es raro en mí, no me apetece mucho hablar desde aquella noche en la que viajé en el tiempo. Desde aquella noche en la que, por fin, me lo creí todo y empecé a confiar plenamente en Nora. Mi nieta. No duermo mucho desde entonces.

NORA

Era imposible llegar puntual al café a las cinco de la mañana para ayudar a la abuela a preparar los pasteles del día. Jacob, tan adormilado como yo, me sujetaba, me hacía cosquillas, se tumbaba encima de mí y hacía lo imposible para que estuviera un rato más en la cama con él.

—Tengo que irme —reía yo, despeinándolo y besándolo, agradecida por esos momentos de intimidad en los que me hubiera quedado anclada una eternidad.

—Tu abuela no te va a despedir.

Luego llegaba la sesión de besos, caricias y el: «Shhh… no hagas ruido, Bill nos va a oír».

—Bill no ha venido a dormir esta noche —me informó esa mañana.

—¿No?

—Me levanté a las tres a por un vaso de agua y no estaba en el sofá.

—Se habrá quedado a dormir con Nick —murmuré.

—¿Te preocupa?

—¿El qué?

—Que se haya enamorado.

—No, ¿por qué tendría que preocuparme? —pregunté, logrando zafarme de sus fuertes brazos.

—Por si no quiere volver a su época.

—No había pensado en esa posibilidad —me preocupé—. Pero no, es imposible. Bill no puede vivir sin teléfono móvil, internet, páginas web de contactos… Jamás se quedaría aquí.

—¿Estás segura?

Llegué al café media hora tarde, como cada mañana, sin dejar de pensar en la posibilidad de que Bill decidiera quedarse a vivir en 1965.

—Buenos días, abuela —saludé, dándole un beso en la mejilla.

—Todavía se me hace raro que me llames abuela —rio ella.

—¿Estás mejor?

—Bueno —dijo mientras me entregaba un bol de manzanas para que empezara a pelarlas—, no dejo de pensar en mi padre. Igual tu hijo sabe algo. ¿Tú qué crees?

—No lo sé. Ahora mismo no sé nada.

Tampoco sabíamos lo que ocurriría aquel martes nueve de noviembre de 1965. Me limitaba a vivir el día a día esperando la señal para volver a 2017 y llevarme conmigo a Jacob, y no lo vi venir.

Aparentemente, era un día como cualquier otro. Los clientes entraban y salían. Echaba de menos a la exigente señora Pullman y a veces pensaba en Betty y en su extraña desaparición. Hay clientes habituales que, de la noche a la mañana, se esfuman. Es normal. Pero siempre estaban ellos dos: Aurelius y Eleonore. La pareja idílica y perfecta esperando su primer hijo en común.

—Ya se me nota un poquito —sonreía ilusionada Eleonore. Y yo seguía sin saber qué cara poner.

—No saldrá bien —le confesé a la abuela.

—¿Por qué, querida?

—En el futuro, Aurelius será un viejo amargado sin hijos y sin familia.

—En el futuro… —se lamentó la abuela, triste tras saber la historia de Aurelius tal y como yo la conocía, con la duda de si Eleonore había muerto antes de tiempo o si algo había fallado entre ellos. También le conté cómo lo dejé en su apartamento mugriento y abandonado aquella tarde en la que, según me contó Bill, murió—. Y yo…

—No, no insistas. No te voy a decir nada.

No era la primera vez que me preguntaba de qué iba a morir, aunque se resignaba con la respuesta que se daba a sí misma: «pues me moriré de la vejez, de qué va a ser». Si la abuela hubiera tenido el libro de su vida con el final escrito, habría leído la última página.


Beatrice, entusiasmada, salió del café a las cuatro de la tarde. Había quedado con John. Irían al cine a ver Divorcio a la americana, una película protagonizada por Frank Sinatra, Dean Martin y Deborah Kerr que se había estrenado en septiembre. Para la ocasión, la abuela se puso un vestido rojo debajo de un grueso chaquetón negro porque decía que, para los momentos especiales, el rojo era su color de la suerte.

—Ya ha estado en mi apartamento. El otro día le preparé una cena deliciosa.

—¿Sí? —reí.

—Pero se fue pronto, tenía que madrugar. Aún no ha pasado nada, querida. ¿Y si no le gusto?

—¡No pienses en tonterías! Claro que le gustas, le encantas. Está enamorado de ti y va a estarlo siempre.

—Pero si tu madre tiene que venir al mundo en agosto…

—No te angusties. Pasará. Cuando era una adolescente siempre me aconsejabais que me hiciera respetar y me decíais que lo que va rápido pierde su encanto enseguida. Que es mejor ir despacio.

—¡Dentro de unos días cumpliremos tres meses, Nora! ¡Tres meses! —exclamó indignada, en un arrebato de sinceridad, cruzándose de brazos—. Eso no es hacerse respetar o ir despacio para mantener el encanto, eso es ser idiotas.

17:00 horas

Las cinco de la tarde era una hora en la que la cafetería se llenaba de gente. No me importaba que la abuela me hubiese dejado con todo el trabajo; sabía apañarme bien. A veces, incluso, esperaba encontrar a mi lado a Eve, pero entonces me reía por lo absurdo que me parecía todo. Sin embargo, esa tarde tuve una especie de flashback al ver entrar a Bill con otro hombre, más o menos de su edad y de similar altura y aspecto físico, como si los hubiesen sacado del mismo molde.

—Te presentó a Nick.

—Encantada, Nick. Tenía muchas ganas de conocerte —lo saludé, recordando a aquel culturista con los dientes negros que Bill había conocido gracias al mes gratis de prueba en Meetic. Era curioso, porque parecía que hubiese ocurrido en otra vida.

—Yo también, Kate. Bill me ha hablado mucho de ti.

¿Kate? Asentí. Claro, Kate.

—Tomad asiento. ¿Dos cafés?

Se sentaron en la mesa de Aurelius, la que estaba frente al ventanal. Solo podía pensar en que hacían muy buena pareja y que jamás había visto a Bill tan cómodo y feliz en compañía de alguien, aunque no se olvidaba de que estaba en otra época y no había gestos de cariño entre ellos. Nick, además, tenía una sonrisa magnética y perfecta. Podía entender por qué Bill se empeñó en renovar su vestuario y siempre iba impecable con pantalones negros, camisas discretas y tirantes. Yo le compré un chaquetón de color gris oscuro con el dinero que la abuela me había dado en octubre. Me costó muy caro, pero mereció la pena porque le quedaba muy bien. Por lo visto, Nick procedía de una buena familia y Bill, que le había dicho que era periodista y escritor, quería estar guapo para él. Al verlos juntos, pensé en lo que me había dicho esa mañana Jacob. ¿Bill elegiría quedarse? «No, no —me dije, mirándolo fijamente y viendo cómo, disimuladamente, acariciaba la rodilla de Nick por debajo de la mesa—. No puede vivir sin internet. ¿Qué va a hacer durante tantos años sin teléfono móvil? ¿Cómo va a sobrevivir sin poder ver una y otra vez capítulos de Friends?».

La calle, alumbrada por los farolillos, mostraba su ajetreo habitual y la música pop de los sesenta nos acompañaba desde algún lugar lejano. Todavía había niños jugando a la pelota o montados en sus bicicletas; niñas cogidas de las manos de sus madres; ancianas cargadas con bolsas de la compra y hombres conversando mientras bebían cerveza y fumaban. En el café, aparte de Bill y Nick, tres ancianos echaban una partida de cartas, cuatro jóvenes hablaban sobre un baile al que habían acudido el viernes y un tipo barbudo de unos sesenta años leía el periódico en la última mesa.

Dieciséis minutos después de que Bill y Nick entrasen en el café, la luz se apagó. No solo en la cafetería, sino en todo Front Street. La gente se puso muy nerviosa y empezó a gritar.

—¡Es el fin del mundo! —exclamaron algunos.

—¡Ovnis! ¡Ovnis! —dijeron otros.

Afortunadamente, en el interior del café se mantuvo la calma. Los tres ancianos dijeron algo de los fusibles; las chicas siguieron charlando sobre el baile como si no hubiese pasado nada; el hombre barbudo cerró los ojos, y Bill y Nick miraron con curiosidad hacia la calle que, en cuestión de pocos minutos, se quedó desierta. La música también había dejado de sonar, pero, a lo lejos, seguíamos escuchando gritos histéricos. Todos los transeúntes se apresuraron a salir corriendo; algunos entraron en el interior de sus casas donde tampoco había luz; los niños desaparecieron, como si los hubiera engullido el asfalto y Bill, en un momento de lucidez, se levantó y se situó junto a mí detrás de la barra:

—El apagón del nueve de noviembre, Nora —me susurró al oído.

—Es verdad —caí en la cuenta.

Nos esperaban catorce horas sin luz debido a un gigantesco apagón eléctrico que paralizaría, a partir de ese momento, el habitual ritmo de actividad en los ocho estados de la Costa Este, incluyendo Nueva York y, parcialmente, dos estados de Canadá. Horas y horas de inconvenientes: bloqueos de ascensores, caravanas interminables y cláxones insistentes, como los que empezamos a escuchar desde el café; paralización de redes de subterráneos y medios de comunicación, así como problemas con el tráfico aéreo en estado de emergencia; sobre todo, en el aeropuerto de LaGuardia y en el de Kennedy. Pero nadie sabía aún nada de eso ni de las explicaciones técnicas que vendrían después.

—Un colapso en cadena de la red interconectada de más de trescientos mil voltios que vincula Canadá y la Costa Noroeste de los Estados Unidos —relataba Bill, hablando bajito para que no lo oyera nadie, al mismo tiempo que miraba a Nick—. Ha habido una sobrecarga en el sistema por una serie de fallos encadenados en el sistema de protección de la red.

—Y luego hablarán de platillos volantes en el cielo —reí—. El fenómeno ovni.

—Exacto.

—Y la creciente natalidad en agosto de 1966 —murmuré.

—Tu madre.

—Mi madre —asentí sonriendo.

BEATRICE

Es una locura. Con las entradas de cine pagadas y ya dentro de la sala abarrotada de gente, no hemos podido ver ni los diez primeros minutos de la película porque ha habido un apagón general. Ni siquiera se han encendido las luces de emergencia. Nos ha costado muchísimo salir del interior del cine porque la gente ha huido despavorida al oír los gritos que provenían del exterior.

—¿Qué pasa? —le he preguntado a John, aferrada a su brazo.

«¡Platillos volantes! ¡Ovnis! ¡Se acaba el mundo! ¡Vamos a morir todos!».

La gente corre de un lado a otro sin saber adónde ir. Gritan como locos cosas absurdas cuando a mí lo que me parece es que, simplemente, se ha ido la luz. Oscuridad total. No se ven luces a lo lejos. Y tampoco pasa nada.

—Un apagón general —ha comentado John, tranquilo.

—Vamos a casa.

—¿A mi casa?

—Ya va siendo hora de que la conozca —propongo coqueta, acercándome más a él y besando sus labios.

Las únicas personas tranquilas en la calle parecemos ser nosotros. ¿Qué clase de histeria colectiva se ha desencadenado aquí por un apagón? No lo entiendo.

Al coger el coche, hemos estado más de hora y media parados en un atasco multitudinario. La gente abandonaba sus coches como si de verdad hubiese llegado el fin del mundo. Otros, histéricos, sacaban la cabeza por la ventanilla y gritaban. Por fin, nos hemos encerrado en el apartamento de John. Silencio. Calma.

—Qué paz…

Me apoyo en la pared con los ojos muy abiertos tratando de descubrir cómo es el apartamento de John, que está situado dos calles por encima de Front Street, en una esquina de Plymouth Street, junto a unas fábricas. No veo nada, pero parece tenerlo todo bien ordenado. Tiene pocos muebles; es una casa sencilla y masculina.

—¿Estás bien? —me pregunta al escuchar mi respiración agitada tras subir los tres tramos de escaleras que hay hasta su apartamento.

—Sí…

Nos miramos y, de un impulso, nos aproximamos con deseo. John, que esta vez parece ir en serio, se atreve a acariciarme por debajo del vestido con más pasión que en otras ocasiones.

—Vamos a tu dormitorio —le sugiero. John me mira con los ojos muy abiertos, arquea las cejas y me pregunta, sorprendido:

—¿Estás segura?

—Demonios, no he estado tan segura de algo en mi vida, querido. Y no sabes las ganas que tengo. Te quiero. Te quiero, te quiero… —repito, llevando la iniciativa y acercando mi boca a la suya con la esperanza de que no vuelva a decirme lo mismo de siempre: «Tenemos todo el tiempo del mundo, Beatrice».

Abrazados, nos balanceamos torpemente hasta llegar al dormitorio. Hace frío; se ha dejado una ventana abierta que se apresura a cerrar antes de volver a mi lado. Me echa sobre la cama y nos besamos apasionadamente, acariciándonos, sin dejar de mirarnos. John me pregunta que por qué no lo hemos hecho antes. Le contesto que es un puritano y un antiguo. Sus manos, rugosas, acarician cada curva de mi cuerpo, haciéndome estremecer y transportándome a otro mundo. A un mundo en el que desearía permanecer eternamente.

Me susurra al oído palabras de amor y me hace promesas mientras nos despojamos de nuestras ropas y nos dejamos llevar por la pasión. Su cuerpo sobre el mío, su torso presionando mis pechos, su piel cubriendo la mía… Me aferro a sus hombros mientras su cuerpo se mece contra el mío en un balanceo descontrolado entre besos desesperados. Un escalofrío asciende por mi espalda arqueada que lo busca y lo quiere retener; sus movimientos, elegantes y pausados, cobran vida en cuanto me entrego al placer de sentirlo dentro de mí sin contener cada grito ahogado que me provoca una excitación sin igual. Estamos hechos el uno para el otro; encajamos a la perfección. Es dulce y apasionado al mismo tiempo. No le veo los ojos, pero los intuyo entrecerrados mientras traza círculos con el pulgar sobre mi mejilla. Noto su respiración jadeante. Me prueba, recorre cada rincón y me lleva al límite al hundirse profundamente en mí. Sus manos me retienen contra el colchón, haciéndome tocar el cielo; una explosión de placer nos sacude al mismo tiempo hasta terminar tan extasiados que apenas podemos hablar.

Se levanta, abre el armario y saca una manta con la que cubrirnos. Permanecemos abrazados, besándonos con dulzura y sin dejar de sonreír. Los latidos de mi corazón se acoplan con los suyos de pura felicidad porque sé que, en este preciso momento, hemos creado una nueva vida que llegará en agosto del próximo año.

Se llamará Anna.

NORA

Entre Bill y yo conseguimos tranquilizar a los clientes del café, que habían empezado a ponerse nerviosos, y se fueron marchando a sus casas. Nick, Bill y yo, sin saber qué hacer, pretendíamos quedarnos dentro hasta que vino Jacob, vestido con su habitual ropa de chándal, y nos sugirió ir a su apartamento. Estaríamos más seguros y allí nos quedaríamos hasta la mañana siguiente, en la que darían explicaciones desmintiendo la aparición de platillos voladores que algunos asegurarían haber visto y todo, más o menos, volvería a la normalidad.

—Menos mal que no nos ha pillado el del setenta y siete —comentó Bill, en la cocina, delante de Jacob.

—¿Qué pasa en el setenta y siete? —quiso saber Jacob, con esa curiosidad tan característica suya. «Yo no era así —me dijo una vez—. Me daba igual todo, pero desde que llegaste a mi vida siento curiosidad por todo y me muero de ganas por conocer el futuro».

Bill miró hacia atrás por si Nick salía del cuarto de baño y empezó a hablar rápido y atropelladamente.

—El de 1977 será un apagón aún más largo y costoso y, además, habrá violencia urbana y multitud de robos —explicó en un susurro—. Hasta 3000 detenidos.

—Qué barbaridad —murmuró Jacob.

—Y creo que lo viviré —terminó diciendo Bill, mirando absorto la taza de café que había sobre la encimera.

—¿Cómo? —me angustié, encendiendo un par de velas que Jacob había sacado de un cajón.

—Que lo viviré —repitió con seguridad, mirándome a los ojos—. Nick me ha propuesto irme a vivir con él.

—¿Qué? ¿Ya? ¿Tan rápido? Solo hace unas semanas que os conocéis, Bill. Esta época no es para ti, no es para…

—¿Para homosexuales? —me interrumpió—. Voy a luchar en esta época para que, poco a poco, nuestra situación se normalice. Quiero labrarme un futuro aquí, con él. Solo con él soy feliz.

—No puedes dejarme sola, Bill.

Estaba al borde de las lágrimas. Jacob se acercó a mí y me sujetó con fuerza porque, de no haber sido así, seguramente me hubiese desplomado.

—No te dejo sola. Ahora tienes a Jacob y, además, con un poco de suerte, en 2017 seguiré estando contigo, aunque seré un viejo decrépito. Tengo que falsificar la documentación y aquí podré empezar de nuevo. Puedo hacerme pasar por tu abuelo —rio con tristeza, sin dejar de mirarme a los ojos. Pero a mí no me hacía ninguna gracia—. Nora…, me he enamorado, ¿qué le voy a hacer? No puedo llevarme a Nick y ni siquiera soy capaz de contarle la verdad, pero puedo quedarme y ser feliz.

—¿Qué le voy a decir a Eve? ¿Y a tus padres? Si me ven aparecer y tú… y tú no estás. ¿Qué les digo?

—Según Backer y García, desaparecen millones de personas al año. Además, tú sabrás que estoy bien. Y te prometo llegar a viejo para que lo compruebes.

—No prometas algo que no sabes si podrás cumplir.

Con los ojos anegados en lágrimas, salí corriendo hacia el dormitorio y di un portazo tras de mí. Sabía que Nick había salido del cuarto de baño porque escuché cómo abrió la puerta y no pude evitar odiarlo con todas mis fuerzas cuando con su tono de voz aterciopelado preguntó qué me ocurría.

—No se encuentra muy bien —le oí decir a Bill.

Al cabo de un rato, entró Jacob y se tumbó a mi lado. Dejó que llorara sobre su pecho hasta desahogarme y, cuando las lágrimas cesaron, acarició mi cabello y me susurró con su voz ronca:

—Nunca más estarás sola, Nora. Deja que Bill vuele libre. Déjalo ir.