CAPÍTULO 41

LA FARSANTE

BEATRICE

Octubre, 1965

No sé cómo he podido vivir todo este tiempo sin Kate. Hoy está enferma y me resulta imposible desenvolverme sola. Le he tenido que pedir a John que me eche una mano de ocho a diez de la mañana, la hora de los desayunos. Al pobre no se le da muy bien servir cafés. Ha estado a punto de derramarlos sobre la exigente señora Pullman y sobre Eleonore, que luce radiante su embarazo de pocas semanas. No se le nota el vientre abultado todavía, pero tiene un brillo especial en los ojos y un rubor en las mejillas que, en cuanto ha entrado en la cafetería, he alabado.

—¡Qué guapa estás, Eleonore!

—Muchas gracias, Beatrice —ha respondido sonriente, acariciando su vientre—. Pero me levanto cada mañana con náuseas, es horrible. Tengo el estómago cerrado.

—Eso solo ocurre los tres primeros meses, ya verás —la animo, despreocupada. ¿Qué sé yo de embarazos y cómo me permito el lujo de opinar sobre ellos?—. ¿Dónde está Aurelius, querida?

—Hoy ha tenido que ir antes al banco. ¿Y Kate?

—Está enferma, la pobre. En casa de Jacob. Debió coger frío el día que salvó a aquel niño, ¿recuerdas? Desapareció sin abrigo, aunque al volver llevaba uno gris. Aún me pregunto de dónde lo sacó.

Y es algo que no se me quita de la cabeza, como si me sintiera ofendida porque alguien más le hubiera prestado ropa. ¡Qué tontería! John me comentó que ella misma podría haber ido de compras, pero yo le respondí que para qué necesitaba gastar el dinero si yo tenía suficiente para las dos. «Pareces su madre en vez de su amiga o su jefa», rio. Esta mañana le he dicho a Jacob que si Kate necesita ropa, subimos un momento a mi apartamento y que le lleve un par de vestidos y jerséis, pero él, muy amable, me ha dicho que no será necesario porque la pobre es incapaz de salir de la cama. «Claro, si es que sale a tirar la basura sin abrigarse. Es normal que se resfríe», he pensado mientras seguía horneando los pasteles. Eran las seis de la mañana y Jacob había salido a correr. Ya me he enterado de que ha dejado el boxeo, Kate debe estar contenta. Me di cuenta de que no le gustaba nada verlo boxear.

—Beatrice, ¿me necesitas? Tengo que ir al taller —ha comentado John, agotado. Desde la entrega de la barca estaba muy solicitado y tenía varios encargos importantes.

—Tú para el café no me sirves, desde luego —me he reído—. Ve al taller, ve. Hoy tampoco podremos quedar.

—Podemos cenar juntos. ¿En tu casa o en la mía? —me ha propuesto.

—¡Oh! A las nueve y media en mi casa. Te voy a preparar una cena deliciosa —le he prometido, aunque todavía estoy pensando qué tengo en la nevera, si me dará tiempo a ir al mercado y qué receta de las que tengo en mi libro le podría gustar más. Mi madre decía que a un hombre se le conquista por el estómago. No sé cómo conquistó a mi padre, imagino que su mirada felina influyó, pero yo, que preparo los pasteles más ricos de todo Brooklyn, no puedo quedar mal con mi novio. Ya me estoy poniendo nerviosa.

—Estoy deseándolo —dijo al cabo de un momento, tan amable, sonriente y bonachón como siempre.

Ha sacado algo del bolsillo del chaquetón; no he visto qué era hasta que lo ha puesto sobre la barra y yo, de pura emoción, me he llevado las manos a la boca conteniendo un gritito infantil porque echaba de menos sus piezas de madera talladas a mano para mí. Ahora, cuando hace dos horas que se ha ido, no puedo desprenderme del corazón en el que ha escrito nuestras iniciales como quien las marca de por vida en la corteza de un árbol.


Estoy en la cocina preparando un par de pasteles de manzana que se me han acabado y oigo la campanita de la puerta. Rápidamente, salgo a atender al próximo cliente pensando que es probable que la señora Pullman no haya tenido suficiente con su dosis de cafeína ardiendo o que a Eleonore se le haya antojado otra porción de tarta de frambuesa. Pero me encuentro con un rostro desconocido que no he visto en mi vida: el de una mujer menor de treinta años, bajita, delgaducha y pálida, con unos ojos enormes de color verde que asustan y una nariz pequeña y desproporcionada en comparación con sus labios grandes y gruesos.

—Buenos días —saluda educadamente, acercándose a la barra. Se sitúa frente a mí y me mira con curiosidad. Por el balanceo de su brazo izquierdo, me fijo en que lleva una maleta marrón que debe pesar bastante.

—¿Qué le apetece? —la atiendo.

—Antes de nada, quiero disculparme por la tardanza. Es usted Beatrice Miller, ¿verdad?

—La misma —respondo extrañada. Tiene un tono de voz muy irritante; sesea y es tan agudo que lo único que deseo es que se calle.

—Cuando me fui del pueblo no estaba preparada para venir a trabajar, ha sido un proceso muy duro, ¿entiende?

—Perdona, querida, ¿quién eres tú?

—Oh, lo siento. Soy Kate Rivers, la prima de Lucy. Le agradezco la paciencia. Por lo que veo, está sola. Me ha esperado.

—¿Kate Rivers? Debe ser una confusión —me río—. Tú no eres Kate Rivers.

—Le aseguro que lo soy, señora.

—Señorita —corrijo, mirándola desconcertada y tratando de encontrar en ella un parecido con Lucy que no veo. Ni siquiera coincide con la descripción física que mi amiga me dio de ella.

—Sé que tenía que venir en agosto, que ya han pasado dos meses, pero he estado en Nueva York viviendo con los pocos ahorros que me quedaban.

—Pero Kate Rivers ya trabaja aquí. Vino en agosto, tal y como habíamos quedado, aunque con dos días de retraso —recuerdo con un hilo de voz, sintiendo cómo se me encoge el estómago de puro desconcierto.

La mujer, que está tan desconcertada como yo, deja la maleta en el suelo, se agacha y la abre. Está repleta de jerséis feos y vestidos anticuados y, tras mucho rebuscar, saca su documentación y me la entrega sin dejar de mirarme. Ciertamente, tras leer con atención, se trata de Kate Rivers, nacida en Oregón el siete de julio de 1936.

—Entiendo, señorita Miller, que no me dé el trabajo, pero le suplico, por favor, que se lo piense. No puedo volver al pueblo, todo el mundo cree que llevo trabajando con usted desde que me fui.

Le devuelvo la documentación mientras ella me mira de una forma muy extraña, tal y como Lucy me había advertido. Tiene sentido si recuerdo nuestra última conversación, en la que Lucy se extrañaba de que a Kate le fuera tan bien aquí y más aún de que tuviera novio, porque es de naturaleza fea y en Oregón nadie la quería ni tenía amigos; su propio prometido se fue con una de sus primas. La mujer que tengo delante, efectivamente, es un poco tonta y a mí me da grima solo mirarla.

—Lo siento, Kate, ya tengo a alguien trabajando aquí —respondo finalmente, después de unos incómodos segundos de silencio.

—¿Y ahora qué hago yo?

«No te pongas a llorar —suplico, contemplando el temblor de su mentón. Qué grande y raro es—. No llores, no llores…».

Pero no atiende a mis súplicas mentales y se echa a llorar, cubriéndose la cara con las manos. Tiene las uñas sucias, se las muerde hasta el punto de dejárselas en carne viva.

—Kate, no llores, por favor —le pido, dando golpecitos sobre la madera de la barra para que me haga caso. Pero no atiende a razones. Kate, en su mundo, sigue llorando y lamentándose de su mala suerte con esa voz aguda que chirría entre las mariposas de las solitarias paredes de la cafetería.

La que querría llorar soy yo. ¿Quién es, entonces, la Kate Rivers que ha estado trabajando para mí? ¿Una farsante que se ha hecho pasar por esta mujer? ¿Por qué? ¿Con qué motivo? Pienso en cómo nos conocimos. En el callejón. Ella, despistada, llevaba una ropa muy rara que no he vuelto a ver. Debió dejarla en mi apartamento, pero no le di mucha importancia. Ya recuerdo: llevaba unos tejanos, una cazadora de cuero negra y unas botas marrones ideales para trabajar en el campo.

—Kate, ¿en Oregón, las mujeres van con tejanos y cazadoras de cuero negras? —le pregunto. Pero ni siquiera me escucha.

Recuerdo su llavero con forma de trébol; el de la buena suerte, idéntico al mío. Por mi cabeza transcurren todos nuestros momentos, desde el concierto de los Beatles hasta la última vez que nos vimos y nos dimos un fuerte abrazo por el mal día que había tenido. Lo increíble es que no puedo enfadarme con ella si realmente es una farsante. Me gustaría no haber conocido a la mujer que sigue llorando. Deseo que cuando la Kate Rivers que conozco se ponga bien y vuelva, todo siga tal y como estaba. Sin preguntas ni reproches; fingiendo que sigo creyendo que es la prima de mi amiga, aunque mi cabeza siga hecha un lío preguntándose quién es, cómo se llama y de dónde viene.

—¿Y ahora dónde voy? —sigue lamentándose la joven.

—Lo siento de veras. Mira, en el fondo del pasillo hay un teléfono. Llama a Lucy y explícale esta confusión. Lo entenderá, seguro. Si regresas a Oregón no pasa nada.

—¿Que no pasa nada? No tengo ni un centavo. Oh, Dios mío, qué voy a hacer.

No sé para qué hablo. Esta vez se echa las manos a la cabeza y llora desconsoladamente. Menos mal que no hay nadie y los transeúntes pasean rápido por Front Street, sin percatarse de lo que sucede aquí dentro. Qué incomodidad.

—Pues ya la llamo yo y se lo cuento —propongo solícita.

—Va va vaaaaaleee —gimotea.

Solo por fastidiarla me gustaría decirle que su exprometido se casa con su prima y que su familia lo ve bien. Pero mis padres siempre me enseñaron a no herir, en la medida de lo posible, con chismes innecesarios. Así que, aunque pienso que debería saber a qué atenerse cuando vuelva, me acerco al teléfono y marco el número de Lucy. Vuelvo a la barra antes de lo que pensaba porque no contesta a mi llamada.

—Debe tener la tienda cerrada —se excusa Kate—. Allí son las ocho de la mañana y no abre hasta las diez.

—No lo había pensado, querida.

«Y no creo que sobreviva dos horas contigo», me callo.

—Kate, puedes sentarte en esa mesa de ahí —le propongo, señalando la mesa del fondo—. ¿Te traigo un café?

—Un café con leche caliente estaría muy bien. Oh, y una de esas tartas deliciosas… Tengo hambre.

«Lo que tienes es mucha cara dura».

—Claro, querida. Ahora mismo.


Kate ha estado toda la mañana sentada en el café esperando a que en Oregón fueran las diez para poder hablar con Lucy y resolver todo este lío. Me ha dado tiempo de hornear tres tartas de manzana, servir cafés y batidos y estoy planteándome muy seriamente servir chocolate caliente. Los clientes no paran de pedírmelo; es lo que más apetece con este frío. He estado atenta al ventanal por si veía a Jacob y así saber cómo está Kate, mi Kate, pero no ha aparecido. Mi cabeza no deja de formularse preguntas y mis ojos miran a la auténtica prima de Lucy, que parece ausente, mordiéndose las uñas con la mirada fija en el suelo. Si necesitara tanto el trabajo de camarera, se hubiera levantado para ayudarme un poco. Qué poca consideración.

Cuando el reloj marca la una en punto, aprovecho que los tres clientes del café están servidos para ir corriendo a llamar por teléfono. Un tono, dos, tres… La espera se me hace interminable.

—¿Dígame?

—¡Lucy, querida!

—Qué alegría escucharte, Beatrice. Otra vez.

El «otra vez» no me ha parecido muy agradable, pero ignoro su tono y decido ir directa al grano.

—Lucy, ha habido una confusión. Verás, no sé ni por dónde empezar. Kate, tu prima, se acaba de presentar en el café disculpándose por llegar dos meses tarde. Dos meses —quiero dejar claro.

—No entiendo nada. Si hace unas semanas me dijiste que Kate estaba muy feliz trabajando contigo y que tenía novio.

—Ya. De ahí la confusión. Tengo a mi camarera enferma y no puedo preguntárselo, pero ella en ningún momento me dijo su nombre, así que la culpa de haberla confundido con tu prima es mía. O sea, que parece ser que no le di otra opción y di por hecho que era Kate. Ahora tengo a tu prima aquí y, querida, lo siento, pero no la necesito.

—Oh. Qué tragedia.

—Eso he pensado —asiento.

—Entonces, ¿quién es la camarera que tienes, Beatrice? ¿No te preocupa? Podría haberte dicho quién era realmente. Que no era Kate Rivers.

—Aunque suene extraño no me preocupa lo más mínimo.

«Un poco sí, la verdad. Pero es más curiosidad que miedo o preocupación. No imagino a ¿Kate? clavándome un cuchillo en mitad de la noche».

—Pero es una farsante, se ha hecho pasar por otra persona —se escandaliza. La imagino con los ojos muy abiertos y la boca en tensión.

—Ya, ya…, pero si la conocieras como yo me entenderías.

—Bueno, ¿qué hacemos?

—No tiene dinero. Dice que ha estado en Nueva York estos meses y ha gastado sus ahorros.

—¡Madre del amor hermoso! Qué poca cabeza tiene la niña. Beatrice, hazme un favor. Me da apuro pedírtelo, pero no veo otra opción más rápida. ¿Puedes pagarle el viaje de vuelta a Oregón? En cuanto llegue te mandaré un cheque.

—Por supuesto —acepto, aunque no sé si con lo que hay en la caja será suficiente o tengo que ir al banco.

—Gracias, Beatrice. Menuda le va a caer cuando regrese…

—No me lo quiero ni imaginar. Un beso, querida.

Respiro hondo y cuelgo el teléfono. Al darme la vuelta, me encuentro con el rostro pesaroso de Kate mirándome con atención sin pestañear.

—Son doscientos dólares.