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24 de octubre de 1825 Londres, Inglaterra

Cerynise Edlyn Kendall miraba por los ventanales del salón, observando con ojos llorosos y expresión acongojada a la gente que caminaba presurosa por el camino que atravesaba Berkeley Square. Parecían ansiosos por ponerse a resguardo antes de que empezara a llover a cántaros sobre sus cabezas. Las ráfagas heladas que acompañaban a la amenazadora oscuridad del cielo azotaban por igual a jóvenes y viejos, hombres y mujeres; juguetonas, arrebataban capas y redingotes a los transeúntes, que se afanaban en mantener sujetos sus sombreros de copa, tocados y chales. Narices y mejillas mostraban tonos próximos al rojo, y los transeúntes no podían evitar algún que otro escalofrío. En su mayoría, los habitantes de la ciudad estaban dirigiéndose, con impaciencia o resignación, a sus familias y hogares, cuando no a existencias más solitarias. Prestaban poca atención a las comodidades que los aguardaban, tan poca, a decir verdad, como a lo frágil que es la vida.

En la repisa de mármol de la chimenea del salón, un reloj grande de porcelana, adornado con hermosas estatuillas, dio las cuatro con un delicado tintineo. Cerynise unió sus finas manos en los abundantes pliegues de su falda, hundiéndolas en el rígido y negro tafetán y luchando con denuedo contra el dolor que la atenazaba. Una vez enmudecido el tintineo del reloj, Cerynise contuvo el apremiante deseo de volver la cabeza con la expectación asociada al rito del té, que durante los últimos cinco años había compartido a diario con su tutora Lydia Winthrop. Lo inesperado de la muerte de Lydia había dejado anonadada a Cerynise, que seguía sin asumirla por completo. ¡Con lo enérgica y vivaz que se había mostrado Lydia para ser una mujer de setenta años! La noche misma de su fallecimiento, su ingenio y buen humor habían contrastado con la actitud huraña de su sobrino nieto, que había ido a visitarla. De todos modos, y al margen de lo que deseara Cerynise, Lydia estaba muerta y enterrada. Sólo había transcurrido un día desde que la joven contemplara el ataúd de caoba, mientras se entonaban oraciones por el reposo del alma de la difunta. Su atribulada mente juzgaba una eternidad el tiempo transcurrido desde que un puñado de tierra, símbolo del retorno del polvo al polvo, fuera arrojado al ataúd en su descenso. La gentil y afectuosa mujer en quien Cerynise había hallado protectora, confidente, madre y amiga del alma no se mostraría nunca más a sus ojos, ni volvería a hacerle compañía.

A pesar de sus esfuerzos por contener el dolor, los labios de Cerynise temblaron, descubriendo una blanca y perfecta dentadura al tiempo que un nuevo acceso de llanto empañaba sus ojos de color avellana y pobladas pestañas. No volverían a disfrutar de deliciosas charlas en torno a tazas rebosantes y exquisitas tostadas, ni a sentarse juntas por la tarde a disfrutar del reconfortante calor de la chimenea, mientras Cerynise leía en voz alta un viejo libro de poesía o relatos. El salón no volvería a resonar con las briosas melodías que solía cantar la joven con el acompañamiento de Lydia al pianoforte. Tampoco volverían a caminar por playas bulliciosas, ni a intercambiar confidencias en el transcurso de un paseo por Hyde Park, a orillas del Serpentine. Ni siquiera volverían a gozar del simple placer de estar juntas en la paz y serenidad de un claro en el bosque. Le había sido arrebatado el comprensivo apoyo de su tutora, quien, pese a los obstáculos sociales, había convertido en realidad el sueño de Cerynise de convertirse en una gran pintora, hasta el punto de que se habían celebrado exposiciones y que ricos clientes habían comprado obras suyas por sumas considerables, si bien bajo el anonimato de las iniciales CK, único indicio de la identidad de la artista. Aun ahora, bajo los embates de un dolor que revivía sin cesar por obra de entrañables recuerdos, Cerynise casi lograba imaginarse que la anciana, alta y siempre vestida de negro, se hallaba a pocos pasos detrás de su caballete, un poco a la derecha, como lo había estado tantas veces mientras pintaba su pupila, recordándole (con aquella voz ronca) su admonición de ser fiel a sí misma por encima de las circunstancias.

La desesperación de Cerynise, su soledad, eran tan grandes que no se veía con fuerzas para soportarlas. Se sentía débil, exhausta, y no la sorprendió el extraño movimiento de vaivén que parecía haberse apoderado de la sala, suscitando en ella una sensación de falta de equilibrio. Se aferró al marco de la ventana para no caer, y apoyó la frente en la fresca y oscura madera hasta que fue pasándosele el mareo. Había comido muy poco desde la muerte de Lydia; su magro sustento se reducía desde entonces a unas pocas cucharadas de caldo y una simple tostada. Poco ayudaban las horas de sueño que había logrado conciliar con gran esfuerzo en su dormitorio del piso de arriba. No se sentía capaz de concederse un respiro en el duelo, aun a sabiendas de que la propia Lydia no habría querido que se afligiera en exceso por su muerte, tan prematura. En otros tiempos, la anciana había ofrecido consuelo y compasión a una niña asustada, que a sus doce años acababa de perder a sus padres en el transcurso de una tormenta devastadora, de virulencia tal que había hecho desplomarse un árbol de gran tamaño sobre el hogar de los Kendall. Cerynise se había atormentado por no haber estado con ellos para salvarlos, pero Lydia, que había pasado su infancia en la zona y había sido amiga de la abuela de Cerynise (cuya muerte había precedido en varios años a la de su hija), le había hecho entender con dulces palabras que también ella habría perecido de no hallarse entonces en una academia de señoritas. Por dura que sea la vida hay que seguir adelante. Esa había sido la lección de la bondadosa anciana. Eso era lo que Lydia habría esperado que recordara.

Sin embargo, ¡qué difícil era!, se lamentó Cerynise. Si Lydia hubiera enfermado siquiera un día de esos cinco años, si hubiera dado algún aviso, su muerte no habría cogido tan de sorpresa a cuantos vivían en su casa; de todos modos, Cerynise nunca habría deseado ver aliviado su dolor a costa de que la anciana se consumiera lentamente. Si de veras había sido imposible detener la mano de la muerte, entonces el hecho de que Lydia hubiera sucumbido con tan buena salud era una auténtica bendición, atribulara o no a la joven que en vida la quisiera tanto y que ahora lloraba su deceso.

Las ventanas empezaron a ser acribilladas por gotas de lluvia que corrían veloces por el cristal, sacando a Cerynise de sus cavilaciones y devolviéndola al presente. Ante la inminencia del temporal, la calle casi se había vaciado de peatones. Sólo unos pocos corrían a ponerse bajo techo. Seguían pasando carruajes, con cocheros que, arrebujados en elegantes libreas, entrecerraban los ojos para ver a través de la lluvia.

Como le parecía oír pasos en el salón, Cerynise se volvió y topó con los ojos enrojecidos de la doncella, quien, al igual que los demás miembros de la servidumbre, lloraba amargamente el fallecimiento de su señora.

—Disculpad, señorita Cerynise —murmuró la criada—. ¿Ahora que habéis vuelto querréis tomar el té?

Cerynise no tenía interés por alimentarse, pero acaso el té infundiera cierto calor a su cuerpo tras la visita al cementerio. El frío la había calado hasta los huesos, y no podía concebirlo más que como odioso preludio de un invierno no menos crudo.

—Puedes servirlo, Bridget. Gracias.

Suavizaba sus sílabas un ligero acento de su Carolina natal, acento que apenas había modificado su estancia en Inglaterra. Entre otras y variadas disciplinas, sus profesores habían hecho grandes esfuerzos por instruirla en la correcta pronunciación y etiqueta inglesas, pero Cerynise, que los consideraba inferiores a sus padres en conocimientos e inteligencia, había disfrutado contrariando sus intentos, cual niña precoz aficionada a burlar a sus mayores. Capaz, cuando se lo proponía, de una dicción elegante y afectada que ni el más perspicaz habría desenmascarado, se había negado con obstinación a convertirse en extranjera en su tierra natal, puesto que había resuelto regresar a las Carolinas antes incluso de abandonarlas.

La doncella hizo una reverencia y se marchó de inmediato, contenta de tener en qué ocuparse, máxime cuando la casa llevaba unos días sumida en una tristeza y un silencio mortuorios, como si también ella llevara luto por la pérdida de su propietaria. A veces Bridget .imaginaba oír aquella voz ronca que en los últimos años había llenado su vida de alegría y amabilidad.

No tardó en ser introducido en el salón un carrito del té con servicio completo de plata y porcelana de Meissen. Acompañaba a la infusión un plato de bollos provistos de cremosa mantequilla, y un cuenco de cristal con mermelada de frambuesa para tentar al paladar.

Cerynise se alejó de la ventana con un suspiro meditabundo y tomó asiento en uno de los dos sofás colocados frente a frente delante de la chimenea. Bridget acercó el carrito y luego se retiró con una leve reverencia. Con manos temblorosas, Cerynise cogió la tetera, se sirvió una taza y añadió leche y azúcar, pequeña concesión al gusto inglés a la que había tomado especial afición. Miró los bollos con intención de comerse uno, pero al verlo en el plato dejó de apetecerle y se limitó a observarlo con fijeza. Mediaba entre la decisión y su cumplimiento un abismo que no se vio capaz de cruzar.

Ya lo comeré más tarde, se prometió, dejando el plato con un escalofrío de repugnancia. Acto seguido cogió la taza y probó la infusión, confiando en que le calmara tanto el estómago como los nervios. Poco después se hallaba de nuevo junto a la ventana, bebiendo el té a sorbos y contemplando el elegante barrio de Mayfair, al que pertenecía la mansión. Más allá de los límites de su campo visual, el mundo parecía tan vasto e indómito que la enormidad del sentimiento de pérdida de Cerynise la llevó a preguntarse cómo haría frente provechosamente a su situación, ahora que estaba sola y no tenía más que diecisiete años.

Cerró los ojos para mitigar el dolor sordo que había estado fraguándose en su cabeza desde el regreso, provocado sin duda por la tensión y las interminables horas de insomnio. Empezó a sentir un martilleo creciente en las sienes, hasta que no hubo horquilla en su pelo que no pareciera resuelta a agravar su malestar. Dejó la taza a un lado y empezó a extraer las molestas horquillas, sustrayéndolas al enrevesado moño que coronaba su peinado y mesándose el cabello hasta que sus gruesas trenzas cayeron en pesado abandono por sus hombros y espalda. El tormento persistió con encarnizamiento, como si quisiera perforarle el cerebro, hasta que Cerynise se vio impulsada a buscar otra clase de alivio: se masajeó el cuero cabelludo, sin parar mientes en el estado en que quedara la melena cobriza con mechas rubias que lo adornaba, ni en el hecho de hallarse en el salón principal, donde solía ser norma vestirse con arreglo al máximo decoro. Las únicas personas presentes en la casa eran los criados, y si bien el sobrino nieto de Lydia tenía propensión a dejarse caer sin previo aviso y a horas desacostumbradas, había sido tal su enojo con la anciana en el momento de partir que había prometido no volver en dos semanas. De eso hacía tres días.

El dolor de cabeza descendió a niveles más llevaderos, permitiendo a Cerynise algo más de claridad en sus reflexiones sobre el futuro. Se puso a pasear por el salón, tratando de aclarar sus perspectivas vitales. Sólo tenía un pariente con vida, un tío residente en Charleston. Era un hombre soltero de vocación, más aficionado a los libros y los estudios que al matrimonio y la familia; aun así, Cerynise estaba segura de que la recibiría con los brazos abiertos. Se había despedido de ella asegurándole que nunca la habría dejado marchar de no mediar ciertas dudas personales sobre su capacidad de hacer las veces de padre y enseñarle cuanto debe saber una mujer. Tras cavilar sobre las ventajas de vivir con la anciana, había dado el beneplácito a la propuesta de Lydia y, mirando a su sobrina con ojos llorosos, la había instado a viajar a Inglaterra, estudiar arte e idiomas, dominar las artes de una dama de mundo y volver convertida en ejemplo de elegancia. A pesar de la distancia que los separaba, Sterling Kendall era el único puerto seguro de Cerynise.

Al menos no tendría que temer por el dinero, pensó con alivio. Lo que había cobrado en efectivo por la venta de sus cuadros le permitiría vivir con desahogo y pintar otros. Charleston contaba con diversos hacendados y comerciantes ricos, muchos de ellos ávidos coleccionistas de obras de arte, pero acaso su entusiasmo quedara mermado al saber que el artista era poco más que un desconocido, y para colmo mujer. Con vistas a alcanzar un éxito razonable, parecía prudente buscarse otro marchante dispuesto a vender sus cuadros sin desvelar el misterio de su identidad. Teniendo en cuenta lo que ya había ganado, Cerynise no consideró demasiado difícil encontrar uno emprendedor que hallara interesante el cometido.

Se detuvo en seco, sorprendida por la imagen que le devolvía el espejo de cuerpo entero fijado a la pared del vestíbulo. Sin duda caía dentro de lo inesperado verse tan despeinada en el salón principal, pero lo que encontró más desconcertante fue el hecho de que, con su larga y ondulada cabellera campando a sus anchas por encima de los hombros, habrían podido tomarla por una muchacha gitana de indómita melena, aunque elegantemente vestida.

Cerynise ladeó la cabeza sobre un cuello largo y grácil y se examinó con imparcialidad, preguntándose si después de tan larga ausencia su tío la encontraría muy cambiada. La había visto zarpar como una escuálida chiquilla, acomplejada por su estatura. Ahora era una mujer plenamente desarrollada, alta y esbelta, dotada de curvas con que atraer a un séquito de jóvenes galanes que ya habían empezado a importunar a Lydia respecto a los detalles de su presentación en sociedad. Su reciente ayuno exageraba el tamaño de sus ojos, cuyo color de miel quedaba emboscado detrás de unas pestañas largas y rizadas. Sus pómulos eran exquisitamente altos, quizá más pronunciados de lo habitual en ella, detalle que prestaba cierta enjutez a sus mejillas. Su nariz era recta y fina, y le pareció bastante aceptable; poco color quedaba, sin embargo, en aquellos labios suaves, de grave expresión.

Iba de negro riguroso, a excepción de tres discretos festones de encaje, uno en el cuello plisado del vestido y dos en los extremos de las mangas. Su elegante chaquetilla de terciopelo con ribetes de cinta negra acababa inmediatamente por encima de la cintura. Lo ceñido de las mangas contrastaba con unas hombreras de considerable volumen. Los volantes de ambos puños llevaban como adorno el mismo y costoso encaje que el cuello. Una serie de festones añadían vistosidad a la falda, cuya elegante brevedad dejaba al descubierto dos finos tobillos enfundados en medias, así como unos zapatos sin tacón.

Cerynise finalizó el examen de su imagen con una mueca irónica. Estaba segura de que Lydia habría dado su aprobación a que se soltara el pelo en el salón principal, y con él la reserva. Pese a su condición de dama por encima de reproches, la anciana había poseído suficiente sensatez para saber cuándo observar las convenciones y cuándo ignorarlas en aras del sentido común y la más elemental sinceridad. Cerynise hallaba difícil imaginar que los consejos desgranados por su protectora a lo largo de los años pudieran haberle aprovechado sin aquella pequeña y valiosa lección de pura lógica.

El ruido de un carruaje deteniéndose ante la residencia de Lydia Winthrop fue seguido por un vigoroso aldabonazo en la puerta principal. El insistente repiqueteo pareció resonar por toda la mansión, mientras el mayordomo cruzaba el vestíbulo con su habitual parsimonia. Aprovechando el paréntesis, Cerynise puso cierto orden en su cabellera y se fijó el moño a base de horquillas. Sin duda habría estado mal visto que una dama elegante recibiera a las visitas con el desaliño de una vulgar tabernera.

En el vestíbulo se oyó un estallido de voces salpicado de agudas risas femeninas, testimonio de la bulliciosa entrada de los visitantes. Antes de que Cerynise tuviera tiempo de investigar, dos hombres irrumpieron en el salón. Los seguía, tenso, el mayordomo, escandalizado por tamaña desfachatez.

—No sabéis cuánto lo siento, señorita —se disculpó Jasper, con arrugas de preocupación en su avejentado rostro—. He querido anunciar la presencia del señor Winthrop y el señor Rudd, pero no me han dado oportunidad.

—No os preocupéis, Jasper. Está bien así —le aseguró Cerynise.

Avanzó con serenidad fingida, cuidando de ocultar en los pliegues de la falda sus manos trémulas. Conocía al sobrino de Lydia más de lo que habría deseado, a pesar de que en sus visitas a su protectora Alistair Winthrop siempre hubiera solicitado audiencia privada. Era un hombre alto y larguirucho, tan carente de donaire en sus movimientos que parecía tener los huesos dislocados. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, con patillas que acentuaban lo enjuto de sus facciones. De perfil, su fina nariz apenas rebasaba su agresiva barbilla. No era un hombre atractivo, pero se notaba que había gastado mucho dinero en su persona, porque basaba su vestimenta en criterios ostentosos y ajenos a la más elemental discreción.

Su acompañante, Howard Rudd, lo igualaba en estatura, pero poseía una tripa tan pronunciada que parecía abrirse camino con ella. Una trama de venas moradas oscurecía su bulbosa nariz. Arrastraba desde su nacimiento una pequeña mancha violeta en la mejilla izquierda. Pese a no haber visto al abogado en dos o tres años, Cerynise todavía lo recordaba tocando a escondidas cuantos artículos de valor tuviera a su alcance mientras aguardaba a ser admitido en los aposentos privados de Lydia. El brillo de su mirada en tales ocasiones parecía delatar una codicia que sembraba en Cerynise la duda de si sería capaz de robar algún objeto valioso. La joven hallaba difícil imaginar que Lydia hubiera seguido confiando en él después de una ausencia tan duradera, máxime cuando los vapores que por entonces lo habían rodeado, y seguían haciéndolo, identificaban a Howard Rudd como hombre propenso a abundantes libaciones.

—El señor Winthrop siempre ha sido bienvenido en esta casa, Jasper —dijo Cerynise con recato, dirigiéndose al mayordomo. Lydia había tenido por sistema recibir a su sobrino con cortés deferencia, aun cuando su llegada supusiera una intrusión en las horas del almuerzo, o durante una visita. La anciana habría esperado lo mismo de su protegida—. También el señor Rudd, por supuesto...

Sus palabras fueron interrumpidas por una bronca carcajada. Se volvió hacia Alistair, sorprendida por lo grosero de su reacción. Los extraños andares de aquel hombre la habían llevado a dudar más de una vez que en su cuerpo hubiese algún hueso rígido. Los mismos pensamientos se adueñaron de ella una vez más al verlo aproximarse con paso arrogante y una chispa de maldad en su oscura mirada.

—¡Qué amable sois, señorita Kendall! —dijo Alistair con sorna. Su ancha boca se movía con la misma torpeza que el resto del cuerpo—. ¡Qué gran gentileza la vuestra!

Cerynise adivinó que estaba a punto de suceder algo desagradable, y procuró que no la pillaran desprevenida. Sus encuentros con aquel personaje se habían reducido a cruzarse con él en habitaciones o pasillos, mas no le habían impedido forjarse una opinión poco halagüeña de Alistair Winthrop. Lo que había vislumbrado de su comportamiento lo caracterizaba como hombre terriblemente engreído. Parecía creerse acreedor de cierto grado de fama por el simple hecho de ser sobrino nieto de una mujer extraordinariamente rica, aunque el parentesco le viniera por vía matrimonial. A menudo Cerynise había sospechado que era un holgazán, defecto que palidecía en comparación con su sistemática falta de respeto a su tía abuela. Si bien Lydia nunca había especificado qué lo llevaba a aquella casa, Alistair solía marcharse haciendo recuento de nuevas adquisiciones, cuando no echando pestes contra la supuesta e irreductible tacañería de la anciana, reacción esta última con que había concluido su postrera visita. Su apego a los insultos había reforzado la aversión de Cerynise, hasta el extremo de considerar suficientemente refrendadas sus dotes de actriz por el mero hecho de no alterarse en presencia de semejante individuo.

Paseándose delante de la joven, Alistair señaló al abogado con una mano.

—¡Díselo! —ordenó.

Howard Rudd se pasó una mano por los labios, siempre babeantes, y dio un paso al frente. El cumplimiento de la orden quedó interrumpido por la entrada de una joven de indecente atavío, que arrastraba tras de sí un boa de brillantes plumas azules. Tanto su pecho como sus caderas quedaban perfectamente a la vista, el primero por un vertiginoso escote y las segundas por lo apretado de la falda. Se había recogido el pelo, convirtiéndolo en una masa de rizos dorados cuyo color habría sido difícil encontrar en la naturaleza. Una raya negra dibujaba el contorno de sus ojos marrones. Tenía un lunar en el pómulo derecho, sobre una gruesa capa de colorete cuyo color se ajustaba al que manchaba el cuello de la camisa de Alistair, según advirtió Cerynise.

La recién llegada se contoneó en dirección a su galán, riendo aguda y nerviosamente.

—¡Al, por favor, no seas malo! ¡No vuelvas a hacerme esperar en el vestíbulo! —Miró a Alistair con un mohín afectado y, moviendo sus largas pestañas, le acarició el chaleco con gesto insinuante. Su acento era la apoteosis de la vulgaridad—. Nunca había estado en una casa tan lujosa, pero sé lo que es tener buenos modales. ¡Desde que estamos aquí los criados no me han ofrecido ni una silla ni un sorbito de té! ¿Puedo quedarme con vosotros? ¡Por favor! No aguanto estar sola en ese enorme vestíbulo. Tengo miedo de que sea donde se cayó muerta tu pobre tía.

Alistair, exasperado, gruñó y le apartó la mano.

—¡Está bien, Sybil, pero ojo y estate calladita! No quiero oír ni uno más de tus gritos, ¿de acuerdo?

—Sí, Al —contestó Sybil con otro nervioso gorjeo. Jasper señaló su presencia aspirando con fuerza por la nariz. Apartó la vista de la incordiante criatura y levantó con altivez su nariz de gancho. Pese a ganarse una mirada hosca de Alistair, no le hizo caso y dirigió su pregunta a la antigua pupila de su señora.

—Disculpad, señorita, ¿deseáis que me quede?

—¡Fuera! —le espetó Alistair, subrayando su orden con un imperioso ademán—. ¡Esto no os concierne!

Jasper permaneció inmóvil hasta que Cerynise asintió con la cabeza, dándole permiso para retirarse.

Alistair vigiló su partida con expresión fiera, como si tuviera tentaciones de vengar la ofensa, pero acabó olvidando el incidente en aras de otros temas más importantes y volvió su atención al letrado.

—Seguid, señor Rudd.

El abogado se irguió en toda su estatura y miró a Cerynise con cara de preocupación, al parecer para dar mayor énfasis a la gravedad del momento.

—Sabréis sin duda, señorita Kendall, que tuve el honor de actuar como abogado de la señora Winthrop durante varios años. Fui yo quien redactó su testamento. Lo llevo encima.

Cerynise miró a Rudd con la misma cautela con que habría observado a una serpiente a punto de atacar. Rudd extrajo un fajo de pergaminos del bolsillo interior de su chaleco y rompió el sello con afectada ceremonia. Por mucho que le costara a Cerynise entender la continuada lealtad de Lydia a Howard Rudd, ahí estaba, pertrechado a todas luces de los documentos legales. Descansó su cuerpo en la silla más próxima, y su mente quedó en suspenso.

—¿Tenéis intención de leer ahora el testamento de la señora Winthrop?

—Es necesario —contestó Howard Rudd—. De eso se trata.

Aun así pidió permiso a Alistair con la mirada.

—¡Adelante, hombre! —dijo este, extendiendo con cuidado los faldones de su chaqueta y tomando asiento en un mullido sillón separado de Cerynise por la mesa.

Sonrió a la joven con engreimiento y se puso a juguetear con una de las dos estatuillas de Meissen colocadas encima del mueble.

Sybil, molesta por las atenciones con que obsequiaba su amante a la joven dama, depositó con presteza su voluminoso trasero en el apoyabrazos de madera del sillón de Alistair. Después clavó una gélida mirada en su adversaria, al tiempo que ceñía posesivamente los hombros huesudos de Alistair. Este no le había comentado que la protegida de su tía fuera tan bella. Sybil no había olvidado los argumentos aducidos por él para que no lo acompañara, y el recuerdo de sus airadas protestas la convenció de que había rehuido su compañía por el simple motivo de que planeaba hacer con la joven cosas que solía hacer con ella en la intimidad de su apartamento... y su cama.

Howard Rudd carraspeó, ansioso de refresco para sus cuerdas vocales resecas; sabía, sin embargo, que Alistair jamás toleraría ingestión alguna de licor antes de haber concluido su negocio. Desenrolló los pergaminos y los examinó.

—Es un poco largo. Pequeñas cantidades a tal y cual criado o pariente lejano... Nada importante. Lo principal es que la señora Winthrop ha dejado el grueso de su patrimonio, incluida esta casa, cuanto contiene y todos los bienes de la difunta, a su único pariente, su sobrino Alistair Wakefield Winthrop, que tomará inmediata posesión.

—¿Inmediata? —dijo Cerynise, boquiabierta. Nunca había tenido motivos para hablar del tema con su tutora, pero había dado por supuesto que Lydia le tenía afecto y le concedería el tiempo necesario para una transición más plácida a otros lugares o climas antes de dejar la casa en manos de terceros. A falta de parentesco con la anciana, Cerynise no había esperado sino aquel sencillo gesto de cortesía. Le resultaba imposible atribuir a su protectora tanta indiferencia respecto a su porvenir, hasta el extremo de haber ignorado la necesidad de esa pequeña previsión.

—¿Os importa que mire el documento? —preguntó, molesta por el ligero temblor de su voz.

Se puso en pie y tendió la mano para recibir los pergaminos.

Rudd titubeó, miró a Alistair en busca de instrucciones y le vio hacer un movimiento brusco con la cabeza, señal de que podía entregar los documentos a la joven. Cerynise no era ninguna entendida en la materia, pero inspeccionó con atención la apretada caligrafía. A ojos de un lego el testamento tenía visos de autenticidad. No podía negarse que cada página estuviera autorizada por las iniciales de Lydia, ni que su firma confiriera elegancia a la última.

Tuvo la vaga sensación de que el abogado acompañaba con gestos nerviosos el detenido escrutinio; al fin, excedida su paciencia, Rudd tendió una mano para que le fueran devueltos los pergaminos, haciendo que Cerynise se diera prisa en llegar al final. Fue entonces cuando se fijó en la fecha inscrita junto a la firma de Lydia, y miró al letrado con sorpresa.

—¡Pero si es de hace seis años!

—Efectivamente —repuso Rudd, arrebatándole el testamento y volviéndolo a enrollar—. No tiene nada de extraño. Son muchos los que se ocupan de esos temas anticipándose a la necesidad. Sensata decisión, por cierto.

—Bien, pero eso fue antes de que murieran mis padres y Lydia se convirtiera en mi tutora. Dadas las circunstancias, lo lógico habría sido volver a redactar su testamento...

—¿Para incluiros a vos? —la interrumpió Alistair con mordacidad. Se levantó del sillón con un bufido de ira, amenazando de paso la estabilidad de Sybil, y se puso a dar vueltas por la sala como un depredador, tocando uno a uno los muebles y adornos y hasta las pesadas cortinas de damasco, como si obedeciera al impulso irrefrenable de marcar como suyo cada artículo—. Es lo que habéis querido decir, ¿no es cierto, señorita Kendall? Creéis que mi tía debería haberos dejado algo.

Aunque Alistair le inspirara una aversión cada vez mayor, Cerynise se esforzó en hablar con mesura y contención.

—Vuestra tía era, según creo, muy metódica en sus negocios, y puesto que esa característica parecía inseparable de su modo de ser, me cuesta creer que no tomara la iniciativa de revisar su testamento cada vez que se produjera en su entorno un cambio de cierta importancia. Como mínimo me habría concedido tiempo para disponer lo indispensable a mi partida antes de dejarlo todo en vuestras manos.

—¡Pues no lo hizo! —declaró Alistair, abombando el pecho con énfasis e irritación—. ¡Bastante os ayudó en vida, y os aseguro que se daba cuenta! Daros cobijo tantos años, satisfacer todos vuestros caprichos, vestiros con las mejores prendas, patrocinar con sumas considerables vuestras absurdas exposiciones... ¡Deberíais poneros de rodillas, diantre, y dar gracias al cielo por la generosidad de mi tía en lugar de quejaros de que os falta tiempo para malgastar mi herencia!

Ofendida por las palabras de Alistair, Cerynise ahogó una exclamación.

—Os aseguro que no tenía pretensiones de heredar parte alguna de sus bienes, señor Winthrop —aclaró con indignación—. Me he limitado a significar que me parecía extraño que vuestra tía ni siquiera me mencionara, y ello a pesar de mi minoría de edad. ¡No se os habrá olvidado que era mi tutora legal!

Alistair se sonrió.

—Puede que mi querida tía calculara haberse deshecho de vos mucho antes de morir. Probablemente se propusiera casaros con un caballero de buenas rentas y delegar en otros la responsabilidad. Estoy seguro de que siendo una persona de tanto vigor no esperaba morir tan pronto.

Los ojos de Cerynise despidieron chispas tras sus negras y sedosas pestañas.

—Si de veras hubierais conocido a vuestra tía, señor Winthrop —dijo apretando los dientes—, sabríais que Lydia tenía afecto sincero por el prójimo, y que no se desentendía de nadie tan fácilmente como decís.

—¡Me da igual lo que penséis! —exclamó Alistair con rudeza, aumentando la presión de su mano sobre una frágil pastorcilla de porcelana. Advirtiendo que la usaba para subrayar sus asertos, Cerynise temió verla hecha pedazos en cualquier momento—. ¡Lo único que importa es el testamento! Ya habéis oído su contenido. ¡Ahora soy señor de esta casa, y lo que diga en ella tendrá valor de ley!

Sybil soltó una risita de júbilo y aplaudió con entusiasmo, como un niño cautivado por un espectáculo de marionetas.

—¡Así se habla, Al! ¡A ver qué se ha creído la muy fresca!

—Salta a la vista que la señorita Kendall se tiene por toda una dama —se burló Alistair, soltando a la pastora y avanzando hacia Cerynise con ojos negros y brillantes.

Cerynise retrocedió por instinto. No conocía bastante a Alistair para tener una idea clara de lo que era capaz de hacer cuando lo dominaba la rabia, pero estaba segura de que no era ningún caballero, y de que si lo contrariaban recurriría fácilmente a la violencia. Por desgracia el sillón obstaculizó su retirada, y tuvo que hacer frente a la desorbitada mirada y desagradable sonrisa del sobrino de Lydia.

Advirtiendo su temor, Alistair se sintió más poderoso.

—Pues bien, la señorita Kendall vuelve a equivocarse —dijo casi con dulzura—. No es más que una mendiga que se ha pasado años lisonjeando a mi tía con el objetivo de sonsacarle el máximo número de favores, como el vestido que lleva, sin ir más lejos.

Ni corto ni perezoso, se apoderó del festón de encaje blanco que adornaba el cuello de Cerynise y lo arrancó de un tirón, arrancando de paso un grito estupefacto de la joven.

—¡No me pongáis la mano encima! —exclamó Cerynise, cobrando nuevos bríos con la rabia, y apartando el brazo de Alistair de un manotazo—. ¡Puede que seáis dueño de esta casa, pero ni se os ocurra creeros con algún derecho sobre mí!

Una sonrisa lasciva se dibujó en los labios de Alistair, cuyos ojos negros se demoraron en el pecho de la joven. Era tan tentadora, a fin de cuentas... No catarla habría sido una pena.

—¿Al?

Sybil advirtió sus calenturientas tabulaciones. La idea de compartir a Alistair con una moza de esa edad, a cuyo lado se sentía torpe y gorda, no era en absoluto de su agrado, puesto que siempre cabía la posibilidad de que se prefiriera el manjar fresco al que se ha puesto rancio por servirse demasiadas veces a la mesa. Su inquietud no se debía a que sintiera gran apego por aquel libertino. Le interesaba infinitamente más lo rico que iba a ser en breve. Se contoneó de un lado a otro de la sala e, interponiéndose en el duelo de miradas de Alistair y Cerynise, se arrimó al primero a fin de recordarle sus generosas curvas.

Alistair acompañó con una risa vengativa sus meditaciones sobre cómo hacer pagar a Cerynise su altanería. Una vez tomada una decisión, cogió a su amante por la espalda y dirigió una sonrisa a sus ojos pintarrajeados.

—¿Te gustaría tener ropa nueva, Sybil?

El entusiasta chillido de ella fue sobrada respuesta.

—¡Al, querido! ¿Piensas comprarme algo?

Él encogió con displicencia sus hombros huesudos.

—¿Comprar? ¿Para qué, si tienes todo un vestuario esperándote en el piso de arriba, en los aposentos de la señorita Cerynise?

Sybil puso cara de desilusión.

—¡Pero Al, si no tenemos la misma talla! —se quejó. No podía reconocer abiertamente que casi todo en la joven salvo su estatura era más esbelto o reducido—. Es demasiado alta para mí, que soy tan pequeñita.

—Pues ve a su habitación y busca algo que te quepa —le indicó Alistair—. Con lo que se gastó mi tía en ella, seguro que algo encontrarás. ¡Deprisa!

Sybil salió de la sala entre gorjeos de felicidad. Sus tacones repiquetearon por la escalera, resonando por toda la casa hasta que el ruido de puertas abriéndose y cerrándose concluyó en un chillido de éxtasis.

Alistair estaba muy satisfecho por haber tenido tan buena idea. Se le leía en la cara con que miró a Cerynise.

—¡Vaya, sospecho que Sybil ha hallado vuestro dormitorio!

Cerynise contestó con una sonrisa fría y desdeñosa, como la que podría dirigir una madre a un niño travieso, y logró bajarle los humos a su ufano contrincante.

—¿Me dais permiso para reunir mis pertenencias y salir de esta casa en cuanto haya acabado Sybil? Creo factible hallar alojamiento en alguna posada hasta conseguir pasaje a las Carolinas.

—¡No tenéis pertenencias! —objetó Alistair—. ¡En esta casa todo es mío!

—Lamento discrepar —replicó Cerynise con frialdad, irguiendo la cabeza con creciente obstinación. Pese a haber gozado del amparo y supervisión de Lydia, no carecía de experiencia en el trato con bravucones. Su amado padre había sido director de escuela, y Cerynise, presente en un número considerable de sus clases, había plantado cara a no pocos varones inmaduros, convencidos de poder avasallar a quien fuera inferior a ellos en edad, tamaño o fuerza física. Muchos habían sido malcriados por padres ricos, y tenían afición a las más crueles travesuras—. No cabe duda de que mis cuadros me pertenecen, al igual que el dinero obtenido de su venta.

Rudd intervino con la seguridad del abogado que acude a juicio con el discurso ensayado.

—En el momento de pintarlos, jovencita, usasteis materiales adquiridos por la señora Winthrop. Fue ella asimismo quien contrató los servicios de un profesor para instruiros en los secretos de la pintura, a cambio, cabe suponer, de generosos honorarios. En suma, que vivíais bajo su techo, la teníais como tutora y erais menor de edad. Fue la señora Winthrop quien organizó vuestras exposiciones, negoció el precio e ingresó las ganancias en un banco. De hecho, los cuadros ni siquiera llevaban vuestro nombre, sino las iniciales CK. Lo sé porque fui a ver a los expositores y se negaron a desvelar la identidad del artista. Sólo dijeron que la señora Winthrop se había encargado de todo. —Antes de exponer la conclusión, Rudd hizo una breve pausa para limpiarse el sudor de la frente—. Por lo tanto, la propiedad de los cuadros, así como los beneficios que de ellos se hayan obtenido, recae plenamente en la señora Winthrop.

Cerynise enrojeció de indignación. Por desgracia, Rudd tenía razón en todo salvo en lo último. Lo que había combinado los colores hasta convertirlos en escenas realistas de la vida diaria, marinas, paisajes e interiores había sido su talento. Mientras un artista no los transformara en algo más, telas y colores quedaban reducidos a su aspecto material. Lydia, consciente de que el trabajo de una menor nunca habría sido tomado en serio por ningún cliente rico, había insistido en que la identidad de la artista siguiera siendo un secreto bien guardado. Tal había sido su único motivo para no informar a nadie.

—Lydia guardaba el dinero para mí —declaró Cerynise acaloradamente; pero hasta ella percibía la endeblez de su defensa—. No había motivos para tener cuentas separadas, y si tengo alguna esperanza de volver a Charleston será a condición de contar con los fondos necesarios para comprar un pasaje en el próximo barco.

—Las cuentas separadas no cambiarían nada —replicó Alistair—. Mi tía era vuestra tutora. Cuanto poseéis le pertenecía... —Sonrió burlón—. Y ahora me pertenece a mí.

—¡Mira lo que traigo! —exclamó Sybil con alborozo, irrumpiendo de nuevo en la sala. Iba envuelta en una capa de grueso muaré rosa, profusamente bordada con guirnaldas de flores en los dobladillos de la capucha y la abertura frontal—. ¿A que es precioso? —Ignorando el riesgo de tropezar con el borde, dio una vuelta en redondo para presumir de su nueva adquisición. Sólo lamentaba que no le cupiera el vestido que hacía juego con la capa—. Hay toda una habitación llena de cosas monísimas. ¡En mi vida había visto nada parecido! ¡Sombreritos! ¡Zapatos! ¡Vestidos, los que quieras! Y cosas preciosas de encaje para ponerse debajo. —Lanzó una risa cantarina, exhibiéndose para Cerynise—. ¿Qué tal me sienta mi capa nueva?

Cerynise no pudo resistirse a dar un consejo a aquella descocada que no sabía lo que era educación.

—A lo mejor si deshaces las costuras puedes ponerte el vestido.

—¡Al! —exclamó Sybil dando una patada en el suelo—. ¿Piensas dejar que me hable así?

A decir verdad, Alistair era culpable de haber albergado pensamientos afines viendo exhibirse a la opulenta meretriz. El rojo intenso de sus labios, combinado con el del maquillaje, eclipsaba el discreto color de la prenda, y ni todos sus deseos de venganza sobre los aires de superioridad de Cerynise impedían a Alistair creer que, salvo modificaciones sustanciales, sólo las capas y las prendas más externas podrían ser lucidas por Sybil.

Sus ojos negros volvieron a posarse en la distante beldad, y acariciaron las suaves y apetecibles curvas que el vestido de luto moldeaba con discreción. Cerynise tenía la espalda erguida y la cabeza en alto, afirmación de orgullo indomeñable. Se presentaba a ojos del mundo como una diosa de cabellos claros, y por mucho que Alistair deseara lo contrario, era evidente que Sybil salía malparada del cotejo.

La intensidad de la mirada de Alistair hizo que Cerynise sintiera un cosquilleo en la nuca y lo observara con súbita precaución. La ancha boca de él se torció en una media sonrisa que dio escalofríos a la joven. Ya antes de verlo avanzar con sus extraños e inconexos andares, Cerynise había empezado a sospechar que sus pensamientos no eran de los que agradan a una mujer decente.

—No os preocupéis en demasía, Cerynise —dijo Alistair con voz lisonjera, pasando la mano por detrás de la cabeza de la joven y soltando el moño que con tanta precipitación había sido confeccionado—. Quizá tengáis un papel que cumplir en esta casa. Seguro que podemos llegar a algún acuerdo y, ¿quién sabe?, quizá hasta convertirnos en íntimos amigos.

Haciendo caso omiso de la gélida mirada de la joven, pasó por encima del hombro su ondulada melena y dejó que cubriera un turgente pecho, antes de acariciar de arriba abajo sus sedosas hebras.

La indignación de Cerynise llegó a su cenit. Levantando ambas manos, empujó a Alistair con todas sus fuerzas.

—¡Víbora repugnante! ¿De veras creéis que consideraría la posibilidad de llegar a algo íntimo con vos? ¿Y osáis entrar en esta casa con la altivez de un apuesto heredero con derecho a poseer cuanto hay en ella? ¡Pero si no sois más que un vil gusano que abandona a rastras su oscuro y húmedo agujero para cebaros en pobres inocentes! ¡Me pudriría antes que permanecer aquí bajo vuestra autoridad!

Los insultos hicieron que a Alistair se le encendiera el rostro y se dispusiese a asestarle una bofetada.

—¡Voy a enseñaros quién manda aquí!

Howard contuvo una exclamación y se precipitó hacia su compañero, a quien asió de la muñeca.

—Marca a esta joven y tendrá algo que enseñar, a las autoridades cuando les transmita sus quejas —advirtió, inquieto—. ¿No te parece mejor sacarla de esta casa sin revuelo?

Alistair, a quien la rabia hacía temblar, no dio muestras de haber oído a su compañero. Tardó en recuperar cierto dominio sobre sí mismo y zafarse de la mano de Rudd.

—¡Sal de aquí, furcia! —bramó—. ¡No vales ni el esfuerzo de enseñarte modales! Cerynise susurró sin aliento:

—De muy buen grado. Me iré en cuanto haya recogido algunas cosas...

—¡De eso nada! —exclamó Alistair—. ¡Tú te vas ahora!

La cogió del brazo y la empujó hacia el vestíbulo, donde se hallaba Jasper, que había estado vigilando desde lejos. El mayordomo los miró a ambos con desconcierto, hasta que aventuró unas palabras.

—Señor, os lo ruego...

—¡Ahora el dueño soy yo! —afirmó Alistair, cortando la intervención del criado—. Y si alguien me lo discute, que siga el camino de esta perra. —Abrió la puerta, tiró de Cerynise y la obligó a bajar a tumbos por la escalinata de granito. Después mantuvo la puerta abierta, mientras reanudaba su invectiva al mayordomo—. ¡Pero que antes se lo piense bien! ¡Es muy difícil conseguir empleo, y que nadie espere referencias!

Los ojos negros de Alistair volcaron su ardiente furia en Cerynise, que, expuesta a la lluvia torrencial, lo miró parpadeando.

—¡Y ahora sal de mi vista mientras puedas o te haré arrestar! ¡Te encerraré en el manicomio!

—¡No creáis que son bravatas! —intervino Rudd, asomado a la puerta—. Ahora es un hombre adinerado, un respetable propietario. Vos no sois nadie. ¡Os conviene marcharos, a menos que os agrade la hospitalidad de Bedlam¹!

Casi en el mismo instante el abogado ahogó un grito de sorpresa y retrocedió de un brinco, al tiempo que Alistair cerraba brusca e irrevocablemente el pesado portón.

Cerynise cruzó los brazos y se arrebujó contra el gélido viento, tratando de hallar calor y protección contra los elementos. Acababan de echarla del único hogar que había conocido en los últimos cinco años, amenazándola con algo peor si se quedaba. Con el frío que hacía, y en ausencia de prendas con que mitigar su desacomodo, corría el riesgo de sucumbir a la congelación antes de ponerse a resguardo. Dada la seriedad de su dedicación al arte, nunca había reservado tiempo para cultivar amistades íntimas con mujeres de su edad. La mayoría estaba infinitamente más interesada que ella por atraer a futuros maridos. En cuanto a las amigas de Lydia, eran mucho mayores, y probablemente incapaces de hacer frente a una violencia como la que acababa de padecer Cerynise. Además, ¿cómo saber a qué extremos podía llegar Alistair Winthrop si se enteraba de que había recibido ayuda? Posteriormente a los insultos, Cerynise había vislumbrado en sus ojos una ira de rara intensidad. De hecho, le había parecido que Alistair se asomaba unos instantes al abismo de la locura. Cabía suponer que quien se propusiera ayudarla provocara reacciones similares, y repercusiones indudablemente graves. Por grandes que fueran sus deseos de hallar consuelo en alguna persona conocida, Cerynise no concebía poner en peligro a terceros.

Hasta era posible que Alistair ya hubiera cruzado el umbral de la locura. Era una hipótesis que no podía pasarse por alto. Para colmo-tenía la ley de su lado. En tanto que heredero de Lydia, gozaba de pleno derecho a usar las propiedades de su tía para los designios que estimase convenientes, incluido el de redactar una lista de quiénes podían residir bajo su techo y quiénes no.

Cerynise contempló la mansión con desaliento, .pero la nitidez de su visión se vio empañada por una mezcla de lágrimas y lluvia. El luto por Lydia, sumado a su reciente falta de alimentos y reposo, la habían dejado exhausta, mal dispuesta para lo que amenazaba con ser una larga caminata por toda la ciudad.

—Más vale empezar cuanto antes —murmuró, abatida y con labios yertos por el frío.

Echó a andar por la calle, consciente de adonde debía dirigirse. La lluvia y el frío, este cada vez más pronunciado, pondrían serias trabas a su empeño, pero no tenía opción.

Recorrido un trecho breve oyó correr a alguien y se volvió. El esfuerzo de alcanzarla dejó a Bridget sin aliento. La doncella había tenido la prudencia de no abandonar la casa sin recoger una gruesa bufanda. Llevaba en brazos su capa de lana, con la que envolvió a la temblorosa joven.

—¡Qué horror, señorita! —se lamentó entre sollozos. Enjugó con mano trémula las lágrimas que recorrían sus mejillas—. No me lo creía. ¡Veros expulsada de casa de la señora Winthrop sin tener donde ir! El señor Alistair es capaz de todo, ¿verdad, señorita?

—Me te-temo que s-sí, Bridget. El testamento de la señora Winthrop le da derecho a ello. —Cerynise acarició con dedos fríos la mano de la doncella. Las lágrimas que resbalaban por su cara parecían igual de heladas—. Ti-tienes que vo-volver. Nadie pu-puede permitirse que lo de-despidan sin referencias. Ten... Co-coge tu capa... y vu-vuelve...

Quiso desprenderse de la capa, pero la doncella negó con la cabeza.

—¡De eso nada, señora! Ahora os pertenece, aunque poco valga. La señora Winthrop me regaló una nueva el día de San Miguel; o sea, que este trapo viejo no me hace ninguna falta.

—¿Se-seguro? —preguntó Cerynise, que no podía controlar el castañeteo de sus dientes.

—Sí, señora —afirmó Bridget con férrea convicción—. Puede que no me sea posible renunciar al empleo del señor Winthrop, pero al menos estaré segura de haber hecho cuanto estaba en mi mano para ayudaros.

—Gracias, Bridget. Eres una bu-buena amiga —susurró Cerynise, con ojos nuevamente humedecidos—. No te olvidaré.

—En cuanto el señor Jasper ha oído de lejos lo que planeaba el señor Winthrop —se apresuró a informarla la criada—, nos ha mandado guardar los cuadros en el trastero de arriba. Ha dicho que le da igual decir mentiras a ese canalla, que le explicará al señor Winthrop que los cuadros se enviaron a una galería y que no sabemos cuál. Tenéis que encontrar una manera de recuperarlos, señora.

—Qui-quizá os estéis arriesgando demasiado —tartamudeó Cerynise, conmovida por la lealtad de la servidumbre—. No de-debéis poneros en pe-peligro para s-salvarlos. Yo voy a los mu-muelles... pa-para... co-conseguir un pa-pasaje a Charleston, y pu-puede que nunca vu-vuelva por ellos.

—No importa, señorita. Los guardaremos escondidos por si volvéis. Será una manera de vengarnos por lo que os ha hecho el señor Winthrop.

—Bien, ahora ve-vete —imploró Cerynise, propinando a la criada un suave empujón en dirección a la casa—, antes de que el señor Winthrop te vea hablar co-conmigo.

Un sollozo alteró el semblante de la doncella, que en una muestra súbita de afecto echó los brazos al cuello de Cerynise.

—¡Que Dios os bendiga, señorita! —Luego se despejó la nariz y retrocedió para mirar a Cerynise con ojos anegados en llanto—. Habéis sido con nosotros la amabilidad personificada. Contaremos los días que faltan para que el sinvergüenza del señor Winthrop reciba su merecido.

Bridget se separó de Cerynise muy a su pesar, y llorando amargamente corrió de vuelta a la casa. Su falda negra, mojada por la lluvia, le azotaba las piernas, y sus pequeños pies hacían salpicar los charcos que cruzaba, cada vez más profundos.

Cerynise se puso la capucha de lana y se ciñó la capa como mejor pudo. Ya estaba empapada por debajo, y dada la intensidad del viento huracanado y la fuerza del aguacero, la capa, lejos de poner remedio a su malestar, no serviría más que para atenuarlo en grado mínimo. Aun así dio gracias por el regalo, ya que a pesar del escaso tiempo transcurrido parecía que el aire se hubiera enfriado todavía más.

Tardó un poco en advertir que el enfrentamiento con Alistair había dado pie a una extraña insensibilidad, que hasta cierto punto servía para suavizar la dureza del trance en que se hallaba, puesto que ya no pensaba tanto en lo fría y mísera que se sentiría sin ropa de abrigo ni alimentos. En lugar de ello se repetía que debía caminar cuanto fuera necesario. Bastaba con poner un pie delante del otro. Dándose ánimos con tan sencillo razonamiento, se halló al fin próxima al puente que cruzaba el Támesis y franqueaba la entrada al barrio de Southwark.

Las nubes ennegrecían el cielo de la ciudad, sumiendo al crepúsculo en lóbregas tinieblas. En aquella extraña y misteriosa penumbra Cerynise logró distinguir varios barcos que navegaban contra la corriente, buscando un embarcadero donde echar el ancla. Su mirada se posó en la ribera opuesta, buscando los largos mástiles que distinguían a las naves de altura de las modestas embarcaciones pesqueras. En cada una de las visitas familiares a la casa de su tío, sita en el frente marítimo de Charleston, la pequeña Cerynise había tenido sobradas oportunidades de examinar las diversas embarcaciones que surcaban las aguas en dirección al puerto. Sentada felizmente en el muelle, dibujando en su cuaderno a poca distancia de donde pescaba el tío Sterling, Cerynise había aprendido de él a reconocer las distintas clases de navío. Todavía se acordaba de gran parte de sus enseñanzas.

Los recuerdos de la remota ciudad natal fluían por su mente cual río caudaloso, y por unos segundos Cerynise casi oyó el trinar de los pájaros que anidaban en robles venerables junto a la casa familiar, el zumbido de insectos en la cálida noche estival y el roce de los líquenes cuando corría por el bosque con la jubilosa exuberancia de los niños. Imaginó incluso percibir una ráfaga de olor a madreselva, y sentir en su lengua el dulcísimo sabor de un praliné medio deshecho. Pese a lo fugaz de esos recuerdos, sintió una añoranza tan intensa que le costó no derramar lágrimas de angustia.

Estaba poco menos que congelada, rígidos sus finos dedos por el frío inclemente. El agotamiento y la pena la envolvían como una manta mojada. Ignoraba cómo conseguir pasaje sin disponer de dinero. Viéndola en semejante estado, ¿qué capitán la aceptaría en su barco? La propia Cerynise halló descabellada la idea. Sabía, eso sí, que de alguna manera... de un modo u otro... tenía que volver a casa.

Empezó a cruzar el puente, obedeciendo a un deseo imperioso. Había lluvia acumulada entre los adoquines, pero los zapatos de Cerynise estaban tan empapados que daba lo mismo. Se recordó que bastaba con poner un pie delante del otro para llegar en algún momento a su destino.

El fétido hedor del río cobró mayor intensidad cuanto más se adentraba en el barrio de Southwark. Se mantuvo próxima al río, avanzando sin tregua hasta distinguir a lo lejos, en la casi impenetrable oscuridad, los elevados mástiles de los grandes buques. Alentada por su visión, Cerynise apretó el paso, ignorando el dolor que atenazaba sus helados pies. En el fondo sabía que era una imprudencia caminar sola por aquella zona. Amparada en la compañía de Lydia, había paseado suficientes veces por el barrio para familiarizarse con una clase de mujeres menos recatadas, mujeres que, apostadas en numerosas calles y pasajes, ofrecían su cuerpo abiertamente a los marineros, o a todo hombre dispuesto a pagar unas monedas por diversiones de cama. Cerynise era consciente de estar tentando al destino. Podían abordarla, y hasta confundirla por una fémina de dudosa virtud. Desechó no obstante el cauto razonamiento, juzgándolo un lujo que no podía permitirse.

Los almacenes y casas de vecinos que dejaba atrás estaban a oscuras. A fin de cuentas, se trataba de un lugar donde toda vela u onza de aceite se consideraba preciosa. La gente pobre podía entender su situación actual, pero no ayudarla. De ella y sólo de ella dependía encontrar una manera de regresar a su casa. ¡Y a fe que la encontraría!

No tenía conciencia real de hasta dónde había llegado. Sus pasos cansados habían empezado a trazar una senda errática por el muelle. De pronto su pie tropezó con un obstáculo de consistencia sorprendentemente humana. Escudriñó la zona de oscuridad creada por una barca colocada panza arriba encima de dos tablones.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué haces? —gruñó alguien debajo de la pequeña embarcación—. ¿No puedes mirar por dónde vas?

Cerynise trató de distinguir la enjuta silueta que salía a rastras de debajo del bote.

—Pe-perdonad —balbuceó, dudosa de si lo que le trababa la lengua era miedo o frío—. No os había vi-visto, señor.

—Pues ya me ves —replicó el hombrecillo de mala manera, poniéndose en pie con dificultad.

Era más bajo que Cerynise, totalmente calvo, de edad avanzada y sin un solo diente en toda la boca. Aun así llevaba ropa de marinero.

—¿Qu-qué hacíais ahí aba-bajo? —logró preguntar Cerynise.

El marinero la miró con cierta exasperación, antes de arrebujarse en su impermeable y pasarse la capucha por la cabeza.

—Ya que tanto te interesa, chiquilla, estaba echando una cabezadita mientras espero a que mi capitán vuelva al barco.

—S-síento mucho haberos mo-molestado, señor. Co-como está tan oscuro no os había vi-visto —contestó Cerynise con toda la cortesía que le permitió el castañeteo de sus dientes. Pese a la irascibilidad de aquel hombre, albergaba ciertas esperanzas de lograr su ayuda. De momento parecía una ocasión inmejorable de conseguir la información que necesitaba—. ¿No os habré hecho da-daño?

—¿Daño a mí? ¿Al viejo Moon? —preguntó el marinero con mirada incrédula. Abombó su pecho escuálido y se subió los pantalones como si tuviera intención ¿e demostrar su gallardía a la joven—. Mira, chiquilla, para hacer daño a Moon haría falta una ballena.

—M-me alivia s-saberlo.

Apaciguada su cólera por la cordialidad de Cerynise, Moon la examinó más de cerca. A pesar de su tartamudeo, hablaba como la gente de clase alta que subía al barco donde trabajaba él para informarse de las condiciones del hospedaje. La reacción habitual, una vez vistas las instalaciones, era buscar otro barco. En todo caso, hasta un ciego se habría dado cuenta de que aquella jovencita estaba a varias leguas por encima de la clase de mujeres que solían vagar por el muelle en busca de hombres que entretener.

—¿Qué haces aquí con esta lluvia? No es lugar para una chica como tú.

—Necesito un pa-pasaje a ca-casa, y bu-buscaba un barco que zarpara de-dentro de po-poco hacia las Carolinas. ¿No s-sabréis vos de un barco así?

—El Espejismo, sin ir más lejos —contestó el desdentado marinero—. Saldrá al mando del capitán Sulli-van. Yo soy su grumete.

—¿Y dó-dónde po-podría encontrar al ca-capitán Sullivan?

Moon cimbreó ligeramente el talle y señaló con el pulgar una taberna que vertía algo de luz en la oscura neblina.

—El capitán está llenándose la tripa en aquella taberna.

Siguiendo la dirección del dedo, Cerynise se vio embargada por una mezcla de alivio y temor. La reconfortaba saber abreviada su busca, pero tenía un miedo enorme a entrar en semejante establecimiento, pues no llegaba su ingenuidad a pensar que los marineros recién llegados a puerto sólo desearan ingerir licores tonificantes. Buscarían diversiones más vigorosas, en las que cabía suponer versada a Sybil.

—S-supongo que no que-querréis llevarme a ve-verlo...

Moon ladeó la cabeza pensativamente, fijándose en el desaliño de Cerynise. No solía preocuparse por las desconocidas, pero saltaba a la vista que aquella muchacha había pasado un mal trago y sufría lo mísero de su situación. Además, poseía una dulzura que despertaba en él impulsos galantes dormidos desde tiempo inmemorial.

—Supongo que podría, visto que si te quedas más tiempo aquí fuera te morirás de frío.

—¿Vos no tenéis?

Moon se frotó su nariz de gancho con un índice nudoso y soltó una risita burlona.

—No, porque me he calentado la tripa con un buen trago de ron. —Cuando estuvo bastante cerca para que Cerynise sintiera un fuerte aroma a destilado, le hizo señas de que lo acompañara—. Por aquí, muchacha.

El marinero, seguido a trompicones por Cerynise, se dirigió hacia la taberna. Al entrar, la joven se quedó junto a la puerta, dejando que Moon se abriera camino hacia el fondo del abarrotado local. El estruendo era tal que la sobresaltó. Había marineros pidiendo ser servidos mediante gritos e insistentes golpes de jarra sobre los gruesos tablones que hacían las veces de mesa. Otros hablaban a todo pulmón para hacerse oír por encima del barullo. Unos pocos proferían ensordecedoras carcajadas, jugando a pellizcar o golpear con la palma de la mano los traseros de cuanta moza de taberna les pasara por delante. Otro grupo, no menos reducido, acariciaba entre roncos murmullos a las meretrices que se habían apostado en su proximidad. Cuidando de no mirar a estas últimas, Cerynise paseó la vista por la sala en busca de Moon.

El marinero hablaba al oído de un hombre musculoso que engullía comida sentado a una mesa. Cerynise vio moverse los labios de Moon, pero el estrépito le impedía oír sus palabras. Supuso que su interlocutor debía de ser el mismísimo capitán Sullivan. Superaba la cuarentena, tenía una cabellera rebelde y entrecana, pobladas patillas y una barbilla mal afeitada. No sólo tenía aspecto de pirata, sino que parecía compartir la prosperidad de tales personajes, puesto que extrajo un pesado monedero y solicitó a una de las mozas otra jarra de cerveza para sus comensales. Por último, volvió la vista hacia el marinero y asintió con un movimiento de la cabeza.

Moon se apresuró a regresar junto a Cerynise con una amplia y desdentada sonrisa.

—El capitán dice que vayas a hablar con él. Apenas había dado Cerynise unos pasos por aquel laberinto humano cuando una mano intentó asirla. La joven, asustada, consiguió esquivar al lobo de mar que le sonreía con dientes negros y cariados.

—Eh, chicos, ¿qué nos ha traído la lluvia? —exclamó el hombre con una risotada, haciendo que sus compañeros se fijaran en la muchacha—. ¡A ver si no es una rata ahogada!

—¡Quia! ¡A mí no me lo parece! —vociferó otro, despojando a Cerynise de su capa con un brusco tirón, no sin romper una de las cintas que la sujetaban. A medida que recorrían el vestido mojado de la joven, sus ojos fueron cobrando un brillo lascivo—. ¡Un poco aguada sí que está, pero diantre si no es buena moza!

—¡Eh, cerdo, quítale de encima tus asquerosas manos! —gruñó Moon, retrocediendo para dar un cachete al segundo hombre—. ¿No sabes reconocer a una dama?

—¿Una dama? —repitió el interpelado con un bufido de incredulidad—. ¿Aquí dentro? ¿A quién quieres tomar el pelo, Moon?

—¡Da igual! —replicó el añoso marinero, arrebatándole la capa—. ¡Ya me doy cuenta de que nunca has visto a una dama en tu puñetera vida, y que no la reconocerías aunque te la pusieran delante de las narices!

Las risas de quienes estaban bastante cerca para oír el insulto hicieron que el admirador de Cerynise pusiera cara de ofendido.

—Sí que he visto, pero no suelen pasearse por sitios como este.

—Pues ya ves que ahora hay una —repuso Moon.

—Seguro que es una furcia —gruñó el marinero. Cerynise empezaba a verlo todo borroso a la vacilante luz de los faroles. Parpadeó varias veces, sintiendo una creciente debilidad que amenazaba con minar su resolución. Sólo un esfuerzo de voluntad sobrehumano le permitió llegar a la mesa del capitán Sullivan. Moon echó mano prestamente de una silla y la puso al lado de su capitán. Cerynise aceptó el gesto con gratitud, pues albergaba serias dudas sobre su capacidad de tenerse en pie mucho más tiempo.

—Dice Moon que queréis un pasaje en mi barco —dijo el capitán Sullivan. Su mirada, negra y penetrante, se posó en los mechones de pelo mojado que caían sobre el rostro de la joven, y descendió poco a poco hasta llegar al borde embarrado de la falda—. ¿Tenéis con qué pagar?

A Cerynise no le convenía reconocer abiertamente su pobreza, pero tampoco podía mentir.

—Sería absurdo por mi parte buscar pasaje en un barco sin poder pagarlo de alguna manera.

—¿Es decir?

Cerynise hizo acopio de coraje, consciente de cuan irracional podía juzgar su propuesta un capitán de barco.

—Mi tío, Sterling Kendall, satisfará el precio del viaje en cuanto me depositéis en Charleston...

Al principio el capitán Sullivan la miró fijamente, como si estuviera seguro de que había perdido el juicio. Después golpeó la mesa con el dorso de una mano y prorrumpió en sonoras e irrefrenables carcajadas, haciendo que Cerynise se encogiera de pavor y vergüenza. No cabía duda de que consideraba absurda su propuesta. Pasado un tiempo se tranquilizó y miró a la joven con expresión todavía jocunda.

—A ver si os entiendo, señorita. ¿Decís que vuestro tío pagará al término del viaje?

Cerynise asintió con un gesto tímido, consciente de haberse colocado en una posición insostenible.

—Me doy cuenta de que no es lo habitual...

—¡Una chaladura, eso es lo que es! —le espetó el capitán, sobresaltándola—. ¡O estáis mal de la cabeza o me tomáis por idiota, jovencita!

—Ni una cosa ni otra, capitán —contestó ella con prudencia, mirando llorosa a Sullivan. Si bien el agotamiento restaba energía a sus palabras, dio gracias por que el frío ya no le agarrotara la lengua—. Os aseguro que estoy en plena posesión de mis facultades mentales, pero, reciente todavía la muerte de mi tutora, me he visto expulsada de su casa por quienes han heredado sus bienes. Tan empeñados estaban en arrebatarme mis posesiones que me han dejado sin nada que ofrecer. Soy, desde hace unas horas, una verdadera indigente. —Hizo una breve pausa, dándose cuenta de que se había visto reducida a mendigar—. Creed, señor, que si viera posible inspiraros compasión, de buen grado os prometería el doble de lo que pagan normalmente los pasajeros de vuestro paquebote solo con que aceptarais delegar en mi tío la satisfacción de la deuda. Es la única persona en quien puedo confiar.

Los ojos negros del capitán repitieron su examen de la joven, esta vez con cierta compasión.

—Debéis comprender, señorita, que mi obligación es responder de todo el dinero que recibo. Así lo exige mi compañía. —Y añadió con cierta renuencia—: Bien podría ser que vuestro tío hubiera muerto. En ese caso, ¿quién pagaría vuestro pasaje? Si no vos, debería descontarlo yo mismo de mis ahorros.

—Lo entiendo, capitán Sullivan —murmuró Cerynise desalentadamente, abandonando la silla a riesgo de que se le doblaran las piernas—. Lamento haberos importunado.

—Perdonad, capitán —intervino Moon, volviendo a aproximar su boca al oído de Sullivan, y sorprendido de tener cada vez más deseos de ayudar a la joven—. ¿Y el Audaz? El capitán Birmingham no responde de nadie más que de sí mismo, señor. Si quisiera podría aceptarla a bordo.

—Sí —asintió el capitán Sullivan, acariciándose el rasposo mentón—. Es dueño de su barco... pero nunca hasta ahora, que yo sepa, ha aceptado pasajeros.

Cerynise se pasó la mano por la frente, dudando de si había entendido bien lo que decían Moon y el capitán. Se sentía tan débil que recelaba de su percepción y de la coherencia de las frases que empezó a balbucear:

—Habéis di-dicho Bi-Birmingham, ¿verdad? Sullivan la miró con curiosidad.

—¿Conocéis al capitán Birmingham, señorita?

—Si es de los Bi-Birmingham que vi-viven cerca de Charleston, s-sí.

—El capitán del Audaz, que es el barco del que hablamos, se llama Beauregard Birmingham —explicó Sullivan—. ¿Lo conocéis?

Cerynise estaba quedándose sin fuerzas por momentos, y apenas tuvo suficientes para contestar:

—Antes de morir... mi padre dirigía un colegio privado... para los hijos de los hacendados y comerciantes de la zona. En cierta ocasión... Beauregard Birmingham se contó entre sus alumnos. Conocíamos a su familia... y a la de su tío, Jeffrey Birmingham.

—Puede que si el capitán se acuerda de vos despertéis su compasión —dijo Sullivan, sin dejar de tocarse la barbilla. Viendo que su grumete lo miraba, señaló la puerta con la cabeza—. Escolta a la señorita hasta el Audaz, Moon, y dile al capitán Birmingham que me debe un favor. Me lo cobraré en cerveza la próxima vez que nos veamos.

—Sí, mi capitán. —La desdentada sonrisa del marino era casi tan ancha como toda su cara—. Será un placer acompañar a la dama y echar un vistazo al barco antes de que zarpemos.

Cuando Moon y Cerynise salieron de la taberna era noche cerrada pero había amainado el viento. Un ovillo de niebla empezaba a devanarse a ambos lados del río, deslizándose con sigilo por tierra firme, mientras la bruma suspendida sobre el agua filtraba ecos fantasmales de metal contra metal, y extraños ruidos de cosas arrastrándose. Moon caminaba a oscuras como si supiera el camino de memoria, haciendo algún que otro alto para que pudiera alcanzarlo Cerynise. Esta, envuelta en la oscuridad, avanzaba con pasos inseguros, sintiendo rígidas las piernas, un peso muerto. Tan extremos eran su frío y su fatiga que le hizo falta mucha determinación para recordar su objetivo y arrastrar de adoquín en adoquín sus zapatos empapados. Pese a la dificultad de tenerse en pie, siguió trastabillando en pos del grumete hasta que vio alzarse sobre volutas de niebla los altos mástiles de un barco.

Moon volvió la cabeza y señaló la nave.

—Seguro que nunca has subido a un barco como el del capitán Birmingham. ¡Una fragata mercante como hay pocas! Te costaría encontrar otra parecida, tenlo por seguro. ¿Y sabes qué, chiquilla? Que la pagó él sólito con todas las pieles, joyas y mil cosas más que trajo de Rusia hace años. Dicen que ha vuelto al Báltico y a San Petersburgo, sí señor, y que lleva el doble de tesoros que la otra vez. Hasta hay rumores de que convenció al capitán de un barco de la Compañía de las Indias Orientales para pagarle con sedas, perlas y jade una parte de su botín. Ahora está en Londres, reuniendo más tesoros para engatusar a los comerciantes de Charleston. ¡Como si no tuviera bastantes! ¡Habría que estar loco para llevar pasajeros cuando se tienen tesoros como los que encierran las bodegas de ese barco! Pero esperemos que contigo el capitán lo vea de otra manera, chiquilla.

Cerynise fue incapaz de articular una respuesta. Se aproximaban a un buque amarrado al muelle. Se trataba de un orgulloso bajel de tres mástiles, tan grande que empequeñecía cuanto lo rodeaba. En su presente estado, sin embargo, Cerynise no tuvo fuerzas para admirarse de nada. Sus energías se habían disipado, sus sentidos estaban embotados, y su agudeza mental ausente. Cada paso era una agonía que sus trémulos miembros se negaban ya a realizar. Sólo deseaba acurrucarse donde fuera, cerrar los ojos y dormir.

Moon se detuvo al pie de la pasarela y llamó al vigía que montaba guardia, pidiéndole permiso para subir. Cerynise oía su voz como si llegara de muy lejos. Tuvo vaga conciencia de que se le doblaban las piernas y de que su cuerpo se inclinaba hacia atrás lentamente, como si se hubiera detenido el tiempo. El impacto de su cabeza contra los adoquines careció de brusquedad, pero le provocó un dolor sordo y persistente. Alguien dio la alarma con voz bronca y, transcurrida una eternidad, dos fuertes brazos levantaron a Cerynise y la sujetaron contra un pecho fornido. La joven tuvo la sensación de que la niebla se espesaba en torno a ella cual húmeda tumba, ahogando su respiración y arrastrándola a un negro abismo mientras se apoderaba de su ser un abandono que acabó sumiéndola en la inconsciencia.