16

—DICES que no se ha encontrado ni rastro de ese canalla... —reflexionó Brandon en voz alta—. ¿Es posible que haya huido de la zona?

Julio había llegado a su fin y agosto se acercaba a sus postrimerías, pero Wilson seguía sin dar señales de vida. Ya hacía más de una semana que Beau había llegado a la conclusión de que el marino debía de haber huido a otros climas tras ser reconocido por Moon; de ahí que se hubiera planteado seriamente extender la búsqueda a todas las Carolinas, y aun a todo el sur de juzgarlo necesario. Sabía que bastaría con ofrecer una recompensa generosa en todos los puertos del mundo para que en un momento u otro fuera aprehendido. Era simple cuestión de tiempo.

Entretanto, Beau no lograba descansar por completo ni de día ni de noche. Siempre estaba en guardia contra el canalla, y se negaba a que Cerynise saliera de casa. Si Wilson seguía en la zona nada le impedía pertrecharse de una pistola y acechar la aparición de ambos detrás de cualquier árbol. Sin embargo, y a pesar de sus temores, Beau intentaba no comunicárselos a su esposa; con ese fin, fingía despreocupación y la distraía con anécdotas de sus aventuras marítimas, revelando más de lo que habría hecho en otras circunstancias. Por suerte sus padres se habían unido a sus esfuerzos por entretener a la joven. Su madre iba a visitarlos casi a diario, y hasta había dispuesto que Hatti se quedara unas semanas, por si el bebé decidía nacer en plena noche o mientras el médico estuviera atendiendo a otra parturienta. Su padre no se cansaba de comprar a Cerynise libros sobre arte, bebés o cualquier tema que se le antojara de interés para la joven. Finalmente, Beau había llegado a la conclusión de que necesitaba la compañía de sus padres tanto como su mujer, y les había preguntado si estaban dispuestos a instalarse en su casa de Charleston hasta que naciera el bebé. El hecho de que hubieran llegado con todo el equipaje sólo tres horas después de ser enviado el mensaje demostraba un gran deseo de venir, temperado por el de no entrometerse sin ser invitados.

Pese a la rabia y la preocupación que nunca abandonaban a Beau, los días pasaron sin sobresaltos. Cerynise, próximo el final de su preñez, se cansaba con mayor facilidad. De resultas de ello, todos los habitantes de la casa se retiraban poco después de la cena, permitiendo a Beau aliviar el malestar de su esposa en la intimidad del dormitorio. Desde hacía un tiempo la sorprendía dándose masajes en la barriga y moviéndose con mayor dificultad por el aumento de volumen. De costumbre Cerynise estaba más cómoda en la cama si recibía friegas en la espalda o podía apoyar las piernas encima de las de Beau. Arrimarse a él y apoyar la cabeza en el mismo cojín era un modo seguro de que se relajara. A veces Beau la abrazaba y conversaban un poco, pero lo más frecuente era que se quedara dormida al arrullo de su voz. No así Beau, que permanecía en guardia horas sin fin, atento a todos los sonidos de la casa y cavilando sin descanso en busca de un plan que garantizara la plena seguridad de su esposa.

Durante la tercera semana de agosto, a altas horas de la madrugada, Beau emergió bruscamente de un sueño pesado con todos los sentidos alertas. Una vez en pie corrió hacia la ventana y escudriñó la oscuridad que cubría el patio. Cerynise reaccionó a su ausencia con un murmullo de desasosiego. Beau la miró por encima del hombro y vio que quedaba hecha un ovillo, como si algo la molestara o la turbara. El misterioso malestar hizo que frunciera con fuerza el entrecejo, pero en breves instantes sus facciones recuperaron la placidez anterior. Rodó entonces sin despertarse hasta la parte del lecho donde dormía Beau y, hundiendo la cara en la almohada, respiró hondo, después de lo cual exhaló un largo suspiro de gozo, como si hasta en sueños disfrutara del olor. Beau, en contrapartida, no podía estar más despierto, y el olor que percibía no le resultaba nada grato.

¡Era humo!

Se volvió hacia la ventana y aguzó la vista para buscar señales de fuego en el jardín o la zona contigua al lado norte de la casa. Todo parecía normal, pero eso no significaba que lo fuera. El olor se hizo más acre por momentos, en alas de la suave brisa que entraba en el dormitorio. Beau miró las copas de los árboles y vio agitarse un poco sus ramas bajo la luz de la luna, que titilaba en sus hojas. Cabía, por supuesto, la posibilidad de que el olor a humo procediera de un lugar más alejado, y lo trajera el viento. Beau rezó por que así fuera, pero sospechaba que la brisa soplaba desde el sur; era, en efecto, mucho más cálida de lo acostumbrado, y ello a pesar de la hora.

Cogió unos pantalones y se los puso a toda prisa. Después encendió la mecha de un farol, la ajustó y volvió a colocar la pantalla. Tras comprobar una vez más que estuviera cargada la pistola que desde hacía un tiempo guardaba en su mesita de noche, se la metió en el cinturón, cogió el farol y salió del dormitorio. Acto seguido cruzó el vestíbulo del piso superior y se dirigió a la habitación donde se alojaban sus padres. Justo antes de que sus nudillos golpearan la puerta con suavidad, alguien tiró de ella. Apareció su padre, que se había puesto los pantalones con similar premura y sostenía otro farol.

—¿De dónde viene? —susurró Brandon, mirando a izquierda y derecha del pasillo.

Se volvió y cerró la puerta con cuidado para no despertar a su mujer.

—No estoy seguro, papá. Puede que del muelle. Cuando sopla el viento en determinada dirección solemos recibir parte del humo. Ya sucedió el año pasado.

—Vamos abajo a echar un vistazo para asegurarnos —propuso Brandon—. Antes habrá que encender un poco de luz en el vestíbulo, por si tenemos que volver corriendo y despertar a las mujeres.

Poco después efectuaron un cauto descenso a la planta baja y la registraron habitación por habitación, buscando señales de incendio en cada una antes de pasar a la siguiente. Todo era silencio en la casa, pero el olor a humo, que iba en aumento, no parecía corresponderse con ninguna alteración del orden habitual. Brandon salió en otra dirección que su hijo y recorrió el pasillo que llevaba a la cocina. Cuando entró en ella descubrió que la puerta de atrás estaba abierta, y que había una forma humana atravesada en el umbral.

—Beau —dijo en voz baja—, ven a ver esto. Al dar la vuelta al caído, que estaba inconsciente, Brandon masculló un improperio: la frente del joven criado tenía un corte ensangrentado. Se volvió hacia Beau, que había acudido a su llamada.

—El que haya hecho esto se proponía dejar un buen rato fuera de combate al pobre chico.

Beau levantó la vista y la aguzó a la luz de su linterna, escrutando la oscuridad del jardín, allende la terraza cubierta que daba soporte a la casa. Percibiendo una lucecilla temblorosa en las proximidades del flanco sur, pasó por encima del cuerpo supino de Cooper y caminó con sigilo hacia el extremo del porche, vigilando la posible aparición de un agresor agazapado en la oscuridad. Cuando llegó al final de la terraza descubrió al fin el origen del humo. Alguien había prendido fuego a la valla de la calle. Lo que quedaba de ella no habría bastado ni para calentarlos a ellos unos minutos durante una noche fría de invierno.

—Esta noche montaba guardia Cooper, papá —afirmó Beau con súbita inquietud, corriendo hacia su padre, que estaba aplicando una compresa fría y mojada a la frente del criado—. El culpable ha debido de incendiar la valla para hacer salir a Cooper y dejarlo sin sentido. Es posible que ya haya alguien dentro de casa.

—Más vale que eches un vistazo al piso de arriba, te asegures de que las mujeres estén bien y las levantes de la cama —dijo Brandon, poniendo en pie al criado y apuntalándolo con uno de sus anchos hombros—. Yo llevaré a Cooper a su habitación y despertaré al resto de la servidumbre.

Cuando se quedó solo, Beau corrió por el pasillo que llevaba al vestíbulo central. A punto de subir por la escalera, percibió luz en la parte norte del jardín. Empuñó la pistola, fue a la ventana, la abrió de par en par y se asomó a ella, a tiempo de ver a un hombre alto y vestido de oscuro que doblaba corriendo una de las esquinas frontales de la casa.

Salió disparado hacia la puerta de la cocina y exclamó:

—¡Papá! ¡Wilson intenta obligarnos a salir incendiando la casa! Ya ha encendido otro fuego en el lado norte. ¡Di a los criados que se den prisa en apagarlo! ¡Y si ves a Wilson por la parte de atrás grita! Yo voy hacia la fachada, a ver si lo cojo.

—¡Mata a ese puerco!

—Es mi intención —murmuró Beau, dando media vuelta.

Se desprendió del farol y corrió hacia la puerta principal, descubriendo horrorizado que estaba abierta. Casi de inmediato un grito procedente del piso superior le heló la sangre. Girando bruscamente sobre los talones, cruzó el vestíbulo a la velocidad del rayo y salvó los escalones de tres en tres. Mediado su ascenso vio a Cerynise y su madre en el rellano, pero no estaban solas. Un hombre enmascarado y con ropa negra, delgado y de estatura superior a la media, había aprisionado a Cerynise por la espalda y la sujetaba estrechamente con un brazo, impidiéndole mover los suyos. El criminal llevaba una pistola en su mano derecha y apuntaba a Beau.

Heather expresó su aguda indignación aporreando al intruso y dándole puntapiés con una pantufla de raso. El hombre, se volvió hacia ella con un gruñido y de un culatazo en el mentón dejó a Heather inconsciente en el suelo.

La ira de Beau adquirió máxima intensidad. Siguió subiendo por la escalera, pero el criminal se volvió de nuevo hacia él, y esta vez aplicó al cañón del arma a la sien de Cerynise. Beau se quedó helado. El desconocido rió entre dientes y, envalentonado por el control que tenía sobre el capitán, le hizo señas de que retrocediera. Beau no tuvo más remedio que obedecer y volver poco a poco sobre sus pasos, descendiendo hacia el pie de la escalera. El villano lo siguió con cautela, utilizando a Cerynise como escudo humano.

Cuando Beau se aproximaba al recodo central de la escalera, el agresor se detuvo para evaluar la situación. Sus ojos brillaron tras los agujeros de la máscara. Pese a no haber recorrido más que una cuarta parte de la escalera, tenía una vista parcial sobre la puerta de la casa, que estaba abierta.

Dijo entonces con voz ronca y burlona:

—Podría matar a tu esposa ahora mismo y ahorrarme la molestia de volver en otra ocasión, pero entonces no podría escapar, porque no me resulta posible mataros a los dos. Confieso que me disgusta sobremanera marcharme sin haber concluido mi misión, pero supongo que tendré que esperar un momento más oportuno para acabar con esta perra.

Y sin mayores preámbulos soltó a Cerynise y la empujó escaleras abajo, hacia su esposo. Beau se lanzó a su encuentro, pero el impacto de la colisión lo obligó a retroceder e hizo que perdiera el equilibrio. En el mismo momento en que trataba de mantener a Cerynise sobre sí para atenuar la caída con su cuerpo, vio que su enemigo saltaba por encima de la barandilla y corría hacia la entrada principal. Un portazo dio fe del éxito del canalla en su huida del lugar del crimen.

—¡Maldición! —rugió Brandon en cuanto entró corriendo en el vestíbulo y vio que los cuerpos entrelazados de su hijo y su nuera caían dando tumbos por los últimos escalones. Cuando quedaron inmóviles en el suelo de mármol, preguntó con inquietud—: ¿Estáis bien?

—No estoy segura —contestó Cerynise, incorporándose y disimulando a duras penas un gesto de dolor.

Beau, que había caído de cabeza y de espaldas por la escalera, supuso que tendría magulladuras de las que todavía no se daba ni cuenta, pero no disponía de tiempo para pensar en sí mismo. Se volvió hacia su padre.

—Papá, más vale que vayas a ver a mamá —lo instó—. Esa rata de cloaca la ha dejado inconsciente con un golpe de pistola.

Preso de una rabia abrasadora. Brandon subió por la escalera poco menos que volando, pero al ver a su esposa tendida en el rellano su furia alcanzó extremos impensables. En ese momento se sentía capaz de asesinar al agresor sin el menor titubeo. Cogió en brazos a Heather con dulzura, la llevó a su dormitorio y la depositó en la cama. Después humedeció un trapo y lo aplicó al mentón de su esposa, negro e hinchado. Grande fue su alivio al ver abrirse los ojos de la paciente. Percatándose de su inquietud, Heather intentó tranquilizarlo con una sonrisa, pero se quedó a medias en el intento.

—¡Huy! ¡Duele! —dijo, palpándose la barbilla con un leve gemido.

—En efecto, y es normal —susurró su esposo, acariciando cariñosamente la masa de rizos que tocaban su mejilla—. Tienes un morado muy oscuro en el mentón, donde te ha golpeado el descastado ese.

Heather lo recordó todo de inmediato, y fue necesario obligarla por la fuerza a no abandonar el lecho.

—¡Cerynise! —exclamó con ansia—. ¡Ese hombre quería matarla!

—Tranquila. No lo ha conseguido —le informó Branden—. Tu nuera está ahora mismo en el piso de abajo, con Beau.

—¿Ilesa?

—Parecía estarlo cuando los dejé, pero intentaba desenredarse de tu hijo al pie de la escalera, y no me han dado explicaciones sobre el motivo.

—Más vale que vaya a verla —dijo Heather, repitiendo su tentativa de levantarse de la cama, momento en que la habitación se puso a girar en torno a ella—. O quizá no —dijo con un gemido de desconcierto.

En ese instante, el origen de los temores de Heather estaba sentado al lado de Beau en el suelo de mármol. La angustia de Cerynise era patente, pero no por los motivos que le habría atribuido su suegra después de tan terrible sobresalto. Sonrió a su esposo con cierta reticencia y le confió avergonzada:

—Beau, odio preocuparte todavía más, pero parece que estoy mojada. Sospecho que la caída me ha hecho romper aguas.

Beau, azorado, miró el charco en que estaba sentada su esposa, y las manchas de sangre que salpicaban su bata.

—Eso no es todo. También sangras.

Cerynise se palpó la barriga. Antes incluso de oír la acalorada reprimenda a que había sometido Heather al maleante, la había despertado un malestar en la espalda y algo pegajoso entre las piernas. Naturalmente, no había sino una conclusión racional.

—¡Por todos los santos! —exclamó Beau, poniéndose en pie—. ¡Más vale que vaya a buscar a Hatti y envíe por el doctor!

Cerynise le dirigió una mirada de súplica.

—¿Podrías llevarme antes a la cama? Este mármol es muy incómodo.

—Debería habérseme ocurrido antes —masculló Beau con cierta contrariedad, cogiéndola en brazos—. No es de caballeros dejar que una dama pase apreturas.

Cerynise le echó los brazos al cuello con una risa aguda.

—No te preocupes, que te perdono. A fin de cuentas eres mi caballero andante; aunque debo decir que si das más volteretas conmigo acabarás lisiado antes de tiempo.

—Mientras envejezca a vuestro lado, señora —repuso Beau con dulzura—, no tendré queja.

Una vez en su dormitorio, Cerynise le rogó que la pusiera en pie junto a la cama y la ayudara a quitarse la ropa sucia y la bata.

—Ya sé que de un tiempo a esta parte mi desnudez no es muy atractiva a la vista —dijo con vergüenza, tapándose con los brazos cuando Beau le trajo un camisón limpio del armario—, pero tengo la esperanza de que no tardaré en recuperar mi silueta habitual, y de que podremos volver a hacer el amor.

—Yo te veo hermosa —susurró él, dándole un beso en la frente. Viendo que los ojos de la joven brillaban con amor, se sintió inmensamente afortunado. Sacudió el camisón y se lo pasó por la cabeza a Cerynise, que había levantado los brazos—. Después de todo llevas a nuestro hijo, y eso a mis ojos te hace todavía más atractiva.

—¿Te preocupa que sea niño o niña? —preguntó ella a través de la prenda, mientras metía los brazos en las mangas.

—Mientras salga un bebé sano y bien formado, estaré encantado sea del sexo que sea.

La cabeza de Cerynise quedó de nuevo al descubierto. Sonriendo a Beau, tiró de su larga y ondulada cabellera y la dejó caer por la espalda.

—¿Te he dicho ya esta mañana que te quiero? Beau miró por la ventana.

—Supongo que no, teniendo en cuenta que aún es de noche.

Cerynise ciñó su esbelta cintura con las manos y le dio un beso en su pecho desnudo.

—Pues os lo digo ahora, señor mío: vuestra esposa os quiere con locura.

Beau le puso los brazos en los hombros.

—Sabed, señora, que vuestro esposo os adora, de modo que ahí queda eso.

De pronto Cerynise dio un cuarto de vuelta y sufrió una convulsión que la dejó con el cuerpo doblado en dos. Se aferró desesperadamente a los dedos de Beau, que la sujetó con un brazo en la espalda.

—Creo que será mejor que pongas sobre la cama las sábanas que preparó Hatti —dijo sin aliento.

—¿No prefieres tenderte un poco? —preguntó él.

—Sólo cuando estén puestas las sábanas. No quiero manchar el colchón.

Decidiendo que era más sencillo complacerla que enzarzarse en una discusión, Beau se apresuró a cumplir sus deseos. Poco después Cerynise estaba tendida en los cojines.

—Ahora será mejor que vaya en busca de Hatti —dijo él.

Antes de descender a la planta baja, hizo una breve pausa ante la puerta de sus padres para comunicarles que Cerynise estaba de parto.

—¿Dónde estás, Hatti? —exclamó al llegar a la habitación de la nodriza y encontrarla vacía.

—Aquí, señorito Beau —contestó la mujer de color desde el patio, y después de colocarse en lugar visible lo miró con curiosidad—. ¿Para qué me quiere?

—¡Va a nacer el niño!

Hatti asintió con la cabeza, como si ya lo supiera.

—Me parecía que iba siendo hora, porque hace días que a la señora Cerynise le estaba bajando.

—Está arriba, en nuestro dormitorio.

—Ahora mismo subo, señorito Beau —dijo Hatti—. En cuanto me lave y me vista. Mientras, no va a pasar nada.

—Más vale que envíe a alguien por el médico.

—Yo esperaría un poco, señorito Beau, porque siendo el primer hijo de la señora Cerynise puede que tarde horas en salir...

—¿Horas? —Beau palideció. De repente sus rodillas parecían demasiado débiles para sostenerlo—. ¿Tanto?

—Lo sabré enseguida —repuso Hatti, compadecida. Beau se concentró de mala gana en otros asuntos. Los criados estaban apagando los restos del incendio. Los daños eran insignificantes y fáciles de reparar. Beau dio gracias por ello, pero la valla de la calle estaba chamuscada, y habría que arrancarla y poner otra de inmediato para que Cerynise estuviera segura en el jardín, dentro de lo que cabía.

El viento había dejado de soplar, y la luz de la mañana iluminaba un cielo gris y nublado. Beau se sentó de nuevo en una silla del dormitorio principal y levantó la cabeza, tratando de desentumecer la nuca. Cerynise seguía de parto. Ahora tenía a Hatti a su lado, sentada en la cama y cogiéndole la mano. La madre de Beau había hecho oídos sordos a las súplicas de su hijo de que fuera a su dormitorio y descansara, hasta que Beau había accedido a regañadientes a que siguiera en la habitación. Branden, que había reconocido la férrea determinación de su esposa, había tenido la prudencia de no discutir. Si algo había aprendido de su larga convivencia marital era que en ocasiones Heather Birmingham podía ser muy testaruda. Se trataba a todas luces de una de ellas.

—A mí me parece que quien debería dormir eres tú —musitó Heather a su hijo, que luchaba con denuedo para no sucumbir a una ansiedad cada vez mayor.

Sus palabras tardaron cierto tiempo en calar, pero Beau negó con la cabeza porque no se fiaba de sus facultades. verbales.

Cerynise miró a su esposo con amor, y recibió a su vez una mirada de sincera adoración. A Heather le bastó echar un vistazo a ambos para decidir que necesitaban unos momentos a solas. Sonrió a su nuera, le acarició la mano y se apartó de la cama con la primera excusa que se le ocurrió.

—Bajo a ver cómo le va a ese chico tan simpático, Cooper. Después diré a Philippe que nos haga algo para el desayuno. Entretanto, creo que ninguno de los dos le haréis ascos a un poco de intimidad.

Hatti se mostró de acuerdo y trasladó hacia la puerta su cuerpo voluminoso, riendo por lo bajo.

—Si nos necesitáis pegad un grito.

Beau aguardó a que la puerta estuviera cerrada. Sólo entonces cruzó la habitación y se tendió en la cama al lado de su esposa.

—¿Duele mucho?

Cerynise entrelazó sus dedos con los de Beau, largos y finos, y se los llevó a los labios para darles un beso.

—A ratos —murmuró, posando en él una mirada límpida y acariciadora—. Aparte de eso, según Hatti estoy bien.

—¿Tienes miedo? —preguntó Beau, acariciando con ternura la abultada barriga.

—Contigo no.

La mano de Beau se detuvo.

—¿Y cuando tenga que marcharme?

—No quiero que te vayas. Contigo a mi lado soy capaz de soportar cualquier cosa.

Transcurrido un tiempo, los pasos de Hatti se aproximaron a la puerta del dormitorio. Beau se apresuró a imprimir un beso en la frente de su esposa y bajar de la cama. Mientras sacaba ropa limpia de su armario, sonrió a Cerynise y le prometió:

—Volveré en cuanto me haya lavado y vestido, y me quedaré hasta el final.

Cerynise asintió con lágrimas de alivio. Casi de inmediato la alertó de nuevo una tensión prolongada por toda la barriga. Aun así tuvo el coraje de sonreír, dando a Beau permiso para marcharse.

Durante las horas que siguieron la presión se hizo más intensa, y a mediodía las contracciones habían llegado a un punto en que Cerynise ya no podía ocultar a su marido el malestar que sentía. Sus dientes apretados no dejaron escapar ni un solo grito, pero Beau no podía sino reparar en lo tenso que se le ponía todo el cuerpo, y en las muecas de dolor que acompañaban a las contracciones. Mientras Bridget abanicaba a su señora, Beau permaneció junto al lecho con expresión inquieta, notando que su mujer se aferraba a su mano con tenacidad. Tratando de aliviarla con el único recurso a su alcance, le mojó el rostro con un trapo húmedo y apartó de su frente y sus mejillas mechones empapados de sudor, al. tiempo que le dirigía palabras de aliento.

El calor de agosto no era fácil de combatir. No soplaba ni pizca de viento, y a medida que ascendía el sol el dormitorio del piso superior se hizo cada vez más asfixiante. Sin embargo, y en aras del pudor, Cerynise trataba de seguir cubierta con una sábana. Era Beau quien insistía en retirar la tela para lavar con agua fría sus brazos, piernas y pies. Gracias a la brisa que creaba Bridget con el abanico, Cerynise tuvo que admitir que el hecho de que le fueran humedecidos los brazos y las piernas la aliviaba bastante del bochorno.

El doctor Wilhelm llegó hacia las dos, y demostró de inmediato estar acostumbrado a imponer su criterio en esa clase de situaciones. Lo primero que hizo fue informar a Beau sin rodeos de que en adelante no sería necesaria su presencia en el dormitorio. La expresión de pánico que se adueñó de la parturienta conmovió en lo más hondo a Beau, que defendió su derecho a permanecer con ella.

—¡No toleraré ninguna oposición, joven! —declaró el médico—. No quiero veros aquí dentro hasta que haya nacido el niño. Buscad algo que hacer fuera de los confines de este dormitorio, porque no vais a quedaros.

Heather y Hatti se miraron con inquietud, porque ambas se daban cuenta de que Beau se disponía a pasar al ataque. Resuelta a impedirlo, Heather se acercó a su hijo y le habló con dulzura.

—Ve abajo con tu padre, Beau. Ya vigilaremos nosotras a Cerynise.

—Debería quedarme...

Cerynise, que salía de otra de sus dolorosas convulsiones, miró al médico con aprensión, preguntándose si tolerar tan oficiosa actitud. Como si su enfrentamiento con Beau no fuera suficiente, el doctor empezó a quejarse de que había demasiada gente en la habitación, y despidió a quienes consideraba innecesarios, empezando por Bridget. La criada no sabía qué órdenes seguir. Como la habían llamado para refrescar a Cerynise en lo posible, no veía motivos para no permanecer a su lado. Miró primero a su señora y después a Beau, confiando en que uno de los dos le diera indicaciones.

—¿Qué debo hacer? —susurró, escrutando las tensas facciones de Beau.

—Tu señora te necesita... —repuso él, antes de que lo interrumpiera con rudeza el obstinado médico.

—¡Sal de aquí, muchacha! ¡Y deprisa! —espetó airado el doctor Wilhelm a la joven.

Investido por obra propia de una autoridad dictatorial, señaló la puerta con un índice regordete, haciendo que la criada se marchara llorando.

Después se volvió hacia Hatti, que permaneció incólume y con los brazos en jarras, como un baluarte inconquistable, retándolo a intentar la misma táctica con ella. El doctor Wilhelm pareció decidir que no tenía ninguna posibilidad y volcó una vez más su atención en Beau, que seguía sin dar su brazo a torcer. Por la expresión de su rostro, cada vez más ceñuda, Cerynise adivinó que su marido estaba tan indignado como ella con el médico. Juzgó prudente intervenir.

—Ve con tu padre, Beau. Estaré bien.

El médico consideró sus palabras como una autorización para asir a Beau del brazo y conducirlo hacia la puerta.

—No nos hace ninguna falta que los padres ayuden a nacer a sus hijos —declaró, impertinente—. De nada serviría que os viera nervioso vuestra mujer. Estará mejor si os vais.

—¡Quitadme las manos de encima, maldita sea! —rugió Beau, clavando en el hosco y rígido semblante del médico una mirada como un estilete—. Si me voy será sin que me acompañéis.

Su ira ofendió al doctor Wilhelm.

—¿Cómo decís, caballero?

Hatti intercedió antes de que le ocurriera algún percance a aquel médico insensato. Cogió a Beau del brazo y tiró de él hacia la puerta.

—Id con vuestro papá, señorito Beau. Dejad solo al doctor para que pueda ayudar a la señora Cerynise.

Beau se vio expulsado al vestíbulo, y le cerraron la puerta en las narices sin darle tiempo a discutir con la nodriza. Apretó los puños y volvió a la carga, pero se dio cuenta de que en nada ayudaría a Cerynise si se peleaba con el médico. Tras expresar su frustración con un suspiro, obedeció las indicaciones de Hatti (al menos de momento).

Brandon recibió a su hijo al pie de la escalera y lo llevó al estudio, apoyando en sus hombros un brazo consolador. Una vez en el estudio, le ofreció una copa de coñac e intentó distraerlo.

—¿Te he contado alguna vez la noche en que naciste?

Beau engulló la mitad del líquido sin siquiera degustarlo.

—No, papá... Me parece que no.

—Tu madre insistía en que le hacía falta un camisón azul, porque los niños no van de rosa, o algo así. Me volvió loco. Estaba convencido de que ibas a caerte de cabeza al suelo en mitad de la habitación. —Llenó otra vez la copa de Beau sin interrumpir su relato, y lo obligó a tomar asiento con un suave empellón—. Hatti acabó echándome. Imagínate cómo estaría que ni siquiera supe qué estaba bebiendo.

Beau, que experimentaba la tensión asociada con tener a su esposa de parto, entendía perfectamente la angustia de su padre. Personalmente no estaba muy seguro de poder sobrellevar un trauma como aquel más de una vez en la vida.

—¿Y cuando nacieron Suzanne y Brenna?

—Fue mucho más fácil. Claro que también eran más pequeñas, y eso ayuda.

Beau se echó al coleto lo que quedaba de licor y, mirando a su padre a los ojos, tendió la copa para que volviera a llenársela.

—Antes ha dicho Hatti que le parecía que este niño iba a ser bastante grande. Espero que no demasiado.

Después de eso no hubo más comentarios, porque no había más que decir. Con una simple frase, Beau había expresado toda la hondura de su preocupación.

Pasaron dos horas y seguían sin llegar noticias del piso de arriba. Beau halló imposible permanecer sentado, y se puso a dar vueltas por la habitación. Brandon logró enzarzarlo en una partida de ajedrez, pero se compadeció al verle perder la tercera por falta de concentración. Philippe, tan nervioso como el que más, entró al estudio para anunciar que por fin había conseguido preparar algo dé comida. Podía haberse ahorrado las molestias, porque ni hijo ni padre tenían el menor interés por comer.

Apenas hubo salido el cocinero del estudio, un grito ahogado procedente del piso de arriba hizo brincar a Beau de la silla. Su reacción habría sido la misma aunque no le hubiera parecido oír su nombre. Tras cruzar el vestíbulo como una exhalación, subió brincando por la escalera con una celeridad que dejó pasmado a Philippe. En todos sus años de servicio, y por imposible que pareciera, no recordaba haberlo visto moverse con tanta presteza, y ello a pesar de que el capitán había dado pruebas reiteradas de que su agilidad física no tenía nada que envidiar a su agudeza mental.

Beau entró en el dormitorio dando zancadas. El doctor Wilhelm, que estaba junto a la cama, giró sobre los talones, escandalizado por la irrupción. Trató de ahuyentar al intruso.

—¡Ya os he dicho que vuestra presencia no es necesaria! ¡Haced el favor de retiraros enseguida!

Heather puso una mano en el brazo del médico y murmuró con suavidad:

—Cerynise necesita a su esposo junto a ella, y él quiere estar a su lado. Os aconsejo que no sigáis protestando.

—¡Esto es absurdo! —dijo el doctor, poniendo el grito en el cielo—. No he tolerado la presencia del padre en ningún parto. ¡Es inaudito!

—Quizá sea hora de que os replanteéis vuestra postura —le sugirió Heather—. ¿Quién tiene más derecho a estar presente que el padre de la criatura?

—¡No pienso consentirlo! —gruñó el médico.

—Podéis marcharos —dijo Cerynise, casi sin aliento. Su marido se había arrodillado junto al lecho, y le cogía la mano de un modo mucho más reconfortante que la presencia del médico—. Pienso que a partir de ahora podrá ayudarme Hatti.

—¡Vaya que sí, señora!

La mujer de color mostró toda su dentadura al médico, que la miraba con mala cara. El doctor Wilhelm se bajó con enojo las mangas de la camisa y empezó a abotonar los puños. Paseando por la sala una mirada de irritación, recogió la chaqueta, cerró el maletín con un chasquido y salió sin decir palabra. Hatti lo siguió hasta la puerta del dormitorio, y desde ahí pegó un grito a Bridget, diciéndole que subiera.

—¡Abanica a esta pobre niña; que esto está hecho un horno!

Sus palabras le ganaron otra mirada asesina del doctor, ya desde la escalera. Riendo con socarronería, la nodriza volvió bamboleándose al dormitorio.

Apenas cerrada la puerta, Cerynise exclamó:

—¡Hatti, Hatti, creo que viene el bebé! ¡De verdad! Los efectos calmantes del trapo húmedo que aplicaba Heather a las mejillas de su nuera no atenuaron la congestión que se apoderaba de ellas simultáneamente a los esfuerzos de Cerynise por expulsar al bebé de sus entrañas. El impulso era excesivo para ser dominado. La joven apretó los dientes, separó la cabeza de la almohada y empujó, ejerciendo sobre la mano de su marido una presión constante que casi lo dejó estupefacto.

—¡Sí, ya viene! —afirmó Hatti al apartar la sábana, cobertura en la que había insistido el médico.

Apartó el camisón de Cerynise y preparó los enseres necesarios.

Bridget entró corriendo en el dormitorio, pero Cerynise ya no pensaba en mantener el decoro. Estaba empujando con todas sus fuerzas. Beau se había levantado y miraba fijamente la cabeza negra y ensangrentada que emergía del cuerpo de su esposa. Un impulso súbito la liberó por entero, e inmediatamente después el arrugado bebé emitió un chillido, suscitando las risas de cuantos estaban presentes en el dormitorio, incluida Cerynise.

—Descansad un poco, señora Cerynise —le aconsejó Hatti—, porque dentro de nada empujaréis otra vez, y fuerte. —Siguiendo de cerca a sus palabras, una punzada de dolor convulsionó a la parturienta, que sentía de nuevo la necesidad de empujar. Observando los resultados, Hatti rió entre dientes—. Ahora salen los hombros, y no los he visto más anchos en mi vida. Con esos hombros sólo puede ser niño.

—Lo que está claro es que tiene buenos pulmones —señaló Beau, sorprendido por la fuerza de los berridos, y por el milagro del nacimiento.

Bridget se afanó en abanicar a su señora. Era la primera vez que veía nacer a un bebé, pero desde que Stephen Oaks le había propuesto matrimonio los dos soñaban con tener familia numerosa.

Viéndose echado al mundo y a las manos de Hatti, el último en llegar de los Birmingham soltó otro chillido de indignación. Acto seguido lo pusieron sobre el vientre de su madre, agitando las manos y rojo como un tomate. En ese momento, y como no se cansaría de repetir en adelante, Beau juró y perjuró que su hijo había dejado de llorar nada más mirarlo a los ojos.

—Es una preciosidad —dijo Cerynise, sin soltar la mano de su esposo.

Heather asintió con orgullo.

—Con ese pelo negro y rizado se parecerá a su padre. Bridget estaba igual de embelesada.

—Es una monería.

—¿Cuándo podré cogerlo? —preguntó Beau con impaciencia.

—Después de que le haya anudao y cortao el cordón y lo haya limpiao un poco, señorito Beau —contestó Hatti—. Paciencia.

El bebé tardó un poco en ser depositado en brazos de su padre. Beau contempló su carita arrugada con sincero asombro. Los ojos del niño estaban abiertos de par en par, y miraban a su padre con lo que Beau, orgulloso, juzgó como interés y aguda inteligencia. Riendo de pura euforia, llevó a su hijo a Cerynise y lo colocó suavemente en el hueco de su brazo. Juntos examinaron la maravilla que habían creado, enderezando sus dedos minúsculos y alisando las sedosas mechas de cabello negro.

Heather bajó a dar a Brandon la noticia de su nieto, mientras Hatti acababa de hacer lo necesario. El fuerte grito de júbilo del abuelo hizo que Philippe acudiera corriendo al estudio.

—¡Es niño, Philippe! —anunció Heather con alegría—. ¡Un niño fuerte, sano y de pelo negro!

—¿Y la señora Birmingham? —inquirió el cocinero—. ¿Está bien?

Heather asintió con entusiasmo.

—No podría estar más feliz.

—¡Excelente! —exclamó Philippe, jubiloso. Arriba, en el dormitorio, Hatti, que se había agachado para ver más de cerca al nuevo Birmingham, sonrió de oreja a oreja.

—A ver, señorito, si das las gracias a tu mamá por todo lo que ha hecho, porque eres el bebé más lindo que he visto desde que nació Tamarah, la hija del señorito Jeff. ¡Y si no que venga Dios y lo vea!

Cerynise no acababa de creer que tuviera en brazos a su propio hijo, y que el padre fuera Beau Birmingham. Además de grande, el bebé era robusto y despierto, a pesar del trauma que había pasado su madre con el intento de atropello, y más recientemente con la caída por la escalera. Ya se agitaba con un objetivo muy concreto, y al no encontrar lo que buscaba volvió a chillar de indignación.

—¡Cómo grita, el muy pillo! —dijo Hatti con regocijo—. ¡Va a tener el mismo genio que los demás hombres de la familia!

Cerynise miró a Beau con ojos brillantes.

—¿Habíamos decidido algún nombre? Beau le acarició los dedos.

—¿Qué te parece Marcus, por tu padre, Bradford, por el apellido de tu madre... y Birmingham por mí?

Los ojos de Cerynise se llenaron de lágrimas. Era la primera vez que Beau hacía aquella propuesta. Quiso saber cómo sonaba la combinación.

—Marcus Bradford Birmingham. ¡Mucho nombre para un niño tan pequeño!

—Crecerá, no te preocupes —afirmó Beau, risueño—. ¿Te gusta?

—Sí, mi vida, muchísimo; y gracias por acordarte de mis padres.

—Tengo una deuda de gratitud con ellos, por haber tenido una hija tan hermosa. ¿Verdad, cielo mío, que hemos hecho un hijo precioso?

Cerynise contempló con orgullo la obra de ambos, y creyó discernir una chispa de azul zafiro en los ojos de su hijo. Hasta la expresión del pequeñín reflejaba de algún modo las facciones de su padre.

—Por lo que se ve, amor mío —murmuró con una sonrisa tierna y afectuosa—, yo he hecho todo el trabajo, pero tú te quedarás con la gloria.

—¿Cómo dices, cariño? —preguntó Beau, perplejo.

—De tal palo tal astilla. Intuyo que se parecerá a ti tanto como tú a tu padre.

—¿De verdad lo dices?

Lo preguntó con tanto interés que hizo reír a su esposa.

—No te jactes demasiado pronto. Puede que aún encuentre algo de mí en él.

—Sin ti, cielo —susurró Beau, rozando los labios de su esposa con los suyos—, nuestro hijo ni siquiera estaría aquí.

Marcus Bradford Birmingham crecía a una velocidad que asombraba a sus padres, entusiasmaba a sus abuelos e impresionaba hasta a su tío abuelo Sterling, quien, pese a reconocerse poco experto en bebés, calificó al jovencito de «muy guapo». Saltaba a la vista que Beau estaba prendado de aquella criatura, cuya mera existencia lo llenaba de pasmo y alegría. Siempre estaba dispuesto a participar en el cuidado de Marcus. Si el bebé se despertaba en mitad de la noche, su padre no hacía ascos a ir a buscarlo y llevárselo a Cerynise para que le diera el pecho. Lo cogía en brazos, lo acunaba y le hablaba como si pudiera entenderlo; y por cierto que Marcus se mostraba muy atento, y observaba a su padre con la boca apretada, como si aguardara el momento de tomar él la palabra. Para escándalo de Hatti, Beau llegó al extremo de cambiar los pañales al pequeño. El espectáculo de Beau y su hijo absortos felizmente el uno en el otro ya estaba convirtiéndose en rasgo característico de la casa.

Cerynise descubrió en la maternidad una alegría que excedía en mucho a lo previsto. Tanto si estaba sentada con el niño al pecho como si lo bañaba, lo acunaba o le cantaba una nana, se sentía maravillosamente realizada como mujer. Era como verse conectada de pronto a un sentimiento de infinito valor y ternura, vehículo de plenitud maternal. Cuando estaba enfrascada en ese nuevo mundo de emociones, tenía la certeza de que las preocupaciones ordinarias del mundo en que vivía se habían visto reducidas a la inexistencia.

Cumplido ya el primer mes de vida, Marcus mostraba enorme afición a la idea de obtener su sustento vital del pecho de su madre. Cuando no apaciguaban su apetito con puntualidad, montaba en cólera tal que casi todos los ocupantes de la casa tomaban conciencia de que era hora de darle de comer. En el momento mismo en que era cogido o depositado por o en los brazos de su madre, reconocía que Cerynise era la persona adecuada para satisfacer su apetito y buscaba el pecho por todos los medios. Si algo le impedía acceder a él, informaba a su madre de que estaba disgustado en extremo. Su apetito parecía insaciable, pero Cerynise descubrió aliviada que no tenía dificultad en estar a su altura.

—¿No te parece que empieza muy joven? —bromeó con su marido.

El bebé le sobaba el pecho con sus manos minúsculas, mientras chupaba el pezón con voracidad. Beau lo miró con orgullo e infinito amor.

—¿A qué, querida?

—No es el único de la familia a quien le gusta ser amamantado —contestó Cerynise.

Su marido sonrió y la miró de manera insinuante.

—Estoy impaciente por que llegue mi turno. Recuerdo claramente haber oído decir a Hatti que te harían falta seis semanas para recuperarte del todo; por lo tanto, en cuestión de una semana deberíamos poder reanudar nuestra intimidad.

—Eso si entretanto no sufro asaltos inesperados —lo azuzó ella con dulzura.

—Nada mejor que unas cuantas caricias para avivar el espíritu —alegó él, tratando de disimular el temblor de sus labios al recordar la emboscada en que había hecho caer a Cerynise por la mañana en el vestidor. Viéndola despojarse de su camisa, había querido mirarla largo y tendido y realizar algunas exploraciones—. Has recuperado tu preciosa silueta, y sólo me proponía admirarla.

—No, si no me importa —aseveró Cerynise con una sonrisa. De hecho había participado de muy buen grado en la sesión de arrumacos y besos subsiguiente—. Debo reconocer, eso sí, que no he sabido qué explicación dar a Bridget cuando ha encontrado mi camisa rota escondida en el armario. Todos los botones arrancados, y el encaje del tirante medio destrozado. No habría sido muy convincente atribuir a Marcus la culpa de tu fogosidad.

—Bridget va a casarse dentro de poco —repuso Beau entre risas—, y no tardará en averiguar que cuando un hombre se enardece por una mujer suelen pasar esas cosas. —Ladeó la cabeza y dirigió a Cerynise una mirada que hablaba por sí misma—. También podrías decirle a Bridget que una manera de ahorrar en ropa interior es no vestirse hasta que su marido haya desayunado.

—¿Desayuno consistente en...? Con ojos brillantes, Beau la sometió a un nuevo examen visual.

—¿Os hacéis la inocente conmigo, señora, o deseáis acaso una demostración?

—Hatti dijo...

—Da igual lo que dijera. Todo depende de cómo te encuentres.

Cerynise sonrió con coquetería.

—Algo sensible, quizá.

—Podríamos ir poco a poco.

—Ya vuelves a tentarme —lo acusó con un mohín de picardía.

Beau rió. Acto seguido, y una vez recuperada la serenidad, se aproximó a su esposa para besarla.

—Dos semanas como mucho —susurró sin separar la boca de sus labios—. No te doy más margen. De momento lo que tengo que hacer es ir al trabajo, o me despedirá el tío Jeff.

—¡Difícil lo veo! —se mofó ella—. Eres lo mejor que le ha pasado a la compañía naviera. Lo dijo el tío Jeff cuando vino con su familia a ver a Marcus.

Beau, ya en pie, metió las manos en los bolsillos del pantalón.

—Sólo lo dice porque quiere que me quede en mi puesto y no haga otro viaje.

—Sí, ya le oí decirlo, pero también comentó que eras un hombre de negocios nato, y que si te quedabas te daría lo que pidieras.

Beau escrutó el rostro de su esposa, recelando del motivo de la conversación.

—¿Tratas de decirme que te gustaría no hacer otro viaje juntos?

—¡En absoluto! —negó Cerynise, cogiéndole la mano y obligándolo a ponerse de nuevo a su altura—. Contigo iría hasta el fin del mundo. Lo único que digo es que no te das cuenta de la importancia que tienes para la compañía. El tío Jeff podrá arreglárselas sin ti cerca de un año, tiempo suficiente para que hagamos nuestro viaje, pero creo que estaría encantado de que un día de estos te comprometieras a ponerte al frente del negocio a tu regreso.

—¿Y Harthaven? El otro día mi padre dio a entender que le gustaría dejarlo en mis manos.

Cerynise sonrió, cogió la mano de Beau y se puso los nudillos en la mejilla con un gesto lleno de ternura.

—¿Crees de veras que si tu padre renunciara a la administración de Harthaven sabría en qué ocuparse? A mi juicio, llevar la plantación es para él como un elixir de juventud, tanto como lo es tu madre. Puede que un día lleguen a ser tuyas las tierras, pero no creo que tengas motivos para temer que tu padre se tome a mal que te conviertas en socio del tío Jeff. De los dos, quien más te necesita es tu tío. Clay tiene claro que no le interesa dirigir la compañía de su padre, y desde que entraste tú en ella Jeff ha gozado de más tiempo libre.

—Me está gustando trabajar cerca de casa —confesó Beau—, y no cabe duda de que vivir en Harthaven sería un engorro, siendo papá y yo tan parecidos. Reconozco haber disfrutado de mi empleo hasta el punto de querer retomarlo al final del viaje. Durante las próximas semanas lo discutiré más a fondo con el tío Jeff; pero ahora conviene que me marche o llegaré con retraso.

Tras saborear un beso de labios de Cerynise, Beau acarició con ternura la cabecita negra que descansaba en el pecho de la joven. Después guiñó afectuosamente el ojo a su esposa y se despidió diciendo:

—Os quiero.