7

HABÍA algo muy intrigante en despertar arrimado a un blando cuerpo de mujer, reflexionó Beau al abrir los ojos al primer resplandor de un nuevo día, que entraba por las ventanas de popa. Toda la litera estaba bañada por un halo de extraña luminosidad, que infundía tonos entre dorados y rojos a cuanto tocaba, haciendo que las trenzas cobrizas sobre las que estaba tendido Beau relucieran como si estuvieran dotadas de luz propia. El largo pelo de su esposa se había extendido por la almohada contigua, y su delicada fragancia incitó a Beau a acariciar con la mejilla los blandos rizos. No era, sin embargo, lo único incitante de aquella situación. Los muslos de Beau estaban pegados a las esbeltas nalgas de Cerynise, y de no haber llevado pantalones posiblemente hubiera apreciado más plenamente el hecho de que el camisón de la joven hubiera subido casi hasta la cadera, mostrando un panorama arrebatador. Su pulso acelerado le advirtió de que si no se apartaba en breve del lado de Cerynise faltaría a su promesa, porque estaba considerando muy en serio la posibilidad de despertarla con dulces y seductoras caricias.

Avanzó de puntillas hasta su pajecillo de afeitar, donde se refrescó la cara con un poco de agua fría. Lo que de veras necesitaba era un chapuzón en las heladas aguas de un río, a fin de sustraer sus pensamientos de lo que había dejado en la litera. De hecho, tenía el tiempo justo para permitirse un baño un poco más humano en los aposentos temporales del primer oficial, antes de que su tripulación empezara a dar señales de vida. De camino a la puerta miró hacia atrás y se detuvo de inmediato, como si le hubieran dado un puntapié en las tripas. Cerynise seguía tendida de lado en inocente reposo, pero la visión de su trasero desnudo era casi tan persuasiva para los sentidos viriles de Beau como una sonrisa incitante de sus labios. No, no podía dejarla de aquella manera. El primer oficial ignoraba su presencia, y quizá se le ocurriera entrar.

Volvió a la litera sin hacer ruido, tendió la mano hacia el lado opuesto del colchón y, levantando la sábana con sumo tiento, cubrió con ella a su esposa. Permaneció largo rato contemplándola, sintiendo que se le retorcían las entrañas, al tiempo que sus ojos se deleitaban en los finos rasgos posados de perfil en la almohada. Por nada del mundo habría podido resistir a la tentación de acariciar con el dorso de la mano los mechones de cabello que se rizaban suavemente en las sienes de la joven. Un leve suspiro salió de labios de Cerynise, que, inmersa todavía en el sueño, se colocó boca arriba, estirando el brazo de través sobre el colchón. Transcurridos apenas unos instantes, su mano empezó a buscar a Beau. De pronto abrió los ojos y lo vio inclinado sobre ella. No fue miedo, entonces, lo que apareció en su rostro, sino una sonrisa dulce como el amanecer, que curvó sus labios y prestó luz a su mirada.

—Buenos días —murmuró con voz soñolienta.

—Buenos días, querida. Espero que hayáis dormido bien.

—Asombrosamente bien... después de que decidierais volver a la cama, claro.

Él, sorprendido, levantó una ceja.

—¿Señora?

Ella sacudió la cabeza y, conteniendo la risa, se negó a dar respuesta a la tácita pregunta. Después se volvió de espaldas a Beau, quedó hecha un ovillo y murmuró algo parecido a «no importa» por detrás de la mano con que se rascó la nariz.

—¿No habréis cambiado de idea? —inquirió Beau, esperanzado, mientras apoyaba una mano en la cadera de su esposa, a fin de inclinarse sobre ella y ver de nuevo su perfil.

—Sólo si vos también —susurró Cerynise, mordiéndose el labio inferior para contener una sonrisa burlona.

En tanto que invitación a que aceptara la posición de esposo a título permanente, la respuesta no carecía de sutileza, pero Beau, como hombre sagaz que era, no precisó aclaraciones.

—Ah.

El monosílabo parecía transmitir cierta tristeza, pensó Cerynise, perdido de pronto su buen humor. Contuvo las lágrimas con una serie de parpadeos y, resuelta a ocultar su decepción, se frotó exageradamente la nariz contra la almohada, como si le picase. Después carraspeó, trató de disolver el nudo que tenía en la garganta y lanzó por fin una mirada de soslayo, descubriendo que Beau no se había movido.

—¿Os importaría volver la cabeza para que salga de la cama y me ponga mi bata?

Beau lamentó que su voz ya no comunicara la alegría de hacía unos instantes. Él, por su parte, tenía aguda conciencia de lo mucho que deseaba hacerle el amor, pero su faceta más racional persistía en negarse a que lo arrastraran a una situación duradera sin haber dispuesto de un período previo para meditarlo a fondo. Conocía a Cerynise desde hacía muchos años, pero su larga separación le impedía afirmar que quisiera pasar el resto de sus días junto a ella sin antes familiarizarse con la mujer en que se había convertido.

Se alejó unos pasos de la litera, dio la espalda a la joven y aguardó. Oyó que sus pies descalzos cubrían con presteza la distancia que la separaba de la puerta. Entonces dio media vuelta y la vio huir por el pasillo. Luego se oyó un portazo en el camarote del oficial.

Maldiciendo entre dientes, Beau cerró la puerta a su vez y dio por concluido el cortés episodio matinal.

Beau no se sintió especialmente intimidado por el juez que acompañó a bordo a Alistair Winthrop y Howard Rudd. Se trataba de un hombre fornido, de faz rubicunda, que parecía muy poseído de la importancia de su cargo. Las incesantes reverencias y muestras de cortesía de los dos indeseables mostraron a las claras su voluntad de ganarse el favor del magistrado. Parecían, de hecho, convencidos de contar con él, y con esa certeza pidieron a Beau que llamara a cubierta a Cerynise.

—Os daréis cuenta, señoría, de que este yanqui se ha aprovechado de una joven inocente y la ha incitado a olvidar su educación —aseguró Alistair al juez, codo con codo—. Teniendo en cuenta que lleva ya varios días confinada en su barco, cabe preguntarse qué habrá cedido ya al muy granuja.

Oaks había recibido orden de ir en busca de la dama. Al llegar esta, toda la cubierta quedó en silencio, debido a que los marineros habían interrumpido su labor para asistir a lo que prometía ser un interesante duelo dialéctico. Se vieron sonrisas confiadas en boca de quienes habían apostado por que su capitán saldría con bien de su enfrentamiento con el juez, y con los dos mequetrefes que lo acompañaban.

Cerynise se desplazó por la cubierta con gran elegancia y llegó junto a su esposo antes de dignarse a mirar a los otros tres. El hecho de que la rodeara el firme brazo de Beau la ayudó a afrontar el trance con seguridad.

—¡Ya lo veis! —declaró Alistair, señalando a la pareja con el índice—. La desfachatez de este villano llega al extremo de manosear a la joven en vuestra presencia. ¡Ya os dije que era un libertino y un sinvergüenza!

—Sí, ya lo veo —reflexionó el magistrado en voz alta, arqueando sus pobladas cejas. La joven poseía encantos suficientes para tentar al más formal de los caballeros, y era por tanto comprensible que suscitara las atenciones de un lozano hombre de mar—. Convendría quizá que se me presentara a la joven...

Alistair dio un paso al frente para hacer los honores.

—La señorita Cerynise Kend...

—Disculpad —lo interrumpió Beau—, pero, creo, tratándose de mi barco, preferible encargarme yo mismo de las presentaciones.

Alistair hizo una mueca de desdén, incapaz de ver qué cambiaba eso; aun así inclinó la cabeza de modo burlón y permitió que el capitán actuara como maestro de ceremonias.

—Cerynise, os presento al muy honorable juez Blakely —dijo Beau—. Señoría, he aquí a mi esposa, la señora Birming...

—¿Qué? —graznó Alistair, escandalizado. Se produjo cierto bullicio en la tripulación, prueba

de su regocijo. Se intercambiaron codazos, en espera de ver qué sucedía a continuación.

—Mi esposa, la señora Birmingham —repitió Beau al magistrado.

Los músculos del cuello de Alistair se hincharon de modo visible, al estirarlo su dueño desmesuradamente y exclamar:

—¡Miente!

El juez estaba perplejo.

—¿Pero no era...?

—¡Esto es demasiado! —estalló Alistair, alzándose esta vez de puntillas para agitar un puño ante las narices del capitán—. ¿A quién diablos pretendéis engañar?

Beau metió la mano en la chaqueta y extrajo un pergamino que tendió al juez Blakely.

—Estoy seguro de que lo hallaréis todo en regla, señoría.

—Es un matrimonio reciente —dijo Blakely, estudiando el documento y prestando atención a las firmas. Acto seguido observó a su anfitrión con recelo—. ¿Hay testigos?

—Todos los miembros de mi tripulación.

—No puede haberse casado con ella —intervino Howard Rudd—. ¡Es menor de edad!

Meneando la cabeza como un niño engreído, dirigió a Beau una sonrisa de satisfacción.

—La tutora de Cerynise ha fallecido —repuso Beau como si no hubiera oído a Rudd, y haciendo al juez destinatario exclusivo de sus palabras—. Además, el clérigo que ha oficiado la ceremonia tenía plena conciencia de que Cerynise cumplirá dieciocho años dentro de pocos meses. Dadas las circunstancias, no ha visto motivos para oponerse.

—¿Qué circunstancias? —inquirió Blakely.

—Estoy a punto de zarpar para las Carolinas —contestó Beau—. Como es natural, deseaba que la joven dama me acompañase.

—Queréis decir en calidad de esposa —dijo el juez, dirigiendo al capitán una mirada elocuente.

—Exacto.

Alistair miró alternativamente a uno y otro, con todos los sentidos alertas al hecho de que poco después de aparecer Cerynise el juez había dado muestras de vacilar entre las dos partes que se disputaban su posesión, como si se propusiera únicamente hacer lo mejor para la joven. La idea, ciertamente, no era favorable a los propósitos del reciente heredero.

—Todo eso es indiferente —insistió Alistair con un volumen de voz excesivo—. ¡El matrimonio sólo es válido si lo sanciona el tutor de la joven! Y, puesto que se me ha conferido esa autoridad, Cerynise debe regresar a mi casa.

Blakely, molesto, miró al desgalichado individuo.

—Os oiré mejor si no me gritáis al oído. Las comisuras de los labios de Beau temblaron por el esfuerzo de contener la risa. Su brillante mirada se posó en Rudd, en quien percibió una súbita irritación. El magistrado miró a la joven con rostro paternal.

—Señorita... disculpad... quiero decir señora Birmingham. Espero que entendáis que mi deber consiste en cerciorarme de que no esté sucediendo nada reprobable.

Cerynise lo obsequió con una sonrisa gentil que ocultaba su ansiedad, y contribuyó a ganarle el favor del juez.

—Lo entiendo, señoría. Debo reconocer, no obstante, mi desconcierto por que el señor Winthrop ose fingir interés por mi bienestar, no habiendo percibido yo hasta ahora muestra alguna de él...

Alistair abrió la boca para contestar, pero Blakely lo detuvo con la mano alzada.

—Afirma ser vuestro tutor.

—Con un tutor como él —dijo Cerynise con tono burlón—, no tardaría en llegar mi muerte. Me echó de casa de la señora Winthrop sin abrigo ni una simple moneda. Estuve a punto de perecer congelada, y ahora viene aquí protestando de que sólo desea mi bien. Se trata de una farsa como pocas se han visto.

—Ha presentado un codicilo al testamento de su tía en que se le confiere vuestra custodia —le informó Blakely.

Cerynise sostuvo su mirada sin flaquear, e inquirió serenamente:

—¿Hay mucha diferencia entre una farsa y una falsificación, señoría?

Alistair gruñó y dio un paso adelante con ademán de ponerle la mano encima, pero Beau la apartó de su alcance y arqueó una ceja a título de burla, arrostrando la encendida mirada de su delgado contrincante.

—Tal ves os apetezca proseguir la discusión cuando se haya marchado él juez —propuso—. Aceptaré pistolas o puños, si tal es vuestro deseo.

—¡Señores, señores! ¡No lo permitiré! —exclamó Blakely.

—La chica miente, señoría —insistió Alistair—. Está resuelta a permanecer al lado de este bribón, a pesar de que probablemente se desprenda de ella en cuanto llegue a su puerto de origen.

—Vuestra esposa ha formulado graves acusaciones contra este hombre —informó el juez a Beau.

—¿Son menos graves acaso que el empeño del señor Winthrop en cuestionar la legalidad de nuestro matrimonio? Y ahora decidme, señoría, ¿qué haría un padre de hallarse su hija en semejante situación? Si tenéis hijas, quizá podáis instruirnos.

—Tengo tres, capitán. De hecho, la menor tiene la. misma edad que vuestra esposa.

—¿Cómo reaccionaríais a la posibilidad de que una joven fuera entregada en matrimonio por un clérigo respetable, a la vista de toda una tripulación, y tras haber pasado la noche con su esposo oyera a la mañana siguiente que no está legalmente casada?

Blakely cortó en seco, y con un gesto todavía más enérgico que antes, la intervención de Alistair. Después carraspeó y dio su respuesta.

—Me inclinaría a hacer lo necesario para que se confirmara su matrimonio, si no lo estuviera ya. —Vaciló y miró a Cerynise—. Os ruego disculpas, señora Birmingham, pero debo preguntároslo. ¿Estabais esta noche con el capitán Birmingham?

Reinó el silencio en cubierta. Todos aguardaban la respuesta. Cerynise sorprendió tres miradas furtivas, pero fueron prontamente desviadas. A pesar de las advertencias de Beau, halló sumamente embarazosa la situación, pero al menos podía decir la verdad, aunque fuera ruborizándose.

—Sí, señoría, estábamos juntos esta noche. —Y, harta de Alistair y sus exigencias, añadió por si acaso—: En la misma cama.

No parecía que al juez le hicieran falta tantas aclaraciones. Miró a Beau con la cara bastante roja.

—Os pido perdón por haberos molestado, capitán Birmingham. —Se ajustó su sombrero de copa—. Que tengáis buen viaje.

Viendo que el magistrado se dirigía a la pasarela, Alistair lo miró con incredulidad.

—No pretenderéis que... No podéis... ¡No debéis permitir que este rufián se salga con la suya!

El juez se detuvo junto a la pasarela y volvió la cabeza para mirar a Alistair por encima del hombro.

—El capitán y la señora Birmingham han proporcionado pruebas suficientes de que están legalmente casados, caballero. No hallaréis en toda Inglaterra a un juez de distinto parecer. Temo que debáis aceptarlo, Winthrop.

—¡Habráse visto! ¡Arrogante montón de cieno! —clamó Alistair—. ¡Deberían expulsaros de todos los tribunales! —Zafándose de la mano del prudente Rudd, se volvió hacia Beau, y su furia alcanzó cotas que dejaron atónitos a cuantos lo rodeaban—. En cuanto a vos, hideputa, puede que ahora os sintáis el amo del mundo, pero os aseguro que no dejaré que salgáis con bien de esta comedia...

Beau entrecerró los ojos y miró amenazadoramente a quien acababa de ofenderlo.

—¿Cómo me habéis llamado? Alistair, que no se daba cuenta del peligro que corría, agitó el puño y satisfizo su ira agravando la injuria anterior.

—¡Un apestoso hijo de puta! Un yanqui sucio y mentiroso que...

Beau llegó a su lado con tres zancadas y lo cogió por detrás del cuello y los fondillos del pantalón. Alistair, indignado, trató entre protestas de tocar la cubierta con las puntas de los pies, mientras Beau se lo llevaba en dirección al muelle. Cuando llegó a la borda, el capitán alzó en vilo a su carga y la arrojó al río. Su indigno huésped manoteó locamente en busca de un refugio en el aire, que lamentablemente no encontró. El horrendo alarido de Alistair fue reduciéndose a un trémulo gemido, que terminó bruscamente en sonoro chapoteo, provocando las carcajadas y ovaciones de la tripulación. Beau, sin embargo, todavía no había ajustado todas sus cuentas con el adversario de su esposa. Asido a las jaretas, ascendió a pulso en deslumbrante exhibición de fuerza muscular y se posó con la misma elegancia encima de la borda. Tras hallar un espacio abierto, puso los brazos en jarras y miró a Alistair, que nada más caer al agua se había puesto a toser y aspirar entrecortadamente bocanadas de aire.

—¡Podéis insultarme, Winthrop —tronó—, si a tanto llega vuestra insolencia, pero si se os ocurre siquiera volver a calumniar a mi madre, haré que os azoten hasta que cada latigazo os arranque una tira de piel! ¡No permitiré que un estúpido llorón como vos ponga en entredicho a una mujer por quien siento devoción!

Beau saltó de su atalaya y se sacudió las manos, como si acabara de deshacerse de un montón de basura.

—Así aprenderá ese tipo a tener la boca cerrada, capitán —le dijo con alborozo uno de sus hombres. Beau asintió con un gesto.

—Abrid un barril, muchachos, y celebraremos que se haya ido ese asqueroso.

El estruendo de pisadas de quienes salían en busca de la bebida casi hizo estremecerse al juez; aun así dirigió una sonrisa de aprobación al capitán, que estaba acercándose a él.

—Yo también tengo mucho afecto a mi madre, señor.

Beau sonrió de oreja a oreja, lamentando su primera opinión del magistrado.

—Pensé que lo comprenderíais, señoría. Acto seguido posó la vista en Howard Rudd, inmóvil desde que había visto a su compañero en manos del furioso capitán. Con un acentuado temblor de su pellejuda papada, el abogado trató de recobrar la voz para negar la posibilidad de que se le hubiera ocurrido jamás difamar a ser tan noble como era una madre. Dando al fin por inútil la débil tentativa, giró sobre sus talones y corrió hacia la pasarela, poco menos que derribando al buen juez a su paso. Poco después se le vio lanzar un cabo a Alistair, que invertía esfuerzos desesperados en aprender a nadar.

Las risas agudas de Cerynise se sumaron a las carcajadas de su marido, que la cogió en brazos y le dio un largo beso apasionado, pensando más en su propio placer que en la entusiasmada tripulación.