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CERYNISE buscó un refugio umbrío contra el omnipresente fulgor. Era una luz de intensidad cegadora, que hacía trizas aquella especie de neblina en que tenía la sensación de estar envuelta. Cerró los ojos e intentó devolver el resplandor a las profundidades del averno, pues se trataba sin duda de un suplicio de origen infernal. Por desgracia, los párpados no lograron mitigar su intensidad. Al final Cerynise no tuvo más remedio que separar sus sedosas pestañas y asomar una mirada prudente, descubriendo que el culpable era el sol de la mañana, que entraba por alguna ventana situada detrás y se reflejaba al fondo de la habitación en un espejo oval fijado a un pajecillo de afeitar. De haber sido de acero los brillantes rayos que bañaban su rostro, podrían haberle atravesado el cerebro.

En torno al aura luminosa de contorno oval, vagas formas guardaban un silencio pensativo, oscuras y altivas en su frío desapego. Algunas excedían con mucho la altura y el volumen propios de una persona, pero de nada servían a Cerynise sus esfuerzos por prestar rostro y cuerpo a otras que por sus dimensiones sí lo aparentaban. ¿O eran imaginaciones suyas que creyera no estar del todo a solas?

Se dio cuenta, no sin alivio, de que el malestar había remitido. Estaba arrebujada cálidamente en una cama, cubierta por sábanas que olían a limpias y un edredón de plumas, con el pelo seco y algunos mechones ondulados sobre el rostro. Ya no le dolían de frío los dedos del pie. Sólo la penetrante claridad que le atravesaba los párpados con insistencia impedía que siguiera sumida en un plácido sueño.

Se volvió para zafar de la molesta luz, emitiendo un suave suspiro por sus labios entreabiertos. El cojín de plumón de oca que sustentaba su cabeza era algo más firme de lo que estaba acostumbrada. Lo golpeó con el puño para otorgarle mayor comodidad, liberando un olor extrañamente masculino que estimuló sus sentidos como una cálida caricia. Frotó con su nariz la mullida superficie, extrayendo a propósito fugaces efluvios del mismo aroma, y, siguiendo un impulso quijotesco de su imaginación, se humedeció lánguidamente los labios, curvados en una sonrisa de deleite por las diversas fantasías que cruzaban por su mente. Se entretuvo en placenteras tabulaciones, viéndose raptada ora por un apuesto sultán (quien, tras apoderarse de ella, dispersaba su harén por los cuatro puntos cardinales y se declaraba cautivo de su amor), ora por un pirata, apuesto asimismo y lo suficientemente audaz para llevársela a su barco (donde le prometía poner el mundo a sus pies).

Una ligera oscilación de la cama, acompañada por un leve crujido similar al de los mástiles de un barco, hizo que Cerynise abriera los ojos y se diera cuenta, sobresaltada, de no estar en tierra firme. La pared de madera cuya visión la sorprendió al incorporarse parecía más próxima de lo normal. Extendió el brazo para tocarla, procurando ajustaría a los cánones habituales, pero en el momento de rozar con sus dedos las finas molduras notó de nuevo que cuanto la rodeaba sufría un movimiento de vaivén ajeno a cuanto había sido norma hasta entonces en su vida. Se llevó la mano a la boca, sofocando una exclamación más mental que física. No cabía duda, concluyó, de que se hallaba a bordo de un barco, pero ¿quién estaba al mando?

Percibió un sonido, y al prestar atención vio acrecentada su inquietud. Oyó a sus espaldas un leve ruido de fricción, como el de una pluma sobre pergamino.

En respuesta a la angustia que invadía su mente, se llevó una mano al cuello y abrió los ojos de par en par, reparando en que la esbelta columna ya no estaba cubierta por volantes almidonados. Sobresaltada, pasó una mano por debajo del edredón de plumas y la sábana que cubrían su cuerpo. Sus dedos se deslizaron prestamente hacia abajo, investigando la naturaleza de su atavío, y rozaron un pecho desnudo. Prosiguió su examen y halló, con creciente sorpresa, que sus caderas y muslos presentaban el mismo estado de desnudez.

Presa del pánico, se subió las sábanas hasta la barbilla y se incorporó en el lecho para huir del reflejo solar, mientras, segura ya de la presencia de otra persona en el camarote, trataba de localizarla. En esos instantes poco le importaba que fuera pirata o sultán. ¡Era sin duda un bellaco por haberla desnudado! ¡A saber a qué otras vejaciones la había sometido!

Lo vio de inmediato. Estaba sentado frente a un escritorio, pluma en mano, haciendo anotaciones en un libro de contabilidad que tenía abierto ante sí. Oyendo moverse a la joven, el hombre apartó la mirada del volumen y volcó en ella toda su atención. Cerynise vio dos ojos azules como zafiros en un rostro atezado por el sol. El negro pelo del hombre era propenso a suaves ondulaciones. Su longitud era la justa para rozar el cuello abierto de una camisa que deslumbraba por su blancura.

—Me alegra comprobar que seguís viva. —Su voz era grave, llena de calidez y buen humor—. Vuestro sueño era tan profundo que empezaba a dudar de que despertarais. Habéis dormido toda la noche y buena parte de la mañana.

—¿Dónde está mi ropa?

Cerynise formuló la pregunta con atropello, horrorizada por las pruebas que tenía en torno a sí.

—Estabais gravemente resfriada, Cerynise, y vuestra ropa se había mojado demasiado para dejárosla puesta. Hice que mi grumete lavara y secara vuestras prendas íntimas, pero temo que vuestro vestido no tenga arreglo.

Mil dudas asaltaron la mente de Cerynise. Aquel individuo la había llamado por su nombre, siendo como era un desconocido.

—¿Os conozco acaso?

Una sonrisa curvó los labios del hombre, que depositó la pluma sobre el libro de cuentas y se levantó de su silla. Cerynise retrocedió con cautela hasta apoyar la espalda contra la pared, pero el hombre avanzó con una chispa de regocijo en su mirada. Apoyando una mano en la parte superior del lecho, se inclinó un poco y alargó el brazo para palpar una trenza larga y sedosa que se había posado en el edredón.

—Moon me ha proporcionado información acerca de vuestro padre, pero no he conocido en mi vida más que a una persona con este color de cabello. Era una chiquilla que asistía a veces a las lecciones de su padre, tomando notas como si los demás alumnos no la aventajaran en edad ni conocimientos. Cuando le pellizcaba la nariz solía sacarme la lengua y acusarme de travieso impenitente, y sin embargo parecía inclinada a seguir mis pasos siempre que le era posible...

Cerynise reflexionó. Sólo uno de los alumnos de su padre había merecido de su parte tanta devoción. Aquel joven había abandonado Charleston a la edad de dieciséis años para buscar su porvenir en el mar, pero siempre que recalaba en el puerto de su ciudad natal lo hacía cargado de regalos para la niña, regalos que le entregaba durante las visitas a su ex maestro (y padre de la agasajada).

—¿Beau?

—El mismo. —El capitán Beauregard Birmingham dio un paso atrás, entrechocó los tacones y se llevó el brazo a la altura del pecho, dibujando una elegante floritura—. Es un placer volver a veros, Cerynise.

—Habéis cambiado —declaró ella, impresionada. Y por cierto que estaba hecho todo un hombre, mucho más apuesto que como lo imaginara de adulto en otros tiempos. Era más alto, más robusto, con unos hombros cuya anchura prestaba a su cintura estrechez comparable a la de una mujer. Se ajustaba en todo a la dignidad principesca de que lo había investido Cerynise en la época en que lo seguía a todas partes, anhelando una mirada, una sonrisa o un guiño, cualquier señal de reconocimiento que la afianzara en la convicción de que estaba tan cautivado por ella como ella por él.

—Vos también —murmuró Beau con una media sonrisa y observando a la joven con un destello en sus ojos azules—. Os habéis hecho toda una mujer, Cerynise... Una mujer hermosísima.

Ella sintió calor en la nuca. La insinuación no había sido traducida en palabras, pero ahí estaba.

—¿Qui-quién me ha desvestido?

Beau ni siquiera parpadeó.

—Habría sido una falta a mi deber de capitán dejar ese servicio en manos de un miembro de la tripulación; y, puesto que en otra época fui vuestro protector cuando os molestaban otros niños, no podía permitir que os sucediera algún percance en estas nuevas circunstancias.

Cerynise gimió, horrorizada.

—Por favor, decidme que teníais los ojos cerrados.

Beau sostuvo su mirada con una sonrisa divertida, y quedó fascinado por los ojos de Cerynise en el breve instante en que se posó en ellos un rayo de luz reflejado en el espejo. Se asemejaban entonces a cristales verdes, pero la experiencia de años pasados enseñaba a Beau que su color estaba sujeto a modificaciones, según la luz o el color del vestido. Tuvo que hacer un esfuerzo para no distraerse. Sabía lo agitada que estaba la joven, y buscó una manera de atenuar su turbación.

—Si eso os ayuda a sentiros mejor... Cerynise clavó en él una mirada acusadora.

—¿Vais a mentirme, Beau Birmingham?

Beau se llevó los nudillos a la boca para contener la risa, pero no la sonrisa.

—Me preocupaba exclusivamente vuestro estado de salud, Cerynise —aseguró, esforzándose por mostrar un semblante cortés—. Casi estabais helada, y temía por vuestra vida. Era necesario haceros entrar en calor, y vestida habría sido difícil. Vuestra ropa estaba empapada. Creedme, no soy ningún libertino...

Cerynise gimió, humillada en lo más hondo.

—¡Tampoco sois ciego!

—No, no lo soy —reconoció él con una risita—. En otras circunstancias me habría complacido el espectáculo de vuestra perfección, pero estaba sumamente inquieto por vuestro bienestar.

Demorado hacía años en Rusia por una tormenta de nieve, Beau conocía de primera mano los estragos que podía infligir el frío en personas desprevenidas, estragos que llegaban a veces hasta la muerte. No obstante, se abstuvo de mencionar que, tras despojar a la joven de sus prendas, la había depositado en una tina de agua muy caliente y había dejado que el calor ejerciera sus benéficos efectos mientras trataba de introducir entre sus labios azules unas cucharadas de brandy. Concluido el intento con más pena que gloria, la había llevado a su litera y secado su cuerpo con una toalla, antes de envolverla con una manta y abrazarla para que entrara en calor. Cerynise no habría entendido los sentimientos que se habían apoderado de él cuando, una vez pasado el peligro, la había estrechado contra el pecho. Hasta algo tan simple como sentir en el cuello la respiración de la joven había producido efectos sorprendentes, llevándolo a darse cuenta de que si iban juntos hasta Charleston no podría responder de sí mismo. Era una mujer demasiado tentadora para un hombre cuya máxima ocupación había sido hasta entonces convencer a las autoridades pertinentes de que su inquieto deambular de puerto en puerto no infringía ninguna de sus estúpidas normas. Quizá una o dos horas en brazos de una prostituta bien provista de encantos hubiera contribuido en mucho a calmar su viril desasosiego. En todo caso le habría facilitado hallarse en proximidad de aquella muchacha.

Cerynise volvió la cara hacia la pared, dejando flotar entre ellos un largo silencio. Pese a la existencia de sólidos argumentos en apoyo de la propiedad de los actos de Beau, no dejaba de sentirse mortificada por la idea de haber sido objeto de tan audaces manipulaciones.

—¿Os apetece algo de comer? —preguntó Beau, cambiando sabiamente de tema—. Tenía ganas de que despertarais, para poder cenar juntos y acaso conversar. La última vez que os vi fue en el funeral de vuestros padres, poco después de regresar de un viaje. Casi no me di cuenta de que la señora Winthrop se os llevaba en su carruaje. Ni siquiera tuve ocasión de daros el pésame. Después me dijo vuestro tío que teníais prisa por llegar a un barco con destino a Inglaterra. —Hizo una pausa—. Anoche, Moon me informó de que los herederos de la viuda Winthrop os habían puesto de patitas en la calle y deseabais regresar a Charleston. Que teníais esperanzas de que os llevara yo.

Cerynise volvió a mirarlo, ansiosa por conocer su respuesta.

—¿Lo haréis?

Beau suspiró, consciente de que no se atrevía. Una vez comprobada la hermosura de Cerynise, convertida en toda una mujer, hallaba difícil tratarla con la cortesía que habría esperado de él su madre, la señora Birmingham. Deseó poder verla todavía como aquella chiquilla flaca y de lengua aguzada, tanto como su inteligencia, pero, tras haberla contemplado de cuerpo entero, ya no sería capaz de revivir aquella imagen. Ahora era una dama, y las consecuencias de coquetear en su barco con mujeres inocentes y encantadoras podían afectar la vida de Beau de modo permanente. Como mínimo se armaría una escena de armas tomar cuando llegara a casa.

—Este es un barco mercante, Cerynise. No está en condiciones de llevar pasajeros. —No podía decirse que mintiera, puesto que los camarotes habían sido llenados hasta el techo con el valioso cargamento que transportaba el Audaz—. De todos modos haré lo necesario para que el capitán Sullivan os lleve a casa sana y salva a bordo del Espejismo. Zarpará antes de finalizar esta semana. Es probable que yo parta un poco antes. Hasta entonces os doy permiso para quedaros y disponer de mi camarote.

Una sombra de desilusión oscureció el brote de esperanza que había nacido en Cerynise.

—Quise explicarle al capitán Sullivan que el tío Sterling satisfaría el pasaje a mi llegada —murmuró con desaliento—, pero dijo que su compañía le exigiría cuentas del pago.

—No debéis preocuparos por el dinero —la tranquilizó él—. Ya he indicado a Moon que haga todos los trámites necesarios. Estoy seguro de que bajo su vigilancia no tendréis nada que temer. Cuando pone en alguien su lealtad es un hombre tenaz como pocos. Lo sé desde que navegamos juntos, años atrás. —Miró a Cerynise con la cabeza ladeada—. Me ha parecido entender que se considera vuestro paladín. Cuando os vio desmayada se volvió loco de preocupación.

—Sin él no habría llegado tan lejos —reconoció ella. Beau se aproximó a uno de los dos armarios empotrados al otro lado de la litera y extrajo una bata de hombre. Después de colgársela del antebrazo, se detuvo junto a una silla y recogió una pila de ropa doblada. Cerynise reconoció la ropa interior que había llevado puesta debajo del vestido, pero ya a primera vista se dio cuenta de que tenía muchas manchas oscuras.

—¿Qué le ha pasado a mi ropa?

—Temo que la lluvia destiñó vuestro vestido —contesto Beau, tendiéndole las prendas íntimas—. Ningún miembro de la tripulación del Audaz sabía cómo blanquear piezas con tantos volantes.

—¿Y mi vestido? ¿Dónde está?

—Hasta hace unos momentos el terciopelo seguía húmedo, pero aunque se seque dudo que lo encontréis de utilidad. —Advirtiendo el desconcierto de Cerynise, se encogió de hombros—. Quizá para una niña...

—¿Queréis decir que se ha encogido?

—Exactamente. —Beau pasó el dorso de la mano por la bata que llevaba doblada—. De momento no puedo ofreceros nada mejor para sustituirlo. Esta tarde procuraré encontrar algo más convencional, y quizá mañana tenga tiempo de compraros un vestido. Mientras os cubrís informaré al cocinero de que nos gustaría comer algo.

Dicho lo cual salió del camarote, concediendo a su huésped la intimidad necesaria para organizar sus dispersas ideas. Consciente, de pronto, de estar ocupando los dominios de un hombre de quien había estado prendada desde la infancia, Cerynise se levantó de la litera y miró alrededor con un sentimiento reverencial, al tiempo que se ponía la holgada bata. Le llamó la atención un leve olor a colonia de hombre, que le inspiró imágenes de Beauregard Birmingham. El aroma era sutil, pero estimulaba al mismo tiempo de manera peculiar sus sentidos de mujer. Por cierto que era extraño sentirse presa de tan intensas emociones por la presencia de alguien a quien no había visto desde el funeral de sus padres. En aquel entonces, temerosa de no verlo más, se había vuelto a mirarlo por las ventanillas del carruaje. Ya entonces la aparición del joven marino, acaecida tras larga ausencia, había sido un suceso muy digno de nota; Cerynise, en todo caso, había permanecido absorta en su figura hasta perderla de vista, y desde entonces había lamentado profundamente que la llegada del joven no se hubiera producido con suficiente antelación para intercambiar unas palabras. Ahora, en la plenitud de sus fuerzas viriles, Beau presentaba un aspecto espléndido.

Una sonrisa cruzó los labios de Cerynise. Se sentía embargada por un gozo desacostumbrado. Examinó con ojos encendidos el buen gusto de los muebles y adornos, que contribuía al encanto masculino del conjunto. El camarote se asemejaba a su dueño: bello, lustroso, distinguido, y abierto al mismo tiempo al mundo y sus aventuras, como el ventanal de la galería de popa, dividido en cuadrícula. El macizo escritorio de caoba, cuya superficie estaba forrada de piel, era el mueble con mayor prestancia de la habitación. Beau, sentado ante él, imponía respeto. Por unos instantes se arrellanó en la silla de cuero y descubrió con sorpresa que sólo llegaba al suelo con la punta de los pies. La estatura de Beau, juzgada desde la perspectiva de la litera, parecía haber igualado cuando menos la de su padre, a quien Cerynise recordaba superando como mínimo en una cabeza a casi todas las mujeres de Charleston, así como a buena parte de los hombres.

Movida por la curiosidad, leyó los títulos de los libros alineados tras el cristal de dos vitrinas, una a cada lado de las ventanas, y la sorprendió hallar una excelente colección de biografías, libros de poemas y novelas, mezclados con otros volúmenes sobre el arte de navegar. Se dibujó en sus labios una sonrisa, y sacudió la cabeza con admiración. Lo que en los años de estudiante de Beau pasara por indiferencia hacia la literatura clásica había sido a todas luces un astuto recurso para relacionarse con sus compañeros varones, convencidos acaso de que tales aficiones eran muestra de debilidad en el género masculino, a pesar del hecho de que Beau siempre hubiera montado a caballo, nadado y corrido mejor que todos ellos. Por lo visto el padre de Cerynise había acertado en su firme convicción de que aquel muchacho era infinitamente más perspicaz de lo que se molestaba en demostrar.

Al fondo del camarote una linterna colgaba encima de una mesa con cuatro sillas. Se veían asimismo varios arcenes dispersos por el suelo, custodios sin duda de las pertenencias del capitán. El pajecillo de afeitar, donde antes se había reflejado el sol, estaba situado junto a un panel corredizo. Como estaba un poco abierto, Cerynise vio que dentro, casi oculta en un rincón, había una tina ovalada colgada de un gancho. Se aproximó sonriente, imaginando a aquel hombre de piernas tan largas intentando bañarse en tan exiguo receptáculo. A continuación posó la vista en una larga hebra de pelo cobrizo que se había quedado pegada al borde. Ahogó un grito de horror, porque estaba segura de que era suyo.

—¿Me ha... bañado? —susurró con asombro, a un paso de entender lo sucedido—. ¡Dios mío, me ha bañado! ¡Me ha bañado!

La idea de que Beauregard Birmingham se hubiera tomado con ella tales libertades tiñó sus mejillas de un rojo intenso. Tenía ganas de gemir y llorar para librarse del bochorno avasallador que invadía su cuerpo de pies a cabeza.

Abriendo la bata, contempló su desnudez como si nunca la hubiera visto; y a decir verdad la sentía como algo ajeno, una vez informada de que Beau también la había tenido ante sus ojos. Sus pechos eran turgentes y sonrosados; su cintura esbelta; sus caderas y muslos, tersos y prietos. De haber estado casada con Beau le habría mostrado gustosa cuanto tenía que ofrecer a la vista; sin embargo, tratándose de la persona cuyo recuerdo nunca había dejado de acelerar el pulso a Cerynise, esta no podía sino preguntarse en qué había pensado en el momento de bañarla. Se dijo para tranquilizarse que lo había hecho exclusivamente por su bien. Bien, pero ¿se había producido en el transcurso del incidente algo que Beau pudiera querer ocultarle? ¿Sería ese el motivo de que no hubiera hecho comentarios sobre el baño? ¿O acaso su único propósito había sido ahorrarle la angustia de una humillación, la que sufría ahora?

Descartó la idea de ponerse corsé, pero se apresuró a cubrirse con el resto de su ropa interior. Después se puso la bata y dobló las mangas para solucionar su excesiva longitud, procurando no imaginar los dedos largos y finos de Beau tropezando con los minúsculos botones que sujetaban su justillo entre los pechos. Cabía esperar que siendo hombre hubiera tenido dificultades con algo tan pequeño. ¿O había permanecido indiferente a su desnudez, ejecutando su caritativa operación sin demorarse en el hecho de que ya fuera mujer?

Se puso delante del espejito del pajecillo de afeitar y, olvidada de momento toda otra consideración, procedió a lavarse los dientes con el dedo índice y una pequeña cantidad de sal que había encontrado en una caja de plata firmemente sujeta a una ranura de la mesa. Se peinó con la mano, desenredándose el pelo casi por completo, y para atarlo arrancó una tira de encaje del borde de sus enaguas. Juzgándose pálida, se pellizcó las mejillas y se mordió los labios para aumentar su colorido. Mientras observaba los resultados, cayó en la cuenta de que nunca se había preocupado tanto por su aspecto las veces en que se le había planteado la posibilidad de cruzarse con alguno de los tres galantes mozos que, tras tomar buena nota de sus habituales paseos por Hyde Park, habían adoptado por costumbre aguardar su paso en algún punto del recorrido con la esperanza de conseguir ser presentados por la anciana tutora. Lydia, no obstante, había obtenido un placer malévolo de frustrar sus pretensiones, decidida como estaba a que su protegida se convirtiera en una artista famosa, o se casara cuando menos con un aristócrata. Sonaron golpes suaves en la puerta.

—¿Estáis visible, Cerynise? —dijo Beau al otro lado—. ¿Puedo entrar?

—Sí, por supuesto —se apresuró a contestar ella, asegurándose de llevar bien cerrado el cuello de su bata.

En aquellos momentos, pensó, todo intento de proteger su pudor era como cerrar el vallado posteriormente a la huida de las ovejas. De poco servía, toda vez que Beau la había visto sin ninguna prenda encima.

Después de entrar, Beau sostuvo la puerta para dejar paso a un enérgico hombrecillo de pelo negro, brillantes ojos del mismo color y un bigote negro curvado sobre el labio como arco de querube. Los rizados extremos se movieron hacia arriba por efecto de una sonrisa jovial.

—La señorita está a punto de degustar la mejor cocina que ha probado en su vida. Philippe la ha preparado especialmente para ella... —declaró el hombre, y se quedó sorprendido por la visión de la joven. Sus labios formaron una sonrisa de homenaje a la hermosura de Cerynise, y se llevó la mano al pecho a guisa de disculpa—. Mademoiselle, debéis perdonar a le capitaine por no habernos presentado. Soy Philippe Monet, chef de cuisine del capitaine Birmingham. —Hizo un elegante gesto con las manos, significando a Cerynise que no se molestara en presentarse—. Y vos sois mademoiselle Kendall, quien, según ha olvidado decir le capitaine, es la mayor belleza del globo terráqueo.

Ella acogió de buen grado y con una risa alegre la desenfadada expresividad del pequeño y nervudo individuo, pero al fijarse en Beau, cuyo entrecejo presentaba una pequeña arruga, tuvo la clara impresión de que el cocinero lo había irritado. Desconocía el motivo. ¿Estaba molesto por que le criticaran no haber sabido realizar las presentaciones de rigor? ¿Veía acaso con malos ojos que delante de una huésped su cocinero se estuviera deshaciendo en tan encendidos elogios?

No sabiendo hallar explicación al descontento de Beau, miró al cocinero y contestó gentilmente:

—Enchanté de faire votre connaissance, monsieur Monet.

El bigote de Monet no pudo contener un movimiento de gozo por oír hablar con tal elegancia su idioma nativo. Se notaba enseguida que la joven dama había aprendido a pronunciar divinamente las palabras por obra de un francés con dominio de su lengua materna. Philippe, entusiasmado, dio rienda suelta a una fluida retahila de vocablos franceses, pero Beau tardó muy poco en contener su verbosidad a mano alzada.

—¡Por favor! Conversad en inglés para los pobres desgraciados que no dominamos varios idiomas.

—Excusez-moi, capitaine... —empezó a decir el cocinero.

—¡Philippe, haz el favor! —lo reprendió Beau con impaciencia, claramente fruncido ya el entrecejo.

—Perdonad, capitaine —se disculpó humildemente el menudo francés—. Temo haber perdido el control al contestarme mademoiselle en mi propio idioma.

—Contente si puedes —lo instó Beau con sequedad—. Sé que la señorita Kendall es hermosa, Philippe, pero es mi huésped, y preferiría que no la violentaras con tu ardor.

—Oh, capitaine, en mi vida desearía tal cosa —declaró Philippe, retorciéndose las manos con inquietud y mirando a Cerynise.

—En ese caso, ¿te importaría servirnos la comida antes de que esté demasiado fría? —pidió Beau con tono cortante, sin darle tiempo a embarcarse en nuevas y prolijas disculpas.

—Por supuesto, capitaine.

Algo sonrojado por la riña de su capitán, Philippe se despidió con una reverencia y dio rápidas palmadas.

Sin mayor dilación, un muchacho pecoso que había estado aguardando al otro lado del umbral entró en el camarote con una bandeja grande de comida. Cuando vio a Cerynise se abstuvo de mostrar el mismo júbilo que el cocinero, pero se detuvo a medio camino, incapaz de pronunciar palabra alguna. Se quedó mirando a la joven con ojos desorbitados y boca cada vez más abierta.

—Te presento a Billy Todd —anunció Beau, que ya tenía bastante con que le echaran en cara su falta de modales una vez al día—. Es mi grumete, un buen chico que suele cumplir con sus obligaciones. —Puso una mano en la nuca del muchacho—. Al menos cuando se acuerda de mantener los ojos en la cara y la barbilla más alta que los hombros.

Las mejillas de Billy se sonrojaron.

—Disculpad, señor, señorita... señora... mmm...

—Con señorita basta —lo informó Beau sin rodeos. Nunca había visto a los miembros de su tripulación tan afectados por una cara bonita. Recordó entonces que tampoco su actitud había sido precisamente fría al sostener en brazos a la joven—. Y ahora deja la bandeja, Billy, no vaya a caérsete algo.

—Sí, señor —contestó el grumete.

Philippe le prestó ayuda, y en breves instantes la pequeña mesa estaba cubierta de sabrosos manjares: salmón ahumado, crepés con caviar, cintas de verdura ligeramente salteadas con mantequilla y limón y, por último, un suflé de lima sobre base de hielo. Esto último era algo poco común en viajes por mar, pero el Audaz había vuelto de Rusia con un pequeño cargamento de hielo embalado con serrín. Cocinero y grumete no tardaron en retirarse, dejando a Cerynise a cargo de Beau, que se sentó en una silla a su izquierda.

—Para ser un hombre que viaja por vastos océanos, capitán, parece que disfrutáis de los mayores placeres de la vida —comentó Cerynise, observando la elegante presentación de los platos.

—No hace falta que seáis tan formal —la regañó él con una sonrisa, mirándola a los ojos fugazmente—. Que yo recuerde siempre me habéis llamado Beau. Os doy permiso para seguir haciéndolo.

En aquel preciso instante, ella se convenció de que en el mundo no existían ojos más azules que aquellos. Una vez, de niña, se había quedado mirando los ojos de su madre, pensando en lo hermosos que eran. Más tarde se había dado cuenta de que tenían el mismo color que los de Beau. Absorta en las oscuras y traslúcidas profundidades de quien era ya capitán de su propio barco, no tuvo dificultad en imaginar que una mujer sufriera un arrebato de admiración sin siquiera mediar palabra.

Sacudiéndose el embrujo a que sin saberlo la sometía Beau, se reprendió por su azoramiento, digno de una colegiala.

—Moon dijo algo de que habíais viajado a Rusia.

—De ahí proviene parte de esta comida.

—Debió de ser toda una lejana aventura.

—No tanto como quizá supongáis, Cerynise. De hecho, queda en breve excursión si lo comparamos con dar la vuelta al cabo de Hornos en una travesía hasta China; y hasta eso se abreviará una vez perfeccionadas las embarcaciones que están empezando a construirse. Clíperes, las llaman, y a fe que son hermosas. El mayor tamaño de su aparejo les permite llevar un velamen más ancho, y con sus cascos afilados como cuchillas, cortarán los mares a enorme velocidad.

—Parece que estéis casado con el mar —repuso Cerynise, no sin cierta melancolía.

—No lo creáis. Tengo los mismos deseos de formar un hogar que cualquier hombre, pero no he encontrado todavía a una mujer capaz de robar al mar mi corazón. Quizá en diez años esté dispuesto a abandonar mi profesión de navegante; dudo, en todo caso, que suceda a corto plazo.

—Robar vuestro corazón me parece tarea difícil para cualquier mujer —señaló ella. Aprovechando una pausa en la conversación, probó una crepé. La encontró tan deliciosa que olvidó enseguida lo que estaban diciendo, y de puro deleite puso los ojos en blanco—. ¡Beau, estas crepés son una maravilla! De veras, nunca he probado nada tan divino.

Una pequeña risa precedió la respuesta de Beau.

—Diría que es por el caviar, si no conociera el talento de cierto cocinero a mi servicio. Philippe es tan diestro en su profesión que tengo miedo de que un día u otro día alguien le prometa un reino a cambio de que cocine para él. Lleva tres años conmigo, y cuando estamos en casa se pone al frente de mi cocina de Charleston.

—¿Tenéis casa en Charleston? —inquirió Cerynise con sorpresa—. Con tan largas ausencias, creía que habríais hallado más sencillo alojaros en casa de vuestros padres.

—Aprecio demasiado mi intimidad para pernoctar en Harthaven cada vez que anclo el barco en mi puerto natal —explicó Beau, dirigiendo a Cerynise otra sonrisa, al tiempo que despiezaba un trozo de salmón con el tenedor—. Además, cuando mi padre y yo llevamos cierto tiempo en la misma casa empezamos a actuar como dos caballos sementales que comparten cercado.

La idea de los varones de la familia Birmingham bufando y piafando en el interior de una casa provocó agudas risas a Cerynise. Su hilaridad fue tal que se le atragantó un trozo de crepé. Se puso a toser, tratando de expulsarlo.

—Buena la he hecho —declaró Beau, poniéndose en pie. Cogió la mano de Cerynise y se le acercó por detrás, pidiéndole que se levantara. Después, para sorpresa de la joven, pasó ambos brazos por su esbelta cintura—. Ahora doblaos hasta donde podáis, y procurad relajaros y expulsar lo que se os ha atragantado.

Mientras Beau le estrechaba la caja torácica con fuertes y rápidas sacudidas, ella dejó colgar de sus musculosos antebrazos la parte superior del torso, pensando que nunca había estado en una postura tan indigna. Tenía la sensación de ser el torpe ganso con que de niña la habían comparado algunos muchachos. La larga bata dificultaba todavía más sus movimientos. En un intento de mantener la espalda a distancia decorosa del capitán se le enredaron los pies en el faldón, se tambaleó hacia atrás y cayó literalmente en el regazo de Beau, que había doblado las rodillas para sujetarla. Durante unos instantes se sintió segura en el firme abrazo de Beau, pero nada más zafarse del cerco de sus manos y tratar de recuperar el equilibrio volvió a tropezar con la bata y salió despedida, esta vez en sentido lateral. Beau tendió el brazo para sostenerla, pero el esfuerzo de devolverle la verticalidad hizo que perdiera el equilibrio. En breves segundos quedaron ambos de espaldas, Beau en el suelo y ella encima de él.

La sorpresa hizo que Cerynise dejara escapar con fuerza el aire de sus pulmones, y la impertinente partícula se desprendió de su garganta. A pesar del alivio, dudó que existiera remedio contra la vergüenza a que la había sometido su torpeza. Trató de incorporarse, ruborizada. No pensaba más que en salir airosa de aquel trance, porque estaba convencida de que a esas alturas Beau le atribuiría una seria propensión a las calamidades, y no quería apuntalar sus sospechas con nuevos argumentos. En sus esfuerzos por levantarse, se dio cuenta demasiado tarde de estar sentada entre las caderas de Beau. Notando entre sus nalgas una presión que crecía por momentos, abrió los ojos desmesuradamente. Un lecho de brasas habría surtido el mismo efecto. Al fin de pie, dio la espalda voluntariamente al hombre que había sostenido su peso al caer, y fingió alisarse la díscola bata para tener tiempo de que se le enfriaran las mejillas.

Beau se levantó. Hacía tiempo que se daba cuenta de que precisaba una mujer en su cama, pero sólo la llegada de Cerynise Kendall a su barco le había hecho ver hasta qué punto era apremiante dicha necesidad. El hecho de sentir en su regazo la blanda presión de sus formas femeninas había encendido una mecha cuyo potencial explosivo se había mostrado insensible a todo esfuerzo de lógica y frialdad. El hecho de que deseara intensamente poseerla sin más demora era motivo suficiente para acelerar su traslado al Espejismo. Poco importaba que la recordara como una niña que no se cansaba de seguirlo. Ahora era toda una mujer, y demasiado bella para su tranquilidad de espíritu. Con ella cerca no podía estar seguro de sus reacciones, por grande que fuera el respeto que le hubieran merecido sus padres.

Recobró el aplomo a base de tenacidad, y al poco estuvo en situación de dominar sus acuciantes deseos. Volvió a la mesa y se sentó. Entonces se dio cuenta de que las mejillas de su acompañante estaban más encendidas que las suyas, y no se le escapó el motivo. Ignoraba qué había podido aprender Cerynise de los hombres en la estéril y rígida compañía de una viuda entrada en años, pero imaginó que en ese campo sus conocimientos dejarían que desear. La situación, sin embargo, amenazaba con modificarse si permanecía mucho tiempo en el barco. Cerynise no tardaría en darse cuenta de que su anfitrión no era de piedra. Beau imaginó su relación convertida en una simple prueba de resistencia, en que uno de los dos, inevitablemente, acabaría cediendo a la presión.

El silencio prevaleció durante el resto del desayuno. Beau, que acababa de sentir en carne viva la intensidad de sus deseos, ya no tenía mucha hambre de comida. Difícilmente podía llevarse a la cama a su invitada, por deleitosa que hubiera sido la experiencia con tan lozana compañía. Tampoco podía apartarla de su ansiosa vista sin proporcionarle atuendo decente. La única opción que le quedaba era abandonar el barco. Quizá disponiendo de tiempo pudiera buscar a una moza dispuesta a satisfacer sus deseos viriles. Sólo entonces podría portarse como un caballero en presencia de aquella.

Por la tarde, Billy Todd llamó a la puerta del camarote de su capitán.

—¿Estáis despierta, señorita? —dijo desde el otro lado.

—Sí, Billy. Un momento, por favor. —Cerynise se ciñó la bata al cuello y, recogiéndose el largo faldón, fue a abrir. Saludó al muchacho con una sonrisa—. ¿Qué quieres, Billy?

El grumete le tendió unas prendas.

—Disculpad, señorita, pero el capitán ha dicho que os hacía falta algo que poneros, y como soy el más pequeño de la tripulación me ha pedido que compartiese mi ropa por un tiempo. —Leyendo consternación en la mirada de Cerynise, se apresuró a añadir—: No me toméis por un atrevido, señorita. El capitán ha dicho que quizá os hiciera falta algo más que su bata, porque siendo tan larga... —Su mirada descendió hasta el faldón, pero la inspección finalizó de forma repentina al reparar en los pies desnudos y los finos tobillos que Cerynise había dejado a la vista por sostener la prenda con las manos. Las pecosas mejillas del grumete se pusieron coloradas. Turbado, dejó la ropa en manos de la joven—. Está limpia, señorita. La he lavado yo mismo.

—No tengo la menor duda, Billy —le aseguró ella, bastante menos convencida de que fuera decoroso para una mujer ponerse ropa de chico—. Y tu oferta es muy amable, pero no quisiera importunarte.

La adoración que se adueñó brevemente del rostro de Billy mostró que estaba dispuesto a mucho más con sólo pedírselo.

—Cogedlas, señorita, por favor, o el capitán pensará que no os las he ofrecido.

Cerynise sonrió, alegrando el semblante del muchacho.

—En ese caso será mejor que las acepte. No me gustaría que tuvieras problemas por mi culpa.

—Si necesitáis algo más, señorita, pedídmelo enseguida. —Sonrojándose todavía más, Billy añadió—: Estaré encantado de cumplir vuestros deseos.

—Gracias, Billy. Si se me ocurre algo más te lo diré —contestó Cerynise, pasando directamente a la cuestión de si tendría tiempo de probarse las prendas antes de que regresara Beau—. ¿Estará el capitán mucho más tiempo en cubierta?

—No, señorita. El capitán ha salido hará una hora a visitar a unos amigos, pero me mandó deciros que volvería a tiempo de cenar con vos. Os pide que hasta entonces os quedéis en el camarote, si no os molesta... —Advirtiendo que Cerynise estaba pendiente de sus palabras, Billy se encogió ligeramente de hombros y explicó—: Si salís a cubierta puede que los hombres se queden embobados y se olviden de su trabajo.

—¿Eso te pidió el capitán que me dijeras? —inquirió ella, sorprendida.

Él hizo una mueca, como si de pronto estuviera avergonzado y no supiera muy bien qué contestar.

—Pues... Quizá la última parte no fuera para decírosla. No le diréis que os lo he comentado, ¿verdad?

Cerynise negó con la cabeza y sonrió.

—No, Billy. Será nuestro secreto. El grumete suspiró de alivio.

—Nunca hemos tenido a bordo a ninguna mujer más de un par de horas, señorita, de modo que no os sorprendáis de que nuestros modales sean algo bruscos.

—Si los demás marineros son tan galantes como tú, Billy, tendré por cierto que el Audaz es tripulado por auténticos caballeros.

Su sonrisa se hizo más cálida, dando color a las mejillas de Billy y jovialidad a su expresión. Supuso que aquel muchacho sólo tendría unos años menos que ella, y, si bien la vida en el mar era en ocasiones muy adversa a los más jóvenes, saltaba a la vista que a Billy le era propicia. Era un chico delgado y flexible como un junco, pero se le veía bien alimentado, limpio y feliz, señal todo ello del buen temple moral del hombre que capitaneaba el barco en que navegaba como grumete.

—Debo volver al trabajo, señorita. Si os hace falta algo basta con que tiréis de la campanilla que hay al otro lado de la puerta y vendré corriendo.

Poco después de que se hubiera cerrado la puerta, Cerynise examinó las prendas y se las probó con cautela. Su talle esbelto no la eximía de poseer curvas de mujer, que planteaban trabas al proceso de ponerse los estrechos pantalones, de color similar al de las velas. Había que pasárselos por encima del calzón, puesto que Cerynise hallaba inconcebible permitir el contacto de tan basta tela con su piel. El roce la habría dejado en carne viva. Una vez abrochados los botones, ajustó el pequeño espejo del pajecillo de afeitar y observó el resultado, volviéndose en varias direcciones para examinar todos los ángulos. La visión frontal era lo suficientemente vulgar para quitarle los colores, pero al verse por detrás Cerynise se quedó boquiabierta: los pantalones, que no ocultaban prácticamente ningún detalle, se ajustaban a sus nalgas como una segunda piel y marcaban un surco en el medio. Aunque no se lo hubiera pedido Beau, Cerynise no habría salido a cubierta ni que la arrastraran varios caballos de tiro. Llevar prendas tan indecentes en presencia de marineros habría sido invitarlos abiertamente a que no se limitaran a mirar.

El faldón de la camisa tenía suficiente longitud para cubrirle las caderas, permitiendo que se pusiera los pantalones sin atentar del todo contra el pudor; la tela, sin embargo, se había lavado tantas veces que carecía de rigidez. Viendo cómo se amoldaba a los pechos, Cerynise renunció de inmediato a la idea de ponerse corsé, prenda que los habría apretado hasta obligarlos casi a rebosar del justillo, con resultados asaz imprudentes. Hasta una ojeada somera al cuello del indumento habría dado pie a juzgar desprovista de pudor a quien lo vestía.

Venciendo sus reparos, Cerynise decidió que en nada la perjudicaría utilizar la ropa de Billy en ausencia de Beau, a solas en el camarote. La bata era tan larga que entorpecía sus movimientos, y tan ancha de hombros que se le abría constantemente hasta la cintura. Aun así, la entrada de Billy o cualquier otro marinero la obligaría a recurrir a los pliegues protectores de la desmedida prenda, a fin de ocultar lo que la ropa del grumete mostraba sin rodeos.

Billy Todd regresó al cabo de unas horas para averiguar si Cerynise tenía hambre. A pesar de los ruegos del grumete, la joven rehusó comer, alegando que prefería un poco de reposo. Todavía acusaba los sucesos de la semana anterior, y no se le ocurría mejor garantía de bienestar físico y mental que una buena dosis de sueño y relajación.

Dobló el extremo del cobertor de la litera de Beau y dejó la bata encima del colchón, cerca de la pared, para tenerla a mano en caso de ver interrumpido su descanso. Se arropó con el edredón y cerró los ojos, agradecida por la hospitalidad que le dispensaba su anfitrión.

Poco a poco, mientras se ponía la almohada debajo de la cabeza y percibía una vez más el esquivo olor de su dueño, Cerynise fue acusando la ausencia de Beau. Le pareció chocante que su susceptibilidad se extendiera por igual a su ausencia y su presencia. La mujer en que se había convertido no se distinguía en mucho de la niña que había dejado de ser. Muchos años atrás, el hecho de que Beau se embarcara le había destrozado el corazón; ahora, transcurrido únicamente un breve intervalo desde su partida, esperaba con ansia verlo de nuevo. Teniendo en cuenta los cinco largos años de separación, así como los viajes que lo habían retenido ya antes de marcharse ella a Inglaterra, Cerynise no hallaba justificación a la sensación de vacío que amenazaba su reposo en ausencia de Beau. Resultaba descabellado pensar que un hombre pudiera conmoverla a tal extremo; no obstante, cuando comparaba el júbilo que le había producido su reencuentro con las extrañas, inexplicables ansias que le constreñían el ánimo en el momento presente, ¿a qué otra causa podía atribuirlo?

Las horas pasaron lentamente en la soledad del camarote, sin más distracción que otra breve visita de Billy Todd para llevarle té y biscotes a media tarde. Poco después de ser retirada la bandeja del té, Cerynise se aproximó a las ventanas de popa y se arrellanó en uno de los asientos acolchados que remataban una hilera de compartimientos. Quedó cautivada por el ajetreo del muelle, y le habría gustado pintar las mudables escenas y variedad de tipos humanos visibles a través de los pequeños cristales. Los ruidos del puerto quedaban atenuados por la transparente barrera, pero no hasta el punto de no llegar a oídos de Cerynise. Caballeros de elegante atavío se codeaban con marineros de tez oscura, mientras obesos comerciantes intentaban ahuyentar a golfos que, cubiertos de harapos, sólo callaban al ver lanzado un puñado de monedas en su dirección. Las pescaderas se paseaban con cestas apoyadas en sus anchas caderas, pregonando la mercancía. Otros vendedores empujaban carros rebosantes de verdura, fruta, huevos y toda clase de alimentos frescos. Vio a monsieur Philippe atareado en interpelar ora a uno ora a otro, y en ocasiones se hacía necesario llamar a un marinero para que colaborara en el traslado de los abundantes víveres adquiridos.

Próximo ya el crepúsculo, la actividad del muelle disminuyó. No así otra clase de transacciones comerciales. El llamativo atuendo y burdo maquillaje de las rameras excusaban que para averiguar su profesión hiciera falta oírlas tentar de viva voz a los marineros de paso, cuando no a los del Audaz. No tenían reparos en ostentar generosas porciones de muslo, ni en reducir la altura del escote para atraer a los clientes. Algunas llegaban al extremo de mostrar sus turgentes senos, a cuyos pezones habían aplicado dosis abundantes de colorete. Tanta indecencia sonrojó a Cerynise; sin embargo, reciente todavía su contacto con la más absoluta pobreza, no pudo evitar compadecerse de la situación de aquellas perdidas, aunque personalmente prefiriera morir a ganarse la vida vendiendo su cuerpo a desconocidos.

Un carruaje se detuvo cerca del muelle, y el corazón de Cerynise latió más rápido al ver bajar a Beau, que se detuvo junto a la portezuela para descargar lo que se había llevado consigo, descansando en el brazo dos largas escopetas y llevándose al hombro una bolsa de lona. Mientras pagaba al cochero, parte de las prostitutas se aproximaron a él, de modo que cuando dio media vuelta topó de inmediato con múltiples invitaciones, entre las cuales la más atrevida fue la de una linda moza que se arrimó a él provocativamente, al tiempo que bajaba la mano para manosearle la entrepierna con descaro. Beau permaneció impertérrito, mirando a la moza y a las compañeras que competían por su atención; sin embargo, cuando la tentadora hetaira se puso de puntillas y quiso obtener un beso de sus labios, volvió la cara y se negó entre risas. Después, tras apartar a las rameras con expresión bienhumorada, se dirigió al barco, dejando en jarras a la guapa y osada moza.

Cerynise dejó de contener la respiración y exhaló un largo suspiro de alivio, consciente de lo mucho que la habría afligido ver a Beau con una de aquellas mujeres, de camino a algún refugio provisional. Hasta era probable que hubiera puesto peor cara que la meretriz.

Su corazón siempre había tenido debilidad por Beau, lo viera entrar en clase o aproximarse a caballo. Cerynise aguardó a que se oyeran sus pasos acercarse al camarote, prestando la misma atención que en aquel entonces. Pasados unos instantes oyó crujir el suelo al otro lado de la puerta. A continuación, un golpe suave precedió a las siguientes palabras:

—Cerynise, soy Beau. ¿Puedo entrar?

—Sí —contestó Cerynise, un poco sorprendida de que le temblara la voz.

Acto seguido, y como no podía aceptar que Beau se diera cuenta de que había presenciado su encuentro con la prostituta, abandonó la galería. Viendo la bata al otro lado de la litera, recordó la necesidad de recurrir a su protección. Corrió a buscar la armadura de terciopelo, mas no a tiempo de evitar que la sorprendieran en postura impropia de una señorita.

Beau abrió la puerta y se detuvo en seco nada más entrar, hallando ante su vista un trasero de gran atractivo enfundado en pantalones de grumete y colocado en alto cual bandera de cese de hostilidades. Con sumo gusto habría aceptado la rendición de la joven dama en cualesquiera condiciones, o poco menos, pero aun así se preguntó si no estaría siendo presa de otra lujuriosa fantasía con ella de protagonista. No se sorprendió de que Cerynise hubiera despertado sus instintos viriles justo después de que no lo consiguiera ninguna de las meretrices.

Mientras la joven se incorporaba, Beau fingió lavarse la cara y las manos en el pajecillo de afeitar. El agua fría contribuyó a enfriar su imaginación, pero tardó más en recuperar el dominio de sí mismo y encarar a la joven con naturalidad. Viéndola otra vez con la bata encima, suspiró de alivio. Aquella prenda, que todo lo cubría, le permitía al menos mirar a Cerynise sin temor de que de un momento a otro olvidara toda lógica y la tumbara en el lecho.

La muchacha aventuró una sonrisa tímida.

—La ropa de Billy es muy cómoda.

Beau maldijo la idea, que se le había ocurrido después del desayuno. Con su bata, Cerynise había presentado un aspecto demasiado tentador y accesible. Beau había supuesto que le sería más fácil ignorarla vestida de chico, pero los pantalones del grumete habían contribuido taimadamente a hacerla más femenina y deseable. Era una mujer-niña de tan cautivadora beldad que Beau albergaba fuertes dudas de poder mirar a otras de su sexo con tan encendidas ansias; no antes, en todo caso, de haber relegado al olvido la imagen de Cerynise. Su larga cabellera, de ondas relucientes y cobrizas, descendía hasta sus caderas, mientras sus grandes ojos, verdes como sendero en un frondoso bosque, miraban indecisos a Beau.

—Es mejor que no os mostréis a ninguno de mis hombres con la ropa de Billy. Podría ser un espectáculo excesivo para sus ojos.

La ceñuda expresión del capitán casi amedrentó a Cerynise. Incapaz de discernir el motivo de su enojo, optó por la franqueza.

—Os noto disgustado por vérmelas llevar. Billy, sin embargo, ha dicho que le habíais pedido...

—La palabra «disgustado» no se ajusta a lo que me está pasando —la interrumpió él, cruzando la habitación para interponer entre ellos la segura barrera del escritorio.

Desesperado por encauzar sus ideas en otra dirección, miró por las ventanas de popa. Su mirada sagaz recorrió los cojines que nunca tenía tiempo de utilizar, y se detuvo en una pequeña depresión igual en amplitud a las esbeltas caderas de Cerynise. Al mirar en dirección al muelle, vio a la joven prostituta aguardando clientela. No tuvo necesidad de preguntar a su huésped qué había presenciado, ya que saltaba a la vista cuál había sido el lugar de descanso de la joven justo antes de subir él a bordo.

Se volvió hacia Cerynise, preguntándose si la habría ofendido la falta de resistencia a los manoseos de la moza. Sin duda una inocente habría considerado excitantes tales caricias; Beau, sin embargo, que en aquellos instantes, y muy a su pesar, no pensaba más que en ver de nuevo a Cerynise, no se había planteado siquiera aceptar la oferta de la meretriz.

Descubrió que ella lo observaba con la misma atención.

—Philippe ya ha preparado la comida. ¿Tenéis hambre?

—¡Muchísima! —Cerynise ocultó sus dudas bajo una sonrisa—. ¿Y vos?

—Estoy famélico —contestó él, tratando de reír entre dientes.

Retrocedió hasta la puerta, tiró de la campanilla que había mencionado Billy horas antes y volvió a su escritorio. Mientras el grumete y el cocinero ponían la mesa, Beau hizo asientos en su libro de cuentas y ordenó recibos. Philippe y Beau se mostraban muy comedidos, como si también ellos percibieran el humor hosco de su capitán. Partieron sin que mediara más que un murmullo en boca de cada uno. Cerynise se aproximó a la mesa; en pronta reacción, Beau sustrajo sus largas piernas del escritorio, cruzó la escasa distancia que lo separaba de Cerynise y le ofreció una silla. La joven aceptó el gesto y, una vez tomado asiento, entrelazó las manos con recato encima de las rodillas para ocultar su temblor.

Beau le escanció una copa de vino, mientras ella, en justa reciprocidad, le servía la comida en el plato. Si bien el menú era igual de delicioso que el de la mañana, Cerynise no tenía apetito, dada la imposibilidad de ignorar el sombrío estado de ánimo del capitán.

El hecho de estar sentada a la misma mesa que Beau tenía un punto de extraño e irreal. Llevaba tantos años imaginando aquel momento que la escena amenazaba con resultarle demasiado conocida; sólo que nada en Beau Birmingham podía pecar de trillado o carente de sinceridad. Ni que fuera un dios lo habría adorado más que en aquel instante, o que en los largos años transcurridos desde su primer encuentro. Aunque tomaran caminos divergentes y se casaran con otras personas, Beau seguiría siendo para ella su paladín montado en blanco corcel.

—Imagino que Billy os habrá transmitido mis deseos de que os quedarais en el camarote —dijo Beau, rompiendo un silencio incómodo—. ¿Habéis pasado buena tarde a pesar de ello?

—He descansado casi toda la tarde. Después de la muerte de la señora Winthrop no conseguía dormir... además de que fue tan repentina que... en fin... me dejó destrozada. —Bebió un sorbito de vino, confiando en que le diera valor, y se preguntó si también de muchacho Beau Birmingham le había infundido tanta timidez. Lo miró—. ¿Habéis tenido un día agradable?

—Sí, mucho. He ido de caza, actividad que llevaba cierto tiempo sin practicar. Es un deporte del que disfruto mucho en mis estancias en las Carolinas, pero en otras partes del mundo no siempre encuentro ocasión.

—He echado de menos mi casa —murmuró Cerynise, volviendo la vista atrás en el tiempo.

—Vuestro tío os ha echado mucho de menos estos últimos años —dijo Beau—. Lo he visitado algunas veces estando en las Carolinas, pero casi todas nuestras conversaciones versaban sobre vos.

Ella gimió por lo bajo.

—Os aburrirías, sin duda.

—Vuestro tío y yo nos basábamos en la falsa idea de que aún erais una niña. Cuando os vea, estad segura de que quedará asombrado.

—¿Gozaba mi tío de buena salud en vuestro último encuentro? —inquirió Cerynise, esperanzada.

—Recio como en sus mejores tiempos. Ella sonrió, aliviada por la noticia.

—El capitán Sullivan sugirió que acaso el tío Sterling hubiera muerto, y yo empezaba a tener miedo de que fuera verdad.

Beau juzgó necesario advertirla acerca de la travesía a bordo del Espejismo, y procuró hacerlo sin asustarla.

—Durante vuestro viaje de regreso, tratad en lo posible de permanecer en vuestro camarote, salvo si os lo impiden circunstancias mayores. El capitán Sullivan no siempre controla los movimientos de su tripulación, de modo que os recomendaría no dejaros ver. Moon es hombre de confianza y satisfará vuestras necesidades.

—¿Vuestra negativa a llevarme en vuestro barco es irrevocable?

Él suspiró. Conocía de sobra sus limitaciones.

—Temo que sí, Cerynise.

No añadió más, ni a Cerynise le hizo falta más para dar valor concluyente a su respuesta. Cambió de tema de manera brusca, huyendo del desánimo que le inspiraba la idea de separarse de Beau.

—Si esta noche ocupo vuestro camarote, ¿dónde dormiréis vos?

—Colgaré una hamaca en el de mi primer oficial. El señor Oaks tiene un sueño tan profundo que ni se dará cuenta.

—Temo que mi presencia a bordo de vuestro barco os esté causando muchas molestias, Beau.

—Sois amiga mía. ¿De qué sirven los amigos sino para ayudarse?

Beau se levantó poco después de concluido el almuerzo y se despidió con un severo amago de sonrisa. Cerynise aguardó en silencio a que Billy despejara la mesa, y una vez a solas se trenzó el pelo, se despojó de sus ropas y lavó sus prendas íntimas. Meterse desnuda en la cama era algo que no había hecho en su vida. Le pareció vergonzoso, pero no tenía nada que ponerse para dormir. Cuál no sería su sorpresa al descubrir que la esperaba bajo las sábanas una experiencia emocionante. Despiertos sus sentidos al esquivo olor de Beau, sometidas las suaves cumbres de sus pechos a la caricia de las sábanas, casi lograba imaginárselo como su amante fantasma. La idea suscitó sensaciones nunca vividas hasta entonces, y harto estimulantes. En su cuerpo de mujer brotó un extraño anhelo que la condujo a acariciarse los pechos con afán investigador, al tiempo que se le presentaban imágenes de Beau. Fabuló que su propia mano lo acariciaba de guisa parecida a la de la meretriz, y se preguntó qué encontraría de llegar su audacia a tanto.

Lejos de propiciar el reposo, la intrigante fantasía despertaba en su interior una aguda insatisfacción que la obligaba a removerse en el lecho con desasosiego. El objeto de sus anhelos no era algo que conociera; en cambio, estaba segura de que Beau conocía la respuesta. Quizá algún día la instruyera en calidad de esposo...

—Tonterías —susurró en la oscuridad, enojada consigo misma.

¡Pero si Beau ni siquiera quería tenerla a bordo! Siendo así, ¿a qué extremos no llegaría su aversión a tomarla por esposa?