5

BEAU la miró a los ojos y murmuró las palabras que formalizaban su unión.

—Yo, Beau Birmingham, te tomo a ti, Cerynise Edlyn Kendall, por legítima esposa...

Las palabras, emitidas en voz baja, resonaron en el corazón de Cerynise, que dudó haber oído antes nada tan conmovedor como las promesas de Beau de amarla, respetarla y cuidarla. Deseó con todo su ser que también significaran algo para él, y albergó esperanzas de que no se limitara a musitarlas por galantería. Repitió a su vez los votos con ojos empañados, y posó la vista en las manos fuertes y esbeltas que sujetaban las suyas con suave firmeza.

—Yo, Cerynise Kendall, te tomo a ti, Beauregard Grant Birmigham, por legítimo esposo...

Poco después, el señor Carmichael preguntó:

—¿Quién tiene el anillo?

Cerynise contuvo el aliento. Era un detalle que se le había olvidado, y tuvo la seguridad de que a Beau también. Se dispuso a oír de su boca alguna excusa por carecer de él, pero cuál no fue su sorpresa al ver que extraía de su dedo meñique una pequeña sortija de oro. Tras deslizar limpiamente la alianza por el dedo anular de la muchacha, Beau repitió las palabras del rector.

—Con este anillo te tomo por esposa... El párroco concluyó por fin la ceremonia.

—Yo os declaro marido y mujer. —Hizo un gesto a Beau con la cabeza—. Puedes besar a la novia.

Un repentino y vigoroso coro de voces dio ánimos al novio.

—¡Eso, capitán! ¡Besadla! ¡Enseñadnos cómo se hace!

Cerynise se ruborizó y tuvo ganas de salir corriendo por miedo a sufrir un frío desaire, hasta que, sobresaltada, sintió que Beau la cogía con fuerza de la cintura y la obligaba a dar media vuelta para quedar ambos de cara a la tripulación. El capitán levantó el brazo libre e impuso silencio.

—¡De acuerdo, valientes! —exclamó entre risas joviales—. Si queréis una demostración la tendréis, pero atentos a lo que os digo: no volveré a enseñároslo. ¡O aprendéis ahora o nunca!

Sonoras risas y cerrados aplausos silenciaron los latidos del corazón de Cerynise, que estaba siendo rodeada por los brazos de Beau. Sintiéndose torpe, y no sabiendo qué hacer con los suyos, acabó deslizándolos por la nuca del capitán, al tiempo que lo miraba a la cara. En los bien perfilados labios de Beau jugueteaba una sonrisa pérfida, similar a la que había acompañado de muchacho a sus momentos más burlones. Poco le faltó a Cerynise para ver sobre sus hombros a un diablillo picarón, pero perdió toda facultad de raciocinio en cuanto el rostro de Beau descendió hasta quedar en proximidad del suyo.

—Concededme un beso, señora —susurró él, comunicando a los labios de la joven la calidez de su aliento—. Si no os lo doy mis hombres se llevarán una decepción.

De pronto sus labios tocaron los de Cerynise; uniéndose con ellos en un beso cálido y seductor qué suscitó en lo más hondo de la novia un gozo extraño e inexplicable. Era un brebaje embriagador que la despojaba de todas sus energías, haciéndola marear y que se le disparara el corazón. Notó que Beau la obligaba a volverse un poco y echar el tronco hacia atrás, sosteniéndola con el brazo por la cintura. Aquella postura mejoraba sin duda la visibilidad para sus hombres. En adelante el beso progresó con rapidez, sobresaltando sus sentidos virginales. La lengua de Beau se introdujo sedosamente entre sus labios y bebió con avidez el dulce néctar de su tímida reacción. Cerynise nunca había imaginado que un beso pudiera ser algo tan turbador, y no se le ocurrió cómo reaccionar con dignidad sino abriéndose plenamente a Beau. Por otro lado, no estaba demasiado segura de si era la manera correcta de besar, puesto que era el primero que recibía. Dudó, en todo caso, que la tripulación tuviera necesidad de una exhibición tan exhaustiva. No obstante, y dado el contenido de su acuerdo, tuvo aquel beso por el único que recibiría de Beau Birmingham, y le bastó esa sospecha para renunciar a toda resistencia. Si de veras debía atenerse a una relación estéril con su nuevo marido, haría acopio de cuantos recuerdos placenteros pudiera almacenar en su corazón antes del fin del matrimonio.

Sin darse cuenta, incrementó la presión de sus manos sobre la nuca de Beau, arrancando a la tripulación fuertes aplausos, grotescos canturreos y ostentosos suspiros. Las discretas toses del pastor casi pasaron desapercibidas en medio del tumulto, salvo para Cerynise, que se reportó bruscamente. Entonces bajó sus manos hasta los hombros de Beau y apartó la cara.

—Beau, por favor... Él se irguió y miró a sus hombres. Percibiendo la fuerza con que la estrechaba contra sí, Cerynise se ruborizó. A decir verdad, dudaba que su corsé de ballenas la apretara tanto como él. De inmediato se alzó una ensordecedora cacofonía de silbidos, gritos de aprobación y aplausos. Beau rió e inclinó la cabeza con desenfado. Cerynise ejecutó una profunda reverencia, viéndose en la agradable obligación de seguir su ejemplo.

Beau volvió a enmudecer el estrépito con un gesto del brazo.

—Bien, mis apasionados lobos de mar, basta por hoy de espectáculos. ¿Qué os parecería celebrarlo subiendo algún que otro barril?

Cerynise se tapó las orejas y arrostró con una mueca de dolor el barullo que había provocado la propuesta del capitán. La risa de Beau se comunicaba a su cuerpo mejor que a sus oídos. Varios marineros partieron raudos a cumplir sus indicaciones, y en un abrir y cerrar de ojos se perforó un barril, se le aplicó una espita y empezaron a circular vasos llenos hasta el borde.

El señor Carmichael tenía listos los documentos que había que firmar, y aguardaba pacientemente a que se le prestara atención. Beau, que fue el primero en observar su resignada sonrisa, acompañó a su joven esposa a la pequeña mesa dispuesta para el clérigo. Este hundió una pluma en el tintero y se la tendió al novio.

—Firmad aquí abajo, capitán —dijo, indicando a Beau dos documentos de aspecto oficial, puestos uno al lado del otro encima de la mesa—. He juzgado preferible que firmarais dos ejemplares, uno para el registro de nuestra parroquia y el otro para que os lo llevéis, por si alguien en vuestro puerto de origen quisiera investigar la legalidad de vuestro matrimonio en suelo inglés.

—Por supuesto —asintió Beau, estampando su firma con una elegante rúbrica.

—Y ahora vos, señora Birmingham —dijo Carmichael.

«Señora Birmingham.» Cerynise se dio cuenta del terrible alcance de lo que acababa de hacer, y se echó a temblar.

Beau le entregó la pluma pero se apresuró a recogerla de su mano trémula, que la había dejado caer. Al devolvérsela, le apretó la mano para que no soltara el instrumento, pero un simple vistazo a sus pálidas mejillas le dio motivos para temer un desmayo. Ciñéndola una vez más por la cintura, le susurró al oído:

—Ya casi está, Cerynise.

La joven se sintió mareada, y apartó la vista amagando un gemido. Durante breves instantes osó sustentarse en el cuerpo de hombre que le prestaba apoyo. Beau la sostuvo sin decir nada, impertérrito. Poco a poco el mundo recuperó su estabilidad a ojos de Cerynise, que se irguió, respiró hondo y se concentró en la tarea de firmar con su nuevo nombre. Le pareció extraño verlo impreso en el blanco pergamino, una rareza sin sustancia real.

Carmichael firmó a su vez, vertió lacre y aplicó un sello eclesiástico para atestar la validez de los documentos. Acto seguido esparció arena sobre las firmas, sopló y tendió una copia a Beau.

—Para vos, capitán.

Hacía muy poco que se había sumado a ellos Oaks, que permaneció a respetuosa distancia hasta que Beau se volvió hacia él. El oficial tendió en silencio dos pesadas bolsas de monedas a su superior, quien a su vez se las entregó al cura.

—Y esto, padre, para vuestro orfanato. Lágrimas súbitas empañaron la mirada que el clérigo posó en el rostro sonriente de Beau. Queriendo expresar su gratitud, abrió varias veces su boca temblorosa, pero, abrumado por la emoción, fue incapaz de articular palabra. Optó al fin por asentir vigorosamente, con las facciones desencajadas. Beau le puso una mano en el hombro y lo acompañó a la pasarela. Se despidieron con un recio apretón de manos. Beau acabó de despedirse, dio media vuelta y regresó junto a la novia. Quedó sorprendido por el velo de lágrimas que cubría los ojos de esta última.

—¿Tan pronto os arrepentís, Cerynise? —dijo con expresión levemente ceñuda. Ella negó con la cabeza.

—No, capitán; es sólo que he quedado impresionada por el gesto que acabáis de tener con el señor Carmichael.

Beau indicó que no deseaba ningún tipo de elogio a su benevolencia.

—Para un hombre así es poco. Él y su esposa han fundado un refugio para los huérfanos de esta ciudad. En muchos aspectos se parece a vuestro padre: se responsabiliza de los jóvenes y de su porvenir. El señor Carmichael trabaja y ahorra para alimentarlos y poner un poco de alegría en sus corazones.

Oaks, que se había ausentado unos instantes, volvió con una copa de ron para Beau. Acompañó el primer trago con una efusiva sonrisa.

—Felicidades, capitán. Pocos hombres consiguen una esposa tan bella. Sois digno de envidia.

¡De compasión, más bien!, pensó Beau. Nada tenía de lógico pasar de la sartén al fuego, pero eso mismo acababa de hacer él para salvar a una amiga de un desastre seguro. El hecho de que esa amiga se hubiera convertido en una mujer a cuyos encantos reaccionaba con ardientes anhelos viriles planteaba una dificultad difícil de superar. Pero, tal como habían quedado las cosas, si cruzaba esa tenue barrera nadie podría acusarlo de haber abusado de una virgen inocente.

Billy Todd subió corriendo a cubierta para anunciar:

—El señor Monet os tiene preparada la cena en el camarote, señor, y por cierto que está para chuparse los dedos.

—Gracias, Billy. —Beau miró a su esposa—. ¿Os apetece cenar, querida?

Cerynise reparó con relativa sorpresa en que estaba famélica, y asintió enérgicamente.

Beau se volvió hacia su primer oficial, no sin antes esbozar una sonrisa.

—Os dejo a cargo de todo, señor Oaks. Si me necesitáis estaré cenando con mi esposa.

—Bien, señor —contestó Oaks con un guiño y una sonrisa.

Cerynise se dispuso a dirigirse hacia la escalera, pero de pronto ahogó un grito de asombro, sintiendo que su esposo la alzaba en vilo.

—¿Qué hacéis?

—Llevar a mi camarote a mi nueva esposa —contestó él regocijadamente, ganándose una nueva ovación de sus hombres—. La tripulación lo espera, querida.

—Confío en que no esperen demasiado —replicó ella sonriente, enlazando el cuello de Beau.

Gozaba sometiéndolo a sus burlas, aunque lo que hubiera dicho no fuera necesariamente cierto.

Cuando bajaron por la escalera reparó en que los ojos de Beau la observaban con avidez. Después de un rato le oyó declarar sus pensamientos:

—Deduzco pues que no habéis disfrutado mucho con mi beso.

El malicioso duendecillo que aparecía en ocasiones ponderó la pregunta con fingida perplejidad.

—Ha sido muy instructivo. Jamás me habían besado de esa manera.

—¿Os habían besado alguna vez? —preguntó Beau, un tanto socarrón.

—Si os contestara, señor mío, os revelaría secretos que prefiero no confesar.

Llegaron ante la puerta del camarote. Beau quitó el seguro, la abrió con un hombro y entró con Cerynise en brazos.

—¿Se pueden guardar secretos a largo plazo entre marido y mujer? Los matrimonios acostumbran intercambiar las más íntimas confesiones.

—¿Significa eso que hemos de ser íntimos? Beau cerró de un puntapié y sonrió a su esposa sin soltarla. Tuvo tentaciones de darle otro beso como el de cubierta, pero la última pregunta había despertado .su curiosidad. Se daba cuenta de que Cerynise no se refería ni por asomo a lo que pensaba él. Una cosa era ser «amigos íntimos», y otra muy distinta tener «relaciones íntimas»; sin embargo, contestó con una pregunta más relacionada con el alivio de sus propias tensiones.

—¿Os gustaría que lo fuéramos, querida? Dándose cuenta del significado de la pregunta, y sintiendo la atenta mirada de Beau, Cerynise se sonrojó; sin embargo, conservó aplomo para inquirir con dulzura:

—¿Os gustaría seguir casado conmigo? Beau juzgó difícil dar una respuesta sincera que no

malograra el clima de cordialidad. Por consideración

hacia Cerynise, fingió reflexionar.

—Todo depende de lo bien que nos llevemos en nuestra intimidad —dijo al cabo.

Ella asintió con la cabeza, mostrando haber entendido. Beau quería que fueran íntimos, pero no quería ver recortada de por vida su libertad.

—Estoy segura de que el viaje nos proporcionará pruebas suficientes sobre nuestro grado de compatibilidad sin que haya unión física, capitán; así pues, si estáis haciendo proposiciones a vuestro esposa, quizá os convenga tener en cuenta que no las aceptaré sin un compromiso duradero.

Él suspiró.

—Esperaba esa respuesta.

—¿Decepcionado, capitán? —preguntó Cerynise con fingida preocupación.

—Me parece que sois una descarada —señaló Beau, depositándola en el suelo.

Pese a las gruesas telas que los separaban, el roce de sus cuerpos creó un agudo deseo que no hizo más que intensificar la inquietud de Beau sobre cómo afrontar la tensión de no tocarla durante las semanas y meses venideros. Sin embargo, había algo más, algo extraño. Poco antes había deseado besarla, y la tentación no había cedido un ápice. Anhelaba separar con un beso aquellos labios dulces y perfectos, un beso que expresara toda la pasión de un recién casado. Era un impulso que lo desazonaba, por no avenirse con su modo habitual de pensar. Tratándose de un hombre que había rehusado besar a meretrices en los momentos culminantes del placer, el incontenible afán que lo atenazaba era algo nuevo, insólito. Con las rameras no hacían falta besos, había concluido tiempo atrás, considerándolo como una práctica excesivamente personal para unir su boca a la de ellas. Cierto que el fornicio entrañaba asimismo considerable intimidad, pero Beau, en tanto que marino y célibe resuelto a seguir siéndolo, se había visto en la necesidad de aliviar de ese modo su temperamento e impulsos viriles.

Se imaginó de pronto víctima de un hechizo de amor, suspirando por los besos y el cuerpo de Cerynise, y por mucho que lo indignara esa imagen detectó en ella asomos de verdad. No podía negar su avidez por tenerlos a ambos.

Tomando a Cerynise de la mano, la apartó de sí con suavidad, concediéndose a su vez tiempo suficiente para ponerse delante del lavamanos. Mientras se lavaba volvió la cabeza y dijo:

—Nos espera nuestro festín nupcial, señora. A poco que nos demoremos se habrá enfriado.

Cerynise dejó el chal y aguardó tímidamente a que Beau se despojara de su ropa. El capitán se quitó la corbata y se desabrochó la camisa, acercándose a la mesa. Después sacó una silla a Cerynise, pero evitó mirarla, como parte de su esfuerzo por mantener a raya sus licenciosos pensamientos. Desde hacía un tiempo tenía la impresión de que le bastaba ponerle el ojo encima para sentir urgentes ansias de poseerla. El beso que le había dado en cubierta le había encendido la sangre, comunicándole la certeza de que en lo sucesivo hallaría grandes dificultades en dominar tan insaciables anhelos.

Una vez sentados, él abrió el vino y llenó dos copas casi hasta el borde, mientras Cerynise, en su papel de diligente esposa, servía en dos cuencos la bullabesa. Comieron en silencio, absortos en sopesar sus respectivos apuros. La idea de acostarse con Beau en tanto que esposa suya habría supuesto la culminación de un viejo sueño, pero ella se daba cuenta de que la prudencia lo desaconsejaba, puesto que bien podía quedar embarazada y acabar tratada como un simple estorbo.

Beau, por su parte, tenía plena conciencia de los compromisos que habría tenido que aceptar en aras de disponer libremente de la virginidad de Cerynise. Sólo hacía unos días que había vuelto a su vida la joven que acababa de convertirse en su esposa. Habiendo compartido tan breve período, ¿cómo tomar decisiones que lo ataran a ella de por vida? ¡Necesitaba tiempo para conocerla! ¡Y ella a él! Además, si aceptaba las condiciones expuestas por la joven, tendría que despedirse para siempre de la navegación, idea que no le agradaba

en exceso.

Cerynise estaba impaciente por oír hablar de Charleston, y si bien Beau llevaba ausente varios meses de su ciudad natal, sus noticias eran más recientes que las de su esposa.

—¿Os acordáis de cuando el señor Downs iba a la escuela para quejarse de que los niños pasaban corriendo por su jardín a la salida de clase? ¿Habrá muerto ya?

—No. Ahora son sus nietos quienes le pisotean las plantas —dijo Beau entre risas—. Con ellos, sin embargo, es mucho más tolerante.

—Lo tuve siempre por un viejo cascarrabias, pero dudo que lo fuera. Sospecho que yo reaccionaría igual si alguien destruyera el fruto de tantos esfuerzos. Me gustaría ver al señor Downs, aunque sólo fuera por los recuerdos que guardo de mi casa y la escuela de mi padre.

—Podríamos ir a verlo en mi carruaje cuando estemos en Charleston —propuso Beau.

Cerynise sazonó su respuesta con una dulce sonrisa.

—Sería un placer, Beau. Tengo muchos recuerdos de vos cuando éramos pequeños... O mejor dicho, cuando yo era pequeña y vos un joven ocho años mayor.

—Estad segura de que deslumbraréis a vuestros vecinos de antes. Es probable que aún guarden de vos la imagen de una chiquilla flaca, con trenzas y ojos enormes.

Cerynise rió por lo bajo.

—Por favor, Beau, no me recordéis lo horrible que estaba en esa época.

—Erráis, señora, si os recordáis como una niña fea. Sería incompatible con vuestro aspecto actual, digno de un cisne en elegancia y belleza.

—¡Por favor! —volvió a suplicar ella entre risas—. Vuestros maravillosos halagos alimentarán mi vanidad.

Beau le sonrió al tiempo que volvía a llenarle la copa.

—¿Creéis que miento?

—Sé que no sois un mentiroso, Beau. De sobra recuerdo las múltiples ocasiones en que dijisteis la verdad a mi padre aunque pudiera costaros un severo castigo. No puedo sino pensar que esa franqueza se habrá mantenido en la edad adulta. ¡Qué miedo tenía mi padre de que os matarais montando aquel caballo, vuestro favorito! Cuando no llegabais al final de la lección aprovechaba para obligaros a salir más tarde de la escuela, y todo para no tener que preocuparse de que estuvierais galopando a lomos de aquel animal.

—Al final el viejo Sawney se volvió ciego, y mi padre no tuvo más remedio que sacrificarlo. Estoy seguro de que la causa fueron esos bosquecillos de espino por los que insistía en llevarme. A veces se le metía en la cabeza que no quería que lo montaran, y hacía lo posible por desembarazarse de mí.

—Sí, recuerdo perfectamente una de esas ocasiones, y ahora que os oigo veo que mi padre tenía motivos de inquietud.

—Los tenía, en efecto, pero yo estaba resuelto a domar a aquella bestia. Casi me costó la vida.

—Me alegro de que no fuera así —murmuró Cerynise.

Su dulce mirada y cálida sonrisa eran el sueño de todo marinero anclado en puerto extraño, lo que podía ansiar durante meses lejos del hogar. Si Beau la tomaba de veras por esposa, ¿cómo separarse de ella más tarde?

Finalizada la cena, él sacó del armario unos pantalones que solía ponerse para trabajar. Tras desabrocharse los que llevaba, miró a Cerynise y le advirtió:

—Si os causa reparo ver cambiarse de ropa a un hombre, os aconsejo que os volváis. Debo regresar a cubierta, y pardiez que no pienso ir a otro camarote cada vez que me baje los pantalones. Mis hombres, que acaban de presenciar nuestro matrimonio, lo juzgarían extraño.

Ella le dio la espalda con frialdad.

—¿Estáis enojado conmigo porque he rechazado vuestra propuesta de intimidad, o tenéis por costumbre gruñir a todas vuestras esposas?

Beau contestó con una seca carcajada. Había recibido pruebas concluyentes de que la proximidad de su esposa despertaba en él todos los instintos carnales que llevaba dentro, y su estado de ánimo dejaba que desear. ¿Cómo iba a ocurrírsele siquiera ser cortés, cuando no tenía la menor esperanza de que ella cediera a sus deseos?

—Ya que vais a ser mi esposa, aunque sólo sea por espacio de unas semanas, tendréis que acostumbraros a oírme blasfemar. Los marineros tienen costumbre de decir lo que piensan sin prestar atención a si hay mujeres cerca.

—¿Y pensáis instruirme en la jerga marinera? Siguió un largo silencio. Cerynise, que aguardaba la respuesta a su inocente broma, se mordisqueó el labio inferior. De niña había tenido costumbre de burlarse de él. ¿Cómo no hacerlo ahora?

Mientras se despojaba de su camisa y sus pantalones, Beau examinó la tensa silueta de su joven esposa. Cerynise, por supuesto, no sospechaba hasta qué punto era doloroso tener que reprimir sus instintos viriles. En cuanto a Beau, ignoraba si podía sacar algún provecho de decirle la verdad; sin embargo, pensó que nada perdía con intentarlo.

—Lo que de veras desearía, querida, es instruiros en algo más placentero. Dado que no lo consentiréis, no os extrañe verme nervioso en vuestra presencia. Es difícil para un hombre no mirar a una mujer hermosa sin imaginársela desnuda en sus brazos. En vuestro caso no tengo necesidad de imaginar. Lo llevo en mi mente desde vuestra primera noche en mi camarote.

—¿Os referís a cuando me bañasteis?

La sorpresa lo dejó casi boquiabierto. Supuso que Cerynise se estaría esforzando por mantener su mirada en la pared del fondo, pero intuyó en ella ganas de regodearse en su desconcierto.

—¿Cómo lo sabéis?

—Vi en vuestra tina un pelo largo muy parecido a los míos.

Beau se aproximó a ella abotonándose los pantalones.

—Algo tenía que hacer, Cerynise. Estabais congelada de pies a cabeza, y no deseaba veros morir por ello. He presenciado en estos últimos años el fallecimiento de un hombre que sucumbió a una temperatura gélida por querer alcanzar nuestro barco de vuelta de un permiso. Estabais tan fría que tuve miedo de que no sobrevivierais.

—¿Ya no hay peligro en que dé media vuelta?

—No.

Cerynise se volvió con lentitud, y sintió una ola de calor que se apoderaba de su rostro y subía hasta la coronilla. Beau estaba desnudo de cintura para arriba. La visión de aquellos hombros anchos y cuadrados, y de aquel torso musculoso que se estrechaba hasta una prieta cintura, la dejó sin aliento.

—N-no estáis ve-vestido —tartamudeó, confusa y desconcertada por el espectáculo de tanta gracia y belleza masculinas.

Reparando en el color rojo de sus mejillas, Beau la miró con curiosidad y siguió acercándose.

—¿Nunca habíais visto a un hombre sin camisa?

—Tal vez de niña, pero sólo a mi padre. —Cerynise miró hacia otro lugar—. No recuerdo ninguna otra ocasión.

—Miradme, Cerynise. —Ante el rechazo de la joven, Beau le cogió la mano y se la puso en el pecho, sujetándola con firmeza para que no pudiera retirarla por mucho que se esforzara—. ¿Lo veis? Soy de carne y hueso. No hay de qué avergonzarse.

Ella alzó la vista, posándola en el añil de los ojos de Beau. Parecían brillar con un fuego interno que comunicaba su ardor a lo más hondo de Cerynise.

—No puedo negar la escasa frecuencia de mis encuentros con hombres medio desnudos. —Miró con timidez el musculoso cuerpo—. Sin embargo, y fiándome de mi intuición, diría que a vos os falta poco para ser perfecto.

Beau rió entre dientes.

—¡Vaya! ¿De quién proceden ahora los halagos?

—Es cierto —suspiró ella, esbozando una sonrisa con labios temblorosos.

Él puso la mano de su esposa más cerca del corazón, y después sobre uno de sus pezones. A continuación la hizo resbalar lentamente por su pecho y descender hasta la cintura de sus pantalones, sin dejar de mirarla a los ojos, cuya creciente limpidez no supo atribuir más que al deseo. Se acercó lo suficiente para tocarla con el torso desnudo, e inclinó la cabeza hacia sus labios. Vio que se separaban para recibir a los suyos. No necesitaba más excusa. De pronto Cerynise estaba en sus brazos, que la ceñían con fuerza abrumadora. Beau exploró su boca, embriagado de placer, y sus besos dieron fe de la intensidad de su deseo. Sus dedos empezaron a desabrochar corchetes en la espalda de la joven, separando con destreza la hendidura del vestido hasta llegar a las caderas, momento en que pudo retirarlo de los hombros y brazos de su dueña. La prenda se separó de la enagua con un suave frufrú, y Beau retrocedió para contemplarla. Los senos de Cerynise, ocultos apenas por la diáfana tela, surgían prietos del corsé, despertando recuerdos de cuando la había despojado a toda prisa de su ropa empapada. En aquella ocasión había estado demasiado inquieto por su salud para permitirse mirar con ojos de hombre sus formas femeninas. Sólo después, una vez seguro de que la enferma reviviría, su memoria lo había aguijado con visiones de la empapada camisa pegada a unos pechos turgentes y un cuerpo esbelto, avivando su apetito en grado no desdeñable. Lo mismo sucedió esta vez.

Beau, risueño, posó la vista en aquellos ojos oscuros y trasparentes en cuya cauta expresión se leía timidez e incertidumbre. Sintiéndose objeto de tan intensa mirada, Cerynise quiso cubrirse los pechos, pero él negó con la cabeza.

—Dejad que os mire —la instó dulcemente, cogiéndole ambas manos.

Fue rozando su piel con besos delicados, ascendiendo desde la muñeca al blanco hombro, y extrayendo suaves y entrecortados suspiros de labios de la joven. Los de Beau recorrieron su sedosa piel en suave descenso hasta llegar a la tentadora plenitud que asomaba insolente por el encaje del justillo. Acarició las elásticas redondeces con besos cálidos, haciendo que Cerynise entrecerrara los ojos. Cuando estaba cerca de las cimas, cubiertas de tela, se apartó y las dejó para más tarde, invirtiendo la dirección de su lento y travieso recorrido y centrándolo en el cuello. Después se irguió en toda su estatura y, tras examinar el rostro de su esposa con detenimiento, hizo que se unieran sus bocas. Como no detectaba señales de resistencia, hizo delicados avances con la lengua hasta conseguir enlazarla a la de Cerynise, cuya tímida pero activa reacción lo llenó de deleite. Sus besos se volcaron en intensificar dicha reacción, introduciendo la lengua en profundidades cada vez mayores, hasta que, en el loco frenesí de sus bocas unidas, poco le faltó para devorar los labios que cubría con los suyos.

Cerynise tenía la sensación de que todo su ser estaba a punto de disolverse, pero su corazón palpitó a mayor velocidad cuando Beau retrocedió para acariciarla por encima de la camisa, retirando provocativamente la íntima prenda hasta que surgió del encaje la parte superior de una tierna esfera rosada. Fascinado por su suavidad, frotó suavemente con la punta de un dedo la sedosa textura, y, haciendo descender sus caricias de forma casi imperceptible, incrementó el ritmo, desbocado ya, de los latidos de Cerynise. Esta contuvo bruscamente el aliento, como reacción al instante en que el pequeño nódulo quedaba libre de trabas y se convertía en objeto de un suave frotamiento por parte del pulgar de Beau, trasladado más tarde a la rosada areola con un movimiento circular.

La gratificación que sentía Beau por haber llegado tan lejos sin que lo detuvieran arrancó un suspiro de sus labios. Su boca descendió bruscamente y se apoderó del pezón, sobresaltando a Cerynise, que tuvo dificultad en ahogar un grito. Un fuego abrasador empezó a acariciar con languidez la maleable protuberancia, despertando ansias insaciables en lo más hondo de la joven, cuyos labios dejaron al fin escapar un sordo gemido. Su cabeza cayó hacia atrás en éxtasis, y su cuerpo se entregó por completo al goce sensual que en él brotaba. Tuvo vaga conciencia de que le estaban desabrochando por detrás el corsé, cuya caída fue simultánea a la de la enagua.

Beau le soltó la melena, que cayó por los hombros en relucientes ondas. Su mano recorrió la sedosa longitud del cabello y, descendiendo por la espalda, llegó al fin al calzón. Se introdujo por debajo de la tela, moviéndose por las desnudas nalgas y palpando su exquisita redondez hasta que Cerynise sintió el impulso de estrecharse contra la dura prominencia oculta bajo los pantalones de su esposo. De pronto se sintió cogida en brazos por él.

Beau llegó a su litera en tres zancadas, depositó en ella a Cerynise y apartó la colcha de un tirón. Tras despojar a su esposa de las últimas prendas que la cubrían, retrocedió para quitarse los pantalones, sin molestarse en dar media vuelta. Cerynise contempló con ojos desmesuradamente abiertos la conspicua exhibición viril, pero al instante tuvo a Beau contra ella, besándole la cara y los pechos y mordisqueándole la cintura y las caderas.

—Te deseo —murmuró Beau con voz ronca, deslizando sus manos de arriba abajo del cuerpo de Cerynise y ascendiendo de nuevo hasta colocarlas entre sus muslos.

La intrusión sobresaltó a Cerynise, que intentó echarse a un lado, pero Beau la instó a relajarse mediante palabras dulces y besos sensuales, hasta que notó que se abría a él. Con infinita suavidad palpó su femenina molicie, y en poco tiempo los sentidos de la joven cayeron presas de un extático torbellino. Nacieron entonces desconocidas llamas que, surgiendo de sus entrañas, convulsionaron su cuerpo entero, inundado por arrolladoras sensaciones.

Cerynise obedeció al impulso de ponerse de costado y tener a Beau frente a frente. En breves instantes, labios y lenguas se unieron en un salvaje intercambio de besos enfebrecidos. Inflamada por ellos, se arrimó al cuerpo musculoso de Beau y apoyó en su cadera un muslo esbelto. La ardiente espada hizo avances decididos para acariciar la húmeda molicie femenina, hasta que su lento e incitante vaivén por la zona exterior evocó sensaciones que a ambos los hicieron jadear, tan sensual era el gozo. Cerynise, toda osadía, y rotas las barreras del pudor, empezó a cubrir de besos y caricias el pecho terso y musculoso de su marido. Sus dedos juguetearon tímidamente con sus pezones, pequeños y duros, y rozaron sus pectorales. Al momento siguiente Beau tenía cogida su mano y la hacía descender por su torso hasta cerrarla sobre la dura asta, haciendo que Cerynise ahogara una exclamación. Al tiempo que le acariciaba la cara con sus besos, le susurró palabras al oído, y Cerynise cumplió tímidamente sus instrucciones hasta dejarlo sin aliento. La satisfacción de proporcionarle gozo dio alas a su coraje, y, cada vez más atrevida, se dejó llevar por la curiosidad, guiando a Beau hasta cimas que él jamás había considerado posibles antes de la introducción. A fin de cuentas, tal vez existieran argumentos a favor del acto carnal tal como se efectúa con una esposa, en lugar de con una mujer de mundo bien versada en tales menesteres.

La puerta resonó con golpes vigorosos, que sobresaltaron a Cerynise e hicieron gruñir a Beau. Este se pasó una mano por la frente, maldiciendo por dentro a quien tenía la crueldad de interrumpirlos en aquel momento de suprema intimidad.

—¿Qué ocurre? —espetó al intruso, apoyándose en un codo y mirando la puerta con cara de pocos amigos.

—Disculpad, capitán —repuso Billy Todd con voz contrita al otro lado de la barrera—. El señor Oaks me ha ordenado bajar para deciros que ha subido a bordo un hombre de la oficina del juez, y que solicita examinar vuestra documentación y verificar vuestro calendario de embarque. Dice que mientras no hayáis solucionado vuestra disputa con el señor Winthrop él y sus hombres vigilarán el Audaz para asegurarse de que no intentéis huir.

Beau tuvo la seguridad de que de hallarse en presencia de Alistair Winthrop lo habría sometido sin mayor dilación a un delito de lesiones físicas.

—Ahora mismo subo con los documentos. Cerynise se tapó con la sábana, mientras Beau exhalaba un suspiro y apoyaba en el suelo sus largas piernas. Se quedó sentado con profunda contrariedad, apoyando un codo en la rodilla y la cabeza en la mano. Le parecía increíble haber llegado tan lejos y verse detenido en el umbral del placer.

Se volvió hacia Cerynise y le dio un beso con idéntica pasión que antes.

—Esperad aquí —susurró contra sus labios, antes de mirarla a los ojos con una sonrisa—. Volveré en cuanto pueda.

No sabiendo qué decir, Cerynise lo miró atentamente. Los golpes en la puerta habían hecho algo más que sobresaltarla. Habían despertado en ella la conciencia de lo que había estado a punto de entregar a Beau. A fin de cuentas, no tenía de él compromiso alguno de cara al futuro, y el hecho de estar casados no impedía que una vez en Charleston Beau quisiera obtener de nuevo su libertad. Si se la pedía, Cerynise estaba segura de concedérsela, puesto que ni en sueños se le habría ocurrido retenerlo contra su voluntad, al margen de lo herida que se sintiera.

Conviene que guardes las distancias, le susurró la prudencia. Así no tendrás que preocuparte de que te deje encinta.

Mirando vestirse a su nuevo esposo, Cerynise se sintió un poco descarada, pero si su matrimonio no le reportaba más beneficios que breves episodios de intimidad como aquel, estaba resuelta a disfrutar de cuantos pudiera antes de cerrarle la puerta en la cara. Demasiado poco tiempo faltaba ya para eso.