10

BEAU retomó el mando del Audaz con un vigor que disipó toda duda de que se hubiera recuperado por completo de su enfermedad. Igualmente disipadas quedaron las esperanzas de Cerynise de que recordara su episodio de intimidad. Despertándose, ya sano, y viéndola a su lado en la litera, Beau no había vacilado en realizar insinuaciones acordes con el papel de recién casado instando a la novia a entregarse a los deleites que depara el lecho marital. Mientras la cubría de besos persuasivos, había prometido tratarla con delicadeza y le había asegurado que a pesar del dolor inicial acabaría disfrutando de su unión. En un momento dado le había abierto la parte superior del camisón, dando pruebas sobradas de que volvía a ser el de siempre y de que estaba igual de impaciente por hacerle el amor. Sus roncos halagos habían acrecentado en Cerynise las ansias de probar de nuevo el manjar que ya conocía, pero la contrariaba tanto el hecho de que Beau siguiera considerándola virgen que le estampó una almohada en el rostro, protagonizando un notable estallido de mal genio.

Poco antes Beau había emergido de una nube de extrañas sensaciones, accediendo al reino de la conciencia con una peculiar sensación de bienestar, disímil, acaso, de cuantas había conocido. Se había dado cuenta de haber estado enfermo, muy enfermo sin duda, hecho que convertía en todavía más desconcertante aquella singular plenitud, cuya causa se le escapaba. Recordaba muy poco de los últimos días, pero algo había ocurrido, tan imposible de negar como de definir; y por motivos insondables, ese algo parecía tener relación con Cerynise. Los brumosos recuerdos se le antojaban desprovistos de conexión con la realidad. Lo asaltaban visiones de su esposa cuidándolo, y la sensación de su cuerpo arrimado a la espalda, de sus blandos pechos apretados contra él y sus muslos esbeltos muy pegados a los suyos. Supuso que eso, cuando menos, sería cierto. A esas impresiones se sumaban sin embargo otras más sensuales, y tan nítidas que habría jurado que eran reales, al tiempo que tan descabelladas que no tenía más remedio que aceptar su condición: ¡ilusiones! ¿Cómo iba a ocurrírsele siquiera dar valor de realidad a una visión como la de su esposa puesta de cuclillas junto a la litera, con el camisón abierto y caído por los brazos, y sus suaves pechos brillando a la luz de la linterna, más sonrosados que de costumbre? ¿O a sentir sus uñas hincadas en la espalda mientras derramaba su amor en ella? ¿O a oírla jadear de gozo, ascendiendo a la cúspide del éxtasis? No detectaba, ciertamente, ningún cambio en ella; al contrario, se mostraba más resuelta que nunca a no dejarse tocar. Prueba de ello: el instante en que los dedos de Beau deshacían el delicado lazo de su camisón y separaban la prenda para disfrutar de la vista de su pecho era el mismo en que se le llenaba la cara de plumas. Para colmo, la almohada con que lo había golpeado Cerynise se había abierto de manera brusca, difundiendo su relleno por doquier, sin más comentario por parte de la joven que un simple «¡Uy!»,

A partir de ese momento, el buen humor de Beau inició un rápido declive, hasta alcanzar su punto más bajo cuando Cerynise se puso de pie sobre el colchón y, doblada prácticamente en dos, se recogió el camisón para saltar por encima de su esposo. Sintiendo el impulso de mantenerla prisionera, cuando menos hasta resolver el misterio que lo ofuscaba, Beau levantó una pierna con intención de bloquearle el camino hacia la libertad, descubriendo de inmediato hasta qué punto estaba decidida a abandonar la litera. Plantando en su pecho un pequeño y blanco pie, Cerynise salvó el obstáculo poco menos que volando, y al mismo tiempo le ofreció un panorama que lo dejó obnubilado. Luego, sin mayor dilación, empezó a meter su ropa y pertenencias en una pequeña bolsa, con prisas manifiestas por huir de él. Beau estuvo seguro de que ni echándole aceite hirviendo en la espalda habría logrado que se moviera a mayor velocidad. Era lógico, por tanto, que el entusiasmo experimentado al descubrir a Cerynise arrimada a su espalda sucumbiera prontamente a una amarga irascibilidad.

Gruñendo y apartando plumas a manotazos, caminó desnudo por el camarote hasta llegar al pajecillo de afeitar, sin importarle que estuviera poniendo nerviosa a su mujer.

—¡Bonito habéis dejado mi camarote! —le espetó—. Seguro que Billy encontrará muy divertido volver a meter todo esto en la almohada.

Cerynise se afanaba en no mirarlo, pero no pudo evitar que Beau leyera en su perfil la tensa altivez con que respondía:

—No era mi intención que se salieran las plumas.

—No, pero sí lo era golpearme, ¿verdad? ¿Tanto os costaba compadeceros de un hombre recién salido de una grave enfermedad? ¿Era necesario maltratarme?

—Me estabais ofendiendo —lo acusó ella con rigidez.

Beau dio nuevos manotazos a las plumas que revoloteaban en sus narices.

—Estaba haciendo lo que cualquier esposo, señora —la corrigió de modo rotundo—, aunque supongo que era demasiado para vuestra noble pureza virginal. Ya os he dicho antes que me gusta mirar vuestros pechos. No los he visto mejores.

Cerynise se preguntó si Beau habría dado muestras de extrañeza ante el estado de sus senos, puesto que seguían irritados por el roce de su barba. Era de suponer que esos momentos de pasión estuvieran bajo llave en lo más hondo de su mente, y que Beau hubiera olvidado su unión carnal como quien se emborracha y, una vez sobrio, no es capaz de recordar sus momentos de lujuriosa disipación. Para Cerynise, la fusión de sus cuerpos había significado muchas más cosas que un apaciguamiento físico; de ellas, quizá la más señalada fuera haberse dado cuenta de ser ya plena y legalmente su esposa. Le costaba tragarse sus emociones, y por mucho que se echase en cara la imprudencia de haberse metido en la misma cama que Beau, nada de ello cambiaba su sentir una vez consumado el acto. Lo que la afligía era el hecho de no poder expresar tantos y tan tiernos sentimientos, ni corresponderle como debe hacer una esposa enamorada.

Realizó un valiente esfuerzo por fingir desenvoltura y preguntó:

—¿Habéis visto muchos pechos, capitán? Beau la miró fijamente, pero siguió sin ver más que su imperioso perfil. ¿Había notado cierto temblor en su voz, o eran imaginaciones suyas?

—Los suficientes para saber que superáis a muchas mujeres por un margen generoso. No es sólo que los vuestros tengan el tamaño suficiente para llenarme las manos, sino que son todo lo perfectos que es dado a un hombre soñar.

—Debéis de haber visto un número considerable, capitán —dijo Cerynise con frialdad, negándose a volver la cabeza—. ¿Debo estaros agradecida por que seáis capaz de realizar una comparación de esa clase?

—¡No, diantre! —bramó Beau, acudiendo junto a ella con largas zancadas.

Separó los labios para decir algo, pero se puso enseguida a escupir, porque se le habían metido plumas en la boca.

Dándose cuenta de lo ocurrido, Cerynise profirió una risa aguda. Después se colocó a distancia prudencial y, vuelta hacia Beau, lo señaló entre carcajadas.

—Sólo os falta que os cubran de brea y os emplumen, capitán —declaró con regocijo, posando la vista un poco más abajo—. En todo caso, tenéis plumas de sobra para ello.

Beau apoyó un puño en su estrecha cadera y, mirando asimismo hacia abajo, retiró ostentosamente una pluma de una parte muy masculina.

—No me sorprendería encontrar también algo de polvo.

Cerynise no pudo resistirse a una rápida réplica, que articuló con altanería.

—A mí sí.

Beau arqueó una ceja inquisitiva y la miró con suspicacia. Tenía en la punta de la lengua la pregunta de si era cierto que habían hecho el amor; sin embargo, si resultaba de veras ser un sueño, daría motivos a Cerynise para preguntarse si soñaba con ella día y noche. La sondeó, pues, de modo indirecto.

—Sólo si sabéis algo más que yo, señora.

Cerynise se mordió el labio para no confesar, y a fuerza de voluntad logró responder con un displicente encogimiento de hombros.

—Imagino que en Londres habréis estado con muchas rameras. La noche antes de casarnos os vi con unas cuantas.

Beau se apresuró a echar un jarro de agua fría a sus posibles esperanzas de haberlo desconcertado con la revelación.

—También me visteis separarme de ellas poco después de que acudieran a mi carruaje.

La sonrisa satisfecha que vio Cerynise en su esposo la convenció de que el comentario no lo había sorprendido. Se volvió hacia las ventanas de popa y alzó la cabeza con fingida mojigatería.

—A fe que parecíais disfrutar de los manoseos de aquella mujerzuela. Creo recordar que era muy hermosa.

—Qué extraño —contestó Beau con aire pensativo, pasándose una mano por la rasposa barbilla—. Cada una de las veces en que me habéis palpado ese mismo lugar habéis obtenido resultados inmediatos; en cambio, si la memoria no me engaña, riada parecido ocurrió aquella noche... Hecho que vos misma podéis confirmar, puesto que presenciasteis sus insinuaciones.

Ella lo miró con curiosidad.

—¿Cómo sabéis qué vi?

Él soltó una risa breve y negó con la cabeza.

—No, señora, es mi secreto y no os lo revelaré. Cerynise se sintió a punto de estornudar y agitó la mano para apartar las plumas de su nariz. Se arrepentía de haber golpeado a Beau con tanta fuerza recién salido de su enfermedad. Con algo menos de saña quizá la almohada no se hubiera abierto.

Suspiró, preguntándose cuánto tardarían entre Billy y ella en devolver el camarote a su estado anterior.

—Vale más que os vistáis para que podamos empezar la limpieza —instó a Beau con desánimo—. Es posible que nos lleve todo el día.

Él se acercó al armario, sacó su bata y se la puso.

—Voy a tomar un baño en el camarote del primer oficial. Después me afeitaré y volveré a ponerme ropa decente. Me gustaría mucho teneros a mi lado, señora, pero temo que si os lo pido termine con otra almohada en la cara.

Una vez hecho ese sarcástico comentario, salió y cerró de un portazo.

La segunda mañana desde el restablecimiento de Beau no fue mejor, ya que a esas alturas Cerynise se alojaba de nuevo en el camarote más pequeño, tras obtener de Billy que la ayudara a trasladar sus baúles y pertenencias a tan exiguo espacio. Reacia a seguir expulsando a Stephen Oaks de su alojamiento, había planteado al primer oficial las mismas opciones que él anteriormente, diciéndole sin más que no utilizaría su camarote bajo ninguna circunstancia, y que dejaba a su albedrío alojarse o no en él. Oaks cedió, porque una vez instalada Cerynise en el minúsculo cubículo ya no tenía otro lugar adonde ir.

Queriendo remediar lo angustioso de su nuevo aposento, Cerynise pidió permiso a Beau para colgar de las paredes algunos de sus dibujos y pinturas. Él, molesto porque su esposa estuviera tan decidida a vivir apartada que hasta se mostrara dispuesta, a pesar de sus fobias, a ocupar un camarote sin ventanas, frunció el entrecejo y bufó cual toro iracundo. Aun así transigió lo suficiente para dar su permiso.

Billy ofreció su ayuda, y Cerynise actuó de supervisora, cerciorándose de que clavara los clavos en las junturas de las planchas de madera. No quería que su esposo lamentara haber accedido a su solicitud. Dispuso las obras de arte con el objetivo de conferir al camarote una sensación de profundidad, así como la atmósfera de apertura y libertad que reinaba en cubierta. Había pintado a los delfines en un lienzo grande, a todo color y en acción de saltar. Lo colgó donde pudiera verlo al despertarse. Una vez colocadas a su gusto las combinaciones de cuadros de las cuatro paredes, quedó agradablemente sorprendida por el ambiente cálido y acogedor que se había adueñado del pequeño cubículo. Los cuadros le daban mucho más que mirar que las paredes desnudas, pero lo más importante era no sentirse ya como en una oscura mazmorra.

Pasadas las convulsiones de la tormenta, la preocupación por la salud de Beau y el sorprendente aprendizaje de los rudimentos más eróticos de la vida conyugal, Cerynise se notó física y mentalmente exhausta. Tomando conciencia de su abatimiento, resolvió que por una vez necesitaba cuidar de sí misma, y avisó a Billy que descansaría un poco y no deseaba ser despertada. Durmió varias horas, y al despertar se sintió descansada, maravillosamente rejuvenecida. Acto seguido, como hacen las mujeres cuando están de buen humor, se concentró en su aspecto físico, que la inquietud por la fiebre de Beau le había impedido atender. Aprovechando que durante el tempestuoso diluvio Billy había llenado varios barriles de agua para menesteres de higiene, Cerynise le pidió que calentara la suficiente para bañarse en una tina, y escogió sales de baño adecuadas a su estado de ánimo: una dulce fragancia a jazmín que le recordaba a Charleston.

Se sumió en el agua humeante con un profundo suspiro de gratitud. Aborrecía lavarse con la jofaina. Prefería un baño diario, pero los viajes por mar no siempre permitían esos lujos. Probablemente fuera el baño el único beneficio de la tempestad. En ese momento le pareció divino.

Mientras disfrutaba del baño, pasaron por su mente provocativos recuerdos de los instantes de unión carnal con Beau. Eran impresiones tan abrumadoras y nítidas que reavivaron ciertos fuegos, fuegos que Cerynise había tenido la ingenuidad de creer apagados por la cruda revelación de que su esposo permanecía ajeno a lo ocurrido. Con los ojos cerrados, casi sentía su fornido cuerpo moviéndose contra el suyo, su pecho musculoso excitando sus pechos y sus roncos jadeos resonando en sus oídos. Exhalando un largo y trémulo suspiro, se deleitó con las sensaciones que recorrían su cuerpo. Sus ansias de que Beau la abrazara en ese mismo instante hicieron que se percatara de lo mucho que la había afectado su unión, y el gozo obtenido de ella.

Suspiró y sacudió la cabeza, reparando en que era una locura alimentar recuerdos tan estimulantes. Nada servía peor a la firmeza de sus propósitos que desear a su marido, sabiendo lo mucho que le convenía pararle los pies hasta que aceptara plenamente el lazo matrimonial (hecho, por otro lado, nada probable).

En pleno baño oyó que pasaba alguien al lado de su puerta, haciendo crujir ligeramente los tablones del pasillo. El distante cierre de la puerta del capitán identificó a ese alguien con su esposo. Transcurrido apenas un instante se repitió el crujido ante el camarote de Cerynise, y la madera de la puerta resonó con leves golpes de nudillo.

—Cerynise —llamó Beau con una dulzura que no le había oído desde el momento de abandonar su litera—, desearía que esta noche cenarais conmigo.

Ella levantó una esponja grande y dejó chorrear el agua sobre sus blancos senos, preguntándose qué tretas emplearía Beau esta vez para meterla en su cama. Aunque tenía muchas ganas de estar con él, se daba cuenta e que era mejor evitar la tentación de su compañía, puesto que se excitaba con sólo recordar sus momentos de intimidad.

—Lo siento, Beau, pero estoy ocupada.

Esa noche, Beau estaba menos dispuesto que nunca a aceptar una negativa. Lo intrigaba el vago recuerdo de haber tenido a Cerynise acurrucada contra su espalda, y odiaba por ello todavía más el presente reparto de camas. Lo que más quería, sin embargo, era hallar respuesta a las otras impresiones que insistían en estimularlo, negándose a sumirse en el olvido. Reiteró su invitación con algo más de energía.

—Cerynise, os pido que cenéis conmigo. Tengo algo que comentaros, pero lo que siento ahora mismo es hambre. Quisiera descansar y disfrutar con vos de la cena, siempre y cuando me concedáis el placer de vuestra compañía.

Ella no tuvo dudas de cuál era el hambre de Beau, cuyas propensiones la indujeron a extrañarse de que lograra soportar sus largas travesías sin tener a bordo a una ramera que atendiera sus necesidades.

—Estoy ocupada —contestó con voz no menos dulce que la de él.

—Volvéis a estar enfadada —la acusó Beau de mal humor, un poco más irritado qué antes.

—¡En absoluto! —negó ella, ofendida por la deducción—. Y ahora marchaos, antes de que vuestros hombres os oigan suplicar ante mi puerta.

—Me importa poco que me oigan o no —gruñó él, casi pegado a la barrera de madera—. Quiero que abráis y hablemos.

—¡Ya os he dicho que estoy ocupada!

Si hasta entonces se había sentido a salvo con el pasador bien corrido, no tardó en darse cuenta de que era un error suponer que algo tan sencillo como una puerta cerrada detuviera a Beau Birmingham. Este la abrió de un único y vigoroso empellón, provocando que cayera al suelo la pieza metálica del seguro. Beau cruzó el umbral con paso decidido, mostrando suficiente sorpresa para demostrar que no había esperado encontrarla en el baño.

Apenas tuvo tiempo de echar un complacido vistazo a los pechos de su esposa, mojados y brillantes, antes de recibir un nuevo impacto en la cara, esta vez de una esponja empapada. El golpe lo obligó a retroceder por la misma superficie que la esponja había rociado generosamente de agua en el mismo instante de topar con el intruso. Al batirse en retirada, los pies de este pisaron lo mojado y resbalaron, dando con Beau de espaldas contra la pared opuesta del pasillo.

Oyendo el golpe de su cabeza contra la plancha de madera, Cerynise se estremeció, y el silencio subsiguiente le hizo temer que su marido hubiera quedado inconsciente. Movida por la ansiedad, salió de la tina en un abrir y cerrar de ojos, cogiendo una bata y poniéndosela sin dejar de correr. En el rostro de Beau, contraído por una mueca, se abrió un ojo, que miró a Cerynise con expresión dolorida. Por una fracción de segundo contempló sus deliciosas formas y oyó pasos por la escalera. Su renuencia a que otro hombre viera lo que consideraba cada vez más como únicamente suyo por derecho marital fue bastante más pronunciado que el deseo de recrearse la vista.

—¡Cubrios con algo antes de que revolucionéis el barco!

—¡Bah!

Molesta por que le gritaran, Cerynise cogió la puerta y la empujó. Tras chocar con la jamba rota, la hoja volvió atrás. La joven se tomó unos breves instantes para arrancar las astillas que sobresalían del marco, y después cerró por segunda vez, esta con una rotundidad que puso fin a toda conversación que su marido confiara en mantener con ella.

En el largo silencio posterior, miró la puerta fijamente, preguntándose si se repetiría el asalto. Beau, al parecer, había estado resuelto a que cenaran juntos, puesto que una vez en pie murmuró enojadamente al otro lado de la puerta:

—Espero que disfrutéis de vuestra condenada intimidad, señora. Yo no, os lo aseguro; aunque es posible que os hayáis fijado como objetivo atormentarme.

No era probable que los oficiales y la tripulación hubieran permanecido ajenos desde cubierta a lo ocurrido esa noche entre los recién casados, unos metros más abajo. En todo caso, cuando a la mañana siguiente Oaks llamó a la puerta de Cerynise y la invitó a dar un paseo por cubierta, excedió con mucho las esperanzas de la joven. De no ser por el deseo, poco frecuente en ella, de respirar aire fresco después de toda una noche y buena parte de la mañana aislada en su camarote, Cerynise habría renunciado a la oportunidad. Intuía que Beau estaba demasiado irritado por su decisión de permanecer apartada de él para pensar en serio en ofrecerle el brazo.

Parecía que a Oaks le costara mirarla a los ojos, pero una vez la tuvo a su lado tomó la palabra en defensa de su superior.

—Entre la enfermedad y todo lo demás, el capitán está más malhumorado que de costumbre, señora. —No consideró necesario entrar en detalles sobre a qué se refería con «todo lo demás», si bien, en calidad de varón, entendía la frustración del capitán ante la terquedad con que su esposa le negaba sus favores; tal parecía ser, según sospechaba, la situación. Por otro lado también podía compadecerse de la muchacha. Los votos matrimoniales habían sido hechos con tanta precipitación que probablemente Cerynise no hubiera tenido tiempo de reflexionar sobre las exigencias que le plantearía su nuevo esposo—. Estoy seguro de que pronto se le pasará.

—Sí—suspiró Cerynise con tono afligido, convencida de que la irritabilidad de Beau se debía ante todo a su presencia a bordo—. El final del viaje debería traer cambios.

Oaks trató de idear comentarios más alentadores. Podría haberle dicho que su marido era un hombre tenido en gran estima, y que a excepción de unos pocos que no valían ni su peso en sal los marineros tenían a su capitán en muy alto concepto. ¿Qué otros sentimientos podían albergar quienes hubieran realizado más de uno o dos viajes a sus órdenes, tratándose de un hombre cuyo coraje llegaba al extremo de arriesgar la vida para salvar a miembros de su tripulación (como demostraba lo ocurrido en Mallorca)? El primer oficial sopesó incluso la posibilidad de comentar las incontables oportunidades que le había dado a él su capitán, después de que nadie prestara oído a sus aspiraciones de ostentar algún día el mando de un barco. Por otro lado, si Cerynise creía que el regalo de Beau al señor Carmichael era algo excepcional, Stephen Oaks habría tenido sumo gusto en informarla de su generosidad, hasta el punto de que acaso la joven sospechara que eran inventos suyos, dirigidos a suavizar las asperezas conyugales. Eran aspectos que a Beau Birmingham probablemente no se le hubieran ocurrido, y que en todo caso no habría mencionado jamás a otra persona. El capitán podía ser poco comunicativo, aunque fuera a precio de que otros pensaran de él lo peor.

—Tengo entendido que conocéis al capitán desde hace mucho tiempo, señora. Debéis de haber visto su lado bueno, o no habríais accedido a casaros con él. Basta con que tengáis un poco de paciencia. Seguro que no tardará en entrar en razón.

Cerynise sonrió con tristeza. ¿Entrar en razón sobre qué? ¿Su matrimonio? ¡Dudoso! El capitán Beauregard Birmingham amaba demasiado su libertad para tomar en serio la idea de casarse con alguien a título permanente. Si un hombre tan apuesto como él, que podía aspirar a la mano de quien quisiera, se había limitado a apaciguar sus ansias con prostitutas (al menos en lo que sabía Cerynise), estaba claro que su decisión de permanecer soltero venía de muy atrás, y que llegaba al extremo de eludir sistemáticamente el riesgo de comprometer la virtud de doncellas jóvenes y atractivas.

Cuando ella llegó a la cubierta inferior Beau estaba en el alcázar con el contramaestre. Como hacía más frío que en días anteriores, había vuelto a ponerse un jersey, esta vez azul oscuro, y pantalones ceñidos del mismo color. La pérdida de peso a que lo había sometido la enfermedad subrayaba todavía más la agraciada proporción de los huesos y músculos de su cara. En cuanto vio a su esposa sus enjutas mejillas empezaron a tensarse. Una fría desesperación se adueñó de Cerynise al advertirlo, ya que estaba convencida de que el motivo era su enojo hacia ella.

El cuello del jersey de lana estaba levantado a fin de proporcionar más calor y proteger mejor del viento, pero Cerynise tuvo la impresión de que de vez en cuando Beau se veía sacudido por un escalofrío involuntario. Después de cuidar de él durante un largo suplicio, y de temer por su vida, tuvo miedo de que pudiera recaer. Aprovechando que Billy pasaba a su lado, le pidió que subiera una chaqueta para el capitán. El grumete regresó en un santiamén, tendió la prenda a Cerynise y siguió su camino con tal celeridad que la joven no tuvo tiempo de decirle que también quería que se la llevara al alcázar.

Se puso la chaqueta doblada en un brazo y se dijo que no había nada que temer, que por mucho que quisiera Beau Birmingham no podía comérsela y escupirla a pedacitos; aunque a juzgar por cómo se contraían los músculos de su mandíbula, Cerynise no se habría atrevido a apostar por ello.

Subió al alcázar, y al aproximarse a los dos marinos no pudo evitar un súbito temblor. Ya estaba en el nivel más alto, pero aún no se atrevía a interrumpirlos. A decir verdad, Beau parecía desvivirse por ignorar su presencia. Fue el señor McDurmett quien le llamó la atención al respecto. Dadas las circunstancias, Beau no tuvo más remedio que volverse hacia su esposa, arqueando una ceja inquisitivamente. Haciendo de tripas corazón, Cerynise procedió a expresar su ofrecimiento.

—Os he traído vuestra chaqueta, capitán —murmuró con timidez, sosteniendo la prenda con los brazos tendidos. Percibía en las mejillas de Beau más color del normal. Confió en que se debiera al viento, y no al retorno de la fiebre—. Como habéis estado tan enfermo me aliviaría que os la pusierais. —Sacudió un poco la prenda—. Tomad, os ayudaré a ponérosla...

Una muda advertencia brilló en los ojos azules del capitán, cuyos dedos asieron la delicada muñeca de su esposa, impidiéndole que le pasara la chaqueta por los hombros.

—No soy ningún bebé, señora, aunque pueda parecéroslo —dijo entre dientes—. Ahora puedo cuidarme solo, y no necesito que me sigáis a todas partes como una madre asustada de que coja una pulmonía su hijo recién destetado. Y ahora apartad de mi vista esta chaqueta.

Sus palabras eran mucho más hirientes que la férrea presión de su mano. Soltó de modo brusco a Cerynise, giró sobre los talones y sin hacerle mayor caso reanudó su conversación con el contramaestre, que pareció enrojecer de vergüenza y dirigió a la joven una fugaz mirada de preocupación.

Cerynise retrocedió a toda prisa, tapándose los ojos para ocultar sus lágrimas. Tras arreglárselas para descender por los escalones sin tropezar, caminó hacia la escalera con toda la dignidad y discreción que logró infundir a sus pasos. Los hombres que dejaba atrás se afanaban en fijar la vista en cualquier cosa o persona salvo en ella. La conciencia de haber sido rechazada en público no hacía más que intensificar la congoja de Cerynise. Le dolía el pecho, como si acabaran de arrancarle el corazón.

Eran tales su desdicha y sus prisas que no reparó en el hombre que la miraba desde el alcázar al amparo de su capucha. Beau había renunciado a toda pretensión de ignorar a su esposa, pero sólo el pulso acelerado que latía en su garganta atestiguaba la inquietud con que la observaba dé lejos, sintiendo una mezcla de arrepentimiento y preocupación. Sólo su maldito orgullo le impedía desechar aquel disfraz de estoica reticencia e ir en pos de Cerynise, permitiendo que la tripulación pensara lo que le apeteciera. Estaba irritado consigo mismo, y ni los más denodados esfuerzos lograban impedir que asaltaran su mente aquellos sueños extraños y tentadores, de recurrencia cada vez mayor, confabulados en formar un recuerdo.

Cerynise cerró la puerta del camarote y se echó en la litera, donde derramó su congoja ahogándola en el blando refugio de la almohada. De repente tuvo la sensación de que no podía soportarlo. Toda su preocupación por Beau, todo su amor, habían culminado en un breve interludio de pasión, convertido en el secreto de Cerynise, y su tormento. Ahora, en cambio, la actitud de Beau era fría como el mar que surcaban, como si los esfuerzos de su esposa por mantenerse alejada de él hubieran destruido toda posibilidad de que siguieran casados.

Las lágrimas sólo cesaron cuando cayó en brazos de un sueño traumático, pero fueron minutos de pesadilla, una horrible ilusión en que temía desesperadamente por su vida.. Corría por una casa oscura, con Alistair Winthrop y Howard Rudd pisándole los talones, rodeada por destellos de luz que la sobresaltaban y la llenaban de un pánico desorientador. Su desesperada huida no evitó que los dos hombres acortaran la distancia que los separaba de ella. Cada vez que descubrían su escondrijo la obligaban a reemprender la huida, hasta que no quedó lugar donde refugiarse. Entonces sus perseguidores cayeron sobre ella como demonios del infierno, llevando en sus manos grandes sábanas negras con que envolverla y enterrarla. Cuando la tuvieron de espaldas a la pared le taparon la cara con ellas, hasta que de pronto ya no pudo respirar...

Cerynise ahogó un grito y se incorporó en la litera, apartando la mano que le cubría la mejilla. Presa de un pánico cada vez mayor, empezó a forcejear con quien trataba de sujetarla por los brazos.

—¡No podéis hacerme esto! —sollozó con voz lastimera—. ¡Aún no estoy muerta! No podéis enterrarme...

—Despertad, Cerynise —la tranquilizó una voz conocida—. Habéis estado soñando.

Miró alrededor con ojos desquiciados, tan asustada como antes. ¿Había sido un sueño todo lo ocurrido desde la muerte de Lydia? ¿Había hablado siquiera del testamento con Alistair Winthrop y Howard Rudd? Hasta podía ser que no estuviera casada...

Descubrió a Beau de cuclillas junto a la litera, y el deseo de echarse en sus brazos, hundir la cara en su hombro y llorar de alivio casi la arrancó del exiguo lecho; sin embargo, el recuerdo del duro desaire sufrido en el alcázar tardó poco en acudir a su mente y, cruel, obligarla a retroceder con un gemido.

—No me toquéis, por favor.

Beau tragó con dificultad el nudo que tenía en la garganta, y una vez más procuró tranquilizarla.

—Estiraos en la litera, Cerynise. Descansad un poco más hasta que se os aclaren las ideas. He oído vuestros gritos desde la cubierta, y me han asustado.

Azorada por la revelación de que había gritado en sueños, ella lo miró con desconcierto. Después volvió la cabeza y se sintió a punto de llorar, tal era su consternación.

—Perdonad si os he avergonzado...

Beau quiso calmar sus temores, como cuando era niña.

—Shh, amor mío. Ni lo penséis. Me habéis asustado, pero nada más. Vuestros gritos se parecían mucho a los de la niña a quien años atrás habían encerrado en un baúl.

—Supongo que también los habrán oído vuestros hombres —musitó ella con desaliento, rehuyendo su mirada—. Como oyeron anoche cuanto pasó aquí abajo.

—¿Y eso qué importa? —Beau rió en voz baja, tratando de tomárselo todo a broma de cara a su esposa—. Lo más probable es que estén apostando a cuál de los dos se saldrá con la suya, pero intuyo que no hay mucho dinero a cuenta de mi victoria. —Tendió un brazo y tiró dulcemente de la barbilla de Cerynise—. Volveos, amor mío, y dejad que os vea la cara.

Cerynise reflexionó vagamente en lo extraño de que a veces se repitieran hechos del pasado. Después de dejarla salir del baúl, Beau había mitigado sus sollozos con casi las mismas palabras mágicas, pero esta vez Cerynise se opuso a sus ruegos.

—No me llaméis amor —susurró, negándose a que Beau le hiciera volver la cabeza—. No soy vuestro amor, de modo que no finjáis lo contrario con todas esas palabras dulces que os sirven para engatusar a otras mujeres. Ambos sabemos lo que queréis: montarme como un toro en celo.

La expresión, impropia de una dama, sobresaltó a Beau, pero avivó el recuerdo de todo lo que había dicho él en presencia de la joven. Quizá Cerynise llevara demasiado tiempo conviviendo con él para su bien.

—Philippe ha hecho sopa para el almuerzo. ¿Puedo convenceros de que vengáis a mi camarote y la compartáis conmigo?

—Prefiero quedarme —contestó ella con tono inexpresivo.

—Maldi... —Beau se detuvo en seco. Montar en cólera cada vez que Cerynise rechazara sus invitaciones haría muy poco para apaciguar los ánimos. Volvió a intentarlo, más suavemente esta vez—: Me he aficionado a comer con vos, Cerynise. Os agradecería que cambiarais de opinión. Además, tengo algunas cosas que deciros.

La actitud distante de ella no cedió un ápice. Oyendo que se acercaban pasos a la puerta, Beau volvió su atención hacia la persona que apareció en el umbral. Oaks miró a Cerynise con cara de preocupación, pero no pudo averiguar su estado por negarse ella a volver la cabeza. Entonces se dirigió al capitán y le preguntó con tono vacilante:

—¿Se encuentra bien la señora Birmingham, señor?

—Sí. —Beau suspiró y se irguió en toda su estatura—. Ha tenido una pesadilla, pero nada más.

Aun a riesgo de indisponerse con su superior, el primer oficial obedeció al impulso de darle a entender el cariño que había suscitado su esposa en gran parte de la tripulación de la fragata. Quizá el dato contribuyera a que se diera cuenta del alto valor de la joven, que no se debía únicamente a su belleza y cortesía.

—Billy no se atreve a bajar, capitán, por miedo a que le haya sucedido algo horrible. Mucho me temo que el resto de los hombres ande también algo revuelto, y por el mismo motivo.

Mirando a su primer oficial, Beau se dio cuenta de la hondura que había adquirido su lealtad hacia la joven durante la travesía. Poco faltaba para que las palabras de Oaks le atribuyeran todas las dificultades del matrimonio a él, no a Cerynise. ¿Y por qué no? Su terquedad y espíritu de contradicción podían desconcertar al más indisciplinado marinero.

—En ese caso, haced el favor de comunicar a Billy y los demás que la señora Birmingham está descansando. Dentro de poco estará como nueva.

—Sí, capitán. —Stephen Oaks se dispuso a dar media vuelta, pero se detuvo y miró solemnemente a los ojos de su capitán, que no habían dejado de observarlo—. Sería una gran alegría verla sonreír por la mañana, señor.

Beau asintió con la cabeza, consciente de que el primer oficial lo urgía de forma discreta a dispensar mayores cuidados a su esposa.

—Veré qué puedo hacer, señor Oaks.

—Estoy convencido de ello, señor —contestó el oficial, y regresó a cubierta tras esbozar una sonrisa.

Beau se volvió hacia su esposa y descubrió que no se había movido. Se agachó para meter las sábanas por debajo del colchón y retirar de sus sienes algunas hebras sueltas.

—Deberías abrigaros con algo más que estas sábanas. Os traeré el edredón de plumas de mi cama...

—No, por favor, no os molestéis. Estoy bien así.

Beau se volvió con un suspiro de contrariedad y fue hacia la puerta. Esta vez había metido la pata hasta el fondo. Cerynise no estaba dispuesta ni a mirarlo, y mucho menos aceptar sus esfuerzos por consolarla.

Ella oyó cerrarse la puerta con suavidad, y en el silencio que siguió dispuso al fin de intimidad para esconder la cara en la almohada y verter nuevas lágrimas de angustia.

Transcurrida cuando menos una hora, llenó de agua la jofaina, mojó una toalla y se lavó los ojos y la cara hasta que empezaron a desaparecer las manchas rojas provocadas por el llanto. Después de secarse la piel se inclinó para mirarse en el pequeño espejo de encima del mueble.

—Basta de lágrimas —se prometió con un susurro, confiando en haber derramado por última vez un río de sal por culpa de demonios con ojos de zafiro como su esposo, y otros más similares a Alistair Winthrop.

Ya que Beau no quería conservarla por esposa, habría sido absurdo permitir que la tristeza de haber perdido su amor le desbaratara el ánimo. Algún día, en algún lugar, habría un hombre que la amara y pudiera aceptarla por esposa, sin importarle que ya no fuera virgen. Hasta entonces tendría que construirse una vida nueva. En Charleston la esperaban bastantes desafíos para no dejarse dominar por sueños rotos. En espera de que empezaran a venderse sus cuadros tendría que depender financieramente de su tío, pero hacía tanto tiempo que este llevaba vida de soltero que cabía dudar de que soportara las trabas de tener compañía femenina a todas horas, o tolerara con gusto que sus cuadros y dibujos abarrotaran alguna habitación de la casa; aunque, habiéndose pasado media vida entre libros, quizá no se percatara en exceso de la presencia de su sobrina.

Algo fortalecida por la nueva meta que se había impuesto, Cerynise volvió a sus dibujos y se concentró en su trabajo, hasta que de repente enderezó la espalda, sorprendida y turbada por la aparición de un pergamino con un retrato de Beau al carboncillo; no sólo uno, sino decenas y decenas que le cayeron de las manos y revolotearon hasta posarse en el suelo del camarote, como otros tantos y mudos recordatorios de su amor hacia el modelo. Los recogió con un gemido y estuvo a punto de arrugarlos, pero venció la sensatez. No permitiría que Beau la llevara a destruir su propia obra. En lugar de ello, conservaría los dibujos como ejemplo de los peligros que entrañaba dejar que el corazón imperara sobre la cabeza. Confió en haber aprendido la lección.

Los dibujos estaban ya a buen recaudo, y Cerynise llevaba cierto tiempo de pie ante el caballete, centrada en los detalles de las figuras de un cuadro nuevo, cuando algún instinto la detuvo a media pincelada. Levantó la cabeza y escuchó con atención. No oyó sino el distante restallar de las velas al viento, el crujir de las planchas, las voces lejanas de los marineros y todos los ruidos con que se había familiarizado tanto que tenía que esforzarse para oírlos. Sin embargo, no podía negar la sensación que estaba adueñándose de su ser. Permaneció tensa y alerta, con el corazón latiendo a velocidad casi dolorosa y los dedos asiendo tan fuerte el pincel que poco les faltó para quebrarlo. Un momento antes de que se oyeran golpes en la puerta, supo quién estaba al otro lado: el único hombre tan avezado al Audaz que podía caminar por la oscilante cubierta o descender por la escalera sin hacer ruido.

Sosteniéndose en piernas temblorosas, fue hacia la puerta y la abrió, no sin antes conminarse severamente a mantener la compostura. Beau estaba en el pasillo, con semblante preocupado.

—Antes, en el alcázar, os he tratado de modo brusco —dijo sin preámbulos—. No os lo merecíais. He venido a decir que lo siento, y a desagraviaros lo mejor que pueda.

Cerynise aguardó, más que nada por la sorpresa de aquella disculpa inesperada, mientras él la observaba con una intensidad que la convenció de que no era tan ducha como creía en ocultar los rastros del llanto.

—Se aceptan las disculpas —murmuró. El largo e incómodo silencio que siguió pareció durar una eternidad—. Si no se os ofrece nada más, debo volver a mi trabajo. Necesito vender algunos cuadros en cuanto llegue a Charleston, a fin de reintegraros lo que pagasteis a Jasper.

—De eso no os preocupéis, Cerynise. Consideradlo como un regalo.

—Preferiría no deberos más de lo que os debo ya —dijo ella con serena dignidad.

Beau se preguntó si alguna dolencia extraña le había arrebatado la facultad de abordar con franqueza el tema que lo obsesionaba desde el fin de su postración. Igual de incompetente se sentía en su búsqueda de una manera de reparar la ofensa infligida a su esposa. Tenía más deseos de verla sonreír de nuevo que su primer oficial.

Siguió otro largo silencio. Cerynise, a quien incomodaba la mirada fija de Beau, dio un paso adelante para cerrar la puerta. Su tentativa pareció despertar al capitán, que se apresuró a avanzar y empujar la hoja con un suave golpe de hombro. Ante la mirada de alarma de Cerynise, trató torpemente de justificar la prolongación de su presencia.

—Mimarme ante mis hombres, señora, no inspira demasiada confianza. No deben albergar la menor duda sobre mi capacidad de mando.

—Muy pobre debe de ser el mundo que os fabricáis los hombres, cuando se toma por debilidad la menor muestra de afecto —replicó Cerynise con rigidez—. Eso me hace agradecer por partida doble el haber nacido mujer.

Los labios del capitán amenazaron con ceder a la risa.

—No esperéis que lo discuta. No sé por qué, pero no os imagino muy convincente en el papel de varón. —A medida que seguía escrutándola, su entrecejo se frunció. Preguntó entonces con hosca dulzura—: Cerynise... ¿os encontráis bien?

¡Beau lo sabía! La idea la dejó helada, como cierva en suspenso por la proximidad de un ser humano. Se concentró en averiguar cuándo se había delatado, pero no se le ocurría ninguna palabra, ningún hecho que pudieran haber echado luz sobre el secreto. Quedaba, pues, otra opción... El propio Beau estaba recordando el evento. Bien, pero ¿por qué no se lo preguntaba directamente? Era un hombre franco, muy distinto a esos tímidos individuos que no abordan ningún asunto sin titubeos. ¿Por qué, entonces, no planteaba el tema con claridad?

Fijó la mirada en aquellos ojos oscuros y cristalinos, buscando algún indicio de que Beau lo supiera. Eran tan hermosos como siempre, pero no revelaban nada. Estaba imaginando cosas a partir de una simple pregunta. Concluyó que no había más que eso. Se estaba aferrando a una esperanza.

—Perfectamente —acabó por murmurar—. Y ahora, Beau, con vuestro permiso, debo volver a mi trabajo.

Él, escéptico, siguió estudiándola sin intención de marcharse. Su mirada la recorrió con detenimiento, acalorando a Cerynise y obligándola a apartar la vista, no fuera a percibir con excesiva claridad la agitación que provocaba en su seno.

—Me gustaría que cenásemos juntos, Cerynise, y confío en que esta vez aceptéis mi invitación. Últimamente detesto cenar solo, y el señor Oaks no es gran consuelo. Parece resuelto a regañarme por mis modales poco civilizados.

¿Sentarse a la misma mesa que él por espacio de una hora o más? ¿Sin la presencia jovial y tranquilizadora de Oaks? Cerynise sabía exactamente en qué desembocaría la velada. Pese al deseo de ceder a sus ruegos, no podía hacerlo. Su propio bienestar le exigía pensar en los riesgos que entrañaba, y no dejarse vencer por los arrullos de su esposo.

—Dadas las circunstancias, Beau, creo más conveniente que no pasemos demasiado tiempo juntos. —La frase le resultaba tan familiar que se preguntó cuántas veces habría repetido esas mismas palabras. Hasta entonces habían fracasado en lograr sus fines, puesto que estaba aún más implicada que al pronunciarlas por primera vez. Lo intentó de nuevo, esperando convencer a Beau... y a sí misma—. A los dos, por lo visto, nos resulta difícil respetar nuestro acuerdo nominal. Yo, en todo caso, os he permitido libertades que rebasan con mucho lo establecido en un inicio, de modo que llego a la conclusión forzosa de que me conviene no estar en vuestra compañía. En adelante actuaremos como si no estuviéramos casados.

No recordaba haber pronunciado jamás palabras que le partieran el corazón hasta ese punto. Decirlas le había exigido utilizar todas sus energías y fuerza de voluntad.

Beau no sonrió, pero tampoco frunció el entrecejo. Tras ejecutar una silenciosa y levísima inclinación de cabeza, se retiró. Tenía la sensación de haber llegado al final de una etapa enormemente placentera de su vida, pero más fuerte aún era la certeza de que su corazón se había enfriado.

Cuando cerró la puerta, Cerynise temblaba inconteniblemente. Regresó al pequeño escritorio contiguo a la litera, sin humor para retomar su trabajo con el lienzo. En lugar de ello se sentó y cruzó las manos en su regazo, con la mirada perdida y un vacío que poco a poco iba llenándole todos los recovecos y fibras de su ser.

Esa misma y horrible sensación de estar vaciándose por dentro fue la que le robó casi toda la alegría durante los días y semanas sucesivos. Permanecía a solas siempre que podía, y ya no se sentía conectada a la vida de a bordo. Era como si en torno a ella hubieran descendido paredes invisibles, impidiéndole el acceso a lo que había fuera del camarote. Ni siquiera se sentía viva;

se limitaba a existir momento a momento, en espera de que la travesía llegara a su fin. Entonces tendría que arreglárselas para recoger los girones de su corazón e infundirles de nuevo alguna semejanza de orden.

Después de la visita de Beau a su camarote, Cerynise subió a cubierta a instancias de Stephen Oaks, pero sólo el tiempo imprescindible para evitar preguntas acerca de su salud. Una vez ahí contestó a los saludos de la tripulación, pero sin iniciar conversación alguna motu proprio. El primer oficial trató de sacarla de su camarote, y lo mismo hacían Billy Todd y monsieur Philippe, que acudía con frecuencia a retirar personalmente la bandeja y se quedaba a intercambiar algunas frases en francés. Los tres compartían una preocupación similar a la que se advertía en los ojos de los demás miembros de la tripulación. Eludiéndola con una dulce sonrisa, Cerynise se dejó caer cada vez más en el pozo de su vacío interno.

La Navidad los sorprendió a un mes todavía de llegar a puerto. Cerynise consintió en pasar la velada con su esposo, compartiendo una cena tranquila con él y Stephen Oaks. Obsequió a Beau con un magnífico cuadro del barco, y al primer oficial con un retrato sobre lienzo, como los que había pintado antes para Billy y Philippe. Oaks, a su vez, le regaló una réplica en miniatura del Audaz, con cordeles en lugar de jarcias y pañuelos sustituyendo al velamen. Acogió con una amplia sonrisa los elogios que le dedicaba la joven, y que no exigían grandes esfuerzos, ya que Cerynise estaba sinceramente impresionada por la precisión con que veía reproducido el barco a escala.

Disfrutaron de un exquisito ágape, que Philippe había preparado con entusiasmo para felicitarles las fiestas. Cuando Oaks pidió permiso para retirarse, Cerynise quiso partir también hacia su camarote, pero Beau le puso una mano en el brazo y suplicó unos minutos más de su compañía. Detectando recelo en la mirada de la joven, alegó que todavía no le había hecho ningún regalo, y que deseaba entregárselo en privado. El gesto de asentimiento de Cerynise no expresó las emociones que pugnaba por contener. Casi en el mismo instante de acceder al aposento del capitán había sentido crecer en su interior un poderoso anhelo. Era un deseo tan fuerte que le dio ganas de llorar, porque demostraba absoluta falta de progreso en su empeño de alejar a Beau Birmingham de su corazón. Ansiaba regresar a la comodidad del camarote de Beau, y a sus brazos. Víctima, a su pesar, de tales pensamientos, y experimentando una precaria vulnerabilidad, aguardó en tenso silencio a que Beau fuera en busca del obsequio, guardado en un armario contiguo al palanganero.

El capitán regresó con una caja de palisandro muy trabajada, y al abrirla reveló en la base de teca a dos figurillas de jade con flores de loto talladas. Cerynise nunca había visto nada tan exquisito en su género, pero no se le escapaba el coste de aquel tesoro, excesivo para que lo aceptara de manos de un esposo temporal.

—Es muy hermoso, Beau, pero no creo que deba aceptarlo.

Él cogió la figura masculina de la pareja y la examinó de cerca.

—Me dijeron que representan a dos amantes legendarios que lograron contraer matrimonio después de vencer numerosos obstáculos. Considerando nuestras adversidades, señora, me ha parecido un regalo adecuado, y sentiré como una grave ofensa que no lo aceptéis.

—¿Y si algún día os casáis con otra? —murmuró Cerynise, tragando saliva para disolver el nudo que se había formado en su garganta. La frase sometió su compostura a dura prueba. El mero hecho de pensar que Beau pudiera arrepentirse de su soltería y casarse con otra mujer le daba ganas de llorar—. ¿No preferirías regalárselo a vuestra esposa?

—Se lo estoy regalando a mi esposa —afirmó él, obligándola a mirarlo a los ojos—, y me honraría que aceptarais mi obsequio.

La ternura de su mirada era tan persuasiva que ella sintió palpitar su corazón. Contuvo el imperioso deseo de arrimarse a aquel recio cuerpo varonil y descansar la cabeza en su pecho. Sabía que Beau la habría acogido gustoso; sabía asimismo que su voluntad se habría derrumbado bajo los besos subsiguientes. Incapaz de fiarse más tiempo de sí misma a corta distancia del capitán, le dio las gracias y se apresuró a abandonar el camarote, huyendo al suyo, donde pasó otra noche en vela deseando no tener que mantenerse a distancia de Beau.

Un nuevo acceso de náuseas hizo que se recluyera en la soledad de su cubículo, y si bien consiguió no expulsar lo poco que ingería, no se salvó de un agotamiento sin límites. Como casi ya no tenía ganas de pintar, pasó durmiendo buena parte del tiempo, y a veces se permitía largos descansos tanto por la mañana como por la noche. A la tercera vez de despertarla, Billy comunicó su inquietud al capitán. Cuando Beau acudió corriendo a hacer averiguaciones y tocar la frente a Cerynise, esta le aseguró que dormía para vencer el aburrimiento de una larga travesía, y desmintió que se hubiera visto afectada por alguna extraña enfermedad. Expresó asimismo su confianza en revivir cuando llegaran a Charleston, y dijo que no necesitaba niñera. Beau aceptó sus excusas a regañadientes y le devolvió la intimidad, que era lo que más parecía desear la joven.

A partir de entonces la observó con atención, pero únicamente desde lejos. Sus caminos se cruzaban con frecuencia. Ocultando con esmero sus respectivas emociones, cruzaban unas palabras o se limitaban a intercambiar corteses inclinaciones de cabeza. Una tarde, cuando Billy trajo la bandeja de la cena y dejó la puerta abierta al salir, Beau se detuvo ante ella, de camino a su camarote. Su cuerpo alto y recio irradiaba como siempre fuerza y saludable vitalidad, pero sus oscuros ojos azules se posaron con cautela en la joven pasajera.

—¿Os encontráis bien esta tarde, Cerynise? —preguntó, todo cortesía.

—Mi salud es excelente, capitán. Gracias. ¿Y vos? —contestó Cerynise con fingida jovialidad, haciendo lo posible por mostrarse a la altura de la respuesta.

Él se mordió la mejilla, cavilando en la palidez de Cerynise. Hacía unos días que le inquietaba su excesiva seriedad, y nada podían sus sonrisas forzadas para convencerlo de que estuviera contenta. Sin embargo, y por ganas que tuviera, no podía ordenarle que le contara la verdad acerca de su salud.

—Os encontráis bien, ¿no es así, capitán? —insistió Cerynise, contando los instantes que faltaban para que se cerrara la puerta y pudiera respirar de nuevo.

—Ciertamente, señora —acabó contestando él. Transcurrida otra pausa, añadió—: Doy por sentado que no vacilaréis en informarme de todas vuestras necesidades.

—Billy y Philippe las han atendido de maravilla, capitán. —Cerynise se encogió de hombros y tendió las manos, emitiendo una breve risa que hasta ella habría reconocido como falsa—. No veo motivo para importunaros con asuntos tan triviales. Tenéis mucho en que ocuparos, demasiado para que yo os robe una parte de vuestro tiempo.

La respuesta no fue del agrado de Beau, pero tampoco estaba dispuesto a suplicar a Cerynise que le dedicara unos minutos de su tiempo. Demasiadas veces lo había hecho ya. Siguió caminando hacia su camarote.

Las semanas posteriores vieron a Cerynise más a menudo en cubierta, con el objetivo prioritario de disipar cuantas dudas pudiera albergar Beau en lo tocante a su salud. Durante esas incursiones contemplaba más el mar que el lugar ocupado por el capitán. Observar a este la habría metido por un camino que trataba por todos los medios de evitar, y si bien procuraba insensibilizarse a su presencia, esta se anteponía con firmeza a todo lo demás. De poseer una voluntad todopoderosa, Cerynise habría deseado poner punto final a su tortura mediante el avistamiento de tierra firme. Por la tarde de un día frío de invierno, a pocos días de cumplirse tres meses de su partida de Londres, su deseo se vio confirmado.