4

BILLY TODD miró con expresión ceñuda la bandeja de desayuno que había llevado una hora antes al camarote del capitán, y que se disponía a retirar.

—¿No os encontráis bien, señorita?

—Sí, sí, perfectamente —se apresuró a tranquilizarlo Cerynise, reacia a mencionar el insomnio que se había apoderado de ella esa última noche, y a suscitar preguntas a las que prefería no contestar—. Hace días que no me encontraba tan bien.

—Entonces ¿deseáis otra clase de comida? Ella sonrió y negó con la cabeza. Billy estaba siendo muy gentil y se desvivía por su comodidad, sin duda

alguna por orden del capitán.

—Es que esta mañana no tengo hambre, pero no me pasa nada.

—El señor Monet sabe lo que se hace, como veis vos misma, señorita, pero si os apetece otra cosa será un placer ir a buscároslo.

Cerynise tuvo dificultad en imaginar mayor tentación para su paladar que los manjares traídos por el grumete, manjares todavía más deliciosos, a juzgar por su aspecto, que los que le había cocinado Philippe como primera muestra de sus habilidades. Sin embargo, se había pasado la noche dando vueltas en la cama, tratando en vano de adivinar el motivo de la partida de Beau, y poco lugar ocupaba la comida en sus pensamientos, que giraban en torno al temor de que su presencia a bordo pudiera haber movido al capitán a buscar alojamiento en otro lugar. Nada deseaba tan poco como abusar de su paciencia de caballero, o ser de algún modo un estorbo. Por otro lado, el recuerdo de las caricias de la prostituta había turbado en extremo la imaginación de Cerynise, y las incipientes sospechas de que pudieran haber vuelto a reunirse coartaban gravemente su serenidad. Lo que había despertado en ella tan molesta conjetura podía compararse con el suplicio de un prisionero obligado a descender con pesadas cadenas por la empinada escalera de una mazmorra. No obstante su pugna por impedir que cundiera en ella el desaliento, Cerynise había experimentado el vertiginoso descenso de su estado de ánimo por un oscuro pozo.

—Por esta mañana tendré suficiente con fruta y té, Billy —insistió—. De veras.

El grumete sonrió con timidez.

—Lo demás os hace sentir como un ganso en Navidad, ¿eh, señorita?

La conclusión sorprendió a Cerynise.

—No me gusta comer sola, Billy —reconoció—, pero lo peor es que temo haber desalojado al capitán de sus aposentos.

El muchacho se alegró.

—Entonces os agradará saber que el capitán ha vuelto, señorita. Hará su buena hora que llegó.

Harto más reconfortante habría sido la noticia para Cerynise de haber realizado Beau algún esfuerzo por bajar a su camarote, darle noticias o preguntarle siquiera cómo había pasado la noche, pero nada de ello había sucedido. A fuer de sencillo, el gesto habría contribuido a demostrar una mínima preocupación del capitán por el bienestar de su huésped. Esta concluyó que Beau no tenía el menor interés por conservar su amistad, y que probablemente se alegrara de su inminente partida. Cerynise hallaba insoportable que Beau la desairara, y sintió prisa por marcharse antes de tener conocimiento directo de la indiferencia del capitán.

—En ese caso me apresuraré a recoger mis pertenencias y prepararme para el traslado al barco del capitán Sullivan. Ya que el capitán Birmingham ha pasado toda la noche fuera, sin duda agradecerá disponer de cierta intimidad.

Billy tuvo la prudencia de mantener una actitud neutral. El capitán no estaba de buen humor que se dijera, y cabía suponer que no había quedado satisfecho por el objeto de su búsqueda, fuera cual fuera.

—No hace falta que os deis prisa, señorita. La última vez que vi al capitán estaba hablando con el oficial sobre las cajas de muebles que van a subir a bordo.

—¿Muebles?

—Sí, señorita. En este viaje el capitán se propone llevar un cargamento de muebles. A todos los ricos de Charleston les gusta tener muebles de la madre patria. Suelen ser los primeros que suben a bordo, en cuanto el Audaz llega a puerto.

—Parece que el capitán Birmingham es un hombre muy emprendedor —reflexionó ella en voz alta.

No tenía dificultad en entender que alguien tan ocupado con los negocios dispusiera de escaso tiempo para cultivar amistades o afectos.

Billy no estaba muy seguro de lo que quería decir la palabra «emprendedor». Supuso que tendría algo que ver con ser hombre de muchos recursos. En ese caso, «emprendedor» era una descripción perfecta de su capitán.

—Tengo que irme, señorita. El capitán quiere desayunar en el camarote del señor Oaks, y si no se lo llevo rápido me caerá un buen rapapolvo.

—¿El camarote del señor Oaks?

Cerynise frunció el entrecejo. Si Beau había vuelto hacía una hora, nada le impedía desayunar con ella en lugar de hacerlo a solas en la estancia del primer oficial. Cada vez se ponía más de manifiesto el esfuerzo de Beau por guardar las distancias.

—Sí, señorita. El capitán no quería molestaros. —Tras un incómodo silencio, el muchacho añadió una hipótesis de cosecha propia—: Será porque no estáis casados.

—Ah. —¿Qué más podía decir ella? La explicación del grumete no hacía más que dar cuerpo a la convicción de que Beau trataba de evitarla.

Una hora más tarde, Cerynise juzgó civilizado su atavío, consistente en un vestido de color rosa claro. La pechera estaba adornada con varios pliegues en forma de uve, y una tela distinta, más sedosa, hacía función de gorguera con sus rígidos dobleces. El dobladillo estaba hecho con hilo satinado del mismo color, haciendo sobresalir los pliegues de forma encantadora, como pétalos brotando de debajo de la barbilla. Las mangas eran largas y con la hombrera muy pronunciada; por lo demás, ajustadas y con adorno de volantes. Otros tres juegos de volantes, de longitud equivalente al antebrazo, caían en cascada sobre la falda.

Cerynise se había cepillado su larga cabellera hasta sacarle lustre, se la había sujetado cerca de la coronilla y le había dado varias vueltas por encima de la cabeza, creando un peinado sencillo pero lleno de encanto. Se puso detrás de cada oreja un toquecito de agua de colonia con aroma de jazmín, y se calzó un par de zapatillas con medias claras por debajo. Después se sentó a esperar el regreso de Beau Birmingham a su camarote, o acaso instrucciones de que se aprestara a hacer el viaje al Espejismo.

Suspiró. La idea de volver a Charleston a bordo del barco del capitán Sullivan no era muy de su agrado, pero Beau se había mostrado inflexible en su decisión de no llevarla consigo, y Cerynise no pensaba suplicárselo. Teniendo en cuenta los recientes esfuerzos de Beau por guardar las distancias, cualquier ruego sería motivo de vergüenza.

Oyó llamar a la puerta antes de lo esperado. Tras alisarse nerviosamente el pelo y el vestido, cruzó la habitación con la esperanza de que por fin hubiera bajado Beau, pero en el umbral no había más que un hombre de unos veinticinco años, rubio y enjuto de facciones. Al posar en ella sus ojos grises, el desconocido se la quedó mirando como si hubiera perdido el juicio, hasta que de pronto recordó sus modales y, sonrojado, se quitó la gorra.

—Disculpad, señorita, pero el capitán me ha pedido que os acompañe a cubierta.

Cerynise supuso que aquel individuo era miembro de la tripulación, pero ignoraba su nombre.

—¿Quién sois vos?

Cayendo en la cuenta de su error, el joven se ruborizó todavía más.

—Disculpadme de nuevo, señorita. Soy el primer oficial, Stephen Oaks.

—¿Y ha dicho el capitán por qué desea que suba a cubierta? ¿Tiene intención de llevarme al Espejismo de inmediato?

La pregunta pareció desconcertar al oficial.

—No lo ha dicho, señorita; sólo que subáis a cubierta.

La expresión de Cerynise se tornó ceñuda. Puesto que Beau Birmingham enviaba a su lacayo, no cabía duda de que confiaba en librarse de ella con presteza. Ni preámbulos ni discusiones. Iba a sacarla del barco sin darle tiempo a pestañear. En el caso improbable de que Beau hubiera aprendido modales en algún momento de su vida, a fe que no los mostraba en presencia de Cerynise.

—En este momento el capitán está bastante ocupado con la carga del barco, señorita —explicó Oaks—;

aun así ha pensado en vos, y en que quizá os apeteciera algo de sol y aire fresco.

Cerynise, para nada satisfecha de que prolongaran su ignorancia acerca del cambio de barco, realizó otra tentativa.

—¿Sabéis cuándo se propone el capitán llevarme al Espejismo? ¿O lo ha delegado en otra persona? Stephen Oaks siguió perplejo.

—Por lo que sé, señorita, el capitán no ha hecho mención alguna de vuestra marcha. Si tuviera intención de ausentarse de nuevo no cabe duda de que me lo habría comunicado, teniendo en cuenta que estamos intentando finalizar la carga cuanto antes para poder zarpar en uno o dos días. ¿Por qué no subís a cubierta y habláis vos misma con él, señorita? Sabrá exponeros mejor que yo las intenciones que alberga.

Ella se dio cuenta de que era una manera sutil de conseguir su obediencia, pero no tuvo deseos de rechazar la invitación. Después de todas las horas que llevaba recluida en el camarote (tantas que ya había perdido la cuenta), tenía ansias de salir al exterior. Una vez protegidos sus hombros por un hermoso chal de cachemir con estampado rosa y verde oscuro, fue en pos del oficial por el pasillo y la escalera.

Corría por cubierta una suave brisa que mezclaba el olor salobre de la mar con otros de tierra firme, procedentes de la ciudad y el muelle adoquinado. No había nubes que obstaculizaran la luz matinal, y los rayos del sol se quebraban contra el mar como si un cristal los descompusiera. Por toda la cubierta centelleaban pequeños puntos de luz que casi deslumbraron a Cerynise. Quedó al principio inmóvil, captando la escena con sensibilidad de artista, y lamentó no poder desempaquetar sus pinturas y plasmar sobre el lienzo hasta el último detalle, antes de perder para siempre aquel ambiente tan espiritual.

—¿Habéis visto en vuestra vida algo tan hermoso? —musitó.

El oficial arqueó una ceja inquisitivamente y miró alrededor sin entender a qué se refería la dama. Al final extrajo sus propias conclusiones.

—Cierto, señorita; el Audaz es un barco magnífico. Su cortedad de miras hizo sonreír a Cerynise, que se esforzó por compartirla. El barco, indudablemente, era el orgullo de cualquier marino, y hasta un profano se daba cuenta enseguida de que seguiría siéndolo bastante tiempo, considerando el óptimo estado en que lo mantenían.

La cubierta y la parte adyacente del muelle estaban pobladas de estibadores que subían el cargamento a la fragata. Estaban levantando una caja grande de madera, que poco después fue introducida laboriosamente por la escotilla de la bodega. Apenas depositada aquella caja y desprendidas las sogas, otra fue atada con fuertes nudos y abandonó el muelle.

—¿Son las cajas de muebles de que me ha hablado Billy? —preguntó Cerynise al oficial, atento asimismo a la tarea.

—Sí, señorita —contestó el señor Oaks—. Esta vez vamos a Charleston con un cargamento de cómodas, armarios roperos, camas y demás. Estoy seguro de que el mobiliario que llevamos sería suficiente para costear todo un viaje. El capitán tiene por costumbre adquirir las mejores piezas de cada puerto que visitamos.

—Billy ha dicho que vuestra llegada se espera con impaciencia —murmuró Cerynise distraídamente, al tiempo que se protegía la vista del sol y examinaba la cubierta en busca de Beau, como había hecho de niña.

—Sí, señorita. El capitán Birmingham ha ganado nombradía por el buen gusto con que escoge su carga. Los comerciantes de Charleston estarían encantados de tener acceso a los tesoros que lleva, a fin de beneficiarse de su reventa, pero el grueso de los muebles suele venderse a los coleccionistas privados que acuden al muelle en cuanto echamos el ancla. Discuten por cada pieza y tratan de pujar más alto que los demás; así, el capitán no tiene más que aceptar la oferta más generosa.

—Si los muebles que lleva a Charleston son de igual calidad que los que tiene en su camarote, no me extraña que susciten tanta demanda.

—Sí —convino Stephen Oaks, antes de quitarse la gorra por segunda vez—. Y ahora, señorita, si me disculpáis, debo reintegrarme a mi trabajo.

—Por supuesto.

La inquieta mirada de Cerynise se detuvo al fin en el castillo de proa, donde divisó a Beau. Iba vestido de manera informal, con camisa blanca de manga larga y pantalones largos que acentuaban la musculosa esbeltez de sus caderas. La camisa mostraba parte de su fornido pecho, de piel bronceada y vello negro no muy poblado. Sin duda en algún momento de la mañana se había peinado hacia atrás su abundante cabellera, pero algunos rizos le caían ya por la frente. Sus manos jugueteaban con esos rizos, brillantes y negros como el carbón, mientras hablaba con un hombre mayor y más bajo que él, de porte elegante. Cerynise supuso que sería un comerciante; en todo caso, y fuera cual fuera su profesión, la calidad de su atuendo mostraba a las claras que había alcanzado gran éxito en ella. No menos claro era el hecho de que en sus tratos con aquel individuo Beau sabía valerse por sí solo. Se mostró inflexible a lo largo de la conversación, negando con la cabeza para subrayar lo firme de su postura hasta que su interlocutor hizo un gesto de exasperación. Entonces Beau sonrió, le tendió un recibo para que lo firmara, extrajo y contó una suma de dinero del monedero que llevaba en el cinturón y se la entregó al otro hombre. El acuerdo se cerró con un apretón de manos, y el desconocido, radiante, se puso el sombrero y se marchó, complacido de haber obtenido un trato justo para con ambas partes.

Concluido el negocio, Beau miró hacia la escalera, preguntándose qué retendría a Oaks; mas no porque precisara sus servicios, sino porque deseaba saber si ya había hecho subir a Cerynise. Por fin divisó al oficial abriéndose camino por una muchedumbre de trabajadores en dirección al castillo; sin embargo, lo que le llamó la atención fue una mancha de color situada un poco más atrás, prueba de que su joven huésped engalanaba con su singular belleza la cubierta del barco. La vista de Beau quedó cautiva de aquellos volantes que vislumbraba apenas a espaldas de su segundo de a bordo, pero no se satisfizo con tan poco.

Se dirigió con paso resuelto a un punto próximo a la baranda superior, desde donde podría ver a Cerynise sin obstáculos. Admirado por la vista, quedó casi sin aliento. La joven no lo turbaba menos con sus mejores galas que enfundada en los pantalones de Billy. Desde la llegada de Cerynise al Audaz, Beau no había podido alejarla de sus pensamientos. La dificultad de hallar a una moza disponible y dotada del mismo atractivo le había hecho lamentar el reencuentro, puesto que había vuelto a su barco en el mismo estado que al abandonarlo. Viéndola ahora tan absolutamente divina, sintió una terrible y desgarradora desazón. Él, que siempre había sido para Cerynise como un hermano mayor, se veía en el difícil trance de albergar por ella una pasión cada vez más intensa.

—He traído a cubierta a la señorita Kendall, capitán —informó Oaks, como si hiciera alguna falta.

—Me he dado cuenta. —Beau echó un vistazo a su tripulación para ver cómo reaccionaban. Básicamente, casi todos los marineros tenían puesto un ojo en la muchacha y otro en lo que estaban haciendo—. Y parece que los hombres también.

Stephen Oaks carraspeó, conteniendo el impulso de mirar hacia atrás.

—La señorita Kendall quiere saber si pensabais llevarla al Espejismo. Con permiso, señor, me parecería una lástima dejar que navegara en esa especie de tinaja, pudiendo nosotros vaciar un camarote y llevarla a casa con todas las comodidades. Por otro lado, he visto cómo se portan los hombres de Sullivan en las tabernas. Ninguna dama estaría segura a merced de semejante escoria, y menos una dama con el atractivo de la señorita Kendall.

Beau miró gélidamente a su segundo de a bordo. Conocía tan bien como Oaks los defectos del Espejismo, su capitán y su tripulación, pero lo abrumaba la conciencia de sus propios límites. En tanto que hermano de dos muchachas de irreprochable virtud, e hijo de quien reunía todas las calidades exigibles a una dama, conocía de sobra la diferencia entre las mujeres de buena cuna y las mujerzuelas en quienes buscaba alivio de sus necesidades viriles. Habiendo pasado la noche anterior sin hallar consuelo en brazos de estas últimas, sabía que, de consentir que la encantadora, gentilísima e indeciblemente tentadora Cerynise Kendall los acompañara en el viaje, lo esperarían tres meses o más de cruel tortura.

—¿Proponéis acaso, señor Oaks, que le permita alborotar al conjunto de mi tripulación desde ahora hasta que lleguemos a Charleston? Mucha suerte tendríamos con llegar sanos y salvos, vistas las encendidas miradas que posamos en ella. Yo incluido.

El oficial lo miró con recelo.

—Deduzco que no encontrasteis lo que salisteis a buscar anoche.

—¡Por todos los diablos! —murmuró Beau, disgustado—. Lo mismo me habría dado ser un eunuco. Después de haber estado en compañía de la señorita Kendall, acostarse con una ramera habría sido como comer galletas secas después de atracarse con las delicias de Philippe. La idea me dejó... digamos que... poco inspirado.

Oaks sonrió.

—Es lo que supuse al oíros regresar dando bufidos como un ciervo en celo.

—¿Y os parece que estaría más segura aquí que en el barco de Sullivan? —preguntó Beau con sequedad, entrecerrando los ojos y mirando al oficial con expresión incrédula—. ¡Diantre, viéndola tal como está ahora no me extrañaría olvidar que soy capitán de esta condenada fragata!

—Quizá os sintáis más cómodo si acompaño a la señorita Kendall a vuestro camarote.

—¡No! —rugió Beau.

Una vez más, Oaks disimuló su regocijo.

—Mi intención sólo era aliviar vuestras difi...

—¡Dejaos de intenciones! —lo exhortó Beau, moviendo la mano con enojo—. No estoy de humor para vuestra fría lógica, señor Oaks. Puesto que tanto os interesa, sabed que disfruto con la visión de la dama, y dado que mis hombres nos observan a los dos, puede que sea la única manera de permitirme esa propensión sin peligro para nadie.

—Quizá si le permitís zarpar con nosotros la señorita Kendall acepte permanecer en su camarote durante la mayor parte del viaje...

Beau sonrió.

—La reclusión no me parece indicada para ninguna mujer.

—Entonces es que estáis dispuesto a someterla a los peligros que podría correr entre la tripulación del capitán Sullivan.

—Eso es una mera hipótesis, señor Oaks. En el Audaz sería una certeza. —Beau despidió a su primer oficial con un gesto de la mano—. Tenemos trabajo. Más vale que sigamos con él.

—Sí, capitán.

Beau descendió a la cubierta principal con las manos unidas en la espalda y se acercó a la borda para ver cómo progresaban las tareas del muelle. Observando fibras sueltas en una soga de la que tiraba con fuerza un grupo de marineros en proceso de izar a cubierta una caja muy grande, tendió un brazo para que el contramaestre se fijara en el cable.

—Vigiladlo, señor McDurmett. Es defectuoso. Un hombre alto y de rostro curtido, entre rubio y pelirrojo, miró hacia arriba para inspeccionar el cabo y, reparando en el problema, se dirigió a su superior.

—Oído, capitán. Ahora mismo me ocupo de ello, señor.

Justo después de que Beau se apartara de la borda se oyó un fuerte chasquido y la cuerda estabilizadora se soltó. Los responsables de izar la caja prorrumpieron en gritos y retrocedieron por el muelle. El voluminoso cajón, que había empezado a dar vueltas, osciló hacia la fragata, al tiempo que se oían más exclamaciones procedentes de otro sector. Beau dio media vuelta y miró hacia arriba, sobresaltado por la proximidad, apenas entrevista, de una sombra de gran tamaño. El pesado cajón pasó por encima de su cabeza, arrastrando la cuerda estabilizadora que había quedado suelta. Beau no tardó ni un segundo en saltar y aferrarse al cable, pero reparó enseguida en que el peso de un hombre no bastaba para detener la pesada carga. El cajón siguió su imparable progresión hacia la abarrotada cubierta, con Beau sujeto al cabo.

Los gritos habían hecho que Cerynise volviera la vista hacia el peligroso y descontrolado embalaje. Al ver a Beau colgado de él tuvo un miedo atroz. El riesgo de que aquella pieza tan pesada del cargamento cayera sobre la cubierta y aplastara a Beau despojó a su mente de toda serenidad. Tapándose la boca con la mano para ahogar un grito de pavor, presenció, inmóvil y acongojada, los esfuerzos de Beau, que había empezado a subir a pulso por la soga.

Vio abultarse los recios músculos de la espalda y los hombros del capitán, que se balanceó en dirección opuesta a la caja. Al invertirse la dirección del vaivén, Beau dio media vuelta y extendió las piernas hacia el voluminoso y enloquecido embalaje. Chocó con él con los pies separados, imprimiéndole estabilidad suficiente para que Oaks y varios hombres se apoderaran de la soga mayor. En el mismo momento, Beau se asió a la caja, trepó a ella y desprendió el cable estabilizador. Una vez controlado el díscolo peso, sus hombres se esforzaron por que descendiera en línea recta. La oscilación de la caja fue menguando, hasta que sonó la orden de empezar a bajarla por la bodega. Beau saltó a cubierta y quedó en pie al otro lado de la escotilla. Después dio media vuelta y se sacudió las manos, como si acabara de realizar una tarea cotidiana. Sólo entonces recuperó Cerynise el aliento.

Cuando el cajón quedó depositado en la cubierta inferior, se oyó un suspiro generalizado entre la tripulación. Y los hombres prorrumpieron en risas de alivio y expresaron con palmadas en la espalda su gratitud por la exitosa prevención del desastre. Beau no dio muestras de recriminarles su exceso de confianza, pero tampoco tardó mucho en dar orden de que se reanudara la carga del barco.

Stephen Oaks, aliviado, se quitó la gorra y se secó el sudor de la frente.

—Poco nos ha faltado —dijo al llegar junto a Cerynise.

El corazón de la muchacha todavía traicionaba cierta agitación en sus latidos. No lograba pensar sino en lo que podía haber sucedido de haberse desprendido el cajón y haber caído encima de Beau. Imaginándolo sin vida bajo el voluminoso embalaje, se estremeció.

—Es una suerte que el capitán Birmingham sea tan decidido —murmuró.

—Sí lo es, señorita —se apresuró a confirmar Oaks—. Pocas cosas se le escapan. Siempre parece ir un paso por delante de todos nosotros. Piensa tan rápido como camina.

Ella estaba demasiado afectada por el incidente para seguir comentando la hazaña de Beau. Bien estaba el hecho de que este hubiera ignorado el peligro personal que corría en aras de la contención de la caja; ella, sin embargo, no estaba muy segura de poder presenciar sin desmayarse otra gesta heroica con riesgo mortal.

El agudo temor que había invadido a Cerynise tardó un poco en descender a niveles más soportables. Una vez más sintió el impulso de mirar a Beau. Involuntariamente fascinada, lo vio circular con paso ágil y relajado entre sus hombres, sorteando el ininterrumpido flujo de visitantes. Acudía a donde lo necesitaran para escuchar, examinar, dirigir o dar explicaciones. A veces se mantenía al margen y observaba la diestra labor de sus hombres con actitud de aprobación, pero siempre que era necesario intervenía, ora dando órdenes concisas, ora simples sugerencias. Cerynise entendía muy bien la pronta obediencia de que era objeto. Le bastaba con pensar que aquellos ojos, dotados de un fuego azul que parecía brotar del interior, la miraran con frío desagrado para echarse a temblar. La actitud de Beau, sin embargo, carecía de todo matiz arrogante. Exudaba, eso sí, un aplomo, una serena autoridad que no podía ser desoída.

Empezó a nacer en ella un vivo deseo de dibujar a Beau inmerso en la actividad del barco, rodeado por los rostros rubicundos y curtidos de sus hombres. De haber previsto la posibilidad de realizar siquiera un simple esbozo antes de abandonar la fragata, habría pedido al señor Oaks que le encontrara un lugar donde practicar su arte sin interferir en el trabajo de nadie; sin embargo, la única persona capaz de darle una respuesta definitiva acerca de su marcha era Beau, y Cerynise no halló el coraje necesario para abordarlo mientras estaba absorto en sus ocupaciones.

Un carruaje entró en el muelle, pasando a suficiente proximidad de un coche de seis caballos para que se encabritaran los dos primeros; los otros cuatro respingaron inquietos. El cochero maldijo en voz alta y tiró de las riendas para llamar al orden a sus animales. Sus robustos corceles se tranquilizaron, dando ocasión al cochero de proferir obscenidades y agitar un puño en dirección a quien, además de conducir el otro carruaje, parecía resuelto a hacer caso omiso de los disturbios que acababa de provocar.

La irrupción del vehículo prosiguió su destructivo curso, sembrando el pánico entre los atónitos vendedores y arrancando ultrajadas exclamaciones de los que estaban viendo desbaratado el orden de sus cestos de mercancía. Tras contemplar los restos aplastados de la verdura que comercializaba, un muchacho cogió un tomate y se lo arrojó al vehículo, dejando una mancha roja adherida a la puerta negra.

El coche se detuvo al fin al lado de unos cestos amontonados junto a la pasarela del Audaz. La puerta se abrió con ímpetu, franqueada por dos hombres que coincidieron en su intención de descender. Por unos instantes compitieron por la primacía en el apeamiento, sin más resultado que atraer los burlones abucheos de los vendedores. Al cabo, el más fornido cedió y volvió a sentarse, dejando que su compañero lo precediera. El ilustre vencedor holló el suelo en el instante mismo en que el maltrecho tomate se desprendía de la puerta, aterrizando en la punta de su zapato. Percatándose del impacto, el viajero miró hacia abajo con curiosidad. El lento torcerse de su ancha y flácida boca expresó el alcance de la repugnancia que sentía. Tras dar un puntapié a la mezcla de pulpa y semillas, dirigió una agresiva mirada a los regocijados vendedores y lanzó una moneda al cochero, suscitando inmediatas protestas. Viendo que sus exigencias chocaban con un muro de arrogancia, el cochero blasfemó y tiró de las riendas para invertir la-dirección del vehículo, haciendo que su segundo ocupante protagonizara una rápida huida. La torpeza de esta última imprimió al rollizo individuo una serie de balanceos y movimientos de brazos dirigidos a recuperar el equilibrio. Su larguirucho y moreno compañero musitó una expresión malsonante y transigió lo suficiente para echar al cochero otra moneda. Esta vez sí logró aplacarlo, a juzgar por la ufana sonrisa que movilizó un lado de las toscas facciones del cochero, el cual, cruzándose de brazos como quien dispone de todo el tiempo del mundo, se reclinó en el asiento para esperar a sus dos pasajeros.

La indiscreta llegada del carruaje había despertado la atención de casi todos los ocupantes del Audaz, incluido Oaks, quien, viendo acercarse a los dos viajeros por la pasarela, los sometió a un curioso escrutinio. Si eran comerciantes, nadie le había avisado de su llegada. Fue a recibirlos de todos modos.

Cerynise lo siguió más lentamente, al menos hasta que vio a los hombres con claridad, momento en que, reconociendo a Alistair Winthrop y Howard Rudd, ahogó un grito.

—¡Dios mío...!

Stephen Oaks percibió angustia en el tono de la joven, y al volver la cabeza lo sobresaltó su repentina palidez.

—¿Os ocurre algo, señorita? —preguntó, volviendo a su lado—. Será mejor que os sentéis. —Sin aguardar respuesta, la llevó solícitamente hasta unas cajas y la sostuvo de la mano, dejando que se apoyara sin fuerzas en uno de los cajones de madera—. Iré a buscar al capitán...

Era demasiado tarde. Alistair Winthrop y Howard Rudd ya subían por la pasarela, exigiendo ver al capitán. Cerynise, horrorizada, vio que Beau se volvía, les dirigía una mirada perpleja e iba a su encuentro con el entrecejo fruncido.

—¿Puedo ayudaros en algo?

—¡Sí, sí que podéis! —contestó Alistair, altanero—. Buscamos a una muchacha que se ha escapado. Hemos sabido por el capitán Sullivan, cuyo barco está anclado aquí cerca, que la chica en cuestión se halla a bordo de vuestro barco.

—¿Una muchacha que se ha escapado? —Beau arqueó una ceja, al tiempo que examinaba a la pareja. Decidió enseguida que no le gustaba lo que veía, y menos lo que olía. Ambos apestaban a coñac u otras bebidas alcohólicas fuertes—. No tengo conciencia de llevar a bordo del Audaz a ninguna muchacha que se haya escapado. Debe de ser un error.

—La lleváis, la lleváis —insistió Alistair con una mueca de desprecio y una chispa de rabia en sus ojos negros—. ¡Y la encontraré! Aunque tenga que registrar este barcucho del demonio hasta lo más profundo de su apestosa bodega.

Las crueles garras del miedo se clavaron en Cerynise. No tenía ni idea de qué se proponían los dos hombres, pero supuso que después de echarla a patadas de la mansión de Lydia necesitaban su regreso para algún propósito maligno. Hasta era posible que hubieran averiguado la sustracción de las prendas y efectos que habían conseguido entregarle Bridget y Jasper, y pretendieran acusarla de hurto. ¡Le había faltado tan poco para abandonar Inglaterra! Unos días más y habría zarpado hacia Charleston.

—¿Os llamáis de alguna manera? —inquirió Beau con rudeza, haciendo señas a Oaks, que se apresuró a indicar a varios marineros que formaran un muro delante de Cerynise.

—Alistair Winthrop —declaró el que respondía por tal.

—Howard Rudd, abogado —dijo el otro con aprensión, reparando en la proximidad de media docena larga de marinos.

—Pues bien, Alistair Winthrop y Howard Rudd, abogado —repuso Beau de manera cortante—, se da la circunstancia de que este barco es mío, y quien se crea con derecho a registrarlo sin mi permiso corre el riesgo de caer al río de cabeza. Y ahora, si os parece, explicad-me de qué se trata, y quizá me plantee retrasar vuestro gélido baño.

Rudd se apresuró a asentir con la cabeza.

—Hay que explicárselo.

Alistair volvió la vista y espetó una mirada furibunda a su compañero, que parecía aquejado de una súbita afección nerviosa, porque movía los ojos repetidamente y cabeceaba con insistencia en la misma dirección. Alistair ignoró la advertencia, resuelto como estaba a obtener lo que quería del zafio yanqui.

—Venimos en busca de la señorita Cerynise Kendall, y tenemos motivos de peso para creer que ha adquirido pasaje en este barco, ya que el capitán Sullivan ha desmentido que lo haya hecho en el suyo.

Beau permaneció impertérrito.

—¿Para qué deseáis ver a la señorita Kendall?

—Se hallaba a cargo de la familia Winthrop, por lo que ahora me corresponde a mí su tutela.

—¿De veras? —La mirada de Beau era igual de fría que su forzada sonrisa—. Por mi parte, sé de buena fuente que la señorita Kendall es originaria de las Carolinas. No siendo súbdita inglesa, considero difícil que podáis tener derechos legales sobre ella.

Alistair hizo una mueca de enojo y desdén, al tiempo que se volvía hacia Rudd y topaba con una muda mirada de súplica. Zafándose de los tirones de manga a que lo sometía su compañero, suspiró con fuerza y, exasperado, centró su atención en el capitán.

—Parece que no me habéis oído. La señorita Kendall todavía no tiene edad para tomar decisiones jurídicas por su cuenta. Se hallaba bajo tutela legal de mi tía, muerta hace poco. Ahora depende de mí, y el deber me exige proporcionarle sustento.

—Por lo que sé la echasteis de casa —repuso Beau—. No es un acto que demuestre gran preocupación por su bienestar.

Alistair no ocultó su desagrado.

—Sin duda esa mocosa habrá suscitado vuestra compasión con una sarta de mentiras, capitán, pero no consentiré que ello me disuada de cumplir los deseos de mi tía. Y ahora decidme, ¿dónde está?

Cerynise se puso en pie, si bien sus piernas no parecían en estado de trasladarla al otro extremo de la cubierta. Llevándose un dedo a los labios para acallar las protestas de Oaks, atravesó el baluarte de membrudos marineros y se unió a los tres hombres próximos a la borda.

—Estoy aquí, Alistair —anunció con un suspiro—. ¿Qué deseáis?

Alistair dio media vuelta al reconocer la voz, pero lo que vio lo dejó boquiabierto. Había esperado encontrar a una muchacha en penoso estado de desaliño, pero la halló tan acicalada y bella como de costumbre. El capitán, a todas luces, había gastado ya una suma respetable en artículos vestimentarios. Hasta era posible que su generosidad hubiera obtenido recompensa. Poner de espaldas a una virgen y enseñarle algunos de los más deliciosos placeres de la vida era un goce que algunos hombres sólo habían paladeado en sueños, y Alistair se contaba entre ellos.

Pese al resquemor que hizo nacer en él dicha suposición, hizo el esfuerzo de sonreír con dulzura.

—Llevaros a casa. ¿Qué si no?

—Ya no tengo casa en Inglaterra —contestó Cerynise fríamente—. Bien claro lo dejasteis al echarme.

—¡Pero qué cosas decís, Cerynise! —Alistair profirió una risa forzada y agitó su fina mano—. Si no tenéis cuidado, mi querida niña, llevaréis al capitán a tenerme por un ogro, cuando no algo mucho peor.

—¡Qué curioso! —reflexionó Beau en voz alta—. Es justo lo que estaba pensando.

De pronto Alistair adoptó una postura de mayor cautela, viendo en los ojos del capitán fríos destellos azules de aspecto cuando menos amenazador.

—La joven no tiene por qué estar aquí, capitán —aseguró con premura a su anfitrión—. Me la llevaré de inmediato. —Tendió la mano para asir a Cerynise por la muñeca, arrancándole un grito de temor. En un abrir y cerrar de ojos vio su propia muñeca férreamente sujeta por el capitán—. ¿Qué significa esto? —exigió saber con voz aguda.

—Os lo explicaré de forma muy sencilla —contestó Beau casi con afabilidad—. No permitiré que os llevéis a Cerynise mientras no me diga ella misma que desea marcharse; y, francamente, dudo que sea así. ¿Lo habéis entendido?

—¡Esto es un ultraje! ¡No tenéis derecho! —exclamó Alistair, zafándose de la presión de la mano de Beau.

La suave risa de este no comunicaba la menor alegría.

—¿No? —Miró a la dama—. Cerynise, ¿deseáis partir con este caballero? —El énfasis con que pronunció la última palabra la marcó claramente como insulto.

Cerynise negó con la cabeza, incapaz de sustraerse a la túrbida mirada de Alistair.

—Lo que ha dicho es falso. No estoy bajo su tutela. Vi el testamento de la señora Winthrop con mis propios ojos, y no se mencionaba ninguna transmisión de la tutela.

—Estaba en un codicilo que encontramos más tarde

—explicó Alistair, sacándose un pergamino de la chaqueta y desdoblándolo ante el rostro de Beau—. Leedlo vos mismo, capitán. Tengo propiedad legal sobre esta muchacha. Debe obedecerme.

Bajo las tersas mejillas de Beau, los músculos se fueron tensando hasta amenazar con romperse.

—No es lo mismo tutela que propiedad, señor Winthrop. Quizá os convenga meditar sobre la diferencia. En cuanto a esto... —Dio un desdeñoso golpe-cito al documento—. En lo que a mí respecta podría ser cualquier cosa, hasta una falsificación.

—¡Soy un hombre rico y de buena posición, señor! —farfulló Alistair, indignado—. La ley refrendará mi derecho a llevarme a la joven de vuestro barco. A fe que haríais bien en no ocuparos más de este asunto, porque os aseguro que puedo iniciar acciones legales contra esta mísera chalupa e impediros zarpar para siempre. Si queréis evitar consecuencias funestas, más vale que os sometáis cuanto antes a mis deseos.

Rudd asintió con la cabeza detrás de Alistair, como para confirmar que el capitán corría graves riesgos. Sin embargo, y en bien de la prudencia, trató una vez más de llamar la atención de Alistair sobre los fornidos marineros que cerraban filas a sus espaldas.

Beau arqueó una ceja en señal de mofa.

—¿Graves consecuencias? Echáis de casa a Cerynise, obligáis a valerse sola por las calles de Londres a la misma joven cuya tutela venís reclamando, ¿y me amenazáis a mí con medidas legales?

—¡Mentiras! —clamó Alistair—. ¡Una sarta de mentiras! Está visto que Cerynise lo dice porque quiere quedarse con vos en el barco. Quizá le hayáis dispensado más atenciones de las que cabría juzgar convenientes. Habréis susurrado a su oído dulces promesas de adoración, llenándole la cabeza de ficciones románticas y cegándola hasta el punto de querer navegar hasta los confines del mundo con su noble capitán. —Alistair paseó una mirada mordaz por la erguida y masculina silueta de Beau, y una mueca de agudo desprecio torció sus labios plegadizos—. Sin duda ya os habrá permitido que la montéis como un ciervo en celo.

El insulto dejó boquiabierta a Cerynise. Beau, más físico en su reacción, enarboló el puño con intención de estamparlo en el rostro de su interlocutor. Alistair previo el golpe y quiso agacharse, pero sólo lo consiguió a medias. Los duros nudillos de Beau lo alcanzaron en el pómulo, haciendo que se tambaleara hasta caer de espaldas sobre Rudd, el cual, tomado por sorpresa, casi se desplomó. Desconcertado, balbuceante, el abogado ayudó a su amigo a ponerse otra vez en pie.

—¡Cómo os atrevéis a tocarme! —exclamó Alistair con indignación, aplicando una mano a su magullada mejilla—. ¡Haré que os arresten!

Intentó apoderarse de Cerynise por segunda vez, pero la joven retrocedió hasta ponerse detrás de Beau, que plantó cara a Alistair con semblante amenazador.

—¡Baja de este barco antes de que te estrangule, apestoso montón de estiércol!

La injuria hizo brotar chispas de los ojos de Alistair, que increpó a Beau a puño alzado.

—Haré que lamentéis el día en que visteis a Cerynise Kendall por primera vez.

—Lo dudo —se burló Beau, haciendo señas a los marineros de que se adelantaran—. Echad por la borda a esta basura.

Rudd miró con recelo al grupo de hombretones y se puso a tirar desesperadamente del codo de Alistair.

—¡Vámonos, vámonos...!

—¡Os arrepentiréis! —advirtió Alistair a voz en cuello, retrocediendo hacia la pasarela—. Volveré en compañía de la autoridad, y os mandaré arrestar por abusar de mi pupila. Esta misma mañana haré que vigilen vuestro barco y os impidan zarpar con Cerynise a bordo. Si osáis intentarlo haré que os pongan grilletes y os acusen de rapto. ¡Pasaréis en la cárcel el resto de vuestra mísera vida!

Beau dio un paso adelante y Rudd tiró frenéticamente del brazo de Alistair, susurrándole consejos sensatos.

—¡No lo irrites más o vendrá por nosotros! ¡Dejemos que se ocupen de él las autoridades!

Alistair no le hizo demasiado caso. Mientras Rudd lo arrastraba hacia la seguridad del muelle, lanzó airadas maldiciones al capitán. Igual de difícil fue hacerlo subir al carruaje, absorto como estaba en concluir su invectiva. Sus rabiosos alaridos se sobrepusieron incluso al ruido de cascos con que el vehículo emprendió el camino de regreso.

Siguió un breve silencio, al que pusieron fin los ladridos de un perro, los relinchos de un caballo y el pregón de un vendedor ambulante. A bordo del Audaz, los marineros volvieron a sus tareas, con la diferencia de que ahora circulaban guiños furtivos, comentarios en voz baja y apuestas.

—Lo siento en el alma, Beau —se disculpó Cerynise. Tendió ambas manos, perpleja por el ahínco que había puesto Alistair en que se fuera con él—. No esperaba que nadie se opusiera a mi partida, y menos después de verme expulsada de la mansión Winthrop. Dadas las circunstancias, creo que lo más conveniente sería que me asignarais una escolta para ir al barco del capitán Sullivan antes de que Alistair envíe una patrulla.

Beau negó con la cabeza.

—Ahora es imposible.

Dándose cuenta de que habría sido difícil encontrar en la tripulación a alguien que no estuviera ocupado, Cerynise intentó discurrir una manera de llevar ella misma su equipaje al Espejismo.

—En ese caso, si me decís dónde encontrar el barco del capitán Sullivan quizá convenza a Moon de que venga a recoger mis pertenencias.

Una vez más, Beau se opuso categóricamente.

—No lo permitiré.

—¿Qué no pe-permitiréis, capitán? —balbuceó Cerynise, confusa—. No os entiendo. Si no podéis prescindir de ningún hombre, ¿por qué os negáis a que Moon vuelva por mi equipaje?

Beau se cruzó de brazos y la miró con expresión ligeramente irritada.

—Porque si os proponéis abandonar el país a bordo del Espejismo, señorita Kendall, nunca os alejaréis de estos muelles. Alistair Winthrop dará con vos, y conociendo al capitán Sullivan dudo que sienta propensión por discutir con las autoridades.

—¿Qué hago entonces? —inquirió Cerynise con desaliento.

Beau frunció el entrecejo y reflexionó.

—¿Hasta qué punto estáis desesperada por llegar a las Carolinas?

—En extremo.

Beau, meditabundo, se acarició el mentón.

—Si es cierto que habéis sido puesta bajo la tutela de Alistair, el problema podría ser casi insalvable. Aunque el codicilo fuera una falsificación, las autoridades le concederían el beneficio de la duda; al menos por un tiempo.

—Habéis dicho «casi», capitán. —Cerynise lo miró atentamente—. Mientras exista la menor posibilidad de derrotar a Alistair en sus pretensiones de forzar mi regreso, estoy dispuesta a escuchar toda sugerencia que queráis hacerme.

—Bien, pero es posible que lo que estoy a punto de deciros no sea de vuestro agrado. Por desgracia, no se me ocurre otra manera de anular los derechos que Alistair afirma tener sobre vos.

—Declarad vuestro parecer, capitán —pidió Cerynise—. Os escucho.

Beau siguió mirándola en silencio, con una mueca pensativa. Corría el riesgo, muy probable, de escandalizarla en extremo, y quizá hasta de provocar su inmediata huida a la mansión Winthrop.

La escrutadora mirada del capitán empezó a incomodar a Cerynise. Supuso que las reticencias de Beau se debían al carácter indeciblemente horrendo de lo que estaba a punto de aconsejar.

—Preferiría que no lo hicierais. Beau puso cara de perplejidad.

—¿Hacer qué, querida?

El afectuoso término suscitó un sonrojo de agrado en las mejillas de la joven, que quiso ocultarlo bajando la cabeza.

—Mirarme tan fijamente. Siento como si me diseccionarais, igual que un médico novato practicando con su primer cadáver.

Beau torció el gesto, exagerando su repugnancia.

—Lucharé con denuedo por mejorar mis modales, querida.

¡Otra vez! ¡Encantadora palabra en principescos labios!

Pugnando por no perder la compostura, ella dejó escapar el aliento en breves y superficiales exhalaciones. Los ojos de Beau la tenían hechizada, pero sus palabras surtían el mismo efecto que el licor de miel, provocando auténtica embriaguez.

Quiso reportarse con un carraspeo. Aun así, cuando posó la vista en aquellos risueños orbes de zafiro, sus párpados temblaron de incertidumbre.

—Creo estar siendo sometida a una espera innecesaria, señor —dijo con un suspiro entrecortado—. ¿Me haríais el favor de explicarme qué estáis pensando?

—Disculpad mi demora, Cerynise. —Se encogió de hombros—. Como la idea acaba de ocurrírseme, debo concederme una pausa para meditar sobre posibles repercusiones.

Tras mordisquearse reflexivamente el labio inferior, Beau se volvió de manera brusca y se alejó hacia la borda. Dedicó un lapso de tiempo considerable a contemplar la ciudad que se extendía allende el muelle, pensando en los deberes de amistad que lo ligaban a la muchacha.

Hacía décadas que su padre, Brandon Birmingham, se había hallado en aquel mismo lugar, observando idéntico panorama desde su propio barco. El anterior capitán Birmingham se había enfrentado con gran parte de los desafíos a que su hijo estaba acostumbrado como primera autoridad de una fragata. Llevado por sus sentimientos de padre hacia quien era su único vástago varón, Brandon había querido comunicarle las enseñanzas cosechadas con los años. No sólo había instruido a su hijo con palabras, sino con el ejemplo. Por encima de todo le había mostrado el valor real del deber y el honor.

En cierta ocasión le había explicado que la condición de caballero no era hereditaria, como pudiera ser un título. Nadie tenía derecho a calificarse de tal sin haber recibido una formación exhaustiva por parte de alguien familiarizado con el verdadero alcance de la palabra. Brandon la había recibido de su padre, y tenía el deber de transmitirla a su vez a su hijo Beau. La compasión, la justicia, el coraje, el honor y la integridad: tales eran algunas de las características que podía reivindicar como suyas el auténtico caballero. Sin duda tenía 'la responsabilidad de proteger a los miembros de su familia de los duros ataques del mundo, pero esa obligación se extendía asimismo a los amigos, así como a los desventurados que no conocieran familia ni amistad. Noblesse oblige, en cierto modo; sólo que la familia Birmingham no era de noble cuna, al menos no hasta el punto de que ello influyera en sus vidas. Aun así, el peso de la responsabilidad debía sobrellevarse con gallardía, al margen de lo gravoso que fuera en ocasiones. La opresión revestía muchas formas, siendo la más obvia los malos tratos físicos. La expresión de Beau se nubló al recordar en qué estado había hallado a Cerynise en el momento de cogerla en brazos y llevarla a bordo del Audaz. Lo enfureció pensar que Alistair Winthrop pudiera reivindicar su dominio sobre ella y recurrir a métodos distintos para sojuzgarla; sin embargo, existían otras clases de persecución que se hurtaban más a la vista, tales como las conjeturas a media voz, las habladurías y las sutiles insinuaciones capaces de destruir una reputación e infligir daños de por vida.

No abrigaba duda alguna de que Alistair Winthrop fuera un hombre desesperado. Mientras estuviera en situación de reclamar jurídicamente su derecho de custodia sobre Cerynise, fuera o no falso, también podía impedirle la huida a las Carolinas. A Beau sólo se le ocurría una solución capaz de anular los derechos de pupilaje y proteger a Cerynise de Winthrop y el peligro que representaba, aunque fuera delante de un tribunal.

El silencio se prolongó hasta que Cerynise se vio incapaz de aguantar más tiempo. Si Beau la atormentaba para obtener un placer sádico, había que reconocer que su éxito era total.

Beau volvió junto a su huésped, entrelazando las manos en la espalda. Esbozó una sonrisa.

—Todo apunta, querida, a que no hay alternativas. Si de veras estáis decidida a regresar a Charleston, vuestro amigo Alistair nos deja pocas opciones.

—Lo estoy —afirmó Cerynise una vez más.

—En ese caso, querida, debemos casarnos de inmediato.

Ella lo miró fijamente, con la duda de si había entendido sus palabras.

—¿Perdón?

—Me habéis oído bien. Es la única solución a nuestro alcance. En las presentes circunstancias, Winthrop no tendrá dificultad en convencer a las autoridades de que os entreguen a él. Yo no soy ciudadano inglés, y he provocado el enojo de varios funcionarios del puerto, celosos, por lo visto, de mi habilidad para entrar y salir de este país con relativa soltura. Su hostilidad hacia los yanquis es moneda corriente. Si trato de zarpar con vos a bordo, sin duda querrán incautarme el barco y meterme en prisión. Siendo mi esposa estaréis bajo mi tutela, y puedo daros garantías casi totales de que ningún magistrado se interpondrá entre marido y mujer.

¡Qué extraños detalles percibía Cerynise, ahora que el mundo parecía haberse salido de su órbita! El hombre que tenía delante era tan alto que ella apenas le llegaba a los hombros, y tenía en el mentón una pequeña y atractiva cicatriz...

Al no obtener respuesta, Beau añadió:

—¿Me habéis entendido, Cerynise?

—Por supuesto. Habéis dicho que queréis casaros conmigo.

La idea de ser esposa de Beau la llenaba de contradictorias emociones: sobresalto, temor y un naciente entusiasmo que no osó tomar en cuenta todavía.

—No he dicho exactamente eso —la corrigió él con palabras cautas.

La confusión de Cerynise se leía en sus ojos.

Pese a sus encendidos anhelos de hacer el amor a la joven, Beau se negaba a comprometerse en una unión a largo plazo de la que no pudiera escapar. Le gustaba demasiado navegar, y seguir recorriendo el globo una vez aceptada la responsabilidad de tener mujer e hijos supondría una grave injusticia para con estos últimos, puesto que nunca estaría a su lado para educarlos o asistirlos en momentos de verdadera necesidad. Dada su costumbre de vagabundear por continentes e islas, probablemente no pasara en su hogar más que el tiempo necesario para conocer al vástago que había engendrado en su anterior visita y hacer que su esposa concibiera de nuevo. Demasiadas veces había presenciado ese comportamiento en otros capitanes y marinos para esperar que su caso fuera distinto.

Expuso su proyecto con todo detalle, a fin de que ella no albergara dudas.

—Cuando lleguemos a Charleston podremos solicitar que se anule el matrimonio, y quedaremos libres para seguir caminos distintos. Para entonces vos os hallaréis en casa, donde deseabais estar, y yo no tendré que enfrentarme con los tribunales mientras mi barco es retenido en la orilla equivocada del Atlántico.

—No hay necesidad de que toméis una decisión tan drástica —murmuró Cerynise con serena dignidad. Beau había expresado con hiriente franqueza que no la deseaba por esposa. No era más que un acto de caballerosidad para rescatarla de una situación difícil. De hecho Cerynise no se lo había tomado en serio; o quizá un momento sí, pero no más—. Basta con que zarpéis.

—¿Sin vos? —dijo Beau, estupefacto—. Nunca haría tal cosa, Cerynise. Jamás me lo perdonaría, y menos después de haber visto lo que os espera bajo la tutela de Alistair Winthrop. Consideradlo como el pago de la deuda que contraí con vuestro padre, por no haber renunciado a educarme teniendo yo la posibilidad de imitar a determinados amigos y reírme de sus esfuerzos por inducirme al estudio. Las visitas de vuestro padre a los míos obtuvieron el efecto deseado: lograr que mi atención no abandonara los temas importantes en favor de los frívolos placeres a cuya búsqueda tiende todo muchacho. Nunca podré pagarle todo lo que le debo.

Cerynise lo miró fijamente, pensando en el alto y apuesto muchacho de quien siempre había estado enamorada, con su pelo negro, corto y rizado, y sus ojos azules de oscuras pestañas. Recordó las veces que la había aupado en su caballo para enseñarle a montar, quitándole el miedo en pocos meses. Recordó también aquella tarde singular en que jugaba sola cerca de la escuela y varios niños la habían importunado al salir de clase, tirando de sus coletas, disparándole piedrecillas con cerbatanas y esmerándose por que pasara un mal rato. Saliendo de la escuela, Beau había oído sus gritos de indignación y había acudido corriendo a dar su merecido a los torturadores, ganándose una dura reprimenda y deberes suplementarios por parte del padre de Cerynise, quien horas más tarde, tras saber la verdad de boca de su hija, había cubierto el trayecto hasta Harthaven para pedir humildes disculpas al muchacho, y agradecerle la defensa de la pequeña.

Esta vez fue Beau quien, a falta de respuesta, empezó a impacientarse, y se preguntó si la joven se habría quedado con la mente en blanco. Ignoraba qué porcentaje de mujeres se desmayaba al oír una proposición de matrimonio, pero Cerynise nunca le había parecido de esa índole.

—¡Maldita sea, Cerynise, tampoco os pido que me juréis fidelidad ni nada por...!

—Sí lo hacéis —señaló la muchacha, y no sin motivos, pensó.

Beau parecía desconcertado.

—De acuerdo, quizá sí, pero ambos sabemos que será una situación transitoria. En cuanto finalice el viaje podremos interrumpir el matrimonio y no se hablará más del tema.

Con qué sencillez lo planteaba, pensó Cerynise fríamente. Un matrimonio de conveniencia seguido de una rápida anulación. Un tecnicismo legal. Una vía de escape. Nada más. Nada, de hecho.

Ella, sin embargo, se daba cuenta de que no era tan fácil, al menos en su caso. Tener a Beau Birmingham por cónyuge era un sueño nacido en la mente de una niña y preservado largos años. Sonrió con nostalgia. ¡Qué extraña longevidad había demostrado su fantasía! Hasta el punto de que seguía viva en su interior.

Miró a los ojos de Beau, cuyo azul vencía en pureza al del cielo. Era el muchacho de antaño, y al mismo tiempo no lo era. Era un adulto con ideas propias, y le estaba ofreciendo la protección de su apellido cuando más la necesitaba. Su mera presencia le infundía seguridad, pero también una creciente agitación que casi le daba miedo. Si se enamoraba todavía más de su príncipe, ¿qué le ocurriría a su corazón una vez disuelto el matrimonio? ¿Sabría soportar la abyecta soledad que se apoderaría de ella en cuanto estuvieran separados? ¿Y Beau? ¿Sería indiferente a los padecimientos que provocara en su amiga de infancia el fin de aquella unión ficticia?

Beau no leyó en su rostro ningún indicio de que aceptara su plan; la halló más bien inquieta, como si temiera las consecuencias del matrimonio. Supuso que dada la exigüidad del espacio habitable de la fragata su amiga tenía miedo de que compartieran camarote, y lo que pudiera seguir. Él, por su parte, no podía prometer que la unión física no se produjera en ningún momento, consciente como era de los impulsos que lo llevaban a desear un acto de tal irracionalidad. Para quien se ve coartado por juramentos de abstinencia, tres meses pueden ser una eternidad. Beau no era un monje, ni mucho menos, ni llegaba su caballerosidad a tales extremos. Cerynise no obtendría de él ninguna promesa. Ya en esos momentos, sus instintos viriles eran demasiado fuertes para que los ignorara. ¿A qué tortura se sometería condescendiendo a pactos galantes de los que más tarde pudiera arrepentirse? Dado su presente estado de ánimo, «más tarde» podía ser cuestión de meros instantes. Aun así, cedió en grado suficiente para proponer:

—Consideradlo de momento como... un acuerdo meramente nominal, si así lo deseáis. Más allá de ello, sólo me comprometo a no obligaros a realizar ningún acto con el que no estéis completamente de acuerdo.

Cerynise cerró los ojos, tratando de asimilar lo que acababa de decirle Beau. De hecho no se estaba comprometiendo a no tocarla... ¿o sí? ¿Qué otra cosa podía significar «un acuerdo nominal»?

—¿Os parece aceptable mi propuesta? —inquirió Beau al cabo de otra larga espera.

Cerynise abrió los ojos y expuso su decisión con un hilillo de voz.

—Parece la única posibilidad de librarme de Alistair.

Él tuvo la certeza de que cualquier pretendiente que pudiera aspirar a la mano de la joven en el presente o el futuro tendría dificultades en aceptar con serenidad la decisión que acababa de tomar Cerynise. Puesto que los esperaban tres meses de convivencia a bordo del mismo barco, semana más o menos, era de esperar que el mozo en cuestión, fuera quien fuere, se preguntase qué habían hecho juntos para matar el tedio en situación de matrimonio temporal. Nadie estaba en situación de predecir el futuro de su enlace. Sin embargo, cuando Beau indagó en su interior para saber cómo reaccionaría caso de que al término del viaje un galán lo exhortara a firmar los documentos de anulación, sintió una contrariedad inexplicable, como si pudiera molestarlo que lo instaran a renunciar de puño y letra a sus derechos sobre una mujer que casi lo dejaba sin habla. Era muy consciente de desearla, ciertamente más que a ninguna otra mujer, pero también quería verse libre de cadenas que pudieran atarlo de por vida a tierra firme.

—Percibo en vos ciertas dudas sobre la necesidad de tomar una decisión de esta índole...

Cerynise cortó su parlamento con una leve inclinación de la cabeza.

—Si no os importa, Beau, preferiría no seguir hablando del tema. He tomado una decisión, y sólo me queda conminaros a actuar con la mayor presteza, antes de que podamos ver desbaratados nuestros planes.

—Dispondré lo necesario —le informó Beau, cogiéndola del brazo y dirigiéndola a la escalera—. Sea como sea, estoy convencido de que las nupcias se concluirán antes de la noche.

La acompañó a su camarote, y en breves instantes envió a Billy Todd con orden de servirla en lo que hubiere menester. Beau había informado al grumete de los actos previstos antes de que finalizara el día, con el resultado de que Billy estaba hecho un manojo de nervios. Absorto en la visión de la joven, sentía aumentar y decrecer alternativamente su rubor. Todos los tripulantes del Audaz sabían que su capitán llevaba años rehuyendo el matrimonio, y la noticia de que renunciaba a su libertad los tenía atónitos. Que la joven superara en atractivo a cuantas había visto Billy personalmente no empecía su estupefacción por la prontitud con que su capitán estaba procediendo a convertirla en su esposa.

—El capitán ha dicho que vos y él... —Como no le

obedecía la lengua, Billy dejó en suspenso el torpe inicio de conversación y miró a Cerynise con la boca

abierta.

—¿Qué ha dicho, Billy?

El grumete se disculpó moviendo la mano, mas, como ella seguía aguardando respuesta, se apresuró a

dar una excusa.

—Se me ha olvidado, señorita.

—No te preocupes —lo tranquilizó la joven, conteniendo un suspiro de tristeza—. En este momento yo tampoco tengo la mente muy clara.

Quizá fuera una suerte contar con alguien a quien tranquilizar. Calmar los nervios de Billy era una manera de no pensar en lo que estaba a punto de hacer ella. ¡Casarse con un hombre a quien prácticamente idolatraba! ¿A qué, entonces, tanta congoja?

Los años vividos en Inglaterra la habían llevado a desechar el sueño que tanto había acariciado. Los esponsales con Beau habían quedado relegados a mera fantasía juvenil, algo a todas luces inconcebible. A partir de entonces su interés por el matrimonio no había pasado de anecdótico. Había dado por sentado que un día u otro se casaría, y, si bien lo había deseado vagamente, también se había sentido satisfecha de que el cumplimiento de la expectativa flotara aún en un indistinto porvenir. Toda su atención se había volcado en la pintura, una actividad tan absorbente que apenas le dejaba ganas de soñar despierta con el varón, desconocido y sin rostro, que algún día se convertiría en su esposo.

Pues bien, ya tenía rostro, y no iba a ser su marido de verdad, no en el sentido que Lydia había tratado de explicarle con delicadeza poco después de que Cerynise cruzara el umbral de una incipiente madurez. Beau se limitaría a hacerle un favor, a imagen del caballero parfait y gentil de Chaucer: Cerynise encarnaría a la afligida doncella, y Beau al caballero andante que acude a rescatarla.

Imaginarse a Beau con luciente armadura, cabalgando raudo a lomos de un blanco y lustroso corcel, era a la vez absurdo y placentero. Cerynise estaba convencida de que Beau habría aborrecido la armadura, afecto como era a la informal comodidad de una camisa y unos pantalones cortados a la medida exacta. Lo recordaba como diestro jinete, pero albergaba serias dudas de que viera con buenos ojos la idea de adornar a un caballo con penacho y riendas bordadas. Aun así, cabía esperar sensaciones placenteras de un beso suyo en la mano.

Se deleitó en su visión. Como principio era perfecto. La descabellada idea le arrancó una risa aguda, que ahogó nada más caer en la cuenta de que Billy Todd seguía en la habitación, preparando la ropa del capitán.

El grumete levantó la vista, inquieto.

—¿Estáis bien, señorita?

Cerynise sonrió efusivamente tratando de disipar toda sospecha sobre un posible malestar.

—Perdona, Billy. Mi imaginación tiende a llevarme muy lejos.

El grumete se ruborizó, pensando que quizá la joven estuviera imaginando cómo pasaría la noche a solas en el camarote con el capitán.

—Sin duda el día os da motivos, señorita. Apenas una hora después de que Billy se llevara la ropa del capitán, la soledad de Cerynise volvió a verse interrumpida. Esta vez el visitante era Stephen Oaks. Parecía casi igual de anonadado que Billy, y por unos instantes vaciló entre la sorpresa y el regocijo, hasta que este se alzó con la victoria.

—Supongo que lo que dicen es verdad —reflexionó en voz alta—. Si navegas por los siete mares, a la larga lo habrás visto todo.

—¿Tan extraordinario es este matrimonio, señor Oaks? —preguntó Cerynise, procurando poner freno a su irritación. De sobra entendía la sorpresa de la tripulación ante las inminentes nupcias, pero tampoco era tan descabellado que un hombre y una mujer decidieran casarse de forma repentina—. La gente se casa a diario.

—Sí, señorita, pero el capitán es el capitán. Yo nunca había imaginado que se dejara atar por ninguna mujer... —El oficial se interrumpió, consciente de haberse excedido—. Os suplico perdón, señorita. No me refería a... En fin, que nada tiene de malo que os caséis con el capitán. Al contrario. Es una gran idea. La solución perfecta.

Las cejas de Cerynise se arquearon.

—¿Solución? ¿Sabéis acaso...?

Oaks levantó una mano para interrumpirla.

—Lo único que quería decir es que la tripulación ha estado apostando a que el capitán no dejaría que se os llevara el canalla de Winthrop. Estábamos convencidos de que idearía una manera de salvaros. La única cuestión que se nos escapaba era el procedimiento. —El oficial sonrió de oreja a oreja—. Como es lógico, a la mayoría de los hombres no se les había ocurrido que fuera a llegar tan lejos. Esperaban más bien unos cuantos cañonazos y una huida a mar abierto; nada, en todo caso, como lo que ha sucedido.

Cerynise lo miró con asombro.

—¿Pensabais que el capitán daría orden de escapar por el Támesis, abriéndoos camino como... como una banda de piratas... y todo por mí?

Oaks se encogió de hombros.

—Son cosas que pasan, señorita. De vez en cuando se producen diferencias de opinión difíciles de zanjar por la vía pacífica. El año pasado en Barcelona... —De pronto el oficial juzgó necesario cambiar de tema—. La cuestión, señorita, es que conozco al capitán mejor que nadie a bordo. Como no parecía probable que os permitiera salir perjudicada, las opciones no eran muchas. Por otro lado, no es precisamente una persona convencional. Le gusta hacer lo que menos se espera. —Oaks rió entre dientes, dando unos golpecitos al monedero que llevaba en el cinturón—. Y a fe que esto pocos se lo esperaban.

Entendiendo lo que insinuaba el oficial, Cerynise se quedó boquiabierta. Después cerró la boca y la torció con enojo.

—¿Indicáis acaso, señor Oaks, que habíais hecho apuestas sobre el resultado de nuestro conflicto con el señor Winthrop?

Oaks se mostró súbitamente avergonzado.

—Sí, señorita.

—Espero que os aprovechen los beneficios, señor Oaks —repuso Cerynise con toda la gentileza de que disponía en aquel instante; y no dejó de sorprenderle el sosiego que ella misma percibía en su voz—. Y ahora, si no os importa, quisiera disponer de unos momentos para mí antes de...

Oaks no pudo sino percatarse de su irritación.

—Lo siento, señorita. A veces mi boca se adelanta a mis pensamientos...

—Es una insensatez con la que algunas personas deben convivir —repuso Cerynise de modo contundente—. Con vuestro permiso...

Oaks retorció la gorra entre las manos con expresión contrita.

—Ese es justamente el motivo de que haya venido a veros, señorita. Es la hora.

Cerynise ahogó una exclamación de sorpresa.

—¿Ya?

El oficial asintió con la cabeza.

—En efecto, señorita. Hay aquí en Southwark un cura que debe un par de favores al capitán. Ha venido en cuanto se le ha avisado. Está en cubierta con el capitán, esperándoos.

Cerynise estaba atónita. Había sido todo tan precipitado que no estaba muy convencida de poder afrontar las nupcias.

—Habrá sin duda formalidades previas, permisos que obtener y otros trámites...

—Eso deberéis preguntárselo al capitán, señorita. Ahora, si no os importa, mis órdenes son acompañaros al alcázar.

Cerynise siguió dócilmente al oficial, vigilando una vez más cada paso que daba en su ascenso por la escalera. Se dijo que sabría superar la experiencia sin remordimientos, porque era una simple farsa. La dificultad real se presentaría más tarde, cuando tuviera que añadir su nombre a los documentos de la anulación, y ver a Beau Birmingham desentenderse de ella con una firma.

Se había producido un alto en la carga del barco, y la tripulación estaba reunida en la cubierta principal, salvo algunos que habían trepado a las jaretas. Viendo salir a Cerynise, todos guardaron silencio y siguieron con la mirada su ascenso a cubierta. Beau se hallaba en compañía de un individuo delgado, pero ella apenas le prestó atención, cautiva como estaba su mirada del hombre poderoso y atractivo que iba a casarse con ella.

Beau lucía una elegante y discreta levita a cuadros azules y grises, camisa blanca y corbata, chaleco de botones a juego con el gris de la levita y pantalones de un gris más oscuro metidos en un par de botines negros. Su aspecto provocó palpitaciones en el corazón de Cerynise, que lo juzgó muy distinguido con tan pulcro atuendo. Viéndolo, deseó que le hubiera avisado sobre su decisión de vestirse de gala. Lo máximo que pudo hacer cuando subió a cubierta en compañía del señor Oaks fue alisarse el pelo.

Beau la miró a los ojos, sonrió, le cogió la mano y la atrajo hacia sí. La preocupación de Cerynise por su aspecto se disipó. Parecía que hubiera vuelto la primavera. Su futuro esposo la cogió por la cintura y aplicó los labios a su pelo por encima de la sien.

—En mi vida he visto novia más hermosa, querida. Cerynise apoyó una mano en el chaleco de Beau para no caer, porque el musculoso brazo que tiraba de ella la estaba colocando a una proximidad impropia de un mero acuerdo nominal. Quizá Beau todavía no se diera cuenta del efecto que surtían sus dulces palabras, miradas aterciopeladas y presencia física, pero Cerynise sí. Conocía con exactitud el motivo de que su corazón pugnara desbocado con las apreturas del corsé.

—Permitidme elogiar al novio en similares términos, señor —musitó, confiando en que Beau no detectara el temblor de su voz—. Vuestro aspecto excede con mucho mis expectativas. A decir verdad, estoy disgustada conmigo misma por no haber dedicado más tiempo a prepararme.

—Vuestra preocupación carece de base, querida. —Beau se agachó de nuevo para acariciarle el pelo con la nariz, suscitando tentadores aromas que halagaron sus sentidos y le hicieron tomar conciencia de que no sólo era hermosa, sino femenina en grado sumo. Se trataba de un cumplido poco habitual en sus labios, pero merecidísimo en el caso de Cerynise—. Además, oléis muy bien.

Cerynise no dio importancia al delicioso sofoco que le provocaba la presencia de Beau, ni al encendido rubor de sus mejillas. Supuso que los arrullos del novio habían sido ideados de cara al rector, y tal vez para solaz de la tripulación. Oyó que algunos miembros de esta daban ánimos a su capitán, entre bromas constantes de sus compañeros. No le preocupó en exceso. Lo que de veras importaba era la asombrosa sensación de plenitud que experimentaba en brazos de Beau, como si estuviera hecha para ellos. ¿No era acaso lo que siempre había soñado?

Se acercó un hombre delgado y maduro, de pelo gris y ojos bondadosos. Reparando en lo calloso de sus manos, Cerynise supuso que había estado labrando antes de ir al barco, preparando sin duda la tierra para el invierno. Aunque saltaba a la vista que había hecho el esfuerzo de lavarse, sus manos presentaban todavía restos de tierra en los surcos de su piel endurecida, así como en sus desastradas uñas. Llevaba abotonado a medias su raído chaleco, torcido y mal cerrado el alzacuello y afeitadas a medias las mejillas, propio todo ello de un hombre que se había apresurado a acudir a un llamado urgente, y que no vivía con excesivo desahogo. De todos modos, y por encima de su desaliño y humilde aspecto, Cerynise se sintió cómoda en su presencia, porque intuía en él a un hombre recto y de buen corazón.

—¿Sois la señorita Kendall? —preguntó el hombre con una amable sonrisa.

—Sí, señor.

—¿Y accedéis al matrimonio por voluntad propia, sin coacción de nadie?

Cerynise miró a Beau, algo sorprendida por la pregunta. Beau le apretó la mano para tranquilizarla.

—El señor Carmichael no es muy amigo de formalidades, querida, pero su conciencia lo obliga a cerciorarse de que ambas partes han tomado libremente la decisión de contraer matrimonió. ¿Aceptasteis casaros conmigo libre y voluntariamente?

Si bien la pregunta procedía de Beau, Cerynise volvió la vista hacia el clérigo y contestó en voz baja.

—Sí.

La calidez de la mano de Beau sustituyó la frialdad que se había adueñado de Cerynise poco antes, en el momento de subir a cubierta. Entrelazó sus dedos con los del capitán y apretó con fuerza.

—Hijos míos, nos hemos reunido hoy en presencia de Dios para unir en santo matrimonio a este hombre y esta mujer...