11

A finales de enero, la marea matinal acercó al Audaz a Charleston. Cerynise subió a cubierta al romper el alba y aguzó la vista para captar algún detalle de la ciudad a través del velo de bruma que enmascaraba la costa. Las aves marinas sobrevolaban el barco como amigos dándole la bienvenida, o cabalgaban las olas que quebraban en proa su blanca cresta. Cerynise observó sus jugueteos, fijándose únicamente en el contraste entre el espíritu despreocupado de los pájaros y la creciente congoja que sentía ella.

A medida que el sol alcanzaba mayores alturas, los vientos cobraron fuerza y se disipó la bruma. Cerynise se arrebujó en su capa de terciopelo, negándose a que la gélida brisa la obligara a refugiarse en el calor de su camarote. En lugar de la euforia que cabía esperar del regreso a su tierra natal, no sintió más que alivio de que hubiera finalizado el viaje. Aun así halló placentero el panorama que le descubría su mirada, posada en las blancas y relucientes playas que enmarcaban el canal principal de acceso al puerto de Charleston. Respirando hondo, disfrutó de las fragancias mixtas de los bosques de cipreses y mangles, que crecían vastos y majestuosos a lo largo de la costa y difundían sus aromas en talas del viento.

¡Cuán desesperadamente había añorado su patria! Sólo ahora que podía recrearse la vista con la tierra natal se daba cuenta de la intensidad de su nostalgia. El impacto de perder a sus padres, mezclado con la gratitud sentida hacia Lydia, habían eclipsado los recuerdos de años anteriores, relegándolos a lo más hondo de su corazón. Una vez roto el sello acudían en tropel, llenándola de fortalecedora serenidad. Había sido un largo viaje, sí, una travesía no del océano sino de su propia vida. Por fin había concluido, y una vez en tierra empezaría otro viaje, uno en que lucharía por crearse un espacio propio en aquella tierra que la había visto crecer.

Una sensación familiar la embargó. Era, como siempre, inconfundible. Contuvo la respiración y dio media vuelta, descubriendo que Beau la observaba de muy cerca. La gorra con que protegía su agraciada cabeza era la misma que se había puesto durante toda la parte final del viaje. La llevaba un poco ladeada, y asomaban por debajo cortos mechones de pelo negro que se agitaban con el viento. Beau había accedido a ponerse chaqueta, quizá en atención a Cerynise. Esta halló su planta tan admirable y principesca como siempre, y sin duda nunca dejaría de parecérselo. Le bastaba mirarlo para temer que se le saliera el corazón del pecho. Era la reacción que le había producido siempre, y sin duda nunca dejaría de producírsela.

—Esta mañana os veo un poco pensativa, Cerynise. —Beau expresó su conjetura al mismo tiempo que se colocaba a su lado y apoyaba los codos en la borda—. ¿No os alegráis de estar en casa?

—Sí, mucho —contestó ella, con una sonrisa que él no había visto en semanas—, pero después de tanto tiempo no puedo evitar sentirme extranjera. —Comprobando que su pulso se negaba a serenarse, apartó la mirada de su apuesto esposo y la fijó en la costa que se perfilaba a proa—. Me pregunto cuántas cosas habrán cambiado desde mi partida, y si sabré reconocer la ciudad que visitaba en otros tiempos.

—Dudo que os cueste. No ha experimentado grandes cambios.

—Eso espero.

Ser considerada extranjera por los habitantes de la zona era uno de los temores de Cerynise, pero evitó mencionarlo. Tenía confianza en que su tío le daría cobijo, si bien había sido siempre un hombre de talante solitario y autosuficiente, satisfecho, entre clase y clase, con disfrutar entre libros de su soledad. En cuanto a sus amistades de niñez, todas se habrían hecho mayores, y participarían sin duda en las diversas actividades y tareas propias de las mujeres de su edad. Hasta era posible que algunas se hubieran casado y estuvieran embarazadas...

Pensando en su propia condición de casada, Cerynise se sobresaltó; turbada de súbito, se alisó la parte delantera del vestido, palpando los suaves y mullidos pliegues de su falda. La involuntaria inspección cesó de modo brusco al darse cuenta de que Beau la observaba con curiosidad.

—¿Vendrá a recibiros algún pariente? —le preguntó con nerviosismo, poniéndose de cara al viento para mitigar su sonrojo.

Beau pensó que había visto gatos pequeños haciendo frente a una manada de perros salvajes con más aplomo que el que estaba viendo en su esposa. Se encogió de hombros.

—Como la mayoría se hallará en Harthaven, dudo que estén sobre aviso de mi llegada a puerto. Iré a verlos más tarde, una vez me haya instalado. Les he traído regalos, y como es lógico mi madre se tomaría a mal que me quedara en la ciudad sin informarles de que estoy en casa.

—El señor Oaks dijo que vuestras llegadas suelen esperarse con impaciencia, y que de costumbre os asedian verdaderas multitudes ansiosas por ver qué habéis traído. Si se da el caso, imagino que tardaréis cierto tiempo en abandonar la ciudad. —Haciendo esfuerzos por fingir desenvoltura, añadió—: De ser así, Beau, creo que deberíamos discutir en qué términos plantearéis la anulación.

Beau había pensado proponer que antes de iniciar los trámites se concedieran un margen generoso de tiempo para meditar sobre su relación. Durante ese período se había propuesto pedir permiso al tío de su esposa para cortejarla como cualquier pretendiente con fines matrimoniales. A la luz de su anterior renuencia a casarse, el propio Beau se sorprendía de haber urdido un plan de aquella naturaleza, pero no concebía renunciar a la joven. A decir verdad, la idea de que otro pretendiente la galanteara lo hería en lo más profundo.

—Dispondremos de mucho tiempo para hablar de eso, Cerynise. No tengo prisa.

Ella respiró hondo para tranquilizarse. Ser la esposa de Beau Birmingham tenía sus inconvenientes, sí, pero sólo porque su matrimonio estaba destinado a finalizar. Sabía que retrasando esa tarea, cuando llegara la hora de firmar los papeles su corazón se habría afianzado todavía más en su cautiverio. Se imaginaba perfectamente el trauma emocional que le depararía albergar esperanzas sobre la continuidad de su matrimonio y verlo al fin hecho añicos en fecha posterior. No podía mantener indefinidamente la fachada de frialdad y afectación que había logrado construir a fuerza de voluntad, después de rogar a Beau que ya no pensara en los dos como en un matrimonio. Había, además, otra razón clarísima que no se le olvidaba en ningún momento, pero intentó hacerlo hasta que hubieran finalizado las conversaciones sobre el tema del matrimonio, puesto que de otro modo su compostura se habría visto seriamente amenazada.

—Quizá cuanto antes mejor, Beau —murmuró. ¿Se puso tenso él, o eran imaginaciones suyas?

—He pensado que deberíamos concedernos unos meses...

—No; es mejor acabar de una vez —insistió ella, al borde del pánico.

—¿Tanta prisa os corre la anulación, señora? Desconcertada por la acritud de la pregunta, Cerynise levantó la mirada hacia Beau, cuyos ojos, entrecerrados, la escrutaban. ¿Cómo explicarle que dos meses más tarde ningún abogado en su sano juicio accedería a redactar los documentos de la separación? Y Beau, sintiéndose atrapado, la odiaría. Midiendo sus gestos y palabras, Cerynise recitó las excusas que tanto había ensayado.

—Cuando haya montado mi estudio, y si quiero vender un número suficiente de cuadros para cancelar mi deuda con vos y contar con fondos propios, no tendré mucho tiempo libre. Es preferible que actuemos con toda la celeridad que nos sea posible, aprovechando que todavía dispongo de él.

—Y claro, los cuadros tienen prioridad —replicó Beau insidiosamente.

Cerynise quedó abrumada por su sarcasmo. ¿No se daba cuenta que él significaba para ella mucho más que su talento de pintora? ¿De veras no entendía que estaba loca e irremediablemente enamorada? ¿O acaso consideraba su retraimiento como señal de que no quería saber nada de él? ¡En ese caso era tan ciego como necio!

Dejó que prevaleciera el sentido práctico en su respuesta, aunque sin ocultar su irritación.

—Veréis, capitán, desde el momento en que debo ganarme la vida por mis propios medios, la pintura es muy importante para mí. Significa mi sustento.

El mal humor de Beau iba en aumento.

—¿Qué diréis a vuestro tío?

—La verdad —contestó ella con sencillez—. Estoy segura de que lo entenderá, y de que os estará agradecido por cuanto habéis hecho... como lo estoy yo.

El frío brillo de los ojos de Beau le advirtió que estaba pisando arenas movedizas.

—¿Sólo eso? ¿Agradecida?

La confusión de Cerynise crecía por momentos.

—¿No debería estarlo?

Por mucho que escrutara el rostro de la joven, Beau no halló indicio de lo que buscaba.

—En cuanto a la anulación... Ella se volvió hacia la costa y contestó con toda la serenidad que logró reunir.

—No deseo causaros la menor molestia, Beau; no más, en todo caso, que las que os he causado ya. Os ruego que actuéis como os parezca más conveniente.

—Entiendo...

Lo miró de nuevo, atraída irresistiblemente por el poder viril y gracia masculina de su persona. Beau la observaba con la misma cautela que a un mar revuelto, hasta el punto de que, de no haberlo conocido mejor, Cerynise lo habría creído irritado con ella por insistir en que dieran prisas a la anulación; pero no, sin duda era eso lo que él deseaba y esperaba. Habría sido una locura ceder a la tonta esperanza de que la idea de ver disuelto su matrimonio le disgustara tanto como a ella.

Beau quedó frustrado por el semblante inescrutable de su esposa, que le impedía leer sus pensamientos. Le pareció que los sentimientos de la joven seguían iguales a como habían sido durante la mayor parte de la travesía. No deseaba sino desentenderse de él.

Se arrepintió entonces con tal intensidad que casi perdió la compostura. Al urdir su plan de arrebatar a Cerynise de las garras de Winthrop no se le había ocurrido que en espacio de tres meses llegaría a encariñarse tanto con ella. Ahora, su renuencia a invalidar el matrimonio se demostraba inútil. Se dio cuenta de que había sido una insensatez albergar siquiera una tímida esperanza de que Cerynise pudiera desear la prolongación de su enlace, o fuera capaz de algún sentimiento de afecto conyugal hacia él. Sus esperanzas contrariadas cedieron a un orgullo inflexible, que le tensó la mandíbula.

—En ese caso, señora, recibiréis la visita de mi abogado, Hiram Farraday.

Cerynise asintió con rigidez, incapaz de evitar el nudo de congoja que se le estaba formando en la garganta. Tardó en darse cuenta de que estaba tan aferrada a la borda que los dedos le dolían. Sin apartar la mirada de la costa, fue soltando poco a poco la baranda de madera y logró fingir indiferencia, al tiempo que Beau se alejaba de ella sin ceremonias.

El viento y la marea se unieron para favorecer al Audaz, impulsándolo por la bahía azul en dirección a la lengua de tierra que separaba dos grandes ríos. La ciudad encalada relucía bajo el sol matinal, y su bello aspecto era un imán para cualquier mirada. Más allá de los altos mástiles de los barcos que abarrotaban el puerto, multitud de campanarios se elevaban hacia el cielo, mientras que a partir de la punta de la península el suelo firme daba cobijo a elegantes edificios de dos y tres plantas. Los recuerdos mostraron no ser sino pálidos reflejos de la realidad, y Cerynise quedó tan impresionada como cualquier viajero en su primera visita a Charleston.

Una orden de Beau la sacó de sus ensoñaciones. Los marineros subieron a las jarcias para cumplirla. En poco tiempo quedaron arriadas las velas, y ejecutados los preparativos necesarios para que la fragata pudiera atracar en el muelle. Mientras recorrían la última milla, la mirada de Cerynise se posó en la multitud reunida en el embarcadero. De sus anteriores visitas a la ciudad recordaba las noticias que habían corrido como el mercurio por calles y callejas cada vez que se divisaba un nuevo buque en proximidad del cabo. A esas alturas el regreso del Audaz sería ya de dominio público; no así, por supuesto, el de su pasajera. Su tío no esperaría su llegada, pero con algo de suerte Cerynise confiaba en pasar desapercibida entre el tumulto del retorno de los marineros, y recorrer sin compañía el camino hasta la casa.

Descendió al camarote y recogió sus pertenencias personales. Los baúles y las bolsas estaban preparados de antemano. A excepción de una pequeña valija en que había puesto artículos de primera necesidad, el resto tendría que permanecer a bordo hasta que su tío pudiera ir en su busca.

Cuando estuvo lista se colocó en medio del camarote y lo miró por última vez. La pequeña habitación que había sido su hogar durante el último tramo del viaje ya empezaba a perder su aire de familiaridad. Estaba segura de que transcurridas unas pocas semanas tendría dificultad en recordarla con detalle. No así aquel otro camarote que daba al pasillo, y que recordaría siempre con nitidez, quizá hasta en su lecho de muerte.

Una serie de sacudidas señaló el final del viaje. Tras recorrer miles de millas, atravesando tempestades naturales e interiores, Cerynise quedó sorprendida de que concluyera con tanta normalidad. Suspiró, incapaz de deshacer el nudo de su garganta. Después recorrió el pasillo por última vez y subió lentamente por la escalera.

Cuando salió a cubierta las amarras del Audaz estaban anudadas al muelle, y ya había sido tendida la pasarela. El embarcadero estaba abarrotado de familias que saludaban a gritos a varios miembros de la tripulación, igualmente ansiosos por divisar a sus seres queridos. Siguió acudiendo gente por las calles adyacentes, hasta que pareció que no quedaría sitio para los que faltaban. Llegaron varios carruajes elegantes, cuyos pasajeros, una vez en tierra, se apresuraron a subir a bordo con inquebrantable resolución. El cochero negro de un lando ayudó a apearse a dos jóvenes señoritas, que cruzaron la pasarela poco menos que volando, entre risas alborotadas. En cuanto divisaron a Beau lo llamaron por su nombre, agitando el brazo con entusiasmo hasta captar su atención.

—¡Suzanne! ¡Brenna! —exclamó con alegría el capitán—. ¿Qué hacéis aquí las dos?

Se apresuró a salvar la distancia que lo separaba de ellas y abrazó primero a una y después a otra, alzándolas en vilo y dándoles un beso en la mejilla.

Reparando en la negra melena y ojos azules de ambas, Cerynise supuso que serían miembros del clan Birmingham a quienes Beau no había esperado ver. Como no quería mostrar excesiva curiosidad, se volvió ligeramente hasta poder observarlas con cierto disimulo. Pese a los múltiples sonidos del muelle, el viento llevó las voces de las jóvenes hasta la borda, donde se hallaba Cerynise.

La mayor y más alta de las dos expuso alegremente el motivo de su presencia en la ciudad.

—Hemos venido de compras, Beau, pero al enterarnos de que habían avistado tu barco hemos tenido que darnos prisa, aunque sólo fuera para ver a nuestro hermano unos segundos antes de que embarque de nuevo.

—¡Vamos, Suzanne, no exageres! —protestó él, risueño. Acto seguido se puso en jarras y examinó a la menor con una sonrisa burlona—. Te veo muy desarrollada, Brenna. ¿Y qué es eso de que no lleves coletas?

—¡Bah! —La joven belleza de pelo negro y ojos azules hizo un gesto de fingida exasperación con su cabeza, tocada con un sombrerito—. ¡Sabes perfectamente que nunca he llevado coletas, Beauregard Birmingham! Además, querido hermano, si piensas un poco recordarás que ya he cumplido dieciséis años, es decir que tengo suficiente edad para estar desarrollada.

—Cuando te vi por última vez tenías andares de pato —dijo Beau—. Salta a la vista que desde entonces has adquirido mayor elegancia. Pero dime una cosa: ¿todavía te persiguen todos los mozos de buena familia de la región?

—¡Silencio, granuja! —lo reprendió Brenna con un bonito mohín—. Ya sabes que papá saca la escopeta en cuanto ve acercarse a un posible pretendiente. Con papá montando guardia a todas horas, te juro que nunca conseguiré acercarme a un hombre lo suficiente para decidir si es guapo o no.

—Hazme caso, hermana: tiene motivos de sobra para esmerarse tanto en tu protección —le aseguró Beau con tono jovial—. Siendo hombre, puedo dar fe de ello.

—¡Todos los hombres sois iguales! —exclamó la joven con graciosa indignación—. Ponéis todo el empeño del mundo en defenderos mutuamente, y que Dios proteja a la mujer que se atreva a contradeciros.

—Cuando seas mayor y más sensata, querida, agradecerás a papá que haya invertido tantos esfuerzos en protegerte. Si no fuera por él, más de un truhán vería en ti a un bocado apetitoso en espera de ser devorado.

El comentario ofendió a Brenna.

—Ya soy sensata.

—Digamos que te falta experiencia para saber tratar a hombres mundanos.

—Supongo que no hay como parecerse para entenderse —declaró Brenna con un brillo burlón en los ojos—. Tú y papá sois iguales. De tal palo tal astilla.

—Puede ser —reconoció Beau—, aunque le he oído decir que tú eres la viva imagen de mamá cuando la vio por primera vez.

—Sí, y cuando se casó con papá no era mucho mayor que yo ahora. En cambio, si de él dependiera, esperaría a verme hecha una solterona de veinte años antes de permitir la visita del primer pretendiente.

—Tenía entendido que en el momento de casarse mamá se acercaba más a los dieciocho —señaló Beau con una sonrisa burlona.

—Bueno, pues a mí me falta poco —afirmó Brenna, sacándole la lengua.

—¿Qué dijo mamá de ese gesto? —regañó Suzanne a su hermana menor, antes de resoplar como si ya no aguantara más—. Mientras no dejes de avergonzarnos de esa manera seguirán considerándote como una niña traviesa, y nada más.

—¡Qué aburrida eres, Suzanne! —se quejó Brenna—. Cualquiera te tomaría por mi madre.

—¡Chicas, chicas! —las reprendió Beau con dulzura—. Dejad de pelearos. No es digno de dos señoritas. —Mientras sus hermanas se miraban con mala cara, alzó la vista para localizar la esbelta silueta de su esposa. Tal vez el reencuentro con su familia convenciera a Cerynise de no tenerlo por un ogro, o mitigara su decisión de huir cual pájaro herido—. Además, quiero presentaros de nuevo a una persona.

Cogió a las dos jóvenes del brazo y recorrió con ellas la cubierta en dirección a Cerynise. Antes de tocar el codo de su esposa, esta ya se había vuelto hacia él.

—Cerynise, os presento a mis hermanas, Suzanne y Brenna. —Se volvió hacia las dos—. Seguro que os acordáis de los Kendall. Pues bien, he aquí a la hija de Marcus Kendall, Cerynise...

—¡Cerynise Kendall! ¡Por supuesto! —exclamó Suzanne, cogiendo la mano de Cerynise—. Solías acompañar a tu padre en sus visitas a Harthaven. ¡Virgen santísima, cuánto has cambiado! Sin la ayuda de Beau no te habría reconocido. Pero ¿qué haces aquí? Lo último que supimos fue que habías zarpado a Inglaterra para vivir con la encantadora señora Winthrop. —Suzanne escudriñó la cubierta con sus ojos de negras pestañas, buscando a aquella anciana a quien siempre había considerado ejemplo de elegancia y señorío—. ¿Viene contigo?

—No; lamento decir que he hecho el viaje sola —contestó Cerynise serenamente—. La señora Winthrop falleció poco antes de mi partida de Inglaterra.

—¡Oh, qué tragedia! No sabes cuánto lo lamentamos —dijo Brenna compasivamente—. Pero estamos encantadas de volver a tenerte con nosotras. Cuando estés instalada no dejes de venir a vernos a Harthaven.

Cerynise se dio cuenta de que Beau se había colocado detrás de ella. Acaso existiera entre los dos un entendimiento que trababa sus mentes y corazones; fuese cual fuera el motivo, su intuición le advirtió que el capitán aguardaba la ocasión de presentarla como esposa suya, con el consiguiente desbarajuste.

Brenna siguió desgranando recuerdos, e impidiendo toda intervención por parte de su hermano.

—Aún me acuerdo de lo bien que se te daban los pinceles durante la época en que fuimos juntas a aquella academia de señoritas, Cerynise. Tus pinturas siempre se parecían a sus modelos. Ya entonces deseaba que me hicieras un retrato, pero tenía uno o dos años menos que tu círculo de amistades, y por eso no me atreví a pedírtelo. ¿Todavía pintas?

—Como Rembrandt —señaló Beau con una sonrisa.

—¡Qué emocionante! —exclamó Brenna, chispeantes de entusiasmo sus ojos azul zafiro—. ¡Tengo que decírselo a papá! Le oí comentar hace poco que quería encargar un retrato de mamá con sus hijas. Ahora podré informarlo de que hemos encontrado un artista capaz de realizarlo a su plena satisfacción.

Si bien la vivacidad de la muchacha la hizo sonreír, Cerynise juzgó prudente manejar la situación con delicadeza, por miedo a que se vieran envueltos los cuatro en una situación embarazosa.

—Quizá sea mejor que no insistas demasiado y esperes a que tu padre valore personalmente mis cualidades. Es posible que ni siquiera le gusten mis obras, y que prefiera encomendar la tarea a otro artista.

Decidió que le convenía mantener la máxima distancia con la familia Birmingham, puesto que no harían más que recordarle lo que echaría de menos una vez disuelto su matrimonio con Beau. De niña, la cordial hospitalidad de los Birmingham había hecho que se sintiera muy a gusto, hasta el extremo de que en ocasiones había osado imaginarse como parte de la familia en calidad de nuera. Puesto que de ningún modo iba a ser ese el caso, prefirió no sufrir la angustia de saber que podría haberlo sido, de no haberse interpuesto...

—Si Beau dice que pintas como los maestros, entonces no cabe duda de que te hallas entre los mejores —le aseguró Suzanne con una sonrisa—. Por si no te has dado cuenta todavía, nuestro hermano tiene muy buen un ojo para las obras de arte. De todos modos, antes de importunarte con la cuestión del retrato dejaremos que te instales. ¿Te alojarás en casa de tu tío?

—Sí, pero él todavía no lo sabe.

—Lo cual me recuerda —intervino Brenna— que Beau aún no está al corriente de las noticias de nuestra familia.

—¿Qué noticias? —inquirió Beau con cierto recelo. Había aprendido a muy corta edad que en la familia Birmingham siempre había sorpresas.

—Suzanne está prometida en matrimonio —anunció Brenna con júbilo—. Michael York ha acabado por comprar la plantación, la que está a un par de millas siguiendo el camino, y en cuanto lo tuvo todo preparado vino a casa, solicitó a papá la mano de Suzanne y se puso de rodillas para pedirle a ella que se casara con él. ¡Fue tan emocionante verlos desde la puerta...! Suzanne se mostró sorprendida.

—¡No te atreverías, Brenna!

—¡Por supuesto que sí! —admitió con orgullo la menor, antes de volverse de nuevo hacia su regocijado hermano—. A mediados de abril habrá un baile para celebrar la noticia. Has vuelto justo a tiempo para alborotar a todas las chicas jóvenes, y hacer que se pongan a soñar al mismo tiempo en bailes de compromiso y cosas de esas...

—Verás, lo cierto es que ya estoy... —empezó Beau, pero su frase quedó interrumpida por la llegada de Oaks, que le tocó el brazo.

—Disculpad que os moleste, capitán, pero un hombre ofrece comprar todos los muebles que hayáis traído, y parece que es en serio.

—¿Cómo es posible? ¡Si todavía no ha visto ninguno!

—Cierto, pero se acuerda de lo que trajisteis la última vez, y en esa ocasión llegó demasiado tarde para hacerse siquiera con un simple pedestal. Insiste en negociar ahora mismo, capitán, antes de que lleguen otros compradores.

Brenna apoyó una manó en el brazo de su hermano.

—No te retenemos más tiempo, Beau, pero confiamos en verte esta noche. Mamá se alegrará mucho de que hayas vuelto, y ya sabes que querrá verte antes de que acabe la tarde. —Se dibujó en sus labios una sonrisa burlona, simultáneamente a la verbalización de otras e indignantes suposiciones—. Siempre has sido la niña de sus ojos, su bebé. Oyendo lo orgullosa que está de su primogénito, cualquiera pensaría que tu nacimiento fue un suceso excepcional.

—No te pongas celosa —la reprendió Beau y besándola en la frente con cariño. Después de hacer lo mismo con Suzanne, se volvió hacia Cerynise—. No creo que tarde —murmuró, disponiéndose a acompañar a Oaks.

Cerynise se despidió de las dos hermanas, que volvieron a exhortarla a no demorar su visita. La joven asintió con la cabeza, a sabiendas de que no sería fácil. Visitarlas le produciría un sufrimiento insoportable.

La cubierta había quedado abarrotada de gente, y como Beau estaba ocupado, Cerynise juzgó que era un momento ideal para poner en práctica sus planes de huida. Valía más cortar por lo sano antes de que la angustia de separarse de Beau le destrozara el corazón. Era consciente de que despedirse de cualquier miembro de la tripulación le habría puesto las emociones a flor de piel, y aun siendo grandes sus deseos de agradecer su amabilidad al señor Oaks, Billy y todos los demás, tendría que contentarse con plasmarlos en una misiva y enviar un ejemplar a cada uno, puesto que no quería pasar un mal rato viniéndose abajo en presencia de todos.

No la esperaba ningún carruaje elegante, ni disponía ella de monedas para alquilar uno. Se abrió camino por la arremolinada muchedumbre, hasta llegar a un punto cuya distancia del embarcadero le permitió tomarse un descanso y aliviar el mareo que le había producido la presión de la multitud. Volviendo la vista hacia el grácil velero, sintió una punzante tristeza por no estar ya a bordo de él, aguardando pacientemente a que su esposo hubiera concluido sus negocios para bajar a tierra juntos. Esos díscolos pensamientos le humedecieron los ojos, pero contuvo las lágrimas a fuerza de pestañear, resuelta a no dejarse vencer por la melancolía. De todos modos, y a pesar de sus esfuerzos, se adueñó de ella una honda sensación de desamparo. Suspirando de desaliento, apartó la vista, cogió la bolsa y se internó por una calle familiar que la alejaba del muelle.

La casa de Sterling Kendall estaba emplazada en el borde mismo del recinto delimitado en otros tiempos por las murallas de la ciudad, y si bien no quedaba rastro de dicho sistema defensivo, su huella persistía en las calles adoquinadas que se habían tendido durante los primeros y vacilantes movimientos expansivos de la urbe. La residencia de su tío se hallaba en una de esas calles, apartada de las más ajetreadas, y aislada todavía más por el hecho de que sólo se abocaba a la calle propiamente dicha una anodina fachada. Los tres costados restantes estaban rodeados por un jardín interior, el mayor orgullo de Sterling aparte de sus queridos libros. Cerynise atesoraba dulces recuerdos de las innúmeras ocasiones en que había visitado con sus padres aquella casa de acogedora modestia.

Cuando llegó al edificio se detuvo al otro lado de la calle en espera de que pasara un coche de caballos. A continuación cruzó la calzada a paso lento. Enfrentada al fin con el esperadísimo regreso al hogar, se sintió llena de incertidumbre. ¿Cómo reaccionaría su tío a tan inesperada visita? Cuando tuviera que exponer las circunstancias de su retorno, ¿hallaría en Sterling Kendall la tolerancia y comprensión esperadas?

La creciente inquietud por el recibimiento que le aguardaba ralentizó sus pasos. Cerynise abrió la verja de hierro forjado con un peso en el corazón. Siguiendo una senda de conchas, atravesó un emparrado que el tiempo había vuelto casi invisible, oculto bajo los jazmines. Siendo invierno, la enredadera no mostraba su mejor aspecto, pero Cerynise recordó el delicioso aroma que desprendía en los meses estivales. Al pasar por debajo rompió una rama muerta. Después posó la mirada en la puerta principal. Se dispuso a levantar con mano trémula la aldaba de bronce, pero antes se tomó un respiro para hacer acopio de coraje e ir al encuentro de su tío sin avergonzarse.

Se volvió al oír ruido de cascos por la calle, y cuál no sería su sorpresa al ver a Beau junto a la verja, tirando de las riendas de un impetuoso corcel. El capitán desmontó de un salto, y una vez anudadas las riendas en el poste dio unas zancadas en dirección a Cerynise. A esta le bastó echar un vistazo a su rostro para convencerse de que estaba furiosísimo con ella. Además de que sus ojos despedían fríos destellos, los músculos de su mandíbula estaban tensos y vibrantes hasta extremos nunca vistos por la muchacha.

—¡Contestad tan sólo a una pregunta! —tronó al llegar al peldaño en que se hallaba su esposa—. ¿Tanto os costaba esperarme y dejar que os acompañara? ¡Demonio de mujer! Era mi intención, por cierto. ¿O tanto ha crecido vuestra impaciencia por la anulación que no podíais aguardar mi regreso?

El enojo de Beau era evidente, pero ni él mismo lograba dilucidar su origen con exactitud. El pacto a que habían accedido ambos tres meses atrás exigía la interrupción de su matrimonio poco después de llegar a Charleston. Según lo acordado, Cerynise podía seguir libremente su camino. Que lo hubiera hecho hería a Beau en el centro mismo de su corazón, engendrando en él la vaga sensación de haber sido traicionado, como un marido cuya esposa acaba de partir con un amante secreto. Estaba siendo poco razonable, pero no podía evitarlo. Aunque el matrimonio no hubiera sido más que una farsa, se había acostumbrado a tener a Cerynise por cónyuge. No obstante sus reparos anteriores a verse atado por esposa y familia, le costaba separarse de ella y dejar que todo acabara sin ningún esfuerzo por retenerla.

—¿Es posible que tengáis como meta provocar en mí todas las emociones desagradables que soy capaz de sentir? ¿Es eso lo que os proponéis?

Presa de una involuntaria fascinación por la ira de su apuesto marido, Cerynise pronunció una respuesta desprovista de relación con la pregunta.

—Estaba a punto de llamar a la puerta. No había sido su intención mostrarse indiferente. Nada más ajeno a su propósito. Sin embargo, presenciar el arrebato de Beau le había quitado toda facultad de raciocinio. Su expresión ceñuda y recelosa sugería serias dudas acerca de la salud mental de la joven.

—Habéis dejado el barco sin decir nada a nadie —la acusó—. Ni siquiera os habéis despedido. De hecho, no habíais dado el menor indicio de que quisierais abandonar el barco sin mí.

—Estabais ocupado, y no deseaba molestaros —contestó Cerynise en voz baja y trémula—. Me ha parecido buen momento para marcharme.

—¿Buen momento? ¡Y un cuerno! —rugió él—. No se me ocurre ninguno peor. Lo he dejado todo para seguiros.

—Lamento haberos enojado, Beau —murmuró ella, arrepentida—. De veras que no me ha parecido que tuviera importancia.

—¡Pues sí la tiene! ¡Y mucha! Os tenía a la vista y de repente ya no estabais. Os he buscado por todo el barco, porque no daba crédito a que pudierais marcharos sin avisar a nadie. Luego uno de mis hombres me dijo que os había visto desaparecer entre la multitud. Debería haberlo previsto, por inconcebible que fuera. Habéis demostrado un talento especial para huir en los momentos más inadecuados. De hecho, señora, si no supiera lo contrario, tendería a atribuiros cierto asomo de cobardía.

Cerynise, ofendida, irguió ligeramente la cabeza.

—No soy ninguna cobarde.

Beau resopló, expresando su disconformidad.

—En este momento, señora, tiendo a sospechar lo contrario; normal, porque es de mí de quien huís a la menor oportunidad, dejándome con tal mala sangre que más de una vez he pensando en la satisfacción que me proporcionaría ejercer la violencia en vuestro precioso trasero.

Cerynise retrocedió, llevándose una mano al abdomen.

—No os atreveríais...

Beau no dio crédito a que su esposa pudiera atribuir seriedad al aserto.

—¿De veras me creéis capaz? Ella se encogió de hombros.

—Nunca os había visto tan enfadado conmigo.

—Es comprensible —repuso él con sarcasmo—. Nunca lo había estado tanto.

—No me ha parecido necesario retrasar nuestra separación —explicó ella con voz apagada.

—Eso salta a la vista —replicó Beau de modo cortante. La sencillez de la respuesta de Cerynise no hizo más que acrecentar su irritación—. Teniendo en cuenta lo silencioso de vuestra partida, me siento poco menos que como si me hubierais dado un bofetón o me hubierais escupido en el ojo.

—No pretendía insultaros, Beau —susurró Cerynise, mirándolo con ojos suplicantes—. Perdonad si os he ofendido.

Beau no pudo resistirse a su angustiado ruego. Se aproximó a ella y murmuró fríamente:

—Tenía tantas prisas por encontraros que hasta he pedido prestada una montura.

—Pero debíais de saber adónde me dirigía —dijo Cerynise, ligeramente aliviada por el hecho de que la cara de Beau ya no se viera tensa bajo su bronceada piel.

—¡Sí! Lo sabía, y por eso estoy aquí.

Beau siguió acercándose hasta que Cerynise retrocedió, topando con la puerta. Cuando se tambaleó en dirección opuesta, Beau estaba ahí para recibirla, y como por obra de magia su brazo de pronto la rodeaba, devolviéndole el equilibrio y atrayéndola hacia sí. La joven respiró entrecortadamente, inhalando todos los olores que hacían que sus sentidos se despertasen a la masculinidad de Beau. Se sintió débil y mareada. Cuando levantó un brazo para sostenerse, topó con el pecho de Beau, la musculosa superficie que tanto le gustaba acariciar. Pareció que su propia naturaleza la impulsara a hacerlo, porque su mano trazó un lento movimiento circular en torno a un pectoral.

Temblorosa, levantó la vista hacia Beau y vio que toda su rabia había desaparecido, sustituida por un deseo cuya intensidad la llevó a asombrarse de que después de tantas riñas y querellas aquel varón orgulloso e indómito la deseara con inquebrantable vehemencia. Casi le oía decir: «¡Al diablo la anulación!» Beau se inclinó, su boca entreabierta fue acercándose, y Cerynise aguardó, perdido el control de sus emociones.

Los interrumpió el traqueteo de un carruaje que pasaba junto a ellos, y que recordó a Cerynise que se hallaban en una vía pública, en pleno centro de Charleston. Quien quisiera verlos no tenía más que mirar a través de la pérgola. Aun así, deseaba a aquel hombre con todo su ser, a pesar de los conflictos que pudieran producirse. Sus blandos labios se separaron en señal de rendición.

—Beau...

El susurro se convirtió en grito ahogado, al abrirse la puerta sin previo aviso y verse Cerynise arrojada contra Beau. Tras retirarse del peldaño a trompicones, miraron ambos con sorpresa a un hombre de cabellos canos y anteojos con montura de metal, que los observaba con cara de búho asustado.

—Oh, cuánto lo siento —se disculpó—. Me pareció oír algo y he salido a ver... —Interrumpió sus palabras, al tiempo que una sonrisa iluminaba sus graves facciones—. Cerynise... ¿eres tú? No es posible... Está...

—¡Soy yo! —se apresuró a confirmar la joven. No era ni mucho menos el encuentro que había previsto. Consciente de su nerviosismo, reparó en la curiosidad con que la miraba su tío al verla tan ruborizada—. He vuelto para siempre, tío Sterling.

Un repentino desconcierto pareció adueñarse de él.

—Pero ¿y la señora Winthrop...?

La voz de Cerynise traslucía una profunda emoción.

—Falleció tres meses atrás.

—¡Vaya! ¡Cuánto lo lamento! —dijo el tío Sterling, menguado su júbilo—. Era una mujer muy bondadosa. —Mirando de nuevo a su sobrina, sonrió con dulzura—. Pero no te imaginas el alivio que supone para mí tenerte de regreso. Te he echado mucho de menos. Eres la única familia que me queda.

Con tan sencillas palabras, Cerynise sintió derrumbarse el muro que había erigido su temor. Sterling le tendió los brazos, y Cerynise se echó en ellos conteniendo la respiración. Sterling la abrazó afectuosamente, parpadeando para no llorar.

—Mi querida niña, he pensado en ti constantemente. Tus cartas eran un verdadero deleite, pero no puedo expresar la alegría que me produce tu llegada. Había empezado a desesperar de que volviera a verte algún día.

—Ya estoy aquí —murmuró su sobrina, preguntándose cómo había podido juzgarlo frío y distante. Tal vez nunca lo hubiera conocido bien. Confiaba, empero, en poner presto remedio a esa situación.

Beau había retrocedido respetuosamente. Pasados unos instantes, Sterling Kendall se volvió hacia él con una sonrisa.

—Deduzco que es a vos a quien debo agradecer que mi sobrina haya vuelto sana y salva, capitán Birmingham.

—Hay unas cuantas cosas que deberías saber, señor —contestó Beau, sobresaltando a Cerynise—; y creo que deberíamos hablar de ellas largo y tendido.

Sterling los miró a ambos con curiosidad, y al percibir en el rostro de su sobrina una súbita consternación, decidió que era un asunto serio.

—Por supuesto, capitán. Pasemos al salón. Así podremos tomar el té a la vez que conversamos.

Cruzando en pos de él un vestíbulo que olía a limón, accedieron a una sala con vistas al jardín, que por ser invierno estaba casi desnudo, a excepción de las camelias, todavía en flor. Durante los meses de estío, toda suerte de flores y arbustos pulcramente recortados formaban un espectáculo halagüeño para los sentidos. A Cerynise siempre le había gustado deambular por los senderos de tierra, contemplando el vistoso despliegue de flores y la encantadora glorieta por cuyo enrejado blanco subían la hiedra y el rosal trepador. En otros tiempos había albergado el deseo de plasmar sobre el lienzo tan vivaz espectáculo, pero aún no lo había cumplido.

—Poneos cómodos mientras voy a ver dónde está la criada —les dijo el tío Sterling—. Cora anda últimamente un poco dura de oído, y hace un tiempo que tampoco ve muy bien, aunque ella insiste en que sigue en condiciones de trabajar como siempre.

Cerynise recordaba a Cora de su niñez, y dedujo que tendría casi setenta años. A juzgar por el orden y pulcritud de la casa, las limitaciones de Cora no le impedían limpiar y cocinar para su tío a plena satisfacción. Llevaba haciéndolo cuando menos treinta años.

Cruzó la sala y tomó acomodo en un sofá, de cara a un ventanal dividido en cuadrados que enmarcaba una vista del jardín. Beau se unió a ella sin dilación, desdeñando asientos más cómodos para sentarse a su lado.

Por doquiera miraran veían libros, algunos ocupando estanterías, otros, más pesados, ordenadamente dispuestos encima de las mesas. Beau cogió uno y se puso a hojearlo, hasta que algo atrajo su interés. Además del texto histórico había dibujos que representaban estatuas griegas y romanas de la Antigüedad, muchas de ellas harto detalladas. Un rápido movimiento de ojos lo informó de que el interés de Cerynise también había sido estimulado, hecho que lo llevó a pasar las páginas con mayor lentitud.

—Bonitos dibujos —comentó con una sonrisa, volviendo por fin la mirada hacia la joven.

Cerynise había estado ligeramente inclinada hacia él, pero sus palabras la hicieron erguirse con acusado rubor en sus mejillas. No estaba en situación de negar que había estado mirando las estatuas masculinas con interés teñido de asombro. Lo mejor que podía hacer era encogerse de hombros.

—Supongo que sí.

—Aunque no tan bonitos como la realidad.

—Devolved el libro a su lugar —susurró ella—, que viene mi tío.

—¿Es eso lo que hacíais de pequeña? —inquirió Beau, colocando el libro encima de la mesa que tenían delante.

—¿A qué os referís? —preguntó Cerynise con desconcierto.

—Devorar todas las ilustraciones de hombres y mujeres desnudos, y esconderlas en cuanto se acercara la gente mayor —explicó Beau, riendo por lo bajo.

Cerynise deseó tener a mano un trapo húmedo con que refrescarse las mejillas, aunque dudaba de su eficacia, porque el rubor se extendía a todo su cuerpo.

—No recuerdo haber visto antes esta clase de libro. Quizá mi tío tuviera más cuidado en no dejarlos al alcance de los niños.

—Ningún historiador calificaría de obscenos a libros como este —alegó Beau—; dudo, por lo tanto, que el buen profesor los ocultara.

—¡Sea como sea no lo había visto nunca! —susurró Cerynise acaloradamente.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —Beau no pudo reprimir una sonrisa. Como le gustaba burlarse de su esposa, le murmuró al oído—: ¿Habéis pintado alguna vez un desnudo masculino?

—¡De ningún modo!

—No sabíais cómo eran antes de verme a mí, ¿eh?

—¡Silencio, u os oirá mi tío! Beau se encogió de hombros.

—No me importa.

—¡Pues a mí sí! —protestó Cerynise con voz apenas audible—. Se supone que tenemos en perspectiva la anulación. ¿O se os había olvidado?

—No me dejáis —la provocó él.

Desconcertada por su respuesta, ella lo miró a los ojos, pero no tuvo tiempo de hacerle preguntas porque su tío abrió la puerta y la sostuvo para que Cora entrara con el carrito del té.

Se sirvió té y bollos, que Cerynise probó nerviosamente. No tenía la menor idea de qué se proponía decir Beau a su tío; sólo sabía que, fuera lo que fuese, dejaría atónito al anciano.

Después de cerrar la puerta al paso de la criada, Sterling miró a Beau.

—¿Qué deseáis decirme, capitán?

—Simplemente que Cerynise y yo estamos casados...

Ella se encogió en espera de la reacción de su tío. No cabía duda de que se sentiría ofendido, puesto que no había sido informado previamente.

Sterling se apoyó en el respaldo de su silla con semblante incrédulo.

—¿Cómo ocurrió?

Cerynise, presa de un arrebato de impaciencia, no dio ocasión a Beau de decir lo que pensaba.

—Fue bastante repentino, tío Sterling, y muy necesario en ese momento. Verás, a la muerte de la señora Winthrop, su sobrino quiso erigirse en mi tutor legal, y cuando Alistair amenazó con hacer que las autoridades impidieran zarpar al Audaz, Beau... quiero decir el capitán Birmingham, propuso el matrimonio como solución para que tanto yo como su barco abandonáramos Inglaterra. Tenemos planes de que se anule nuestro matrimonio lo antes posible, pero hemos pensado que debías saberlo de inmediato...

El choque de una taza de porcelana contra su correspondiente platillo obligó a Cerynise a mirar sorprendida a su esposo, que parecía sinceramente turbado por su intervención.

—¿No he expuesto la situación de modo preciso? —inquirió con desasosiego.

—Muy concisamente, señora.

Sterling los miró a los dos y se preguntó qué estaba viendo en el rostro del capitán. No satisfacción, en todo caso. Procuró mitigar la irritación que pudiera sentir Beau.

—Por lo visto, hallasteis una solución ingeniosa para un trance complicado.

—Es posible —murmuró Beau—. Al menos es así como parece verlo vuestra sobrina. —Devolvió al carrito la taza y el platillo, no sin cierta brusquedad, y se puso en pie—. Pero debo regresar a mi barco. He dejado al mando al señor Oaks sin instrucciones de cómo deseaba tratar determinados asuntos. Mi ausencia lo tendrá sin duda un poco desorientado.

—Por supuesto, capitán —dijo Sterling—. Os acompañaré a la salida.

Cuando Sterling pasó al vestíbulo Beau hizo una breve pausa para mirar a Cerynise, que no supo decir más que:

—Supongo que me enviaréis los documentos de la anulación para que los firme. La sonrisa de Beau era tensa.

—Si insistís, señora...

Se volvió y fue tras Sterling por el vestíbulo. Cuando Cerynise oyó los pasos de su marido, que por lo visto no estaba de humor para caminar con discreción, el nudo que se le había hecho en la garganta amenazó con disolverse en llanto. Los dos hombres murmuraron unas pocas palabras junto a la puerta, antes de que esta se abriera de par en par. Cerynise se quedó rígida hasta que la oyó cerrarse, con una firmeza que sonaba a irrevocable.