17

LLEGÓ octubre, y habiendo cumplido Marcus la maravillosa edad de seis semanas sorprendió a su madre con descansos más largos, que en ocasiones llegaban a abarcar la noche entera. Como es lógico, Cerynise debía estar preparada para dedicarse en cuerpo y alma a satisfacer sus deseos una vez despierto, dada la indignación con que habría reaccionado el pequeño a la menor espera. Su madre le hacía gustosa ese favor, porque no tenía especial afición a que sus exigencias la despertaran en plena noche.

Era un día más frío de lo habitual. La tarde tocaba a su fin y Beau no había vuelto todavía del trabajo. El bebé había comido poco antes, y dormía en su habitación bajo la vigilancia de Vera, la nieta de Hatti, una muchacha de dieciocho años que había sido designada como niñera del pequeño. Desde el principio se había acordado que la joven regresara a los aposentos de los criados después de la última toma del día, o cuando los padres se retiraran al dormitorio de arriba. De ese modo, la pareja tendría el placer de cuidar a su hijo en la intimidad de sus estancias privadas siempre que surgiera la necesidad.

Viéndose reflejada en el espejo de cuerpo entero del vestidor, Cerynise llegó a la conclusión de que sólo el aumento de volumen de sus senos delataba el que hubiera dado a luz semanas atrás. La fina tela de su ajustada camisa mostraba una cintura de recuperada esbeltez, y caderas y muslos estilizados y firmes. Bridget había aprendido a peinarla a la última moda; sin embargo, y como le esperaba una tarde tranquila en casa, Cerynise había optado por un sobrio recogido, suavizado por algunos mechoncitos que le caían por la nuca. La criada la había ayudado a ponerse un modelo de color verde aceituna y estampado granate, cuyo escote redondo, puños y dobladillo estaban adornados con franjas de tono rojo oscuro. Era la clase de vestido que se ajustaba al estado de ánimo de Cerynise en aquella hogareña tarde otoñal.

Aceptó el chal granate que le ofrecía Bridget y se lo puso sobre los hombros a fin de cubrirse decorosamente el pecho. Había aumentado visiblemente la prominencia de sus senos y el vestido resultaba francamente atrevido, ya que el escote apenas bastaba a contenerlos.

—El capitán quedará admirado, señora. No tendrá más remedio —dijo la doncella con una sonrisa de aprobación.

Cerynise se estremeció.

—Tengo la misma sensación de vértigo que una colegiala a punto de recibir a su primer pretendiente —reconoció con una sonrisa exaltada—. ¿Seguro que estoy guapa?

—Estáis como lo que sois, una belleza —le aseguró Bridget, riendo con afabilidad.

Viendo semejante agitación en su señora por la inminente velada, imaginó que ella no lo estaría menos cuando Stephen Oaks se convirtiera en su esposo y pudieran gozar de la dicha conyugal de que parecían disfrutar Cerynise y Beau Birmingham.

Cerynise insistió, deseosa de presentar el mejor aspecto a su marido.

—Si no fuera verdad no me lo dirías, ¿verdad, Bridget?

—Os doy mi palabra, señora —repuso la criada con voz alegre y cantarina—. Os aproximáis tanto a la perfección como pueda resistir el señor.

Cerynise respiró hondo y exhaló poco a poco.

—Supongo que estoy algo nerviosa. Bridget le dio unos golpecitos en la mano.

—No tenéis por qué, señora. Hasta con un saco estaríais atractiva. Es un hecho. —Retrocedió hacia la puerta y se detuvo a contemplar a su joven señora—. Creedme que estáis divina.

Dicho eso salió del vestidor. Mientras los presurosos pasos de la criada resonaban en el silencio de la mansión, Cerynise siguió observando su reflejo e intentando imaginar cómo la vería Beau desde su perspectiva. Nada quedaba de la espigada y torpe jovencita a quien Germaine endosara el burlesco apodo de Palitroque. Con sus pechos abultados haciendo presión contra la tela, Cerynise ofrecía un aspecto más bien voluptuoso para una mujer que se aproximaba a los diecinueve años. Recordó con agrado la mañana en que Beau se había detenido en la puerta del vestidor para verla meterse en la bañera. El hecho de que el espectáculo hubiera provocado en él una reacción física seguía haciéndola sonreír. El tiempo no había atenuado su fogosidad, lo cual prestaba incentivos todavía mayores a la velada. Cerynise se recreó en la imagen mental de su apuesto marido vestido de pies a cabeza y en estado de completa excitación. El recuerdo de aquel momento hizo crecer la suya. Se aplicó una pizca de perfume entre los pechos, sonriendo con picardía.

Mientras avanzaba por el dormitorio, echó un vistazo a la enorme cama con dosel donde Beau la había abrazado con tanta ternura y contención desde el nacimiento de Marcus. Holgaba decir que durante las últimas semanas no se habían abstenido de dispensarse cierta cantidad de besos y caricias eróticas. A decir verdad, si de ella hubiera dependido ya habrían reanudado tiempo atrás sus relaciones, pero él tenía miedo de hacerle daño. Aquella era su noche, al fin; de ahí que fueran livianos los pasos con que bajó por la escalera para aguardar a Beau en el estudio, estancia que se había convertido en el retiro favorito de ambos, sin contar el dormitorio.

En el transcurso de la noche anterior había empezado a soplar brisa del norte; por eso en la chimenea ardían algunos leños, remedio contra el frío que amenazaba con adueñarse del estudio. A fin de reforzar el ambiente cálido y acogedor de la sala, Cerynise cerró las persianas y apagó la lámpara que alguien había dejado encendida sobre una mesa. Delante de la chimenea, una tumbona le ofrecía la comodidad de su blando cuero marroquí y los cojines de tapicería puestos en uno de sus extremos. Era ahí donde se acomodaba casi siempre con Marcus en brazos, mientras Beau trabajaba en su escritorio, situado a escasa distancia.

Contuvo un bostezo y se recostó en la tumbona, colocándose los cojines debajo de la espalda del modo más cómodo que cupiera. El calor de la chimenea volvía innecesario al chal. Lo dejó caer y apoyó la cabeza en el respaldo, esperando el momento en que oyera volver a su esposo. Poco a poco fue cediendo a la sensación de pesadez de sus párpados, que aumentaba por momentos.

Al cabo de lo que parecían breves instantes, una sensación conocida empezó a penetrar en su sopor. Se esforzó por sacudirse la modorra y levantó sus párpados, pero volvió a cerrarlos y sonrió con expresión soñolienta. Su marido estaba sentado en la tumbona de al lado, sin chaqueta, chaleco ni corbata, y con la camisa desabotonada hasta la cintura. Su sonrisa era señal de que había estado mirándola.

—Buenas tardes, cielo —murmuró Beau, una vez que Cerynise hubo logrado separar sus párpados y mantenerlos abiertos.

—Debo de haberme quedado dormida —masculló ella, tratando de incorporarse—. ¡Y yo que quería salir a la puerta para recibirte!

Beau se acercó a ella y le impido escapar, al tiempo que aplicaba sus labios a las turgentes carnes que sobresalían del fino canesú, muy cerca de la flexible cumbre que quedaba oculta por la prenda.

—No tiene ninguna importancia, querida. Estaba disfrutando de la vista. Cerynise rió.

—Aunque sólo fuera un ratito.

Beau echó un vistazo al reloj de la repisa.

—He llegado a casa hace media hora.

Su mujer frunció el entrecejo con perplejidad.

—¿Tanto? ¿Y por qué no me has despertado?

—Ya te he dicho que estaba disfrutando de la vista. Cerynise se incorporó, metió la mano en la hendidura de la camisa de Beau y acarició su pecho musculoso.

—Me alegro de que estés en casa.

—Yo también —susurró él, aproximándose de nuevo, esta vez para unir sus labios con los de ella.

Cerynise abrió la boca sin hacerse de rogar, ofreciéndose a la lengua de Beau.

—Con tus besos me conduces al éxtasis. Una de las cejas negras de Beau se arqueó escépticamente.

—Yo creía que eso sólo te pasaba cuando hacíamos el amor.

—¡No, no! Tus besos son increíbles.

Beau volvió a aproximarse, trazando esta vez con su lengua un curso lento y errático por los pechos de su esposa, recorriendo uno de los globos en toda su extensión, sumergiéndose en la fragante hendidura y ascendiendo de nuevo a la cima, como un barco navegando con marejada. Después desnudó un hombro a Cerynise, tiró del vestido y dejó a la vista una rosada cumbre. Trazó en ella un rastro ardiente, que dejó a Cerynise sin aliento y estremecida por la deliciosa excitación que recorría su cuerpo.

—¿Te gusta? —preguntó él, mordisqueándole los labios.

—Ya sabes que sí.

Cerynise suspiró y ciñó con un brazo el cuello de su esposo, que la atrajo hacia sí. Mientras marido y mujer enlazaban sus lenguas con dulzura, los dedos de Beau se trasladaron a la parte de atrás del vestido y lo desabrocharon. Cerynise echó la prenda hacia delante con un encogimiento de hombros y se despojó del corpiño. Beau, que había estado sujetando los puños, pasó un brazo por la espalda de la joven, la levantó hasta separar sus nalgas de la tumbona y se deshizo rápidamente del vestido, que quedó tirado en el suelo, todo ello sin dejar de acariciar los labios de su esposa. Una vez desabrochados los botones, la camisa se abrió, poniendo al alcance de su mano las brillantes esferas. Ansiosa, la boca de Beau tomó posesión de ellas, desatando un gozoso fuego en las entrañas de su esposa.

—¿Has cerrado la puerta? —susurró ella, peinando con sus dedos el recio pelo de Beau, cuya boca ansiosa devoraba la suave carne de un pecho.

—Con una cautiva tan bella a mano no he podido resistirme. —Su aliento comunicó calor a un carnoso pezón, articulando una ronca respuesta—. He estado pensando en esto todo el día, cariño.

—Yo también.

Beau deslizó una mano por debajo de la enagua y llegó a la parte del muslo que no cubría la media. Entonces retrocedió bruscamente y dirigió a su esposa una mirada estupefacta.

—No llevas calzón. Cerynise sonrió.

—¿Te escandalizas?

—Mucho —contestó él con una risita, desmintiendo su respuesta con procaces movimientos de la mano en sentido ascendente.

Ella cambió de postura para darle acomodo. Experimentó entonces pequeños calambres de excitación que salían de sus partes más delicadas, dejándola enardecida y sin aliento. Las caricias de Beau hacían que se le tensara todo el cuerpo, y se preguntó cuánto tiempo podría aguantar el placer sin sufrir un arrebato.

—No tan rápido, Beau —rogó jadeante—. Quiero esperarte.

Cediendo a sus súplicas, él se puso en pie y empezó a desabrocharse los pantalones. Cerynise se desprendió de sus zapatillas dando una patada, se colocó de rodillas ante él, le sacó de los pantalones el faldón de la camisa y la retiró de sus hombros. Acto seguido sus manos volvieron a acariciar la musculosa caja torácica y, siguiendo la dirección de caída de los pantalones, estimularon sus partes viriles. Beau parecía un bloque de hielo, tal era el éxtasis que suscitaban las expertas caricias de su esposa;

pero ningún hielo habría resistido el fuego que nacía en su interior y amenazaba con consumirlo en una rápida llamarada. Sujetó entonces la mano de Cerynise y detuvo sus audaces manipulaciones, al menos de momento.

—Mi petición es la misma que la tuya —murmuró con voz ronca—. Concédeme un momento para serenarme y seguiremos con lo que hemos empezado.

Se desprendió de sus botas con sendos puntapiés y, una vez despojado de las últimas prendas, regresó hacia Cerynise en toda la magnificencia de su desnudez. Ella le rozó el pecho con los senos, hasta que Beau gimió suavemente y se aferró a ellos con avidez, resuelto a paladear de nuevo tan suculento manjar. Poco después sus bocas y lenguas colaboraban en afanosas exploraciones. Cerynise lo atrajo hacia la tumbona, oscurecidos sus ojos por el deseo. Él no se hizo de rogar: colocando a su esposa a horcajadas sobre su cuerpo, ocupó el lugar que había dejado ella. Después desabrochó el cierre de la enagua y se incorporó a fin de pasársela por la cabeza, dejándola sin más prendas que un justillo y un par de medias de seda sujetas por ligas de volantes. La enagua cayó al suelo, olvidada por las prisas. Después de alzar un poco a Cerynise, volvió a colocarla sobre su ardiente miembro y la hizo descender hasta apoyarse en sus caderas con todo su peso. Sintiendo en sus entrañas el calor de Beau, Cerynise ahogó un grito y se puso a temblar de puro éxtasis.

Beau la abrazó con fuerza, disfrutando de la presión de sus pechos y la dulce vaina que lo tenía preso, al tiempo que le daba besos en los ojos, la mejilla y la boca, ofrecida sin reservas. Sus labios descendieron por la grácil columna de su garganta.

—Parece que haya pasado una eternidad desde que te tuve en brazos de esta manera —musitó.

—¡Sí! —convino ella, arqueando la espalda para entregársele por completo.

Los labios de Beau rodearon la cúspide de uno de sus pechos, arrancando de su boca un dulce suspiro. La flexible protuberancia parecía latir ansiosa bajo la húmeda y ardiente tea, hasta el punto de que Cerynise, viendo que Beau se reclinaba de nuevo en la tumbona, estuvo en un tris de gemir por la decepción; sin embargo, en cuanto notó que sus dedos se aproximaban al lugar de su unión y empezaban a obrar sus sortilegios, se convirtió en fascinada prisionera, y se regodeó pasivamente en las deliciosas caricias.

Miró a Beau a los ojos, con una sensualidad que atestiguaba su creciente excitación. Después empezó a moverse de modo rítmico, prolongando el placer con largas y pausadas sacudidas. La respiración de él se hizo más entrecortada en reacción a la inventiva desplegada por su esposa, digna de una odalisca recluida en el harén y volcada en el estudio de sus artes sensuales. No había lugar del cuerpo de Beau que no se viera obsequiado con caricias provocativas: pezones, torso, muslos de acero, entrepierna... Acto seguido, Cerynise pasó la lengua por el labio superior de su esposo e, hipnotizándolo con la mirada, empezó a recorrer su propio cuerpo con las manos, invitando a que las de Beau fueran tras ellas. Así lo hicieron, cortando la respiración de la joven. Las fulgurantes sensaciones que la embargaban hicieron que tomara aire con los dientes apretados. De pronto se inclinó y apoyó las manos en la parte superior de la tumbona, ofreciendo de ese modo sus pechos turgentes a la cálida boca de su esposo. Ahí estaban, balanceándose tentadoramente encima de él cual frutas maduras adornadas con rosados botones. Las manos de Beau se apresuraron a apoderarse de los rotundos volúmenes, que casi devoraron mientras Cerynise aceleraba el ritmo. Después la cogió por las nalgas y la invitó a no detenerse, hasta que ambos se vieron próximos al éxtasis que acabó derramándose sobre ellos, elevándolos a alturas vertiginosas. En pleno vuelo, Beau quiso unir su torso con el de Cerynise, sintiéndose completamente regenerado por las oleadas de calor que irradiaban de ella. Nunca había experimentado nada semejante, pero era maravilloso seguir, y seguir, y seguir...

Cuando recuperaron el uso de la razón, Beau la hizo recostar sobre su pecho. Asombrado todavía por la maravillosa experiencia que acababan de vivir, le dio otro beso en los labios y le rozó el brazo con los dedos.

—Ha sido muy hermoso —suspiró ella, satisfecha.

—No recuerdo nada mejor —reconoció él—. Estoy tan relajado que no puedo ni levantar los brazos.

—No lo hagas, por favor. Me gusta que me abracen.

Beau estrechó todavía más su abrazo y movió el torso, obsequiando a los senos de la joven con una caricia lenta y ondulante que, para su sorpresa, se tradujo en una nueva rigidez de sus partes masculinas.

—Oooh —murmuró Cerynise—. Eso todavía está mejor.

—Me tienes embrujado —musitó él con voz ronca.

—Me alegro. Es la garantía de que no curiosearás debajo de las faldas de otras mujeres.

—Eso jamás. Tengo bastante con meterme debajo de las tuyas.

—Tengo hambre.

—¿De qué?

Cerynise rió por lo bajo e indagó en la sonrisa de su esposo.

—De comida de verdad.

—En ese caso, supongo que habrá que volver a vestirse.

—Confieso, de todos modos, que no me gusta renunciar a estos placeres —repuso ella, apretando sus caderas contra Beau.

—Decídete, mujer —la conminó él, asiendo sus nalgas con fuerza—. O yo o comida de verdad.

—A ti ya te tendré más tarde. —Tomándose a risa el gruñido que profirió Beau con fingida decepción, se incorporó hasta quedar de nuevo a horcajadas—. Lo primero es dar de comer a una madre lactante.

Él aplicó el índice a una gotita blanca que pendía de la punta de un pezón, y se lo llevó a la boca para probarla.

—No me extraña que a Marcus le guste tanto —comentó, chupándose el dedo—. Tienes buen sabor. Cerynise secó unas gotas del pecho de su esposo.

—¡Qué manera de manchar!

Dos ojos azules la miraron con fervor.

—Ni a Marcus ni a mí nos importa.

—Ven, marido —dijo, desmontándolo—. Tengo mucha hambre.

Dio media vuelta para recoger su ropa, haciendo que Beau abandonara la tumbona y le diera una palmadita en el trasero. Cerynise se irguió y lo miró.

Beau se encogió de hombros y dijo con una sonrisa jovial:

—Poniéndome delante tentaciones como esa, querida, lo lógico es que te atengas a alguna reacción; y, dado que acabo de poseerte, tengo que limitarme a una palmadita afectuosa. Ahora vístete para que podamos comer, o a fe que dispondré de ti otra vez para mi placer.

Cerynise obedeció, riéndose de sus payasadas, una vez vestidos descendieron a la planta baja para comprobar que estuviera bien su hijo, y después de lavarse más a fondo volvieron al comedor.

La larga mesa tenía cubiertos para dos en un extremo. Las copas de vino ya estaban llenas, aguardando la llegada de los comensales. A la luz de unas velas de cera de abeja, que arrancaban cálidos destellos del cristal, la porcelana y la plata, Beau retiró una silla para su esposa. Tras adelantarla de nuevo para que se sentase, se inclinó hacia Cerynise, que echó la cabeza hacia atrás y permitió que le acariciara el cuello con los labios.

—Me encanta verte los pechos desde esta perspectiva —susurró él—, pero creo oír a Jasper, y no me gusta la idea de compartir con otro hombre el espectáculo.

Cerynise se tapó con el chai y adoptó una postura acorde con su posición de señora de la casa, anticipándose en mucho a la llegada del mayordomo con la sopa. Beau no pudo sino sonreírse del contraste entre la actitud majestuosa de su mujer y la ardorosa hembra que poco antes lo había arrastrado en una espiral de pasión y deseo. En sus manos, Beau era como una marioneta. Bastaba con que Cerynise tirara de los hilos y bailaría al son que le marcasen.

Cuando volvieron a estar solos Beau propuso un brindis.

—Por ti, amor mío. Por que nunca te canses de darme placer y llenarme el corazón de felicidad.

Cerynise, sonriente, inclinó la cabeza en respuesta al homenaje, y después de beber un sorbo levantó a su vez la copa.

—Por ti, mi caballero andante. Por que nunca te hartes de matar dragones y salvar a esta doncella de la tristeza y el aburrimiento.

—Con sumo gusto, señora —repuso él antes de beberse el vino, mirándola con un brillo en los ojos que valía más que mil palabras.

La sopa de langosta estaba exquisita, como cabía esperar siendo obra de Philippe. No le iban a la zaga las verduras de invierno y el solomillo de buey con salsa de pepinillos y estragón. Cerynise disfrutó de la comida con glotonería de niña, provocando la risa de su esposo.

—No entiendo que te quedes tan delgada, vida mía. Con lo que comes deberías estar hecha una bola.

Ella se lamió los dedos con picardía, dando nuevos bríos a la risa de Beau.

—Seguro que entre tú y Marcus sabréis ayudarme a consumirlo.

—A juzgar por los gruñidos de ese chupón cuando le das de mamar, sospecho que lo conseguirá él solo.

—No seas celoso —lo regañó ella con dulzura—, que te sobrarán oportunidades.

Beau apoyó un codo en la esquina de la mesa y se inclinó hacia ella con una mirada lasciva.

—¿Me lo prometes?

El brillo de los ojos de Cerynise era señal de que aceptaba el compromiso.

Después de cenar regresaron al estudio, pero sólo para hablar, cogerse las manos y besarse. Vera, la nieta de Hatti, llamó a la puerta abierta para informarlos de su presencia.

—Se ha despertao el señorito Marcus, señora, y grita como un condenao.

—El deber me llama —suspiró Cerynise jocosamente.

Tras despedirse de su esposo con un último beso, subió al piso de arriba para dar de mamar al pequeño. Una vez apurada la copa de vino, Beau se digirió a la habitación de los niños. Vera había tenido el tino de marcharse, permitiendo que el matrimonio disfrutara de su hijo en la intimidad de sus aposentos.

En cuanto hubo acabado de amamantar a Marcus, su madre se dispuso a bañarlo. Ambos padres colaboraron en el empeño, riéndose de las muecas que hacía su hijo al ser sumergido en agua caliente y secado con una toalla suave. Beau imprimió un beso tierno en la cabecita de su primogénito y abandonó la habitación, dejando que su esposa acunara y arrullara al bebé mientras él tomaba a su vez un baño.

Poco después Cerynise dejó a su hijo durmiendo en la cuna y entró en el vestidor, donde descubrió que la aguardaba un baño de sales. Un ligero tintineo procedente del dormitorio le hizo asomar la cabeza por la puerta. Vio separarse la mano de su esposo de una copa de vino que acababa de dejar en su mesita de noche. Beau estaba sentado en la cama con la sábana hasta la cintura. Todo en él indicaba que estaba dispuesto a una larga noche de placer. Mirando a su esposa de pies a cabeza, le preguntó:

—¿Piensas pasarte toda la noche en el vestidor?

—Ni mucho menos —se apresuró a contestar Cerynise—. Concédeme un momento para bañarme...

—No te molestes en ponerte camisón —le advirtió él, viéndola regresar a la habitación aneja—Podría romperse.

—Sí, señor —repuso su esposa—. A vuestras órdenes, señor.

—¡Y date prisa! —la instó Beau—. Llevo todo un cuarto de hora esperándote, y estoy que muerdo pensando en ti.

Cerynise se dio prisa en desnudarse, bañarse y cepillar su larga melena, antes de ponerse una fina bata que le había comprado Beau unos días antes y que apenas merecía el nombre de prenda, porque estaba hecha de la tela blanca más fina y sedosa que había visto la joven en su vida. Era larga y suelta, al igual que las mangas. Tras darse unos toques de perfume en la garganta y los brazos, sonrió y volvió a aplicarse varias gotas entre los pechos. Después metió los pies en unas pantuflas de satén blanco y apagó la luz. La fina tela onduló tras ella, dando la sensación de que entraba flotando en el dormitorio con alas sutiles como el aire.

Los ojos de zafiro de Beau se demoraron con tanta avidez en lo que veían que hicieron estremecerse los pechos de su joven esposa. Después tendió la mano en señal de que se diera prisa, y echó la sábana a un lado. Detenida junto al lecho, Cerynise dejó que la fina bata resbalara hombros abajo y cayera al suelo, finalizada su función.

Cuando se metió en la cama Beau no tardó ni un segundo en estrecharla entre sus brazos. Esta vez fue él quien tomó el protagonismo, sorprendiéndola con la pasión que demostraba. Pese a tratarla con infinita dulzura, el hecho de que ya no estuviera embarazada lo animaba a ser más osado. Hizo, así, caso omiso de las entrecortadas súplicas de Cerynise, recreándose en su talento para llevarla a las más altas cotas de frenesí y deseo insatisfecho. Jadeando y retorciéndose como si estuviera inmersa en una búsqueda insaciable de imposible cumplimiento, la joven cobró ímpetu a su vez y se atrevió a imitar el estilo de su esposo, hasta arrancarle un gemido gutural. Cuando la erguida virilidad de Beau acometió el cálido receso femenino, Cerynise arqueó la espalda para recibirlo, y reaccionó a sus largas arremetidas con creciente ardor. Ascendieron de nuevo en las resplandecientes alas del éxtasis, permitiendo que la llama del deseo los aupara cada vez más alto.

Al fin regresaron flotando a tierra firme, y se arrimaron el uno al otro en el lecho. Suspirando de gozo, Cerynise apoyó la cabeza en el hombro de Beau y acarició su pecho distraídamente. Para ella, cuanto rodeaba la casa había dejado de existir. El mundo se reducía a los brazos de su marido.

A la mañana siguiente, siendo todavía temprano, se oyó un portazo en la entrada trasera. Beau y Cerynise, que estaban en el comedor, vieron entrar corriendo a Moon con gran agitación. El marinero se detuvo junto a la silla de Beau, que acababa de finalizar su desayuno.

—¡Está muerto, capitán! Lo han encontrado esta mañana en el muelle con la tripa rajada de proa a popa.

—¿Puede saberse de quién hablas, Moon? —preguntó Beau, apartando el plato.

—De Wilson, capitán. Estaba más tieso que un bacalao metido en hielo. Lo destriparían ayer por la noche, supongo.

Volviéndose hacia su esposa, Beau reparó en que estaba blanca como el papel. Supuso que las truculentas explicaciones de Moon eran demasiado escabrosas para su gusto. Pidió permiso para marcharse e hizo señas al marinero de que lo siguiera al estudio. Una vez cerrada la puerta preguntó:

—¿Tienen las autoridades algún indicio sobre el asesino?

—No, capitán. Por lo que decía alguien esta mañana, parece que estaba escondido en una posada de mala muerte. No he hablado con nadie que lo hubiera visto desde que enviasteis a vuestros hombres a buscarlo. Y ¡pum! De repente aparece con un cuchillo en la tripa. Como no sería muy lógico que Wilson hubiera dejado acercarse a un desconocido tanto como para apuñalarlo, lo que pienso yo es que conocía al que lo hizo, y que a lo mejor hasta le tenía confianza.

—Es muy posible, Moon. Con tanta gente buscándolo, cabe suponer que Wilson recelara de quienquiera que se le acercase. De todos modos nunca averiguaremos la solución del enigma.

—Eso quiere decir que ahora la chiquilla está a salvo, ¿verdad, capitán?

—Eso espero, Moon. Eso espero.

Varios días más tarde, Jasper oyó aldabonazos en la puerta y fue a abrir con su habitual circunspección, pero la rigidez de sus facciones se deshizo al reconocer a las dos personas que esperaban en el umbral. Su último contacto con ellos se remontaba a horas antes de aquel amanecer en que él y el resto de la servidumbre se habían fugado con los cuadros que pertenecían a su actual señora. A juzgar por sus expresiones de perplejidad, era fácil deducir que Alistair Winthrop y Howard Rudd estaban igualmente sorprendidos de verlo a él.

—Tenía curiosidad por saber dónde estabas —dijo Alistair con sorna—. Ahora ya lo sé. Lo que no imaginaba es que fueras un chaquetero.

—En ese caso me habría quedado con vos —replicó altivo el mayordomo. Jasper no se sentía capaz de mentir en aras de la cortesía y decir a esos dos hombres que estaba encantado de volver a verlos—. ¿A quién deseáis ver, señor?

—A mi pupila, por supuesto —le informó Alistair cáusticamente—. Por favor, dile que he venido a visitarla.

—Os referís a la señora Birmingham —corrigió Jasper—. Si aguardáis aquí, señor, diré a mi señora que solicitáis su favor.

No viendo motivos para ofrecer a los dos visitantes la tradicional hospitalidad de la casa, les cerró la puerta en las narices, dejando a Alistair poco menos que dando saltos de indignación.

—¡Solicitar el favor de esa bruja! —susurró, ultrajado—. ¡A ese puerco le arrancaré el corazón por habernos dejado la casa patas arriba!

—De todos modos no podrías haberle pagado —alegó Howard Rudd, añadiendo el siguiente consejo—:

Ya viste lo rápido que se largó Sybil cuando perdiste los estribos y le dijiste que no tenías fondos para contratar a nuevos criados, y que tendría que hacer ella la cocina y la limpieza. Por lo tanto, y mientras estemos en esta casa, te invito a contener tus estallidos de mal genio. Montar en cólera contribuiría bien poco a nuestras esperanzas de sacar a la chica de casa con promesas falsas de devolverle los cuadros.

—Ojalá hubiéramos traído alguno para engatusarla. Howard Rudd exhaló un atribulado suspiro.

—Ha sido una lástima que no pudiéramos disponer ni siquiera de uno.

—Sigo pensando que el marchante de la galería conocía su paradero —dijo Alistair—, aunque lo ofendieran nuestras acusaciones y nos tratara de estúpidos.

—Tus puñetazos no fueron de gran ayuda —lo regañó Rudd.

—Que se ande con cuidado, porque como descubra que nos mintió acabaré de liquidarlo..

—Sé menos contundente con la muchacha. Sabemos por experiencia que el capitán Birmingham no se anda con chiquitas. Si pegas a su mujer registrará todos y cada uno de los barcos atracados en el muelle con el único objetivo de vengarse de nosotros, y esta vez no se contentaría con tirarnos al agua.

—¿Estás seguro de haberlo visto en las oficinas de la compañía naviera?

Un largo resoplido agitó los labios de Rudd, dando fe de su exasperación.

—¿Cómo no iba a reconocerlo después de nuestro último encuentro? Te aseguro que desde entonces llevo marcada a fuego en mi memoria la imagen de ese hombre. —El abogado cogió un pañuelo con mano trémula y se secó su frente húmeda—. Sigo pensando que es una imprudencia por tu parte ejecutar este plan teniéndolo a él a pocas manzanas.

—Has dicho que no volvería a casa hasta dentro de unas horas. Cuando llegue hará tiempo que nos habremos marchado.

—Jasper nos plantea un problema. Habrá que sobornarlo, o tomar alguna medida para que no informe al capitán de nuestra visita. Suerte tendremos con zarpar a Inglaterra con todos los huesos intactos...

—Esa cuestión la dejo en tus manos. Si la chica no quiere acompañarnos por las buenas, no tendré más remedio que raptarla. Nos reuniremos en aquella granja abandonada de las afueras. —Alistair miró a su cómplice de reojo, y reparando en la intensidad de su temblor arqueó una ceja—. ¿Estás seguro de poder cubrirme las espaldas si falla el señuelo?

El abogado tragó saliva y dio nerviosas palmaditas al bulto de debajo de su chaqueta.

—Ojalá hubiera otro modo de conseguir nuestros fines. Odio las armas de fuego.

—No nos queda mucho tiempo —le espetó Alistair—. Estamos quedándonos sin fondos.

—Deberías haber vendido más posesiones de tu tía antes de marcharnos. De ese modo tendríamos tiempo y recursos para hacer las cosas como Dios manda.

—No seas tan aprensivo, que ya sabes que te estropea el estómago.

Cerynise había ido a la cocina para presumir de Marcus delante de Philippe, aprovechando que el bebé estaba despierto y prestaba risueña atención a los rostros que se le acercaban lo suficiente para que los examinara. El cocinero, todo jovialidad, le estaba dando su primera clase de francés, declarando que Marcus lo agradecería en extremo cuando emprendiera tan largas travesías como su padre. El bebé contestaba con alegres gorjeos, para regocijo tanto de Philippe como de su madre. Sin embargo, cuando Jasper irrumpió en la cocina, Marcus volcó toda su atención en el inquieto mayordomo, y arrugó la frente con curiosidad.

—¡Señora! Preparaos —exclamó Jasper con agitación—. Será mejor que entreguéis el bebé a monsieur Philippe antes de que os diga quiénes están a la puerta de la casa esperando que salgáis a recibirlos.

Cerynise cogió al niño en brazos con mayor firmeza, desconcertada por el nerviosismo del mayordomo, e inclinó la cabeza para asegurarle que controlaba la situación.

—¿De quién se trata, Jasper?

—Del señor Winthrop y el señor Rudd, señora...

Cerynise, azorada, se apresuró a dejar a su hijo en brazos del cocinero, a quien alarmó por su repentina palidez.

—¡Madame! ¿Estáis bien? Asintió con la cabeza.

—Por favor —le pidió—, llevad al bebé con Vera. Y sin decir nada más abandonó la cocina. Antes de seguirla, Jasper dio a Philippe una serie de instrucciones. Una vez en el comedor, Cerynise aguardó a que se uniera a ella el mayordomo, a quien dijo:

—Recibiré a las visitas en el salón, Jasper.

—¿Estáis segura, señora? —preguntó este, preocupado.

—No se atreverán a agredirme en mi propia casa.

—Aun así, señora, me resulta difícil confiar en ellos. Son unos malandrines consumados.

—Es posible, Jasper, pero tengo curiosidad por averiguar a qué han venido y qué quieren de mí.

—Temo que nada bueno.

—En todo caso los escucharé.

Cerynise se dirigió al salón del ala norte de la casa, mientras Jasper cumplía sus deseos de mala gana. Tras abrir la puerta a los dos visitantes, les anunció:

—La señora Birmingham os recibirá en el salón. Alistair pasó por su lado y una vez en el vestíbulo se quitó el sombrero y se lo entregó, dirigiéndose al estudio, en el ala opuesta de la casa.

—Por el otro lado, señor —lo corrigió Jasper, advirtiendo con irritación el interés que mostraba su antiguo jefe por la sala, encima de cuya chimenea colgaba un cuadro de Cerynise que pertenecía a su producción anterior.

Se trataba de una obra que su esposo se había reservado para sí, una escena campestre inglesa de una casa con tejado de paja al lado de un arroyo, situado todo ello en el claro de un bosque. Personalmente, Jasper siempre lo había considerado uno de los mejores paisajes de su autora.

—Ese cuadro me resulta familiar —dijo Alistair, volviéndose hacia el mayordomo con expresión calculadamente ceñuda.

Jasper irguió la cabeza.

—Lo ignoro, señor. —Señaló de nuevo el salón—. La señora Birmingham os espera en aquella sala.

Howard Rudd entregó el sombrero a Jasper, a quien siguió hacia el salón no sin antes alisarse los faldones de su arrugada levita.

Jasper colocó los sombreros en la mesa de la entrada y se puso delante de la puerta, captando la atención de Cerynise.

—¿Deseáis té o alguna clase de refrigerio, señora? Howard Rudd se fijó en la vitrina que cubría buena parte de la pared, y al reparar en que contenía una bandeja de plata cubierta de licoreras de cristal se humedeció los labios, que tenía resecos.

—Una copa de coñac, con permiso del capitán.

—Nada de nada —dijo Alistair con énfasis, volviendo una mirada de advertencia al abogado, que parecía estar perdiendo los papeles por el duro trance de penetrar en los dominios del mismo capitán que en cierta ocasión les diera un soberano rapapolvo—. No nos quedaremos tanto como para eso.

—Tomaré una taza de té, Jasper —contestó Cerynise, dejando bien claro que era a ella a quien se había dirigido el mayordomo, y que ninguna otra persona en la sala gozaba de autoridad para tomar decisiones de esa clase.

Pese a haber dispuesto de unos instantes para serenarse, no estaba preparada para la súbita aversión que le inspiraba la presencia de los dos hombres. Casi había pasado un año desde su último encuentro, pero le parecía un margen insuficiente. No lamentaba en absoluto que su marido hubiera puesto fin a su última confrontación asiendo a Alistair por el pescuezo y los fondillos de los pantalones y lanzándolo al Támesis por la borda de su fragata. Lamentaba, en cambio, no tener a Beau junto a ella en ese momento, para cuidarla con su celo habitual.

Pensó que Alistair parecía más delgado que antes. Tenía ojeras y la ropa que llevaba le iba grande, además de estar llena de arrugas, todo ello en marcado contraste con su anterior elegancia. El panzudo letrado mostraba similar desaliño, amén de una fealdad acaso mayor que nunca en su bulbosa nariz, por estar cubierta de una trama de venas rotas. Tenía los ojos rojos y llorosos, como si padeciera de alergia, o bien por las repercusiones de una afición excesiva a las bebidas espiritosas.

Esforzándose por adoptar un semblante cordial, Cerynise los invitó a sentarse. El único motivo de que no les vedara el acceso a su hogar era la curiosidad que sentía por sus intenciones, y la mejor manera de averiguarlas era hacer un módico alarde de cortesía.

—Os ruego que disculpéis mi sorpresa, caballeros. No os sorprenderá que os diga que no esperaba vuestra visita. A decir verdad, sois las últimas personas con quienes tenía previsto encontrarme en este día.

Los labios fofos de Alistair esbozaron una sonrisa meliflua.

—No lo dudo, mi querida muchacha, y os presento mis más sinceras disculpas por haberos sobresaltado; sin embargo, y dado el largo viaje que hemos hecho exclusivamente para veros, comprenderéis que no hayamos podido esperar más tiempo. Nuestro barco ha llegado esta misma mañana, y nos hemos apresura...

Entró Bridget, muy atractiva con su vestido negro, delantal blanco de volantes y cofia blanca almidonada con adornos de encaje. Si bien no miró a los ojos a ninguno de los visitantes, detectó la sorpresa con que la veían acercarse a su señora, amén de cierto grado de angustia en Rudd. Llevaba una bandeja en que habían sido dispuestas una taza llena, un jarrito de nata y una azucarera, pequeño servicio de té que ofreció a Cerynise, quien añadió azúcar y nata a la infusión. Tras colocar una servilleta en el regazo de su señora, Bridget se retiró con discreción y aplomo, ganándose una brevisima sonrisa de aprobación de Jasper, que se mantenía en proximidad de la puerta.

—Decíais que habéis venido directamente del barco—recordó Cerynise a Alistair, advirtiendo que no se había recuperado por completo de la sorpresa de ver a Bridget en aquella casa—. ¿Con qué objeto?

—Desagraviaros, señora —intervino Rudd, mirando a Alistair de reojo, como queriendo verificar que su respuesta fuera la adecuada—. Es eso, ¿verdad? Durante el viaje el señor Winthrop no hablaba sino de lo injusto que había sido con vos. El pobre se ha visto afligido por graves remordimientos. Si tuvierais la amabilidad de prestarle atención, señora, estoy convencido de que no lo lamentaríais.

Alistair seguía pugnando por contener su irritación, motivada por el descubrimiento de que tanto Jasper como Bridget se hallaban al servicio de los Birmingham. Señalando al ingobernable mayordomo con un movimiento de la cabeza, planteó el tema a Cerynise.

—¿Qué otros criados vinieron con él?

—Todos —contestó la joven y, percibiendo la ira que crispaba el rostro de su antiguo torturador, hincó todavía más la espuela para vengarse—. Mi marido les dio fondos suficientes para el viaje, pero a esas alturas ya habían hecho planes para dejar vuestro servicio.

Alistair apuntó con el índice al vestíbulo.

—¿Trajeron el cuadro que hay ahí?

—Por supuesto —repuso ella, muy satisfecha de informar de ello al bellaco, y añadiendo para mayor escarnio—: Lo cierto es que trajeron todos mis cuadros, cinco de los cuales ya han sido vendidos por sumas considerables... Veintiséis mil dólares, para ser exactos.

Rudd se atragantó y contuvo a fuerza de toses la bilis que le subió a la garganta.

—Un vaso de agua —rogó al mayordomo—. Necesito un vaso de agua.

—¿Os encontráis bien? —inquirió solícita la joven. El abogado carraspeó y logró articular:

—Lo estaré en cuanto beba un poco de agua.

Alistair se consumía en silencio. Ya había quedado claro que el señuelo planeado no surtiría efecto, puesto que los cuadros obraban ya en poder de Cerynise; aun así, no pudo evitar imaginarse el dinero que podrían haber ganado... sin la intervención de Jasper. ¡Aún llegaría la hora en que retorciera el pescuezo a aquel condenado mayordomo!

El abogado bebió el agua que le había traído Jasper para mitigar la acidez que le quemaba la garganta. El líquido no hizo más que relegarla a su estómago, donde no tardaron en fermentar los jugos y ascender de nuevo en forma de pequeñas burbujas gaseosas. Rudd, que conocía de sobra los síntomas, sintió crecer su aflicción.

Cerynise retomó el asunto que les concernía, advirtiendo sin rodeos a sus dos visitantes:

—Mi esposo no verá con buenos ojos que hayáis venido en su ausencia. Ha dado instrucciones a Jasper de que me vigile. Como es lógico, cuanto digáis llegará a sus oídos.

Rudd echó un vistazo hacia atrás y, viendo al orgulloso mayordomo, se propuso aplacar los temores de la joven. Debía apresurarse a idear otro ardid, o en caso contrario su socio recurriría a sus indiscretas tácticas de siempre.

—¿Cómo podríamos convenceros de que esas precauciones no tienen razón de ser, señora?

—Exponiendo vuestros designios y marchándoos —contestó lacónicamente Cerynise.

Rudd se tapó la boca con los dedos para disimular un eructo. Acto seguido carraspeó y tendió una mano en señal de súplica.

—Se trata de algo confidencial, señora...

—Si sugerís que Jasper se retire, señor Rudd, temo no poder satisfaceros —le informó Cerynise con toda claridad—. Mi esposo ha ordenado a Jasper que no se aparte de mi lado cuando mi seguridad pueda estar en entredicho, y según recuerdo, los dos os habéis mostrado poco de fiar en mi presencia.

—Necesitamos que firméis una serie de documentos —declaró Alistair, como si le doliera reconocerlo.

Rudd lo miró con sorpresa, recibió una mirada de advertencia y carraspeó para eliminar un nuevo eructo.

—En efecto. —Cedió la palabra a su compañero con un gesto de la mano—. El señor Winthrop desearía explicaros por qué es necesario.

Alistair hizo un esfuerzo en dicho sentido.

—Bien... mmm... Examinando más a fondo el testamento de mi tía, el señor Rudd, aquí presente, encontró una cláusula por la que se me obligaba a justificar toda renuncia a vuestra tutela, para lo cual debéis comparecer en juicio y firmar una declaración jurada. Mientras no se verifiquen ambas condiciones no podré tomar posesión de mi herencia.

Rudd suspiró y asintió con la cabeza, aliviado por la verosimilitud de la estratagema de su compañero.

—Para los acreedores del señor Winthrop es un poco incómodo tener que esperar tanto... Os confieso que para solicitar vuestra aquiescencia hemos tenido que pagar el pasaje con nuestros últimos fondos.

Cerynise miró al abogado, desconcertada.

—¿Queréis decir que debo acudir a un juez y firmar en su presencia un documento en que os libere de todas vuestras obligaciones de tutor?

—Exactamente —afirmó Alistair, mirando a Jasper de reojo.

El mayordomo miraba al vacío, pero Alistair tuvo la certeza de que escuchaba cuanto se estaba diciendo.

—No tengo reparos en presentarme ante un juez de Charleston y firmar el documento que decís, siempre y cuando el abogado de mi esposo tenga ocasión de leerlo previamente —dijo Cerynise.

Alistair hizo una mueca.

—Ese es el problema, querida, que para ello debéis regresar a Inglaterra.

—Ni lo soñéis. —Cerynise agitó una mano en señal de que no existía la menor posibilidad de que colaborara hasta ese extremo—. Si el asunto no puede solucionarse aquí en Charleston no se solucionará de ningún modo, al menos mientras mi marido y yo no hayamos vuelto a Inglaterra en otro viaje por mar, cosa que no sucederá hasta la primavera que viene...

—Y yo, entretanto, me veo desprovisto de medios económicos.

Alistair sacudió la cabeza, compungido.

—Lo lamento, pero no estoy en situación de poner fin a vuestras penurias.

Cerynise no sentía compasión alguna. Si Alistair le hubiera formulado la misma solicitud hallándose ella todavía en Inglaterra, habría accedido gustosa a que Beau la acompañara a cumplir los deseos del sobrino de Lydia; este, sin embargo, se había mostrado demasiado violento en sus pretensiones de tomar posesión de ella.

Rudd hizo chasquear los dedos, como si acabara de tener una idea. Se la planteó a Alistair.

—¿Recuerdas al juez que hizo la travesía con nosotros?

Su compañero inclinó la cabeza con cautela.

—Sí, claro.

—Pues bien, se trata de un magistrado inglés. Si la señora firmase los documentos en su presencia, sería lo mismo que hacerlo en un tribunal de Inglaterra.

—Cierto —asintió Alistair, sonriente—. No tendría más que acompañarnos a la posada donde hemos tomado alojamiento y aceptarlo a él como testigo del acto. Sería un modo excelente de servir a nuestros fines.

Rudd se mostró complacido consigo mismo por haber ideado la artimaña.

—¿Nos permitiríais llevaros a ver al juez, señora? Cerynise halló absurda la propuesta.

—No sin mi esposo. Y una docena de sus hombres —añadió—, para defendernos de posibles agresiones.

Rudd, cariacontecido, se despidió de toda esperanza de apoderarse de la joven de forma pacífica. ¿Qué hacer? Evidentemente, Cerynise estaba demasiado bien protegida en su hogar para intentar llevársela de allí. Por otro lado, los criados podían identificarlos.

—¿Sugerís acaso, señora, que recurriríamos a esa clase de engaños? —preguntó Alistair con creciente indignación.

Cerynise sonrió.

—Quizá.

Alistair profirió un gruñido, se levantó y cruzó la sala hacia Cerynise con actitud amenazadora. Jasper dio un grito de advertencia y acudió en defensa de su señora, pero Rudd echó mano a un apoyalibros de bronce posado en una mesa y lo descargó contra la cabeza del mayordomo, dejándolo inconsciente en el suelo, a los pies del abogado.

El grito de Cerynise llegó hasta la cocina y a oídos de Philippe, quien, tras apoderarse de un cuchillo para cortar carne, salió corriendo al vestíbulo, seguido por Moon. Para entonces Alistair ya se había echado al hombro a su cautiva y se dirigía presuroso hacia la salida, con Rudd tras él.

Philippe los vio al salir del pasillo.

—¡Dejad a la señora!

Alistair cometió el error de abrir la puerta principal, que el señor de la casa se disponía en ese mismo momento a franquear. Beau volvía a casa a instancias de Cooper, y había oído gritos desde el porche. Ver a su esposa a hombros de aquella sabandija le hizo montar en cólera y, alzando una rodilla, la hincó con brutalidad en el estómago de Alistair. Cogiendo a Cerynise del hombro de su víctima, Beau la puso en pie y se dispuso a asestar el golpe de gracia a Alistair, pero se halló cara a cara con Howard Rudd, que lo amenazaba nervioso con una pistola. Pese al pronunciado temblor de sus manos, el abogado había amartillado el arma y apuntaba con ella el ceñudo rostro del capitán, sin excesiva precisión.

—¡Apa-partaos de la pu-puerta! —balbuceó, volviendo la cabeza para mirar a los dos hombres que casi habían caído sobre él—. ¡Si no lo hacéis ma-mataré al ca-capitán! ¡A fe que dispararé!

Philippe y Moon no tuvieron más remedio que detener sus pasos.

—Soltad el cu-cuchillo —ordenó Rudd al cocinero, tratando de que el cañón de la pistola no se apartara de los ojos azules de Beau, al tiempo que miraba nerviosamente a Moon y Philippe por segunda vez.

El cocinero depositó en el suelo su arma improvisada.

—Y ahora, ca-capitán —dijo el abogado, pasando junto a Alistair—, id con vu-vuestra esposa al extremo norte del po-porche... Sin prisas, sin prisas.

Beau obedeció, arrastrando consigo a Cerynise, que, aferrada a él, pugnaba por colocarse en primera línea para actuar como escudo. Resuelto a no permitirlo, Beau la sujetó firmemente por la cintura y la mantuvo a su lado.

Rudd cogió a su compañero por el codo, lo ayudó a ponerse en pie y tiró de él hacia la puerta. Alistair estaba demasiado dolorido para prestarle ayuda, por lo que Rudd lo empujó hacia el porche y le dijo:

—Corre hacia los caballos.

—Coge a la chica —graznó Alistair, cruzando los brazos sobre el estómago. El dolor era tan intenso que temía haber sufrido una rotura en sus órganos vitales.

Beau colocó a Cerynise a sus espaldas y miró con agresividad a sus dos atacantes.

—¡Por encima de mi cadáver! Alistair agitó una mano en su dirección y dijo con voz ronca:

—¡Pégale un tiro a ese cerdo!

—¡Nooo! —exclamó Cerynise, tratando de interponerse entre Rudd y su esposo.

Este, sin embargo, la mantuvo detrás de él. Rudd expresó con un bufido la opinión que le merecía el mandato de su compañero. No era, por supuesto, la primera vez que cuestionaba la inteligencia de Alistair Winthrop.

—Claro, claro, y que nos maten los demás —se burló—. Ve con los caballos —espetó a su socio.

Alistair se dirigió cojeando hacia sus cabalgaduras. Montó en uno de los caballos y el esfuerzo le arrancó una mueca de dolor.

—Ven, Rudd. Salgamos de aquí.

Viendo que ningún obstáculo lo separaba de su montura, Rudd pudo al fin respirar con cierta fluidez, sin por ello dejar de recelar del capitán, que no le parecía de fiar.

—Co-como intentéis algo, ca-capitán, moriréis vos o vu-vuestra esposa; y si morís vos te-tened por cierto que vuestra esposa que-quedará a nuestra merced. Me co-comprometo a ello.

Acto seguido retrocedió por el camino que acababa de recorrer Alistair, y una vez en la silla hincó ambos talones en los flancos de su montura de alquiler. Se alejó con un estrépito de cascos, adelantando a Alistair, que se esforzaba por no quedarse atrás.

Beau salió corriendo a la calle y vio alejarse a los dos ingleses. Observó que trazaban una curva, mas no en la dirección esperada. Se dirigían hacia el interior, lejos de los muelles.

Justo entonces llegó Cooper de su excursión a la compañía naviera. La caminata inicial lo había dejado sin aliento para el regreso; de ahí que su jefe, descansado e inquieto por la seguridad de su esposa, hubiera cubierto la misma distancia en la mitad de tiempo.

Philippe, Moon y parte de la servidumbre habían salido al porche. Fue Moon el destinatario de la primera orden de Beau.

—Ve por el alguacil, cuéntale lo que han intentado hacer esos bellacos y dale prisa para que organice una partida y salga en su persecución. Si le hacen falta descripciones que pase por aquí de camino. Con mucho gusto le diré qué aspecto tienen esos granujas.

—¡Sí, capitán!

Moon se llevó la mano a la gorra y se apresuró a cumplir la orden.

Beau subió por los escalones del porche, pasó un brazo por la espalda de su esposa y entró con ella en casa. Encontraron a Bridget en el salón, arrodillada junto a Jasper, que se había incorporado y se aplicaba una compresa húmeda en la nuca. La doncella, entretanto, enrollaba una tira de gasa para mantener sujeto el emplasto.

—Por lo visto he fallado a mi deber de protección, señor —se disculpó Jasper, mirando a Beau.

—Tengo entendido que ha sido idea vuestra enviar a Cooper a buscarme.

—Sí, señor. He pedido a monsieur Philippe que enviara al joven a avisaros de que vuestra esposa tenía visita. Doy gracias al cielo de que Cooper haya dado con vos a tiempo.

—Y yo de vuestra agilidad mental —repuso Beau. Puesto en cuclillas, inquirió solícito—: ¿Cómo os encontráis?

—Como si mi cabeza fuera dos veces mayor de lo habitual —contestó el mayordomo con ironía. Beau sonrió.

—No parece que sea el caso.

—Bridget me ha dicho que Winthrop y Rudd han logrado escapar, señor.

—En efecto, pero haré que el alguacil vaya tras ellos.

Jasper lo tuvo por una decisión sumamente acertada.

—En este momento conviene no dejar sola a la señora. Podrían volver, señor.

Los indignados berridos de Marcus se oían cada vez más cerca. Cerynise salió al vestíbulo y vio venir a Vera de la cocina, manifiestamente aliviada de ver sana y salva a su señora.

—He hecho lo que he podio para tranquilizarlo, señora Cerynise, pero quiere comer.

—Ya me ocupo yo, Vera.

Cerynise fue al encuentro de la muchacha y tendió los brazos para tomar a su hijo. Los gritos furibundos del bebé cesaron nada más hallarse en brazos de su madre, cuyo seno buscó con avidez. Cerynise fue al estudio, cerró la puerta y se apresuró a desabrochar los botones del corpiño, al tiempo que se acomodaba en el mullido sofá. Oyendo abrirse la puerta, volvió la cabeza y reconoció a Beau, que, tras cerrar de nuevo para garantizar su intimidad, tomó asiento junto a su esposa.

Le divirtió ver a su hijo tanteando con fervor la tela del vestido de Cerynise. Como no encontraba nada con que saciar el hambre, el bebé expresó su decepción con lloros, para regocijo de su padre. Cerynise logró al fin desnudar su pecho y arrimó a él al pequeño. No hizo falta más. El niño se pegó al pezón con verdadera glotonería.

Cerynise acarició su cabecita con mirada tierna, antes de volverse hacia Beau con el mismo amor.

—No sabes cuánto os habría echado de menos a los dos si Alistair se hubiera salido con la suya en sus planes de raptarme. La añoranza me habría partido el corazón.

—No menos que a mí. De todos modos habría salido a buscarte —murmuró Beau para tranquilizarla, dándole un beso en la sien y apoyando un brazo en el respaldo del sofá a la altura de su cabeza—. ¿Ha dicho ese granuja qué quería de ti?

Cerynise repitió lo que le habían contado los dos hombres, y se indignó al recordar sus peticiones.

—Al principio Alistair quería que los acompañara ni más ni menos que a Inglaterra, pero después Rudd ha propuesto hacerme firmar los papeles en presencia de un magistrado inglés que había venido en el mismo barco que ellos. Yo he contestado que estaba dispuesta, pero sólo contigo y una escolta para protegernos. Entonces Alistair se ha puesto furioso. Jasper ha acudido en mi ayuda, pero el señor Rudd le ha dado un golpe. A partir de ahí los acontecimientos se han precipitado. —Exhaló un suspiro, regañándose para sus adentros—. No debería haber accedido a recibirlos. Jasper temía que fuera una trampa, pero no le he hecho caso.

—Con un poco de suerte los prenderán, amor mío. En ese caso ya no tendremos nada que temer.

—¿Tú crees que estaban conchabados con Redmond Wilson? Aunque ¿por qué iban a matarlo si trabajaba para ellos? —De repente recordó lo dicho por sus dos agresores y frunció el entrecejo—. Según Alistair el barco en que venían ha atracado esta misma mañana; si es cierto, no estaban en la ciudad al producirse el asesinato.

—Es posible que Alistair lo haya dicho para despistarnos, pero sería extraño que Wilson se hubiera dejado matar por desconocidos. Teniendo en cuenta la cantidad de hombres que envié en su búsqueda, lo más probable es que el autor del crimen fuera allegado suyo, una persona de confianza. —Beau se encogió de hombros—. A saber.

Cerynise volvió a fijarse en Marcus, que seguía saciando su hambre con voracidad. Después miró a su marido y le dirigió una sonrisa picara.

—A veces, viéndolo tan ansioso, me recuerda a ti cuando me hiciste el amor y parecías igual de impaciente por satisfacer tus apetitos.

La comparación consternó a Beau.

—Que yo sepa siempre he procurado tratarte con delicadeza. ¿Cuándo me has visto a mí mamar de forma tan despiadada?

—Cuando delirabas, amor mío —repuso ella acariciándole el muslo—. Después de eso mis pezones quedaron muy sensibles.

Las cejas negras de Beau se arquearon en señal de arrepentimiento.

—Perdóname, amor mío; aunque, teniendo en cuenta lo mucho que anhelaba poseerte, seguro que el deseo me hizo perder la cabeza.

—Si no la habías perdido ya por la fiebre. Yo creía estar soñando hasta que sentí el dolor de cuando entraste en mí, si bien a esas alturas ya había pasado a ser participante voluntaria en tu iniciación marital. Quizá no lo sepas, amor mío, pero ya entonces me diste placer, aunque estuvieras tan enfermo que quizá no fuera esa tu intención. Reconozco, eso sí, que me ofendí un poco al darme cuenta más tarde de que ni siquiera me habías dado un beso.

Beau prefirió no explicarle que siempre se había negado a besar a las prostitutas en quienes buscaba saciar en otros tiempos sus ansias viriles. Sólo el primer beso a Cerynise, el día mismo de su boda, había logrado que tomara afición a tan deliciosa práctica.

—Yo también creí que había sido un sueño, pero me alegro de lo contrario. —Introdujo un dedo en la manita que se aferraba al pecho de la joven—. Si no me hubieran puesto al corriente de que llevabas un hijo mío en tu seno quizá no me hubiera dado cuenta jamás de que me necesitaras o me quisieras. Durante un tiempo estuve convencido de ser yo el único que albergaba sentimientos de esa clase.

—Hemos hecho entre los dos un hijo precioso —contestó Cerynise, apoyando la cabeza unos instantes en el hombro de su marido. El recuerdo de lo que habían intentado hacer aquellos dos sinvergüenzas la estremeció una vez más—. Abrázame fuerte, Beau. Necesito convencerme de que estoy segura en tus brazos.

Beau no se hizo de rogar, y aplicó los labios a la nuca de su esposa antes de besarla en la mejilla y concentrarse por fin en su boca. Después unieron sus cabezas y miraron a su hijo con adoración. Marcus alzó la vista hacia Beau y dejó de mamar unos instantes para dirigir a su padre un alegre gorjeo, hasta que volvió al banquete con renovado entusiasmo.

Pasaron varios días antes de que Gates, el alguacil, se acercara al almacén para informar a Beau de que la persecución de Alistair Winthrop y Howard Rudd no había tenido éxito. Desde el rapto frustrado, él y su partida de hombres habían recorrido varias veces la campiña situada al oeste de Charleston sin hallar rastro de los culpables, si bien cabía inferir de ciertas informaciones que acaso Alistair y Rudd hubieran huido a Inglaterra a bordo del primer barco. Dos hombres que se ajustaban a las descripciones facilitadas por Beau habían sido vistos en el acto de subir a un barco que se había hecho a la mar antes de que el ayudante del alguacil hubiera tenido ocasión de interrogar al capitán.

Beau albergaba esperanzas de que los dos granujas se hubieran marchado, pero no podía dar garantías de ello a su esposa mientras no dispusiera de pruebas irrefutables sobre la presencia a bordo de Alistair y Rudd en el momento de zarpar. A su juicio, los dos bellacos eran capaces de las mayores estupideces, pero también de chispazos de astucia, y eso no le dejaba más remedio que plantearse la posibilidad de que la huida fuera fingida. Consultó a los capitanes de diversos buques procedentes de Londres que habían atracado el mismo día del supuesto desembarco de Alistair y Rudd, pero no encontró sus nombres en ninguna lista de pasajeros. En cambio, cuando extendió sus pesquisas a otros barcos cuya llegada se hubiera producido durante la semana anterior, sus sospechas se vieron confirmadas: los dos bribones habían desembarcado con antelación al asesinato de Wilson. Seguro ya de que habían mentido (aunque no del fin perseguido con ello), Beau no pudo sino convencerse de que estaban dispuestos a cualquier falsedad con tal de lograr su objetivo, y quizá hasta de ocultar un vil asesinato.

Sus padres se instalaron unos días en Charleston para estar más tiempo con su nieto. Tanto para Beau como para Cerynise era gratificante ver tan absorto al matrimonio con el pequeñín, cuyas muecas hilarantes y vivaces gorjeos siempre eran acogidos con risas afectuosas. A fin de celebrar la nueva incorporación a la familia, los cuatro se pusieron sus mejores galas y fueron al teatro para ver al actor norteamericano Edwin Forrest en Otelo. Como para ella y Beau era la primera velada de tiros largos desde el nacimiento de Marcus, Cerynise quiso estar más bella que nunca para su esposo. Su vestido de raso color crema, que mostraba desnudos sus hombros seductores, llevaba prendidos diminutos aljófares y otras cuentas que reflejaban la luz. Embellecían su cuello y escote el colgante y la gargantilla de perlas que le había regalado Beau; en cuanto a sus pendientes, eran de perlas y diamantes.

Cerynise era una bella y radiante aparición que atrajo las miradas masculinas. Hasta el galán de Germaine Hollingsworth, de reciente adquisición, quedó deslumbrado por la joven señora Birmingham, hasta que su menuda y morena acompañante obtuvo de nuevo su atención con un discreto codazo. Durante la representación, sin embargo, Germaine lo sorprendió más de una vez observando incansablemente a su rival, con unos gemelos de teatro que parecía haber tomado prestados exclusivamente para ese fin.

—¡Si no puedes apartar la vista de esa fulana, Malcolm McFields, yo me vuelvo a casa! —susurró, enfurruñada.

La voz retumbante del protagonista la obligó a repetir la amenaza con algo más de energía, pero quiso el destino que justo entonces se produjera en la obra un silencio, permitiendo que las últimas palabras de Germaine suscitaran atónitos susurros entre el público, amén de sorprender a los actores. La humillación dejó helada a la joven, que sintió sobre sí casi todas las miradas. Hasta los Birmingham se volvieron a mirarla, si bien demostraban mayor interés por la función que por ella. La obra continuó, pero la atención de Germaine ya no se desviaba de la familia de su contrincante. Sintió como una ofensa que Beau se llevara al regazo, una de las enguantadas manos de su esposa. Lo cierto era que no se lo imaginaba mirando a otra joven, ni siquiera en ausencia de Cerynise, conjetura que la llenó de desazón y la indispuso todavía más con el descarado Malcolm. Irritada, miró de reojo a su acompañante, pero el suplicio a que acababa de verse sometida hizo que fuera reacia a emitir una reprimenda verbal, por miedo a que sucediera algo similar e igualmente embarazoso.

Malcolm devolvió los gemelos a regañadientes, mas no por ello dejó de obsequiar con miradas furtivas a la diosa de cabello cobrizo que ocupaba el palco de los Birmingham en estrecha proximidad con su esposo. Su insistente fascinación se reveló excesiva para Germaine, quien por otro lado, posteriormente a la decepción de perder a Beau Birmingham por culpa de quien en otros tiempos mereciera el burlesco apodo de Palitroque, disponía de escasa paciencia para aguantar que otro galán quedara igualmente cautivado por la joven. Apenas iniciado el último acto Germaine realizó otro intento de llamar la atención de Malcolm pero comprobó que volvía a estar hechizado por Cerynise. Entonces cumplió su amenaza y dejó que mirara cuanto desease a la otra mujer.