EPÍLOGO

CHARLESTON disfrutaba del esplendor de un luminoso y despejado día de otoño. Las hojas de los árboles se teñían de nuevos colores, y flotaban en el aire embriagadoras fragancias propias del cambio de estación. Se habían abierto las flores otoñales del jardín de los Birmingham, desde donde se oía relinchar a los caballos en sus cercados. Cerynise, que estaba sentada con Beau en la glorieta de atrás y sostenía a su hijo en brazos, meditó sobre el hecho de que todo presentara un aspecto tan maravillosamente normal. No quedaba el menor rastro de los destrozos ocasionados dos semanas atrás por la tormenta.

De sus labios salió un suspiro de felicidad, acogido con una sonrisa por su esposo, sentado a su lado en una silla.

—Pareces contenta.

—Lo estoy. Como nunca.

Oyendo aproximarse al mayordomo, Beau volvió la cabeza.

—¿Qué ocurre, Jasper?

—Un caballero inglés desea hablar con vuestra esposa, señor... aunque la ha llamado por su nombre de soltera.

Cerynise prefirió no interrumpir el momento de felicidad que estaba compartiendo con su familia.

—¿Por qué no lo traéis aquí, Jasper? —sugirió—. Sin duda sabrá apreciar el tiempo tan hermoso que hace.

Jasper sonrió e inclinó la cabeza.

—Como gustéis, señora.

El visitante no tardó en ser acompañado a la glorieta del jardín. Se trataba de un hombre de mediana edad, con pelo gris pulcramente recortado. Sus pantalones oscuros, chaleco sin adornos y levita negra daban fe de la gravedad de su carácter. La mirada inquisidora que posó en Cerynise bien merecía el calificativo de penetrante.

—¿Señorita Kendall? ¿Señorita Cerynise Edlyn Kendall?

—Mi nombre es ahora Cerynise Birmingham, señor

—contestó ella, moviendo la mano en dirección a Beau—. Os presento a mi marido, el capitán Birmingham. ¿Y vos sois...?

—Thomas Ely, señorita Kendall... —El visitante se apresuró a corregirse—. Perdón, señora Birmingham. —Sonrió—. Es posible que tarde un poco en acostumbrarme a vuestro apellido de casada, después de tanto tiempo pensando en vos como la señorita Kendall. Hace poco me informaron que habíais contraído matrimonio en Inglaterra, y así y todo he seguido pensando en vos con ese nombre. Os pido disculpas por ello, señora. Trataré de utilizar el apellido que os corresponde por derecho.

—Gracias, señor Ely.

—La miró.

—¿Permitís que os pregunte si mi nombre os resulta familiar?

Cerynise negó con la cabeza.

—No, me temo que no.

Thomas Ely asintió, como si aquella respuesta confirmara lo que sabía desde tiempo atrás.

—Antes de morir, la señora Winthrop me había informado de que ignorabais sus intenciones. Temía que fueran una carga, y os quería demasiado para preocuparos en lo más mínimo.

—¿Sus intenciones?

—Nombraros heredera universal de sus propiedades, aparte de algunos legados a la servidumbre, por supuesto.

—¿Cómo podéis saberlo vos? —preguntó Cerynise, desconcertada.

—Disculpad, señora Birmingham. Debería haberos explicado que fui el abogado de la señora Winthrop.

—El señor Rudd cumplió por un tiempo ese mismo papel —intervino Beau—. ¿Lo sabíais?

Oyendo aquel nombre, Ely frunció el entrecejo.

—En efecto, caballero. La señora Winthrop prescindió de sus servicios hace muchos años, tras decidir que no era persona de confianza. Lo creía compinchado con su sobrino, el señor Alistair Winthrop. —Una expresión de mal humor contrajo las facciones del abogado, que se apresuró a recuperar la serenidad y explicar—: La señora Winthrop me contrató poco después de llegar a esa conclusión. Uno de mis primeros cometidos estribó en redactar un nuevo testamento. —Volviéndose de nuevo hacia Cerynise, añadió—: Estaba resuelta a dejaros prácticamente todo cuanto poseía. Así pues, señora Birmingham, sois una mujer extremadamente rica.

Cerynise lo miró con perplejidad.

—¿Me permitís preguntaros cómo habéis dado conmigo después de tanto tiempo, señor Ely?

A instancias de Beau, el abogado tomó asiento enfrente del matrimonio, al tiempo que acudía Bridget a servirles el té. Después de que se retirara la doncella, Ely tomó un sorbo de la taza llena y suspiró de satisfacción al degustarlo. Se parecía bastante al buen té inglés al que estaba acostumbrado. Hasta entonces no había logrado establecer una comparación favorable en las Carolinas. La nata y el azúcar ayudaban, por supuesto.

—Temo que mi demora en encontraros precise largas explicaciones, señora —se disculpó al fin el abogado—. Os extrañará sin duda lo tardío de mi llegada; por desgracia, sufrí un... incidente... hace muchos meses. Estuve a punto de morir, y de resultas de ello caí gravemente enfermo, hasta el punto de verme privado un tiempo de mi memoria. Cuando empecé a recuperarla, los acontecimientos más próximos a la fecha de mi... mmm... postración permanecieron considerablemente borrosos. Sólo en meses recientes he sido capaz de recordar lo necesario para reanudar mi tarea y seguir buscándoos.

Thomas Ely suspiró con pesar.

—Una vez recuperado di por supuesto que seguíais en Inglaterra, y que os llamabais Kendall. Viendo que mis pesquisas no desembocaban en nada, desesperé de volver a hallaros. Poco después, sin embargo, caí en la cuenta de que quizá os hubierais casado. Buscando en los registros parroquiales, topé al fin con una fe de matrimonio entre vos y el capitán Birmingham. Hablé a continuación con el sacerdote que os había desposado, y averigüé que muy posiblemente hubierais pasado a residir en las Carolinas.

—Aplaudo vuestra insistencia —dijo Beau—, si bien me siento sorprendido de que hayáis cubierto una distancia tan grande cuando lo más fácil era enviarnos una misiva.

—Ah, sí, veréis... —Volvió a formarse un pliegue en el entrecejo de Ely—. A ese respecto, lamento informaros de que la señora Birmingham podría correr algún peligro. Me explico. El incidente que dio lugar a mi pérdida de memoria consistió en realidad en un atentado contra mi vida. Tuve mucha suerte de sobrevivir. Mi presencia aquí se debe a que una persona me vio y me rescató poco después de que me arrojaran al Támesis. Dadas las circunstancias, he creído preferible venir personalmente a poneros sobre aviso cuanto antes.

—Agradecemos vuestra diligencia —declaró Beau—. Imagino que el hombre que trató de asesinaros sería Alistair Winthrop...

El abogado no pudo ocultar su sorpresa.

—¡Sí, en efecto! Permitid, sin embargo, que os pregunte cómo habéis llegado a esa conclusión.

Beau le resumió los últimos acontecimientos, y añadió al final del relato:

—Quizá a quien no haya experimentado el suplicio de saberse amenazado a todas horas le parezca una crueldad lo que voy a decir, pero es un inmenso alivio que Alistair Winthrop haya muerto, y que ni mi esposa ni yo debamos seguir conviviendo a diario con el miedo.

También el rostro de Thomas Ely expresaba alivio.

—No os imagináis el peso que me quitáis de encima con vuestra noticia, caballero. Desde que Winthrop trató de matarme, la idea de que semejante individuo siguiera en libertad y en condiciones de agredirme por segunda vez no se ha separado de mí ni un momento. Como es lógico informé a las autoridades en cuanto recuperé la memoria, pero a esas alturas el bellaco ya había abandonado Inglaterra, y poco podían hacer.

Beau, que deseaba formular algunas preguntas sobre los trámites necesarios para entrar en posesión de los bienes de Cerynise, invitó al señor Ely a pasar la noche en casa a fin de discutir largo y tendido los detalles. El abogado aceptó gustoso. Por primera vez en varios meses no sentía la necesidad de volver la vista atrás para ver si lo seguía alguien.

Mucho más tarde, cuando marido y mujer pudieron retirarse a su dormitorio, Beau rodeó con sus brazos a su esposa.

—¿Has pensado en qué harás con la fortuna de Lydia?

Cerynise asintió con la cabeza, apoyada en su pecho.

—Lo cierto es que he reflexionado sobre ese tema, y he llegado a conclusiones que espero compartas. Puesto que mis cuadros empiezan a venderse por sumas considerables, y que tú eres lo bastante rico para dar a tu familia los medios de vivir con todo lujo (si fuera esa nuestra costumbre), no considero necesario acaparar con espíritu egoísta el grueso de las propiedades de Lydia. Por lo tanto, quisiera apartar una cantidad importante y entregársela a aquel amable sacerdote, el señor Carmichael, a fin de que pueda cuidar mejor de todos los niños que ha tomado bajo su protección, y construir quizá un orfanato en que proporcionarles camas en abundancia. Intuyo que el señor Ely estaría dispuesto a supervisar la distribución de los fondos necesarios. ¿Qué te parece?

—No tengo la menor duda. Si se ha tomado tantas molestias por Lydia Winthrop estoy seguro de que pondrá el mismo empeño en. llevar tus deseos a buen término. ¿Algo más?

—Pues verás, se me ha ocurrido patrocinar una escuela de arte en que se acepte a hombres y mujeres indistintamente.

—¿Para pintar desnudos? —la provocó su marido. Cerynise rió y le pellizcó el pecho juguetonamente.

—¡Por favor, caballero, no deis rienda a vuestra propensión al libertinaje! Hay muchas más cosas que pintar aparte de desnudos.

Beau trató de adoptar una expresión angelical.

—¿Te gustaría pintarme desnudo? —preguntó, dirigiéndole una mirada libidinosa.

Cerynise se sentó en la cama, apartó la manta y examinó el cuerpo largo y musculoso de Beau con mirada de aprobación. Era ciertamente un hermoso modelo, pero su reacción fue exactamente la esperada por su esposa, que sacudió la cabeza con fingida exasperación.

—¿Cómo quieres que me concentre en pintarte desnudo si cada vez que te miro alardeas de esta manera?

—¿Alardear yo? —Beau se fingió herido en su orgullo masculino y contestó con una amenaza—: Presta atención y verás si alardeo.

Tratando en vano de contener una sonrisa burlona, ella contempló de cerca su viril apostura.

—¿Qué querías enseñarme?

—Esto —murmuró él con voz ronca, abrazándola y dándole un beso apasionado.

Su esposa le suplicó sin aliento:

—No, no pares. Hazlo otra vez... Y otra, y otra, y otra...