8

CERYNISE levantó la cabeza de la almohada el tiempo justo para divisar el cubo que Billy Todd había dejado, solícito, junto al lecho. Emitiendo un débil gemido de angustia, cerró los ojos y guardó la máxima quietud, esperando evitar la erupción de su estómago, pero cada cabeceo del barco parecía propiciar la rebelión del inestable órgano. Se extrañó de haber concebido en algún momento la idea de que el camarote del primer oficial pudiera ser refugio contra algo, pues se había convenido en sala de torturas de la que no anhelaba más que huir. El hecho de que hubieran encontrado marejada poco después de abandonar la costa inglesa le daba buenos motivos para hacer voto solemne de que no navegaría nunca más... siempre y cuando sobreviviera a aquella travesía.

Por extraño que parezca, durante cinco años Cerynise había logrado apartar de su mente los detalles más desagradables de su viaje a Londres desde Charleston. Si bien es cierto que habían quedado eclipsados por la muerte de sus padres y la pérdida del que había sido hasta entonces su único hogar, habría sido de esperar que recordara su incapacidad de soportar un excesivo vaivén. Era difícil ignorar la evidencia de que no poseía dotes de marino.

Una tenue sonrisa curvó los labios resecos de Cerynise, que hizo una mueca de dolor al notar que se resquebrajaban. ¿Mala marinera?, se mofó para sus adentros. La palabra «horrible» se habría ajustado más a la verdad. Si lograba pisar de nuevo tierra firme, nada ni nadie la obligaría jamás a subir a otro barco que se dirigiera a alta mar; no sólo eso, sino que, en la medida en que pudiera salirse con la suya, se mantendría a distancia prudencial del océano, y no volvería a mirar las olas ni exponerse al sufrimiento atroz de un barco dando tumbos por un lento, vigoroso y revuelto oleaje. Era un interminable y diabólico sucederse de olas pasando bajo el barco, pasando, pasando...

Casi no alcanzó el cubo a tiempo, y tardó un intervalo angustioso en levantar de nuevo la cabeza. Poco después de darse cuenta de que iba a marearse, había intentado ocultar los síntomas a Billy, siempre tan interesado en que comiera; pero había bastado un simple vistazo a la bien surtida bandeja que había traído el grumete para que el secreto dejara de serlo. Para sorpresa de Cerynise, sus arcadas habían parecido molestar menos al chico que a ella misma, ya que Billy había acudido inmediatamente en su ayuda y le había proporcionado un cubo y una gasa húmeda para refrescarse la cara. Más tarde Cerynise le había rogado entre sollozos que no se lo contara a nadie, y menos a su esposo. Billy se había mostrado remiso, juzgando poco prudente ocultar a su capitán datos de esa naturaleza, pero había acabado por acceder. En adelante había atendido él los escasos requerimientos de la pasajera, llevándole agua fresca y algún que otro tazón de caldo ligero, suministrándole toallas limpias y vaciando el cubo con disimulo junto con los que contenían desperdicios de cocina.

Beau había llamado varias veces a la puerta, y con el paso de los días había insistido cada vez más en que lo dejara entrar. Cerynise, oculta bajo un ovillo de sábanas, había respondido con sordas negativas y, gracias a que Beau la suponía enfadada, había evitado una visita que le habría provocado una vergüenza insoportable.

Sus fuerzas habían seguido menguando, y sus labios resecos tendían ya a sangrar con la menor fisura. Intentaba beber agua, pero hasta eso era regurgitado poco después de la ingestión. Sólo dormir la sustraía a las horas interminables de tortura, pero el despertar era arduo, por verse acompañado a menudo por la necesidad de expulsar la poca sustancia que tenía en el estómago. No concebía vestirse con algo más que un camisón. Su cabellera se había enredado hasta extremos irremediables, pero a Cerynise se le daba una higa todo, y más su aspecto.

Tres golpecitos en la puerta indicaron que Billy volvía en busca del tazón de caldo que había traído una hora atrás (y que seguía intacto en la bandeja, al lado de la litera). Oyendo la débil respuesta de Cerynise, entró con sigilo y se detuvo bruscamente, sorprendido. Estaba seguro de no haber visto en su vida un semblante tan enfermo como aquel, y de que la joven no habría tenido peor aspecto ni con un pie en la tumba. Sus ojeras, oscuras y pronunciadas, hacían que sus ojos parecieran sumidos en sus órbitas. Tenía las mejillas chupadas, y sus labios, antes blandos y atractivos, sufrían las consecuencias de la deshidratación. El aspecto de Cerynise asustó tanto a Billy que dio media vuelta y corrió en busca del capitán, seguro de contar con motivos justos para quebrantar su promesa.

Poco después Beau estaba de pie junto a la cama de su esposa, con los brazos en jarras, revuelto su corto pelo azabache por el viento vespertino que azotaba la cubierta. Chispas de indignación brillaban en sus ojos.

—Maldita sea, Cerynise, ¿por qué no habéis avisado a nadie de que estabais enferma? Parecéis una muerta viviente.

Cerynise llevaba días sin verlo, y reconocerlo ante sí como un dios de leyenda, de divina perfección, no hizo más que acrecentar su conciencia de hallarse en un estado lamentable. Había sido para ella un alivio inmenso ver que surtían efecto sus roncas órdenes de que la dejara en paz y no entrara sin permiso (sabiendo de antemano que Beau poseía un talante demasiado viril para no ser capaz de eso y más). No por ello había dejado Beau de estar presente en sus pensamientos, como un fragmento musical repetido sin pausa en su cabeza. Ahí estaba ahora, con una mirada de reproche en sus ojos, como si aquel penoso estado pudiera ser culpa de Cerynise.

—Marchaos —gimió esta, volviendo la cabeza para ocultar sus lágrimas—. No quiero que me veáis así.

—En la salud y en la enfermedad, querida —repuso Beau con un hiriente tono sarcástico.

—Echadme por la borda —gimoteó Cerynise, aferrándose a las sábanas para que él no se las arrebatara—. No quiero vivir ni un día más.

—Sentaos —la exhortó él, haciendo caso omiso de sus quejas y pasándole un brazo por detrás de la espalda.

Ella empezó a sacudir la cabeza, pero renunció por juzgarlo mala idea.

—¡No puedo! Esto sólo sirve para que me ponga peor. Marchaos.

—¿Y dejar que muráis en paz? —Beau profirió una brusca carcajada—. ¡Jamás!

Cerynise abrió mucho los ojos, asombrada por su crueldad.

—Sois un bruto insensible.

—Eso dicen.

Beau la obligó a incorporarse en el borde de la litera y puso sus pies descalzos sobre el suelo, antes de introducir sus brazos por las mangas de la bata.

—¿Qué estáis haciendo conmigo? —se lamentó sin fuerzas Cerynise—. Voy a marearme.

—Respirad hondo —ordenó él, acuclillándose para ponerle las zapatillas—. Veréis como os sentís mejor.

Sus palabras surtieron escaso efecto calmante en el estómago de Cerynise, que, presa de un ataque de pánico, se derrumbó sobre el cubo y sucumbió a las secas convulsiones. Por fin, ligeramente aliviada de sus náuseas, se acostó de nuevo en el lecho, desmadejada. La periódica aplicación de una gasa húmeda en su rostro, cuello y escote le procuró cierto bienestar, pero apenas había tenido tiempo de recobrar el aliento cuando Beau volvió a tirar de ella y aplicó a sus labios una taza de metal.

—Enjuagaos la boca —le indicó, impidiéndole girar la cabeza.

Arrugando con asco la nariz, ella lo hizo y escupió el agua en el balde. Después se tendió en la litera y dirigió a su marido una mirada compungida. Verlo tan saludable y robusto no le proporcionaba ningún consuelo.

—Ahora bebeos el resto —ordenó él, sosteniendo de nuevo la taza contra sus labios—. Estáis más seca que un esqueleto desenterrado.

—Me odiáis —masculló Cerynise con la boca en el borde de la taza, accediendo no obstante a ingerir un sorbo.

—Falso, señora. —Beau siguió mojándole la cara y el cuello, mientras ella se aferraba a la taza con manos temblorosas y bebía sorbo a sorbo—. Pero sí estoy enojado con vos, por haberme dejado pensar que estabais aquí enfurruñada como una niña pequeña cuando en realidad llevabais días enferma. De no ser porque Billy creía estar siéndoos leal, le reprendería con dureza por no haberme informado de inmediato.

—Le rogué que no os dijera nada —masculló Cerynise, pues Beau insistía en apretar la taza contra sus labios.

—¡Bebed!

—¡Imposible! ¡No puedo más!,

—¡He dicho que bebáis!

—La devolveré enseguida.

—Esta vez no. Hacedme caso.

—Sólo un poco —gruñó Cerynise, algo molesta.

Él, sin embargo, se negó a retirar la copa antes de que la hubiera apurado hasta la última gota.

Oponiéndose a sus intentos de tenderse de nuevo en el lecho, la obligó a levantarse, le sostuvo el tronco en posición vertical y la envolvió con una manta, como paso previo a levantarla en brazos. Después abrió la puerta de un puntapié y salió a zancadas del camarote, llevando a su esposa en andas hacia la escalera.

Cerynise volvió la cabeza con temor y vio alzarse ante ellos los interminables escalones.

—Beau, por favor —susurró, enojada consigo misma por lo frágil y desvalido de su voz—. No quiero subir a cubierta. Me vería vuestra tripulación.

—Necesitáis aire fresco, señora. Hará que os sintáis mejor. Además, después del estado de ansiedad con que Billy ha corrido a verme, es probable que mis hombres esperen ver un funeral en alta mar.

—Y lo tendrán —afirmó Cerynise con pesar—. ¡Cuando me hayáis rematado con ese aire fresco en que tanto insistís!

Beau le sonrió, pero no detuvo sus pasos. Sus largas piernas salvaron rápidamente la distancia que los separaba de la escalera, mientras murmuraba:

—Yo os protegeré del frío.

El breve crepúsculo otoñal ya había dado paso a la noche. En las aguas temblaba una cinta de plata, reflejo de la luna que brillaba en lo alto. La brisa helada que soplaba en cubierta cortó la respiración a Cerynise, pero hizo bien poco por aliviar su angustia.

—Si no me soltáis lo lamentaréis —advirtió.

Beau sólo obedeció al llegar al primer mamparo. Entonces la depositó en el suelo, y Cerynise, que no tenía fuerzas para aguantarse en pie, se derrumbó contra él, apoyando la frente en su cuello y la barbilla en su hombro. De haberse encontrado mejor acaso hubiera disfrutado de la firmeza con que Beau la sostenía en brazos, pero, dadas las circunstancias, sólo supo temer lo que amenazaba con sucederle.

—Beau, por favor —musitó con la boca pegada a su cuello—, siento como si fuera a marearme otra vez. Me gustaría volver a mi camarote. Por lo menos abajo no me pondré en evidencia.

—Permanecer bajo cubierta sólo empeoraría las cosas, Cerynise.

—Aquí tampoco mejorarán.

Beau se separó un poco de ella, apuntaló con su cuerpo la esbelta silueta y la mantuvo enlazada por la parte baja del torso, señalando el mar.

—Asomaos a la borda.

—Nooo... —gimió Cerynise, sacudiendo la cabeza con aflicción. ¿Tan despiadado era aquel hombre? ¡Lo que menos falta le hacía era mirar el agua!

—Las olas no —susurró él contra su pelo—. Mirad el horizonte. Hay bastante luna para que lo veáis, de modo que fijad en él la vista.

Cerynise aguzó la vista, tratando de divisar la línea tenue y oscura que separaba mar y cielo. Tras concentrar en ella la mirada, tardó unos instantes en percatarse de su estabilidad.

—No se mueve.

—En realidad sí —contestó Beau con una risa suave—. La tierra gira, pero no hace falta que os preocupéis de ello. En lo que concierne a vos no se mueve.

Ella lo miró y suspiró con nostalgia.

—Ojalá no me moviera yo. Beau le sonrió.

—No dejéis de mirar el horizonte. Mantened la vista fija en esa línea y seguid aspirando, el aire fresco y puro.

Cerynise obedeció, satisfecha de momento con descansar en su abrazo. Pasó el tiempo, pero apenas reparó en nada que no fuera la protectora calidez de aquel fornido cuerpo. Cobró conciencia gradual de que empezaba a encontrarse mejor. Aspiró una lenta bocanada de aire y la expulsó de nuevo con un suspiro de placer.

—Creo que no moriré. Beau se echó a reír y la arrebujó con la manta hasta el cuello.

—¿Tenéis suficiente calor?

Cerynise asintió con la cabeza y se arrimó a él.

—Estoy bastante a gusto.

El mareo que la había afligido desde que el Audaz zarpara del Támesis a mar abierto estaba desapareciendo a marchas forzadas, sustituido, empero, por un profundo agotamiento.

Su cabeza había encontrado un hueco ideal entre el cuello y el hombro de su marido. Cerró los ojos con un suspiro. Poco a poco respiraba menos rápido.

Beau no osaba moverse, satisfecho con tener en brazos a su joven esposa mientras la noche se adensaba en una aterciopelada oscuridad tachonada de miríadas de estrellas. Durante la larga reclusión de la joven lo había perseguido la punzante sospecha de que algo andaba mal en su vida, una sensación cuando menos desazonadora. Había tenido que aceptar que echaba de menos la presencia de la muchacha. Hasta entonces, las vivaces mozuelas cuya compañía solicitaba en determinadas ocasiones se habían borrado de su mente nada más cerrar las puertas de sus alcobas. En cambio, Cerynise había absorbido día y noche sus pensamientos, hasta convencerlo de que deseaba infinitamente más su trato que el de la gama habitual de mujeres con quienes se había relacionado en términos íntimos.

El barco arrostraba los vientos contrarios con una incesante oscilación, y batallaba bajo la superficie contra la corriente del Golfo. En sus primeros tiempos de marino Beau había descubierto que la navegación hacia el oeste recibía el nombre de travesía cuesta arriba del Atlántico. Con preponderancia de vientos oeste a este, la travesía cuesta abajo podía realizarse en poco más de un mes, mientras que el viaje de vuelta exigía hasta tres meses. Si bien no se trataba de un intervalo de tiempo adecuado para un noviazgo normal, quizá a Beau le bastara para llegar a una decisión sobre la clase de compromiso que deseaba contraer con la joven belleza a quien tan fuertemente abrazaba en esos instantes.

Verificado el cambio de vigía, Beau acompañó a Cerynise de vuelta a su camarote. No hubo arcadas esta vez al tenderla en la litera. Tampoco se advertían síntomas de que siguiera mareada. Le quitó la bata, admirando de paso el suelto camisón cuyo cuello redondo estaba adornado con anchos volantes de encaje. No se atrevió a demorarse en nada que no fuera el simple acto de arroparla. Si la experiencia del día de su boda le había enseñado algo, haría bien en limitar sus atenciones a una preocupación estrictamente fraternal.

—No te muevas —dijo Cerynise, muy concentrada en los trazos que estaba aplicando con presteza al boceto de Billy Todd, prácticamente concluido—. Falta muy poco.

El muchacho apenas podía estarse quieto, impaciente por ver lo que había dibujado.

—Quédate así —suplicó Cerynise.

Reprimiendo su curiosidad, él logró acatar la petición lo suficiente para que la joven finalizara el dibujo; cierto es que, teniendo a la vista semejante panorama, apenas podía decirse que fuera un esfuerzo. En cuestión de días la joven había recuperado su salud y belleza anteriores, y desde entonces había permanecido completamente absorta en algo que había despertado la atención de todos los tripulantes del Audaz. Decir que tenía talento habría sido pecar de tibieza exagerada.

—Hecho —declaró Cerynise con satisfacción, volviendo el pergamino a fin de que Billy pudiera ver el resultado.

Los ojos del grumete se abrieron de par en par, llenos de un asombro que creció a medida que examinaba la obra.

—¿Habéis visto, señora? ¡Soy yo!

—Un parecido razonable, en todo caso —repuso ella con una risa cantarina.

Estudió el retrato con satisfacción, contenta de haber sabido reflejar al muchacho en aquel punto indefinido entre la niñez y la edad adulta. Sus mejillas y su boca seguían poseyendo una inconfundible suavidad de rasgos, pero los ojos eran claros y despiertos. El mentón era firme, y apuntaba una incipiente energía.

—¿De verdad soy así? —preguntó él con una sonrisa tímida.

—Sí —confirmó Oaks, deteniéndose a espaldas del grumete—; pero lo que ha dibujado la señora no es tu cara bonita, muchacho —se burló—. Ha captado tu manera de ser con toda fidelidad.

—Gracias, sois muy amable —dijo Cerynise, inclinando entre risas la cabeza—. Ningún artista podría aspirar a más alto elogio.

—Imagino, señora, que no estaréis de humor para dibujar otro retrato —la sondeó Stephen.

—Pienso que se me puede convencer. Cerynise cogió un pergamino nuevo e hizo un gesto elegante con la mano, indicando al primer oficial que se sentara delante de ella. El emplazamiento escogido la proveía además de un panorama del horizonte, hacia el que seguía mirando en algunas ocasiones. Aunque ya hubiera pasado dos semanas en perfecta salud, todavía se negaba a dar nada por sentado. En todo caso, encontrarse bien le había levantado los ánimos y había cambiado su actitud hacia la navegación. Estaba bastante segura de poder sobrevivir a otro viaje, aunque de momento se dirigía a casa. ¡A casa! Hacía mucho tiempo que las Carolinas no eran más que un recuerdo lejano. Las circunstancias, sin embargo, habían cambiado, y Cerynise se aproximaba por momentos a cuanto había recordado y amado durante los últimos años. No podía evitar preguntarse qué le esperaba al llegar a puerto.

Una vez recobrada su salud y ajustados sus hábitos a una rutina diaria, Cerynise se había reintegrado a su arte, y en poco tiempo volcaba sus esfuerzos en dibujar a los marineros y su vida a bordo del Audaz. Regalaba casi todos sus dibujos, salvo unos pocos que guardaba para sí, entre ellos los que elaboraba en la intimidad del camarote del primer oficial. Empezaba a sospecharse poseedora de la mayor colección existente de dibujos de Beau Birmingham, a la que día a día se sumaban nuevas piezas.

El vigía de la tarde subió a cubierta antes de que Cerynise hubiera dado los toques finales al retrato de Stephen Oaks. Se lo entregó con una sonrisa.

—Sois un hombre apuesto, señor Oaks.

—No estoy muy seguro de ello, señora. En todo caso es un hermoso dibujo —afirmó el oficial, sonriendo satisfecho—. Apuesto a que los elegantes de Charleston pagarían una buena cantidad a cambio de que hicierais lo mismo por ellos.

Cerynise enderezó la cabeza y rió.

—Temo que sea cierto lo contrario, señor Oaks. La gente, por lo visto, tiene bajo concepto de las mujeres que pintan retratos, quizá porque todos los grandes maestros fueron hombres. Estoy segura de que los habitantes de Charleston se mostrarán igual de escépticos que los de Inglaterra.

—En tal caso será en menoscabo suyo, señora, no vuestro.

—Gracias —contestó ella alegremente, acompañando sus palabras con otra inclinación de cabeza.

Percibiendo la proximidad de una tercera persona, Cerynise se sorprendió de la sensación de hormigueo que inducía en ella la mera presencia de Beau, antes incluso de haber girado la cabeza y haberlo visto a sus espaldas, examinando de cerca el dibujo del primer oficial. Se había aproximado a ellos con sigilo, poniendo nerviosa a Cerynise con su tendencia a aparecer como salido de la nada, sin el menor ruido. Ella dudaba que se tratase de una propensión mantenida a conciencia, ya que había ocasiones en que lograba detectar algún indicio de su llegada, y tenía tiempo de fortalecerse contra el temblor que se apoderaba de ella. Esta vez, sin embargo, el capitán la había sorprendido completamente inerme, azorada ella misma por su grado de turbación. Estaba convencida de que si Beau hubiera tenido acceso a sus pensamientos la habría juzgado muy semejante a la muchacha cuyo corazón saltaba de júbilo cada vez que lo veía recorrer la estrecha senda que llevaba a su casa, y a la vecina escuela. La posibilidad de que Beau pudiera atribuirlo a una simple chiquillada hacía que Cerynise fuera reacia a revelar su extraño desbarajuste emocional. Las inhibiciones a que se sometía en presencia del capitán no servían sino para recordarle que hasta entonces no había recibido de él ninguna promesa de quererla como esposa una vez en Charleston.

—Francamente, no entiendo que alguien tan corpulento pueda moverse de forma tan silenciosa —lo regañó, como si la hubiera asustado.

Beau le dirigió una sonrisa perezosa que tuvo un efecto extraño sobre el pulso de Cerynise, ya que empezó a dar saltos como los de las ranas en los nenúfares.

—Haré lo posible por teneros sobre aviso, señora. ¿Os parece suficiente andar a trompicones?

A falta de respuesta, el capitán dio un rodeo para mirar los dibujos, que su autora había dispuesto en torno a ella por la cubierta, con pesos para que no se los llevara una ráfaga de viento. No dejaba de asombrarle la semejanza de los retratos, cuyos modelos reconocía de inmediato.

Cuando Cerynise levantó la vista quedó sorprendida por la proximidad de Beau. Hasta veía pulsar una vena en la base de su cuello, donde llevaba abierta la camisa. Ojalá a mí pudiera afectarme tan poco, pensó. Cerró los ojos contra la súbita vorágine de sus sentidos, y al abrirlos de nuevo estuvo a punto de echarse atrás por la sorpresa, ya que él se había agachado para recoger la capa que se le había caído de los hombros. Notó que le rozaba la manga con el torso, y se fijó en el hueco que dejaba la camisa al separarse del pecho. Recordó con nitidez el momento en que la mano de Beau le había enseñado a acariciar con detenimiento la tersa y musculosa superficie. Recordó asimismo a qué había llevado poco después.

Beau se enderezó y se concentró en extender la capa sobre los hombros de su esposa y abrochar los alamares debajo de la capucha.

—No deberíais quitaros la capa en cubierta, señora —la amonestó con dulzura—. No me gustaría que cayerais enferma por segunda vez.

—Descuidad —susurró ella, mirándolo a los ojos. Cuando la mirada de este abandonó la garganta de la joven y se posó en sus labios, Cerynise tuvo la extraña sensación de que iba a besarla, pero se apresuró a desechar la idea por fantástica, y se reprendió por albergar tan erradas ilusiones. Aun así, cuando los ojos azules de su esposo trabaron contacto con los suyos, descubrió que una acción tan sencilla como respirar con normalidad se había tornado imposible.

—Señora, me honraría que accedierais a cenar conmigo esta noche —murmuró Beau, alisando la capucha en torno a los hombros de Cerynise.

De pronto acudieron a la mente de ella imágenes de cuando estaban desnudos en la litera, y el éxtasis de que iban acompañadas le cortó el aliento. A juzgar por cómo la turbaba la proximidad de Beau, cabía suponer que una simple invitación a cenar juntos amenazara con abocarla a nueve meses de reclusión, sin apellido que legar al vástago de ambos. No se había atrevido a volver al camarote del capitán desde el comienzo del viaje, por miedo a que se cumplieran esos mismos temores.

—El señor Oaks nos acompañará —añadió Beau para satisfacer los escrúpulos que advertía en su esposa.

—Ah...

Arqueando con sorpresa una de sus negrísimas cejas, Beau escudriñó el rostro de su esposa. Casi habría jurado que la respuesta traslucía un matiz de decepción. Se llevó la mano al pecho y prometió solemnemente:

—Procuraré vestirme de manera más adecuada para la ocasión, señora.

Cerynise entendió el comentario como una invitación a que aplicara el mismo celo a su vestimenta. Ejecutando una encantadora reverencia, obsequió a Beau con una sonrisa coqueta.

—Trataré de hacer lo propio, capitán.

Tras hondas cavilaciones, Cerynise optó por el tafetán azul plateado como mejor elección para la velada. Las mangas ahuecadas y la falda hasta los tobillos seguían la moda actual, tanto, sin duda, como el recato con que asomaban sus hombros desnudos. No llevaba adornos en el cuello porque el vestido no los precisaba. Del lado derecho de su cintura partía una faja drapeada de un azul más brillante, que, subiendo hasta la manga izquierda, acababa en un vistoso lazo. El cabello estaba recogido con gran pulcritud. Detrás de cada oreja pendían finos lazos de vivísimos tonos azules, adornando las masas de elásticos rizos agavillados al amparo de ellas. Las demás trenzas quedaban sujetas por un complejo entrelazo, que formaba un volumen considerable por encima de la nuca. El hecho de haber invertido una hora en su peinado daba fe de su deseo de obtener la aprobación de su esposo.

Beau abrió la puerta de su camarote en cuanto oyó el primer y discreto golpe de nudillos, y permaneció en el umbral contemplando en silenciosa aquiescencia la hermosura de Cerynise. Esta aceptó su lento y minucioso escrutinio en calidad de mudo elogio, ya que al llegar a la coronilla, final de su recorrido, el ardor de aquellos ojos de zafiro se había intensificado significativamente. Beau parecía gozar de la demora con que la examinaba, a juzgar por su sonrisa, decididamente hipnótica.

A su vez, la expresión de Cerynise revelaba sin duda la alta valoración que le merecía lo que tenía ante sus ojos; en todo caso, quedó impresionada una vez más por la tendencia de Beau a vestir prendas de última moda. Llevaba unos pantalones de gamuza cuyo corte impecable se ajustaba sin una sola arruga a sus estrechas caderas, mientras que un chaleco marrón claro y una chaqueta verde con faldones ponían de relieve sus anchos hombros y esbelta cintura. El cuello alto de la chaqueta quedaba realzado a la perfección por una corbata de seda clara, diestramente anudada antes ya de entrar Cerynise.

—Lástima que venga el señor Oaks —señaló Beau con una sonrisa maliciosa. Cogió la mano de Cerynise, la llevó hacia su guarida y cerró la puerta, acercándose al oído de la joven para susurrar—: Sois digna de que se os sirva como cena.

Sus sugestivos comentarios provocaron un gozoso rubor en las mejillas de Cerynise, y aceleraron los caóticos latidos de su corazón. Turbada por la proximidad del capitán, la joven se mantuvo inmóvil y expectante, sintiendo en la espalda el estrecho contacto de su cuerpo varonil. Notaba en una oreja la caricia de su aliento, y se sentía devorada por sus ojos. Los dedos de Beau rozaron un hombro desnudo, con la consiguiente aceleración del pulso de su dueña.

—Por si os hubieran confundido mis recientes esfuerzos por evitar vuestro camarote, señora —musitó Beau, acariciándole el pelo con la nariz—, sabed que no he dejado de desearos. Nuestro distanciamiento físico no hace más que prevenir el riesgo de que abuse de vos.

Cerynise se planteó la posibilidad de que la excusa de Beau no fuera sino una artera estratagema, puesto que procedía de un hombre aparentemente tan poco dado a eludir encuentros con ella que pudieran resultar en la satisfacción de sus deseos. Pese a las abrumadoras, y no menos excitantes, muestras de que Beau no cejaba en sus intentos de seducirla, dejó a un lado sus sospechas, por el simple motivo de que no deseaba estropear el placer de la velada. La presencia de una tercera persona en funciones de carabina garantizaba que nada indecoroso sucediera entre ellos.

Se dispuso a sobrellevar el ardiente asalto a sus sentidos que iniciaba la mano de Beau, en ascenso desde su esbelta cintura, pero no pudo contener un leve y entre cortado suspiro al notar su palma cálidamente ajustada al contorno de un pecho. El fuego que encendieron las lentas caricias circulares que ejecutaba el pulgar de Beau sobre el maleable pezón estuvieron a punto de despojar a Cerynise de toda su fuerza de voluntad. De pronto parecía que una llama voraz lamiera la carnosa cima, despertando un ansia abrasadora en sus entrañas de mujer e incendiándola de pies a cabeza con ávidos deseos. Se dijo que le convenía poner pies en polvorosa y refugiarse en la seguridad de su aposento antes de que la mano de Beau reclamara nuevas conquistas, pero sus piernas parecían de plomo, y se negaban a obedecer su débil orden.

—No puedo miraros sin perder la compostura —le susurró Beau, aspirando con ojos cerrados la exquisita fragancia de su cabello—. Si supierais lo mucho que os deseo os compadeceríais de mí...

Se oyó un fuerte golpe en la puerta, que Cerynise, aliviada, aprovechó para dejar de contener el aliento y exhalar un suspiro entrecortado. La intrusión la salvaba del difícil trance de sucumbir no sólo a la traviesa mano de su esposo, sino a cuanto este tenía en la mente. También avivaba la frustración de no poder entregarse a él al amparo de un matrimonio duradero.

—Demasiado tarde —susurró el capitán, imprimiendo un dulce beso en su hombro, y haciendo que Cerynise cerrara los ojos para gozar a fondo del cálido roce de sus labios.

Fue un momento de éxtasis que Beau interrumpió alejándose, no sin antes acariciar el seno por última vez. Se tomó una pausa para enfriar su ardor y seguidamente abrió la puerta.

También Oaks se había esmerado en tener buen aspecto. Le sentaba muy bien su conjunto de. levita granate, pantalones grises y camisa recién planchada. Era un hombre sociable, amén de excelente narrador. Obsequió a Cerynise con anécdotas de sus aventuras marítimas al lado del capitán, y más de una vez hizo que contuviera el aliento, pendiente de la conclusión; tantas como las que le hizo reír con su ingenio.

Disfrutaron de otro suculento ágape creado por el talentoso monsieur Philippe. Cuando llegó el oporto, Cerynise tenía motivos para preguntarse si había reído tanto en alguna ocasión. Beau se contentó con dejar el agasajo en manos de su primer oficial, mientras él, reclinado en su silla, observaba a Cerynise.

—La moraleja —dijo Oaks, poniendo colofón a otra historia— es que se puede colaborar con un chino y un moro y al final salen todos beneficiados.

—Sigo sin entender que el sultán no os metiera a todos en la cárcel —repuso Cerynise entre risas—. Pero me alegro de que no lo hiciera —añadió con voz cantarina.

Miró a Beau, cuyas osadas hazañas la habían llenado de admiración, pero también de temor por los riesgos a que tan propenso se mostraba. Habría querido echarle en cara la poca prudencia que invertía en preservar la vida. Era, en definitiva, el mismo impulso que había experimentado de niña cada vez que lo veía recorrer la campiña como un insensato a lomos de Sawney.

Su marido se reclinó en la silla y estiró sus largas piernas con toda libertad. Cerynise, que lo miraba con disimulo, pensó que no aparentaba más años de los que tenía, pero que parecía infinitamente más maduro que otros hombres de su edad. Sobrellevaba con notable desenvoltura el peso de la autoridad y la experiencia, aceptando la responsabilidad del mando con la misma naturalidad que si hubiera nacido con él. Por otro lado, era diestro en ostentarlo sin recurrir a exigencias tiránicas.

La luz de la lámpara resaltaba su rostro, enfatizando el marcado perfil de su mandíbula y la noble elegancia de sus facciones. Sus ojos quedaban oscurecidos por la sombra que vertía la linterna en su rostro, infundiéndoles un color impenetrable que no impidió a Cerynise advertir que estaba devorándola con la mirada.

—Cuando dejasteis Charleston, capitán, ¿perseguíais a conciencia una vida de aventuras? —inquirió la joven con voz serena.

La copa de oporto giró entre los largos dedos de Beau, que se encogió de hombros.

—Nuestras experiencias sólo parecen osadas en el relato posterior, señora.

—¡Nada de eso! —protestó el señor Oaks—. Todo lo dicho es cierto, y el capitán lo sabe.

—Habéis jugado con fuego en más de una ocasión —insistió Cerynise.

—En más de cien, para ser exactos —se jactó el señor Oaks—; como cuando pasamos un mes escondidos en Mallorca porque...

—Creo que con eso bastará, señor Oaks —murmuró Beau con una sonrisa tolerante.

La amonestación, si bien suave, bastó para silenciar al primer oficial. Justo cuando Beau levantaba la licorera para llenar de nuevo la copa de Oaks, se oyó ruido en el pasillo. Se levantó sin prisas, y al abrir la puerta descubrió a dos marinos que se miraban con cierto recelo. Uno de ellos empujó al otro para que actuara de portavoz.

—Disculpad, capitán, pero abajo hay problemas.

—¿De qué clase? —preguntó Beau sin alterarse. Oaks ya se había levantado, y estaba de pie al lado de su capitán.

—Wilson está borracho, señor —farfulló el otro hombre—. Ya ha dado una puñalada a Grover, y ahora tiene un hacha. Está reventando los tabiques de debajo de la cubierta, señor. Se cree que es divertido.

Cerynise no consideró divertido abrir boquetes en los tabiques de un barco que navega, como no lo era empuñar un hacha en plena borrachera, y menos todavía dar puñaladas a alguien. Beau, no obstante, se volvió hacia ella sin muestras de nerviosismo.

—Os ruego que nos disculpéis, señora.

—Por supuesto. —Ella se apresuró a ponerse en pie—. Volveré a mi camarote.

—No, es mejor que os quedéis aquí. —Advirtiendo su sorpresa, Beau le indicó—: Cerrad la puerta por dentro y no dejéis entrar a nadie hasta mi regreso. ¿Lo habéis entendido?

—Sí, capitán —dijo Cerynise, asintiendo con un gesto vacilante.

Bien estaba desafiar a Beau Birmingham en lo tocante al estatus marital de ambos, pero tuvo la sensatez de darse cuenta de que no era momento de oponerse a sus instrucciones de capitán. A decir verdad la aliviaba saberlo tan ducho en manejar situaciones adversas, según habían confirmado las intervenciones de Oaks durante la sobremesa.

Recordándolas, suplicó en voz baja:

—Tened cuidado, por favor.

Beau estaba a punto de cruzar el umbral, pero se detuvo a mirarla por encima del hombro. Tras esbozar una sonrisa, abandonó el camarote con Oaks pisándole los talones.

Cerynise suspiró, preocupada no por ella misma sino por su esposo. No podía decirse que Oaks le hubiera hecho un favor alardeando de las proezas del capitán. Las anécdotas del primer oficial habían enseñado a Cerynise que Beau tenía costumbre de tomar el mando en situaciones que entrañaran peligro. Su imaginación forjó toda suerte de visiones diabólicas de lo que podía sucederle a alguien en el trance de arrebatar a un borracho un hacha o un cuchillo.

Se volvió hacia las ventanas de popa y se aplicó una mano trémula a la frente. Detrás del barco todo era oscuridad, pero ni siquiera el alba le habría permitido ver algo detrás de los cristales. La conciencia de que Beau corría peligro la había reducido a una masa temblorosa de inquietud femenina, inquietud por un hombre a quien tenía hondo aprecio. Al darse cuenta de ello, Cerynise se dejó caer de modo brusco en los cojines, anticipándose en muy poco al momento en que sus piernas habrían dejado de sostenerla.

Seguía paralizada por la ansiedad cuando oyó pasos en la escalera. Entonces, sin acordarse de las instrucciones de Beau, corrió hacia la puerta, le quitó el pestillo con manos temblorosas y tiró de ella. Su esposo había levantado una mano con intención de llamar, pero la súbita aparición de Cerynise le hizo fruncir el entrecejo.

—¿No os he dicho que no abrierais la puerta hasta nueva orden?

Tenía razón. Acababa de cometer una imprudencia. Podía haber abierto la puerta a cualquier desconocido. Sin embargo, en aquel momento nada de ello le importó. Sin pensárselo dos veces, se lanzó sobre su esposo y lo abrazó.

—¡Gracias a Dios que estáis bien! Estaba tan preocupada...

Los brazos de Beau la rodearon y la ciñeron con fuerza hasta anular toda distancia entre sus cuerpos. Apoyó una mejilla en el cabello de Cerynise, algo turbado por las emociones de la joven. El momento se asemejaba a aquel otro en que, expulsado de la silla por un corcovo de Sawney, había estado a punto de quedar inconsciente por el impacto de su cabeza contra un árbol. En aquel entonces, al salir de su aturdimiento tenía apoyada la cabeza en las rodillas de Cerynise, y el rostro bañado por sus lágrimas.

—Claro que estoy bien —le susurró al oído para tranquilizarla.

Viéndose libre de las garras del miedo, Cerynise se sintió flotar. Era tan fuerte su alivio que casi le daba vértigo. Le cubrió el rostro de besos, expresando su júbilo con risas y fervor de niña. Su gozo aumentó cuando la boca de él empezó a apresar la suya con creciente avidez. Aunque breves, los besos de Beau eran exóticos bocados que dieron a la joven hambre de algo más sustancioso. Se puso entonces de puntillas y le enlazó el cuello con sus brazos. Aferrada a él sin vergüenza alguna, dio a su lengua y sus labios la respuesta enardecida que buscaban. Ni siquiera cuando la mano de Beau se colocó por debajo de sus nalgas y la apretó contra sí hizo Cerynise esfuerzo alguno por apartarse de la creciente protuberancia que ni las diversas capas de faldas y enaguas lograban ocultar.

Quiso el destino que el desventurado Oaks escogiera ese momento para descender al pasillo. Viéndolos estrechados en un abrazo no demasiado propio del espacio que ocupaban, se quedó boquiabierto y, tomando brusca conciencia de su error, giró sobre los talones; pero era demasiado tarde. La pareja se separó. Viendo a Oaks, Cerynise huyó sonrojada a su camarote, mientras Beau se apartaba a un lado.

—Os ruego que me perdonéis, capitán —se disculpó el oficial, avergonzado—. Sólo quería...

—No os preocupéis —repuso Beau con sequedad, respirando entrecortadamente.

En su interior se libraba una batalla. Sopesó los pros y contras de seguir a su esposa o regresar a su propio camarote. Después de aquella interrupción era dudoso que Cerynise quisiera verlo; en todo caso, no con el mismo entusiasmo mostrado hacía unos instantes. Lo propio de un hombre prudente sería aguardar a que se le pasara la vergüenza. Lo propio de un hombre prudente sería volver a su camarote y pasar una noche de mil demonios, revolviéndose en la soledad de su litera y echando pestes contra la inoportuna intrusión del primer oficial.

Con un brillo amenazador en los ojos, fue a su camarote y se encerró en él mediante un violento portazo. Stephen Oaks se sobresaltó y, cual tímido ratoncillo, se retrajo al pequeño cubículo que le servía de alojamiento provisional. El capitán no había dado detalles sobre el estado de su relación con su esposa; hasta entonces, sin embargo, todos los indicios habían apuntado a que la joven se resistía a caer en brazos de su marido, contrariamente a tantas mujeres, según tenía comprobado el propio Oaks. El hecho de que acabara de verla reaccionar con elevadas dosis de pasión no hacía más que agudizar el bochorno del oficial. Esta vez sí que había metido la pata con su capitán.

Exhausta y dolorida por una noche agotadora de vuelcos y revuelcos incesantes, Cerynise se levantó, se bañó y se vistió con recatadas prendas de lana azul oscuro. Se recogió el pelo en la nuca y se pellizcó las mejillas para darles un poco de color. Poco después de acabar de acicalarse, llegó Billy Todd con la bandeja del desayuno, pero no era el habitual Billy sonriente y comunicativo, sino un muchacho pálido y silencioso que parecía esforzarse por mantener una compostura que no sentía.

—¿Pasa algo, Billy? —preguntó ella con inquietud al verlo depositar la bandeja. El chico negó con la cabeza, rehuyendo su mirada.

—No, señora. Todo va bien.

Cerynise no quedó ni mucho menos convencida. Las fiebres eran fáciles de contraer, y hasta un muchacho fuerte como Billy podría ser presa de ellas.

—¿No estarás enfermo?

—No, no, señora.

Billy había dejado la puerta abierta, y por mucho que aguzara el oído Cerynise no oía llegar de cubierta los sonidos a que estaba acostumbrada por las mañanas. Un lúgubre silencio los había sustituido. Nacieron en ella vagas aprensiones.

—Billy, ¿estás seguro de que...? El muchacho se apresuró a retroceder hacia la puerta, reacio a contestar preguntas.

—Vendré más tarde a recoger la bandeja, señora. —Vaciló brevemente antes de añadir—: Es mejor que no salgáis en toda la mañana.

Se despidió con un gesto brusco de la cabeza y partió. Cerynise se quedó mirando la bandeja de comida, pensativa. En su mente resonaba aquel silencio que le había parecido más ensordecedor que un redoble de tambores y pífanos. Vencida por la curiosidad, abrió la puerta y permaneció en el umbral, expectante y silenciosa. La ominosa quietud se prolongaba.

A bordo del Audaz había más de cien hombres. ¿Qué podía imponerles un silencio tan sepulcral? Cerynise, que no conocía de la vida del marino sino lo que había observado tras zarpar de Londres, no supo explicarse el silencio que reinaba en la fragata. Navegaban a buena velocidad, pero ya no se oían los golpes y traqueteos de las tareas cotidianas; tampoco los gritos del vigía matutino, los cantos y los murmullos que solían discernirse cada mañana desde el camarote. Todo estaba en silencio.

Recorrió el pasillo con sigilo y subió unos escalones hasta tener vista sobre la cubierta. Descubrió entonces con asombro que toda la tripulación estaba reunida en la cubierta principal, completamente muda, con las manos cruzadas en la espalda, las piernas separadas y formando hileras de cara al castillo de proa, la misma dirección en que miraba ella. Como no veía lo que tenían delante, Cerynise tuvo que subir unos escalones más. Lo lamentó de inmediato. Vio a un hombre desnudo de cintura para arriba atado a los brandales del trinquete. Tenía las muñecas a la altura de la cabeza, sujetas con cuerdas. A su lado estaba el fornido ayudante del contramaestre, cuyos brazos tenían el grosor de un ariete. De su mano de gigante pendía un azote.

Era el instrumento más cruel que Cerynise había visto en su vida. Apartó la vista con dificultad y buscó a Beau. También estaba en el castillo de proa, alto, imperturbable, muy erguido su cuerpo poderoso, revestido de enorme poder y autoridad, y al mismo tiempo frío y distante, como si estuviera desprovisto de humanidad. Al verlo le dio un vuelco el corazón.

Oaks dio un paso al frente y anunció con voz clara:

—El marinero Redmond Wilson, a quien se ha hallado culpable de negligencia en el cumplimiento de su deber, posesión y uso excesivo de bebidas alcohólicas a bordo y amenazas contra la vida de Thomas Grover, así como contra el bienestar de la tripulación y la integridad del navío, es condenado a recibir veinte azotes, castigo que se ejecutará de inmediato.

Nadie se movió a excepción del ayudante del contramaestre, que volvió un poco la cabeza en dirección a Beau. Con un gesto sucinto, el capitán del Audaz señaló el inicio del castigo. El azote cortó el aire con el sonido sibilante de una serpiente al ataque, entrando en contacto con la carne humana y arrancando de su víctima un rugido de dolor. Cerynise se encogió, sin darse cuenta de haber dejado escapar una aguda exclamación. En el lúgubre silencio posterior, todas las cabezas estaban vueltas hacia ella.

Su primer impulso fue salir corriendo, pero lo que había hecho era demasiado flagrante. El orgullo la obligaba a arrostrar las consecuencias de sus actos. Respirando con dificultad, subió a cubierta y aguardó en silencio a ser juzgada. Billy Todd, que estaba cerca, la miró con horror. El resto de la tripulación posó en ella miradas que se repartían entre la incredulidad y la compasión.

Se abrió paso entre los hombres, y Beau fue a su encuentro. Cerynise no se engañó ni un instante acerca de su furia. El capitán la cogió de la muñeca y sin mediar palabra la acompañó escaleras abajo, hasta detenerse ante la puerta del camarote.

—No deberíais haber subido a cubierta —gruñó, al tiempo que abría la puerta—. ¿No os había avisado Billy?

—Me ha dicho que no saliera —reconoció Cerynise en voz baja.

—Esa clase de instrucciones suelen tener motivos —afirmó Beau con dureza—. En adelante, señora, haréis bien en acatarlas.

—Lo haré —susurró ella, próxima al llanto. Percibiendo en sus ojos un brillo inusual, él dio un paso adelante, pero se detuvo, escandalizado de que se le ocurriera siquiera disculparse. Entonces dio media vuelta y se alejó del camarote, dejando que Cerynise cerrara la puerta.

Los gritos ahogados de Redmond Wilson llegaron a oídos de la joven para torturarla, sin que pudiera hacer nada por acallarlos. Sabía que el castigo era merecido, y que ella, en tanto que pasajera de un barco que no solía aceptarlos, quedaba como la intrusa, la que se había entrometido en los asuntos de su esposo y lo había avergonzado ante sus hombres.

Por fin enmudecieron los aullidos, y al término de un breve intervalo empezaron a oírse los sonidos habituales. Sin embargo, nadie bajó a verla. Permaneció aislada en su camarote, y esta vez se juró no salir hasta que le dieran permiso, o en caso contrario sacaran sus restos de la improvisada cripta.

Al caer la noche sus nervios no daban más de sí. Billy Todd no se había presentado en todo el día, ni con la comida ni con la cena. Su ausencia no contrariaba en exceso a Cerynise, puesto que no se sentía capaz de comer ni un bocado. Cuando la oscuridad fue total su agitación siguió en aumento. Estaba claro que la habían dejado sola para que meditara la culpa en que había incurrido por desobedecer una orden, al margen de que se la hubieran comunicado de manera informal.

Oyendo pasos cerca de su puerta, obligó a sus piernas temblorosas a ejecutar el acto de ponerse en pie. Beau entró con expresión todavía ceñuda, pero enseguida se detuvo y miró alrededor con sorpresa.

—¿Por qué no habéis encendido las lámparas?

—No se me había ocurrido —admitió su esposa con voz débil.

Beau se apresuró a encargarse él mismo de la tarea, y en poco tiempo quedó disipada la oscuridad del camarote. El dorado resplandor pareció reconfortar a Cerynise, al tiempo que bañaba suavemente el rostro de su marido. Decidida al fin a mirarlo a los ojos, advirtió que ya no tenía el entrecejo fruncido.

Su presencia había estrechado todavía más las exiguas proporciones del camarote, por lo menos tal como lo veía ella. Beau se movió inquieto, tocando ora el respaldo de una silla ora el armazón de la litera, y enderezando el aguamanil sin abandonar ni un instante su expresión pensativa y aire de hallarse a disgusto.

—Mandaré a Billy que os traiga una bandeja de comida —acabó por decir.

—No es necesario que lo molestéis. Beau miró el camarote con sorpresa.

—¡Pero si no habéis comido nada desde el desayuno!

—La cena de anoche fue copiosa.

—De todos modos mandaré por una bandeja.

—Ya os he dicho que no es necesario. No tengo hambre.

—¡Está bien! ¡Olvidaos de ello!

—¿Por qué estabais tan enojado ayer conmigo por subir a cubierta? —soltó Cerynise, que ya no podía contenerse. Miró a Beau con rabia, entre incipientes lágrimas—. ¿En qué os perjudicó mi presencia, al fin y al cabo?

—¿Tenéis alguna idea de qué aspecto presenta la espalda de un hombre después de unos azotes, señora? —preguntó Beau tensando la mandíbula, cuyos músculos se veían palpitar en sus enjutas mejillas—. Hay veces en que se levanta la piel y quedan tiras en carne viva. ¿Os parece bien que una mujer presencie algo así?

Cerynise palideció.

—No, Beau, naturalmente que no. Teníais razón en esperar que permaneciera en el camarote, y yo me equivoqué no haciendo caso a Billy, pero en el fondo ¿qué daño hice?

Él elevó la vista al techo unos instantes antes de contestar.

—Os inmiscuisteis en algo que no era de vuestra incumbencia, Cerynise. En ocasiones, el capitán de un barco no tiene más remedio que dispensar un castigo y tomar medidas que acaso una mujer no pueda comprender. Sin disciplina los marineros no se sentirían obligados a mostrar respeto a los oficiales de todo rango. El orden se tornaría imposible...

—No hace falta que me expliquéis todo eso —lo interrumpió ella, pero quedó en suspenso, porque había entendido en todo su alcance las palabras de Beau. Este, pese a su voluntad de hierro, no pudo disimular su contrariedad—. No queríais que viera ejecutar vuestras órdenes.

—Eso no tiene nada que ver —protestó él. A pesar de tales objeciones, Cerynise estaba segura de lo acertado de su conclusión; aun así prefirió no presionar a Beau, sino preguntar afablemente:

—¿Quién desarmó a Wilson?

—Yo, por supuesto. Es mi barco. Soy el responsable.

Justo lo que había pensado ella la noche anterior, cuando había temblado de miedo a que saliera herido.

—Del mismo modo que erais responsable de castigarlo. Ambas acciones debían realizarse para proteger a los demás. Él parecía incómodo.

—¿Esperáis que os tenga por un ogro sólo porque poseáis el coraje de ejecutar la justicia siempre que sea necesario? No, no, nada de eso. Tengo plena confianza en vuestra capacidad de ser justo cuando hay que serlo, y severo en igual medida cuando lo exigen las circunstancias. Sois el capitán de este barco, y vuestra responsabilidad se extiende a cuantos navegan en él.

Beau se acercó y le puso un nudillo debajo del mentón, levantándole la cabeza para examinar su rostro. En sus ojos de zafiro había más suavidad que nunca.

—Es decir que también soy responsable de vos. Tal vez fuera el diablillo que llevaba Cerynise quien la azuzó a contestar:

—Sólo hasta que lleguemos a Charleston, capitán. Beau no estaba muy seguro de agradecer el recordatorio. Se apartó con el entrecejo fruncido y caminó hacia la puerta. En el umbral, miró de nuevo a la joven.

—No olvidéis cerrar la puerta.

Esta vez, Cerynise obedeció al pie de la letra.