CAPÍTULO 10
UNA NOCHE ANTES DEL VIAJE
NORA
Febrero, 2017
Cuando el mundo desaparecía para refugiarse y descansar en sus cálidos hogares, Jacob aparecía, puntual, a las once de la noche. Ni un minuto antes ni un minuto después. La hora en la que el local se quedaba tan desierto como la calle y yo me disponía a cerrar cuando el resto de locales ya llevaban horas con las persianas bajadas. La tercera noche en la que «el tipo de Nueva Jersey» vino no me cogió por sorpresa y no apagué el dispensador de chocolate. Cuando Jacob entró, su taza de chocolate humeante, que tan bien sentaba para combatir el frío de febrero y la lluvia torrencial de ese día, ya estaba servida sobre la barra.
La noche anterior no pude sonsacarle cómo era posible que hubiera descubierto por sí mismo que le había mentido con respecto a la fotografía y sobre quién era de verdad mi abuela, aunque se mostró más abierto y me contó parte de su historia. Lo que más le había marcado, hacía once años, fue la muerte de su madre. Lo sentí mucho, muchísimo por él. Le hablé de Beatrice, de los durísimos tres últimos años y de cómo me convertí, de la noche a la mañana, en una desconocida para ella, a la que gritaba y maltrataba.
—Lo último que me dijo mi madre fue: «Prométeme que seguirás buscando tesoros en forma de momentos, lugares y personas». Se lo prometí, por supuesto, y estoy a punto de cumplirlo.
Le brillaban los ojos al hablarme de ella. Seguía agarrando con fuerza la taza de chocolate caliente que yo le preparaba como si fuera uno de los tesoros que le había prometido a su madre que seguiría buscando.
—¿Y no crees que los tesoros, al menos los mejores, aparecen sin necesidad de buscarlos? —rebatí.
Al principio se quedó callado. No sabía qué responder a eso, pero, tras pensarlo un momento, asintió.
—Es posible, pero lo de buscar era algo especial entre nosotros.
—¿Me lo quieres contar?
No tenía sentido que le explicara las batallitas de mi amigo Bill. Él buscaba hasta la saciedad el amor en todas las redes sociales y páginas casamenteras, incluso las que salían en los anuncios de televisión, con ofertas tan codiciadas como disponer de un mes gratis de prueba. Su último descubrimiento, que consistía en una aplicación para el móvil, lo tenía entusiasmado. Si se cruzaba con algún chico que le gustase y, por vergüenza, no se había atrevido a hablar con él, podía ver si estaba en esa aplicación de «¡Contacta con la persona con la que te acabas de cruzar y dejad de ser dos desconocidos para vivir vuestra gran historia de amor!». Y de tanto buscar, lo único que encontraba era una decepción tras otra, sin pensar en la posibilidad de que, cuando dejase de esperar que el amor de su vida apareciera de una manera forzada, poco romántica y desesperada, ese hombre perfecto que tanto ansiaba llegaría. Y con el tiempo ni siquiera sabría cómo fue, pero era posible que dijese, con su toque de humor característico y una carantoña: «No lo busqué. No era a él a quien buscaba en ese momento».
—Mi madre tenía un baúl antiguo enorme —empezó a contarme, tras unos segundos de silencio en los que había fijado la mirada, pensativo, en el poco chocolate espeso que le quedaba. Yo le escuchaba atentamente; me transmitía paz y su manera de hablar era sosegada y suave—. Guardaba álbumes de fotos, mantas, sábanas…, lo que cualquier persona guardaría en un armario. Pero a ella le gustaban los baúles, cuanto más viejos, mejor. Ese era especial porque, según le había dicho la dependienta de la tienda vintage donde lo compró, tenía más de doscientos años y yo imaginaba que era de un pirata por los rebordes dorados y su madera maltratada por los años que no barnizaron porque eso, según mi madre, le haría perder su encanto. Yo tenía cinco años y cada tarde, al volver del colegio, me dedicaba a desordenarle el baúl y a extraer todo lo que tenía guardado para dejarlo tirado de cualquier manera en el suelo y buscar «mis tesoros» ahí dentro. No sé qué era lo que imaginaba, pero en mi mente existían tesoros auténticos escondidos en las profundidades de ese baúl.
»Una tarde, al abrirlo, no había nada. Al día siguiente, ignoré el baúl y mi madre me dijo: “¿Hoy no vas a abrirlo?”. “No hay nada”, contesté, ofendido, sin mirarla. Ella sonrió, me dio un beso en la frente y me ofreció la mano para que fuera con ella hasta situarnos frente al baúl. Se agachó junto a mí y, poco a poco, sin prisa, acompañó mi mano para que pudiésemos abrirlo y cuando vi lo que había en el interior recuerdo que abrí tanto la boca que creí que se me iba a desencajar la mandíbula: monedas de chocolate, una espada de pirata y muchos collares, piedras preciosas y anillos que a mí, en esos momentos, me parecieron auténticos y valiosos, cuando en realidad provenían del bazar de al lado de casa —rio—. Desde entonces, nos prometimos mutuamente que seguiríamos buscando tesoros en forma de momentos, como la ilusión de aquel día; de lugares, tratando de encontrar tiempo para viajar y conocer mundo, y de personas. Sobre todo de personas, recalcaba siempre mi madre. Porque si seguía compartiendo esos tesoros en forma de momentos y lugares con personas especiales, me esperaría una gran vida.
Estuve a punto de echarme a llorar. De nuevo, sentí ese nudo en la garganta y el latir acelerado de mi corazón. Los ojos de Jacob también se humedecieron; mi mano fue sola, como por instinto, hacia la suya, apoyada en la barra, para acariciarla y ahuyentar su dolor. Podía entenderlo, pero yo no recordaba ningún instante así con mi madre ni que ella me dijera cosas tan profundas. No hubo tiempo. Mis abuelos, pese a la cantidad de consejos vitales que me ofrecieron, nunca me habían regalado una metáfora en forma de juego que me hiciese sentir especial.
—Tu madre debía ser maravillosa.
—La mejor —suspiró, mirando hacia arriba—. Fue la mejor.
—¿Y tu padre? —me atreví a preguntar, al ver que parecía necesitar abrirse dejando atrás el inquietante misterio de las noches anteriores en las que parecía disfrutar dejándome con la palabra en la boca sin responder a mis sencillas preguntas, o yéndose en el momento en el que creía que se iba a quedar un poco más para contarme cuál era su historia. Y cualquier persona podría pensar: «¿Qué te importa la vida de un desconocido?». Y la abuela me diría: «¿Acaso quieres ser una cotilla? ¿Una metomentodo? Es feo, querida. No hagas demasiadas preguntas, no quieras saber lo que la persona que tienes delante no quiere explicar. No insistas. Nunca». Pero en esa ocasión, cuando creí que se iba a levantar del taburete para marcharse sonriendo, volvió a hablar.
—Mi padre es genial. Aún vive y no pasa un solo día sin que eche de menos al amor de su vida. Verás, Nora, creo que todos, en cierto modo, le pertenecemos a alguien. Que aunque venimos completos, si por destino nos toca compartir la vida con una persona en concreto lo haremos, sean cuales sean las dificultades o la distancia. Tiene que ser así y ellos tuvieron suerte al encontrarse.
—Esas son las historias más bonitas, ¿no? Las difíciles e imposibles —comenté, pensando en mis bisabuelos. En cómo un contrabandista neoyorquino se encontró por casualidad con una italiana procedente de la otra punta del mundo que había acabado tarde de trabajar. Esa noche. Una única noche. Sus vidas cambiaron y sus caminos se cruzaron para no separarse hasta el final de sus días.
No sabía muy bien qué decir. No estaba acostumbrada a un pensamiento tan profundo ni a tanta sensibilidad como la que me estaba demostrando Jacob. Había dejado de creer en las promesas y en los «Hasta luego» desde hacía mucho tiempo. La muerte de mis padres había tenido mucho que ver. Nunca podías saber qué era lo que la vida te deparaba a la vuelta de la esquina, si esa promesa la ibas a poder cumplir, o en vez de decir «Hasta luego» hubiera sido más real un «Adiós». Nadie, jamás, me había hablado así y sus teorías me parecieron de lo más entrañables. Prefería a ese hombre filósofo y hablador sin reparo en contarme parte de su historia, al enigmático, del que llegué a pensar, justo la noche anterior, que era un maleducado.
—Y tú, Nora, ¿qué harías por amor? —dijo de repente.
Bajé la mirada y, tal y como había hecho él otras veces, no contesté. No al momento. Me limité a esbozar una sonrisa y a mirar distraída por el ventanal hacia la calle oscura y solitaria, con un remolino de pensamientos que se centraban en el único hombre con el que había estado: George. En ese momento, pensé si había luchado lo suficiente para que nuestra relación funcionase. Si me esforcé en algún momento por recuperarlo o que no se sintiera tan solo cuando pasaba tantas horas fuera de casa ocupándome de la abuela. También me pregunté si fue sencillo echarle las culpas a él cuando lo que hizo fue feo, no por el hecho, sino por el momento. En realidad, lo que estaba claro era que no debía darle más vueltas porque el innombrable nunca me había pertenecido. No había sido un amor de verdad.
—Nunca me he hecho esa pregunta, Jacob. Y ahora mismo no sé qué responderte.
—Algún día podrás responder sin titubear, Nora.
Me guiñó un ojo, se levantó y se marchó. Me quedé mirándolo y pensando en sus palabras. Habían sonado a advertencia. Vi cómo salía por la puerta encogido, como si así sintiera que podía resguardarse de las finas gotas de lluvia que caían en ese momento, y giraba hacia la izquierda. Era la quinta noche que lo veía y siempre que se iba lo hacía con una frase impactante que me dejaba durante un rato pensando y con el corazón latiendo desbocado. Cuando lo perdí de vista dejé de pensar en lo último que me había dicho. También ignoré a mi corazón turbado, latiendo a una velocidad pasmosa y me centré en su ropa. Llevaba cinco días viniendo a las once de la noche a por una taza de chocolate caliente a la que yo le invitaba y siempre llevaba la misma ropa.