13

EL retrato de Beau ocupaba ahora un lugar destacado encima del caballete. En él estaba puesta la mirada de Cerynise, que tomaba el té en la soledad de su estudio. Nadie sabía hasta qué punto ansiaba tener al modelo del retrato sentado ante ella, pero ya no sucedería jamás. Probablemente su destino fuera convertirse en esposo de Germaine, con quien sin duda tendría unos hijos guapos y morenos, acreedores por derecho al apellido de su padre.

Cerynise parpadeó para no llorar, respiró hondo y decidió no verter más llanto, al menos un minuto... o dos, con algo de suerte. Cora estaba fuera, recogiendo la colada. Se había levantado un viento que acribillaba las ventanas y llenaba el tejado de ramas secas. Era un ruido que ya no sobresaltaba a Cerynise, mucho más temerosa de la tormenta que estaba fraguándose. Su miedo creció al mismo ritmo que su melancolía, mientras seguían pasando nubes negras por el cielo y los relámpagos unían cielo y tierra con sus quebradas siluetas. El retumbo lejano de los truenos aumentaba de volumen por momentos, a medida que los destellos de luz progresaban en su camino hacia la ciudad. Dado el bombardeo a que estaba siendo sometida la casa, rodeaba a Cerynise una salvaje cacofonía de ruidos varios, tantos que no sintió el impulso de investigar unos golpes en la puerta. Poco antes, en respuesta a un sonido similar, había ido a la puerta principal para ver si había algún visitante, y no había hallado sino una rama seca cayendo por el tejado.

No obstante, y a pesar del caos general, ella tuvo una intuición aguda e inexplicable, que la obligó a dejar la taza en el plato con mano trémula. Sintió ganas de volverse y examinar el vestíbulo en busca de un rostro familiar; sin embargo, era una idea descabellada. No habría encontrado a nadie. Beau Birmingham había salido de su vida, como cuando se apaga una vela. De hecho, si ella se iba a vivir a otra ciudad era probable que no se vieran nunca más.

Su visión se tornó borrosa. Venciendo todo esfuerzo de contención, el llanto provocó violentos sollozos en Cerynise, convulsa de pies a cabeza. Dejó a un lado la taza y el plato con un gemido de angustia y cruzó los brazos sobre la mesa, sumiendo en ellos su rostro. Lloró amargamente, y la intensidad de su dolor hizo temblar sus hombros.

De pronto la sobresaltó un suave golpe en la mesa. Se echó hacia atrás sin aliento, olvidadas sus lágrimas. No tenía conciencia de qué había sucedido, pero a fuerza de pestañear recuperó cierta nitidez de visión y pudo ver un montoncillo de papeles desgarrados, restos, supuso, de algún fajo de documentos. Movida por la curiosidad, cogió uno y vio su propia firma. Después la de Beau. Después la palabra «anulación». ¿Podía ser que...? ¿Pero cómo...?

Asida al respaldo de la silla, se volvió y divisó una forma humana de anchos hombros que se aproximaba a ella desde la entrada. Parpadeó para recuperar sus facultades visuales, y logró ponerse en pie a pesar de que el temblor de sus piernas amenazaba con dar con ella en el suelo. Vio entonces el rostro sonriente de Beau, y sus brazos tendidos hacia ella. Le pareció ver de pronto los cielos abiertos. Corrió a abrazarlo, y se sintió levantada en vilo. Aferrada al cuello de Beau, rió y lloró como loca, cubriendo su cara de besos extasiados. Después la boca ansiosa de Beau se apoderó de la suya, paso previo a una voraz y desenfrenada unión de labios y lenguas, abrasadora contienda que llevó a Cerynise al borde del desmayo, tal era su felicidad. Él la mantuvo estrechamente abrazada y fue girando lentamente en el centro de la habitación. Transcurrida una eternidad, ella se separó para tomar aliento.

—¡Cuánto te he echado de menos! —susurró, rozándole la frente con los labios, recorriendo su fina nariz y besándolo de nuevo en la boca.

—¿Por qué firmaste los documentos? —preguntó Beau con voz ronca, entre besos con sabor a lágrimas y sal.

Sin abandonar sus brazos, Cerynise se echó hacia atrás y lo miró.

—Creía que lo deseabas.

—¡Jamás!

—¿Jamás? —Frunció el entrecejo, desconcertada—. Pero ¿por qué... por qué los firmaste tú?

—Porque me parecía que estabas exigiéndomelos.

—Sólo porque sabía que si esperábamos demasiado ya no conseguiríamos la anulación. —Cerynise tragó saliva, confiando en no destruir su felicidad con lo que estaba a punto de revelar—. Sé que no recuerdas haberme hecho el amor cuando estabas enfermo, pero juntos concebimos a un niño, Beau, y mi estado empieza a saltar a la vista.

Beau la bajó al suelo e hizo que se volviera hasta que su silueta quedó recortada de perfil contra la luz que entraba por las ventanas. Su mano trazó la suave curva de su barriga. Cerynise aguardó en vilo su reacción, hasta que le vio sonreír y oyó su risa.

—He tenido ganas de preguntarte mil veces si era un sueño o si de verdad te había hecho el amor. Recordaba momentos aislados, pero tenía miedo de que fueran imaginaciones mías, y suponía que mis preguntas harían que me tuvieras por un libertino.

—Está visto que nuestro matrimonio se ha visto frustrado muchas veces por nuestras propias reticencias. —Cerynise ladeó la cabeza y miró a su marido—. De hecho, por cómo salió ayer de casa Germaine después de mirarme del derecho y del revés, temía que fuera enseguida a verte para contarte la noticia.

Beau ciñó los hombros esbeltos de su mujer y volvió a atraerla hacia sí.

—Así ha sido, pero no ha logrado más que darme la prueba que me hacía falta para conservarte como esposa. Si hubiera sabido que estabas embarazada no habría accedido jamás a la anulación.

—¿Aunque significara perder la libertad? —preguntó ella tímidamente.

—Al diablo con la libertad —repuso él, antes de afirmar con energía—; Perdí todo interés por mi libertad de soltero poco después de que nos casáramos. Empecé a quererte por esposa a título permanente, y así será en adelante.

—¡Qué feliz me hace oírte decir eso! —exclamó Cerynise con júbilo, cogiéndose a la cintura de Beau y arrimándose a su pecho.

—¿Está tu tío en casa? —preguntó él, apoyando la mejilla en sus cabellos.

—No; lleva fuera varias horas, y lo cierto es que no tengo la menor idea de cuándo volverá.

—En ese caso, si cuando hayamos acabado de hacer tu equipaje sigue sin haber vuelto le dejaremos una nota.

Cerynise volvió a separarse de Beau para escrutar su bronceado semblante.

—¿Adónde me llevas?

—¡A casa! A nuestra casa, donde te corresponde estar.

—Y mis cuadros...

—Nos lo llevaremos todo. Tengo fuera esperándome a mi carruaje, y quisiera que nos marcháramos antes de que empiece a llover. —La reticencia de Beau a soltar a su esposa no era tan fuerte como sus ansias de llevarla a casa—. ¿Dónde están tus baúles?

—Arriba, en mi habitación.

La cogió de la mano.

—Llévame.

Cerynise lo guió sin tardar por la escalera, cuyo ascenso dio tiempo a Beau para permitirse una pequeña muestra de confianza conyugal. Posando una mano en la de su marido, que comprobaba la elasticidad de uno de sus senos, Cerynise le sonrió.

—Veo que sigues en celo.

—Sí —reconoció él con voz ronca, mirándola a su vez y arqueando una ceja—. ¿Tienes algo en contra de que reclame mis derechos de esposo?

—Nada en absoluto —murmuró ella, sonriendo y haciendo descender la mano que le quedaba libre por el pecho y estómago de Beau, hasta que, más abajo, lo dejó sin aliento por el placer que suscitaba—. Siempre y cuando pueda reclamar los míos de esposa.

Aliviado, él le acarició el cuello con la nariz.

—Con mucho gusto, señora, pero no nos entretengamos demasiado, no vayamos a escandalizar a vuestro erudito tío Sterling.

Una vez en el dormitorio de Cerynise empezaron a meter su ropa en los baúles, que Beau no tardó en cargar escaleras abajo. Cuando regresó al dormitorio de su esposa, la sorprendió tratando de levantar una de las maletas más pesadas, de cuyo peso se apresuró a aliviarla.

—Señora, aunque no lo creáis soy perfectamente capaz de llevar solo todo vuestro equipaje. Sólo necesito que me deis la oportunidad —la regañó con dulzura—. A partir de ahora tendrás que pensar en nuestro hijo y evitar esfuerzos. Y ahora, mientras me ocupo del resto de tus cuadros y efectos personales, será mejor que escribas una nota a tu tío diciéndole que ya no hay anulación y que en adelante vivirás conmigo en condición de legítima esposa.

Cerynise no intentó disimular su alegría.

—¡A la orden, mi capitán!

Beau, sonriendo a su vez de oreja a oreja, le guiñó un ojo.

—Buena chica.

Menos de una hora después estaban en el carruaje, con los caballos al trote. Cuando llegaron a la residencia de Beau este ayudó a bajar a su esposa y cargó un baúl en el hombro, mientras la joven se tomaba unos instantes para contemplar la mansión. Los espesos árboles que la rodeaban estaban siendo azotados por el viento, pero con Beau a su lado Cerynise no se inquietó por las violentas ráfagas. Tenía ante sí una espaciosa mansión de estilo georgiano, circundada por un agradable jardín con verja de hierro forjado, todo ello a distancia suficiente de la calle para procurar intimidad y tranquilidad. Los listones de madera estaban pintados de blanco, de verde oscuro los postigos de las ventanas, y la puerta principal del mismo color con un ribete blanco, bajo un montante de cristal tallado en que se veía representado un barco con todas las velas al viento. En general, la mansión dio a Cerynise la impresión de hallarse en el campo, pese a distar apenas un breve paseo de los bulliciosos muelles de Charleston.

Sonrió a su esposo.

—¡Beau, me siento como una princesa que se va a vivir a un castillo!

—En ese caso, señora, conviene que vuestra entrada sea regia —repuso él, apoyando en el suelo un canto del baúl y haciendo señas a Thomas de que cogiera los otros.

A su regreso cogió a su mujer en brazos y la llevó con presteza hasta la puerta, porque empezaba a llover en serio.

Una vez en el vestíbulo la depositó en el suelo.

—¿Por qué no echas un vistazo mientras Thomas y yo entramos tu equipaje? Si te parece bien dejaré tus cuadros y cosas de pintar en mi estudio. Puedes usarlo para trabajar, siempre y cuando consideres que no falta luz.

—¿Y no te molestaré?

—Puede ser, pero sólo porque cederé a mi segundo pasatiempo favorito: mirarte. Cerynise soltó una risa aguda.

—No hace falta que te pregunte cuál es el primero.

—Eso no tardará —prometió él.

Cerynise acudió a abrir la puerta a Thomas, que forcejeaba con el baúl más grande. Después, mientras Beau y el cochero regresaban al coche en busca del resto del equipaje, se fijó en el mobiliario, suntuoso y elegante. Jamás se le habría ocurrido que no fuera de su gusto, porque Beau, a su manera, era un artista de excepcionales dotes. Poseía un ojo insuperable para el mobiliario y los adornos, y aplicaba bien su talento. Un recibidor con hermoso suelo de mármol en que se combinaban tonos blancos, grises y magentas daba paso a un vestíbulo más espacioso, desde donde ascendía con elegancia al piso superior una escalera curva de bruñidos peldaños de caoba y pasamanos de la misma madera, airosamente asentado sobre bellos balaustres salomónicos de color blanco. La carpintería interior estaba pintada de blanco, con el complemento de abundante vegetación. Se veían por doquier alfombras Aubusson y muebles Chippendale, Reina Ana y similares.

Cerynise regresó una vez más a la puerta principal y la mantuvo abierta para los dos hombres, que metieron en casa los últimos baúles, maletas y cuadros justo a tiempo, porque la lluvia, empujada por el viento, había empezado a acribillar las ventanas. Thomas salió a llevar el carruaje a la parte trasera de la casa, dejando a Cerynise el cometido de cerrar la puerta. Sonriendo con vivacidad, la joven se volvió hacia su marido.

—Aquí una esposa no tiene más remedio que quedarse boquiabierta —dijo orgullosa—. El interior es todavía más bonito que el exterior.

—¿Quieres ver el dormitorio? —propuso Beau con una sonrisa picara.

Cerynise contempló con ojos brillantes su cuerpo fuerte y alto.

—Sólo si tienes ganas de enseñármelo.

—Estoy impaciente por enseñarte eso y mucho más —le aseguró él, riendo entre dientes—, pero Philippe está en la cocina y querrá verte antes de que te rapte. Te he deseado tanto que quizá no te deje salir de mi dormitorio en toda una semana, y ten por cierto que no toleraré interrupciones hasta haber saciado todas mis ansias. —Se acercó a Cerynise, que levantó la cabeza. Beau la obsequió con un beso tierno y cálido, antes de indicarle con voz ronca—: Corre, amor mío. Ve a ver a Philippe mientras subo tu equipaje. Después podremos estar solos.

El beso era tan dulce que ella, deseando otro, se puso de puntillas. Su marido no tuvo reparos en complacerla, añadiendo esta vez una dosis mayor de sensualidad. Cerynise pareció quedarse sin energías, porque se apoyó en él con todo su peso.

—Más —rogó.

—No me atrevo, por miedo a desgastarte la falda.

—Monstruo —bromeó Cerynise con un gracioso mohín, arrimándose a él.

—Bruja —susurró Beau, sonriendo y rozándole las sienes con sus labios—. Si sigues así no tardarás en tener mi corazón en tus manos insaciables. Estoy a un paso de llevarte arriba y recrearme contigo. Al diablo con Philippe y tus baúles.

Ella exageró su decepción con un suspiro.

—Supongo que tendré que marcharme, visto que antepones el deber al placer.

Beau la vio alejarse hacia la cocina con ojos relucientes. No podía sino maravillarse del cambio que se había producido desde su entrada en casa del tío de la joven. Sus golpes en la puerta no habían recibido respuesta. Transcurrido un prudente intervalo se había atrevido a entrar y cruzar el vestíbulo en busca de su mujer, a quien había encontrado sentada a una mesa de una habitación trasera, mirando tristemente su retrato. Le había recordado a una niña pequeña castigada con severidad, ya que su cuerpo esbelto, caído de hombros, transmitía una sensación de derrota. Viéndola erguirse, Beau había esperado que se volviera en cualquier momento, porque habría jurado que su presencia no pasaba desapercibida; pero el curso de los acontecimientos había sido otro, y le había desgarrado el corazón. No recordaba haber oído sollozar a ninguna mujer con tan honda y terrible congoja.

La alegre voz de Cerynise, procedente del pasillo que llevaba a la cocina, lo sacó de sus ensoñaciones.

—¿Philippe? ¿Dónde estáis?

—¿Madame Birmingham? —exclamó el cocinero con sorpresa. Salió al pasillo, y al verla le cogió ambas manos y las cubrió de besos efusivos—. ¡Qué gran alegría veros, madame! —Como prefería que el dueño de la casa no entendiera lo que iba a decir, adoptó su francés nativo e informó a la joven que sin la luz de su esposa dando calor a su vida el capitán había estado a punto de hundirse en la más negra desesperación—. No quería comer, madame, y bebía mucho más que antes. —Acto seguido suspiró, con una sonrisa cómplice y un rápido arqueo de cejas—. Ah, 1'amour.

—¿Cerynise? —dijo Beau poco después desde el piso de arriba.

—Ya voy —contestó ella alegremente.

Pasó por la puerta basculante, no sin arrojar previamente un beso al cocinero. La tormenta estaba ya encima de ellos, pero Cerynise entró corriendo en el pasillo sin pensar en ello. Beau la esperaba en el rellano de la escalera. Cuando la tuvo a la vista, tendió una mano para acelerar su llegada. Tras él, las ventanas mostraban nubes negras y turbulentas. De vez en cuando un relámpago desgarraba el cielo, preludio a un trueno ensordecedor. El viento era igualmente furibundo; sin embargo, y por mucho que temiera a esa clase de fenómenos, Cerynise sólo pensaba en estar en brazos de su marido.

Llegó a su lado sin aliento, pero la luz de sus ojos permitía adivinar el motivo. Beau la cogió de la mano y entraron en el dormitorio principal de la mansión. Él cerró la puerta con llave y, apoyado contra la maciza hoja, abrazó a su mujer para besarla con toda la pasión que le tenía exclusivamente reservada. Sus dedos soltaron la melena de la joven. Seguidamente la levantó en brazos y la llevó a su cama. La puso en pie al lado del colchón, y se apoderó de ellos al instante una prisa frenética por desnudarse mutuamente. No tardaron en quedar cara a cara en todo el esplendor de su desnudez. Las manos de Cerynise recorrieron la musculosa extensión del cuerpo de su marido, admirándolo con detenimiento, mientras Beau acariciaba sus blandos pechos y la cubría de besos ávidos. Inmediatamente después cayeron en brazos el uno del otro y se desplomaron sobre el colchón. Esta vez no hubo excitantes preludios. Beau había soportado una terrible abstinencia, y no quería que nada retrasara su unión. Su esposa era blanda y acogedora; él, duro y dispuesto. Se adentraron con audacia en terreno conocido, entre besos y caricias más que suficientes para arrancar de ambos abundantes jadeos de placer. Después Beau pasó a amarla del modo más físico posible, cortándole la respiración con su ardoroso vigor. Su íntima fusión hizo que Beau lo reviviera todo con mayor conciencia: los jadeos de Cerynise en su oído, sus uñas clavadas en la espalda, sus muslos sedosos apresándole las caderas... Era igual que como había creído soñarlo.

Ignorando la tormenta, que seguía en su apogeo, descansaron en mutuo abrazo, besándose, tocándose y susurrando dulces palabras. Beau acabó por preguntar a Cerynise lo que ya daba por cierto, y su esposa confirmó que no habían sido imaginaciones suyas: en efecto, se había quedado sentada al lado de la litera, recreándose en su nueva condición de mujer casada. Beau también le contó las muchas veces que había intentado preguntárselo, topando con una negativa a seguirle el juego. Cerynise quedó aterrada por lo abundante de sus meteduras de pata. De no haber sido por sus errores podrían haber disfrutado hacía meses de la intimidad del matrimonio.

Se arrimó al cuerpo de su marido y le acarició el pecho.

—¿Me odias por lo que ha estado a punto de pasar por mi culpa?

—¿Odiarte? ¡Virgen santa, Cerynise! ¿No te das cuenta de lo mucho que te quiero?

Apoyándose en su pecho, ella se incorporó y escrutó su apuesto semblante.

—¿No son únicamente tus instintos viriles? Él le acarició la espalda desnuda.

—Si lo fueran, amor mío, podría haberlos saciado con cualquier otra mujer, pero sólo te deseaba a ti...Has tenido cautivos mis pensamientos desde el momento en que te metí en la cama y te tuve contra mi pecho.

—¿Te refieres al día en que nos casamos?

—No; a la noche en que te subí a bordo.

—¿Tanto tiempo hace?

—Sí.

Cerynise siguió con un dedo el recio contorno de los pectorales de su esposo.

—Seguro que sabes que he estado enamorada de ti desde niña.

Las oscuras cejas de Beau se arquearon ligeramente.

—Siempre lo había pensado, pero tu rechazo me llevó a cambiar de opinión.

—Tenía miedo de que si me quedaba embarazada me odiaras. Te habrías sentido obligado a portarte como un caballero...

—¿Y preferías que tuviéramos un hijo bastardo a decirme que te habías quedado embarazada? Si has llegado a tales extremos para ocultármelo es que me tomas por un canalla.

—¿Cómo voy a tomarte por un canalla si estoy segura de que el sol nace y se pone sólo para ti?

Beau se volvió hacia ella sin decir más e, incorporándose sobre el codo, la obligó a ponerse de espaldas. Después le acarició los pechos con ternura, percatándose de nuevo de lo mucho más firmes que estaban desde su embarazo. Su mano descendió para examinar la suave redondez de su pequeña barriga, testimonio de que iba a darle un hijo. No necesitaba otra prueba, pero el bulto duro que se formó de pronto bajo su palma los hizo reír a ambos. Entonces Beau bajó un poco más todavía en el lecho y apoyó la mejilla en el estómago de su mujer.

—Me da pataditas. —Cerynise rió y colocó la mano de su esposo en el lugar exacto—. ¿Lo notas?

—Sí —contestó él, riendo entre dientes y aplicando sus labios al mismo punto—. El primer beso de papá.

Un beso llevó a otro beso, y no hizo falta mucho tiempo para que la lengua y los labios de Beau fueran subiendo por el cuerpo de su esposa hasta unirse con los de ella en un erótico intercambio que los embriagó de deseo. Azuzado su fuego por caricias provocadoras y besos excitantes, Beau se puso boca arriba e hizo que Cerynise se colocara encima de él. La joven contuvo el aliento, tal era la fuerza de las sensaciones que nacieron en ella cuando Beau la puso sobre el miembro endurecido y atrajo sus caderas hacia sí, incitándolas a ejercer una larga y lánguida caricia sobre sus partes. La boca de Beau se entreabrió, deseosa de aprisionar un elástico pezón, y el llamear de la pasión subió todavía más alto, echando por tierra todas las inhibiciones de su mujer. Apoyando ambas manos en la nuca, Cerynise se recogió las grávidas trenzas y, sujetándose en alto la masa cobriza de sus cabellos, miró a Beau a los ojos. Reconociendo el deseo que los iluminaba, curvó sus labios con una sonrisa sensual e imprimió a sus caderas un movimiento lento y ondulante, semejante al de una bailarina en presencia de un príncipe árabe. La ardiente llama que la consumía por dentro aceleró su pulso más y más hasta que sus movimientos se hicieron concentrados y enérgicos, alimentando el fervor de ambos. Poniendo una mano en cada pecho, Beau se arqueó hasta que, rotas todas las barreras, la pasión los llenó de desenfreno. Finalmente, los jadeos de ambos se convirtieron en suaves y gozosos suspiros de satisfacción.

Beau estaba seguro de no haber sentido jamás una plenitud comparable. Sabía asimismo que no habría cambiado toda la libertad del mundo por lo que tenía en sus brazos: su esposa, su compañera de por vida. En su inocencia, Cerynise se había mostrado deliciosamente creativa, y Beau supuso que con un poco más de instrucción lo cautivaría tan por completo que estaría dispuesto a darle cuanto quisiera a cambio de un momento en sus brazos.

—¿Te gustaría acompañarme en otro viaje después de que nazca nuestro bebé?

Cerynise no tuvo que pensárselo.

—¡Sí, sí! Sería maravilloso... siempre y cuando no vuelva a marearme.

El dedo de Beau trazó el contorno de un pezón rosado.

—Creía que se te había pasado del todo, hasta que tuviste aquel último ataque. Ella le sonrió.

—Dudo que ese mareo en concreto fuera provocado por el movimiento del mar, querido. Para entonces ya empezaba a sospechar que estaba embarazada, porque no me había venido el período de ese mes.

—¿Siempre te ha venido regularmente? Cerynise quedó un poco sorprendida de que Beau estuviera tan familiarizado con temas de mujeres.

—Sí, pero ¿cómo...?

Él se rió de su ingenuidad.

—Te sorprenderías de lo que comentan los chicos cuando crecen, amor mío. Por otro lado, tengo una hermana dos años menor que yo. Mi madre se escandalizaba, pero Suzanne se ponía hecha una fiera cada vez que me burlaba de que se encerrara en su habitación. Me explicó sin rodeos que sufría una aflicción de mujeres, y me amenazó con rezar para que a mí también me sucediera. Ni se me ocurrió que sus amenazas pudieran surtir efecto, pero supongo que todo marido cuya mujer no esté embarazada debe pasar por el trance de contenerse unos días cada mes. —Frunció el entrecejo y, fingiéndose preocupado, midió con la vista la pequeña barriga de Cerynise—. Cuando estés demasiado voluminosa para que te monte tendremos que ser un poco más creativos.

Una risa alegre salió de labios de Cerynise.

—Dadas tus inclinaciones, libidinoso esposo mío, no creo que me concedas mucho tiempo entre el nacimiento de un hijo y la concepción de otro.

—No os lo niego, señora, pero puedo mantener a cuantos nazcan de nuestro amor.

—Es probable que tenga unos cuantos estando tú en alta mar.

—Un viaje más y Stephen Oaks será capitán del Audaz —prometió Beau—. He descubierto algo que me gusta mucho más que navegar a otros climas. Quiero estar donde estés tú.

Cerynise alzó la vista y escrutó el rostro de su marido.

—Pero ¿qué harás si abandonas la navegación? Él rió entre dientes.

—Quedarme en casa y hacerte el amor. Cerynise acarició una vez más el pecho de su esposo.

—¿Y cuando no estés dedicándote a eso?

—Mi tío quiere que lo ayude en su compañía naviera. De momento sus dos hijos no han mostrado demasiado interés en ello. El mayor prefiere administrar su plantación. El tío Jeff me dijo que me aceptaría como socio de pleno derecho, aunque también es verdad que mi padre agradecería que lo ayudara a llevar la plantación.

—¿No echarás de menos el mar?

—Contigo a mi lado no.

Cerynise se arrimó a su largo cuerpo y murmuró con voz soñolienta:

—En ese caso, me dedicaré a hacer que tu vida en tierra sea lo más interesante posible.

—Y yo intentaré hacer lo mismo por vos, señora —murmuró él, dándole un beso en la frente.

Poco después oyó el ritmo suave y pausado de la respiración de su joven esposa, y se dio cuenta de que se había dormido en sus brazos. Entonces tiró con mucho tiento de la sábana y cerró los ojos a su vez, dejándose invadir por un sueño dulce y relajante, el mejor que había tenido en mucho tiempo.

Golpes suaves en la puerta arrancaron a Beau de unos sueños muy parecidos a lo que había saboreado pocas horas antes. Separándose de su esposa con cautela, se puso unos pantalones y caminó descalzo por la alfombra. Abrió un poco la puerta y vio a Philippe en el umbral, con la disculpa pintada en el rostro.

—Excusez-moi, capitaine, pero está aquí vuestro padre. Le he pedido que os espere en el estudio.

Beau asintió con la cabeza, no del todo despierto.

—Decidle que bajo ahora mismo. ¿Podríais prepararnos un poco de café?

—Oui, capitaine.

Cerró la puerta y se metió en el vestidor, donde se refrescó la cara con agua fría y se lavó los dientes. Bajó tal como estaba.

Aparte de unas canas en la sien, que ofrecían un contraste atractivo con el color negro del resto del pelo, Brandon Birmingham podría haber pasado por un hombre veinte años más joven. Su rostro bronceado se caracterizaba por una ausencia de arrugas inverosímil, sin más que unas pocas patas de gallo en los ángulos de sus ojos verdes, de negras pestañas. Su cuerpo, alto y ancho de hombros, se mantenía terso y musculado, señal de pertenecer a un hombre activo y trabajador.

Brandon había estado contemplando el cielo gris por la ventana, meditando qué debía decir a su hijo. La visita del profesor Kendall le había llevado a pensar mucho en su propia vida, con especial atención al episodio en que lo habían amenazado con graves consecuencias si se negaba a cumplir su deber con la joven embarazada a quien había desflorado creyéndola equivocadamente una prostituta. La amenaza había suscitado en él ira y rencor, sentimientos que había volcado en Heather poco después de casados. Era consciente de que su hijo, además de apostura y corpulencia, había heredado su mal genio. Sabía por ello que la fuerza no era recurso sensato para manejar una situación delicada que lo afectase.

—Buenas tardes, papá —masculló Beau, disimulando un bostezo en el momento de entrar en el estudio.

Volviéndose hacia su hijo y reparando en que iba medio desnudo, Brandon arqueó las cejas.

—Es un poco tarde para que salgas de la cama, hijo. ¿Estás enfermo?

—No. —Beau sacudió la cabeza—. Sólo intentaba dormir las horas que me faltan. No me he acostado hasta el amanecer.

Brandon también sabía (y no estaba necesariamente orgulloso de ello) que su hijo había seguido sus pasos con demasiada fidelidad para tomarlo por una persona casta o abstemia. Sin duda lo más práctico era aceptar que durante la noche anterior su primogénito se había dedicado con ahínco a ambas aficiones, y que no le habían dejado dormir.

Philippe entró llevando el servicio de té en una bandeja de plata. Una vez servidas dos tazas se retiró.

Brandon apuró la suya en un santiamén y carraspeó, algo desorientado sobre la estrategia a seguir. Acabó optando por un enfoque directo.

—Hoy ha venido a verme el profesor Kendall.

—¿Ah, sí? —Beau frunció el entrecejo, sorprendido—. ¿Y para qué?

—Para hablar, sobre todo de ti. Cuando viniste a entregar el cuadro de Cerynise no mencionaste el hecho de haberte casado con ella. ¿Por qué?

Después de ingerir otro sorbo de la humeante infusión, Beau se encogió de hombros.

—No quería dar demasiadas esperanzas a mamá mientras existiera la posibilidad de una anulación.

Había sido Brandon, finalmente, el encargado de informar a su esposa, siempre ciñéndose a lo que sabía y conservando el punto de vista de Sterling. Para Heather sólo había un problema con Beau: que pasaba demasiado tiempo lejos de Charleston. Al margen de ello no podía hacer nada malo, o que se lo pareciera a ella. Así pues, se había declarado segura de que no le hacían falta intervenciones ajenas para portarse como un caballero en lo tocante a Cerynise; Sterling, sin embargo, había sugerido con cierta energía que Branden hablara con su hijo, puesto que ningún caballero osaría siquiera plantearse una anulación después de haberse acostado con su mujer.

—Tu madre siempre ha tenido a Cerynise en buen concepto. Lo cierto es que le agradaría mucho que la conservaras por esposa.

—¿Significa eso que se lo has comentado todo? —inquirió Beau con cierta sorpresa. Conocía de sobra las conclusiones a que habría llegado su madre tras enterarse del proyecto de separación de boca del profesor.

A pesar de lo violenta que le resultaba la situación, Brandon logró reír entre dientes.

—Siento que te moleste, hijo, pero a estas alturas deberías saber que hay pocas cosas que tu madre y yo no discutamos juntos.

Hacía tiempo que Beau sabía lo unidos que estaban sus padres. Tan profundo era el amor que se habían mostrado año tras año que su hijo se había convencido de que el futuro no le deparaba nada semejante, aunque su opinión era otra desde que Cerynise había entrado en su vida por segunda vez. También era consciente de que Brandon y Heather Birmingham tenían por costumbre debatir cuanto atañera a su familia, pero en aquella situación le parecía que su padre debería haberlo consultado a él antes de preocupar a su madre sin motivo.

Brandon miró a su hijo y midió sus palabras.

—Creo que tú y tus hermanas os dais perfecta cuenta de lo unidos que estamos vuestra madre y yo, pero no ha sido siempre así.

Hicieron falta unos instantes para que la frase llegara a Beau con todo su significado y lo llenara de una leve aprensión. Antes de abandonar el hogar paterno había oído frases sueltas y alusiones imprecisas a algo sucedido en los primeros tiempos del matrimonio de sus padres, o quizá antes. El tío Jeff había mostrado cierta propensión a burlarse de su hermano acerca de un episodio de esos tiempos, pero nadie se había preocupado de ilustrar al primogénito de esa unión, y cada vez que Beau preguntaba de qué hablaban la respuesta era invariablemente que ya se lo diría su padre algún día. Intuyó que ese día había llegado.

—¿Qué sucedió exactamente? —preguntó con cautela, y sin estar muy convencido de que le apeteciera saberlo en ese momento. Dejó a un lado la taza de té, para que nada lo distrajera de la atención que prestaba a su padre.

Brandon volvió a colocarse delante de la ventana y observó las gotas de lluvia que la tormenta arrojaba violentamente contra el cristal. Después de un rato suspiró y se volvió hacia su hijo.

—En cierta ocasión me obligaron a tratar a tu madre como exigía la honra, con el resultado de que mi orgullo provocó un serio conflicto entre ella y yo. Heather me tenía miedo, y la causa principal de ese miedo eran mi ira y mi rencor.

Beau lo miró fijamente, resistiéndose a dar crédito a lo que oía.

—¿Quieres decir que mamá se quedó embarazada antes de que os casaseis?

Pese al tiempo transcurrido, Brandon no dejó de sonrojarse, tal era su arrepentimiento por cómo había tratado a la joven llevada a bordo de su barco.

—Sí.

Beau no había sentido conmoción mayor en toda su vida. Sabía que sus padres eran seres humanos. Aun a su edad seguía siendo posible sorprenderlos acariciándose o besándose con pasión, pero transmitían una imagen tan honorable, tan digna de respeto, que su hijo quedó atónito por la revelación de que en otros tiempos habían transgredido gravemente los límites de la moral consensuada.

Se mostró prudente al preguntar a su padre:

—¿Me estás diciendo que mamá fue tu amante antes que tu esposa?

—¡En absoluto! —Brandon sacudió la cabeza con énfasis—. Eso era lo que yo quería después de habérmela llevado a la cama, pero se negó rotundamente y prefirió huir. No, fue algo muy distinto... —Guardó silencio, porque se daba cuenta de estar siendo poco claro. Era necesario empezar desde el principio. Así pues, respiró hondo y se embarcó en un relato pormenorizado—. Acababa de fondear en Londres y sentía la necesidad de compañía femenina. Sin yo saberlo, Heather había sido llevada a la ciudad víctima de un engaño, y bajo la amenaza de una agresión por parte del hermano de su tía. En el acto de defenderse, quedó convencida de haberlo matado, y el miedo la llevó a escapar. Dos de mis hombres la encontraron vagando por el muelle y la tomaron por lo que de ningún modo era.

—Pero cuando tú te diste cuenta de su error seguro que...

—No descubrí su inocencia hasta demasiado tarde, e incluso entonces creí que me había vendido su virginidad... —El semblante de Brandon cobró tonos rojizos—. Supongo que es evidente lo que pensé. En todo caso me porté como un animal en celo, y mis actos fueron dignos de reprensión, hasta el punto de que intenté forzarla a quedarse conmigo. Huyó, y la siguiente ocasión en que la llevaron ante mí no sólo iba acompañada por su tío y su tía, ambos en busca de satisfacción, sino por un alto personaje que tenía la capacidad de retrasar mi partida de Inglaterra. No pude sino cumplir sus exigencias. Hice pagar mi resentimiento a Heather, que temía el mero hecho de verme. Le dije que reconocería al niño, pero que en ningún otro respecto se considerara mi esposa. Guardé las distancias, jurándome que ninguna mujer me haría morder el polvo. —Rió con amargura—. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba con ella más la deseaba, y mi resolución se convirtió en una auténtica tortura. Era cuanto había soñado en una mujer, y aun así no fue sino al nacer tú cuando escuché la voz de mi corazón. Durante todo ese tiempo no toqué a ninguna otra mujer, ni lo he hecho desde entonces...

Beau no pudo contenerse. Tenía demasiadas ganas de reír, y lo hizo al fin, para turbación de su padre. Aunque Brandon Birmingham fuera su progenitor, Beau se dio cuenta de que también era un hombre como él, poseedor de un temperamento explosivo y un gusto pronunciado por las alegrías que pueden proveer las mujeres. La idea de que se hubiera mantenido apartado de su bella esposa durante casi un año era cuando menos asombrosa.

—Si te lo cuento —prosiguió Brandon con una sonrisa compungida— es para que no cometas con Cerynise la misma locura que yo con tu madre. Sterling Kendall nos ha dado garantías de que su sobrina es una joven honesta y está enamorada de ti, pero tiene firmes sospechas de que esté embarazada de un hijo tuyo y no quiera decírtelo por motivos que sólo ella conoce, aunque eso signifique que una vez concedida la anulación el niño nazca como ilegítimo. Si crees de veras que va a tener un hijo tuyo, consulta bien a tu corazón antes de abandonarlos a él y su madre a las consecuencias que no dejarán de caer sobre ellos.

—Papá, se ha producido una serie de cambios de los que considero necesario informarte...

Las palabras de Beau fueron interrumpidas por enérgicos y repetidos aldabonazos en la puerta principal. Philippe se apresuró a contestar que iba ahora mismo. Una vez franqueada la entrada al visitante, resonó en el vestíbulo una voz iracunda.

—¿Dónde está?

—Excusez-moi, monsieur. ¿Os referís a le capitaine? —preguntó Philippe con cierta altanería, como si la rudeza de aquel hombre lo hubiera herido fuertemente en su orgullo.

—¿Capitame? ¡Ja! ¡Se me ocurren palabras más indicadas para ese despreciable canalla!

—Voy a informarme de si le capitaine está en casa —contestó el cocinero con rigidez—. Si hacéis el favor de identificaros...

—¡Kendall! ¡Profesor Kendall!

Beau se apresuró a salir del estudio, seguido por su padre, e hizo señas a Philippe de que dejara entrar al visitante. El canoso profesor cruzó el vestíbulo, manifiestamente consternado, y viendo a Beau se aproximó a él con mirada furibunda. Juzgando inminente una confrontación violenta, Philippe no vio el momento de regresar a la cocina, convencido de que su capitán podía solventar la situación sin ayuda ni espectadores.

—¡Mi sobrina se ha marchado sin dejar dicho adonde! Ha hecho el equipaje y ha salido corriendo como cachorro escaldado. —En el momento de pronunciar esas palabras, Sterling Kendall aplicó el dedo índice varias veces al pecho desnudo de Beau—. Está embarazada de vos, ¿no es cierto?

—Sí, pero...

—Estoy convencido de que Cerynise ha huido a otra ciudad —prosiguió Sterling airadamente sin darle la oportunidad de justificarse—; y no la culpo de querer eludir el trauma de dar a luz a vuestro hijo sin apellido que ponerle. La idea de que en estas circunstancias hayáis podido plantearos una anulación hace que me avergüence de haberos tomado alguna vez por un caballero.

—¿Beau? —dijo una voz inquieta de mujer procedente del piso de arriba—. ¿Dónde estás?

Beau supuso que viéndose sola su mujer estaría asustada por la tormenta. Levantó la cabeza para que su voz llegara a las habitaciones superiores.

—Estoy aquí abajo.

El profesor extrajo rápidas conclusiones.

—No me extraña que vuestro hijo no haya querido atarse a mi sobrina —dijo a Branden con repugnancia—. Está demasiado ocupado con las demás mujeres.

Brandon, cuya sorpresa no era menor que la de Sterling, miró a su hijo arqueando una ceja.

Beau señaló con una mano la puerta interior por la que acababan de pasar él y su padre.

—Profesor Sterling, os propongo pasar a mi estudio, donde podremos discutir el tema de modo racional...

—¿Cómo? ¿No volvéis con vuestra muñequita? —inquirió Sterling con sarcasmo.

—No va a moverse de donde está —le aseguró Beau sin alterarse—. Y ahora, por favor, acompañadme al estudio y hablaremos.

Brandon no estaba muy convencido de que no le conviniera seguir el ejemplo de Philippe, dados los apuros que estaba pasando su hijo. Sin embargo, cuando Beau le indicó que lo siguiese, lo hizo a regañadientes. Fue el último en entrar en el estudio, incómodo y sin pensar en cerrar la puerta.

—¿No habéis encontrado ninguna nota de Cerynise? —preguntó Beau, volviéndose hacia el profesor.

—Que yo sepa no había ninguna —repuso Sterling secamente.

—En vuestro estudio...

—¡Qué desbarajuste! Esa rama maldita que me ha roto un cristal ha desperdigado mis papeles por toda la casa. Estaba demasiado preocupado por Cerynise, y sólo he cerrado la ventana con un par de tablones. Si mi sobrina dejó alguna nota lo más probable es que tarde varias semanas en encontrarla.

Beau miró a su padre, que parecía tener dificultad en sosegarse. Quizá las acusaciones de Sterling lo tocaran demasiado cerca para sentirse a gusto con su contenido.

—¿Beau? —dijo la voz de mujer en voz baja y tono vacilante, esta vez desde las proximidades del salón. Sterling se puso en pie y masculló con acritud:

—Es mejor que me vaya, para que podáis volver con esa mozuela.

Beau hizo un gesto con la mano, conminándolo a ocupar de nuevo su asiento.

—Creo que deberíais conocer a la mozuela en cuestión. —Salió por la puerta e hizo señas a su esposa—. Ven, amor mío. Quiero presentarte a alguien.

—¡Pero Beau, si no voy vestida! —susurró Cerynise, cerrándose con la mano el cuello de su bata. Iba descalza, revuelta su larga melena en deslumbrante amasijo de cabellos ondulados—. No estoy en condiciones de que me presentes a nadie.

—Insisto —dijo él, tendiéndole el brazo. Cuando tuvo cerca a Cerynise le puso una mano en la base de la espalda y la empujó hacia el estudio.

—¡Cerynise! —exclamó su tío al verla. Azorado, se levantó y la observó con asombro. Después miró a Beau, fijándose en lo poco apropiado de su atuendo. Saltaba a la vista lo que habían estado haciendo aquellos dos en plena tarde.

—Parece que mi visita ha sido inoportuna —dijo, ruborizado.

—Cerynise, quiero que conozcas a mi padre —dijo Beau.

—Papá, te presento a mi esposa Cerynise. Ella se recogió tímidamente los pliegues voluminosos de la bata y ejecutó una nerviosa reverencia.

—Encantado de volver a veros, señor Birmingham.

—¡Por mil demo...!

Beau carraspeó y dirigió una sonrisa a su padre, que hizo patente su arrepentimiento con una sonrisa irónica y el rápido arqueo de una ceja.

—Debe de ser hereditario —dijo Cerynise, con un destello burlón en la mirada.

—Tienes delante al hombre de quien lo he aprendido yo —le aseguró Beau.

—Disculpa, Cerynise —le dijo Brandon, inclinando ligeramente el torso—. Mi hijo por lo visto disfruta dejándome estupefacto.

Cerynise rió, compadecida.

—Yo he tenido la misma experiencia, señor Birmingham.

—Vuestra esposa, decís —señaló Sterling, atrayendo la atención de los otros tres—. ¿Significa eso que la anulación ya no ha lugar?

—Exactamente —afirmó Beau con una sonrisa—. Y lamentamos que no recibierais nuestra nota. He ido esta tarde a buscar a Cerynise y la he ayudado a hacer el equipaje. Ha insistido en que dejáramos el mensaje en vuestro estudio, pero a saber dónde estará ahora. —Reparando en la expresión perpleja de su esposa, hizo una breve pausa y explicó lo sucedido—. Creo oportuno que sepáis que ni Cerynise ni yo queríamos estar separados, pero que teníamos un concepto erróneo sobre los deseos del otro. Os pedimos perdón por haberos preocupado, aunque nosotros no lo estábamos menos.

—Todo esto tendrás que contárselo tú a tu madre —intervino Brandon—. Mañana durante la cena es buena hora, aunque casi demasiado tarde. Si tienes otros planes más vale que los canceles. Tu madre se tomaría a mal que no se le presentara a su nueva nuera a la mayor brevedad.

Beau rió entre dientes.

—Ahí estaremos, papá.

Brandon cogió la mano de Cerynise y la besó con galantería.

—Estamos orgullosos de ti, querida.

—Gracias, señor Birmingham.

—Llámame papá, igual que Beau —dijo Brandon. Le guiñó un ojo, y añadió con socarronería—: A veces le gusta hacer que me sienta viejo, sólo para poner a prueba mi paciencia. ¡Pero qué caramba! Sabe muy bien que no son más que bobadas.

Cerynise se cubrió la boca con la mano para contener la risa, pero de poco le sirvió, porque al mismo tiempo Beau estallaba en carcajadas. No tardaron en abrazarse, mientras Sterling Kendall se sumaba al alborozo general.