18

EL retumbar de un trueno sacó a Cerynise de un sueño profundo. Antes de que se hubiera despertado por completo, un relámpago desgarró el cielo, iluminando el dormitorio y llenando a la joven de un miedo cerval. El breve estallido de luz le permitió ver las nubes que se cernían sobre la casa, tan negras y ominosas como la oscuridad que seguía postergando la llegada del alba. Gracias a otro destello, vio que las ramas más grandes del roble de Virginia contiguo a la casa eran zarandeadas por el impetuoso viento que soplaba tierra adentro. A pesar de los años transcurridos desde la muerte de sus padres, Cerynise todavía no había logrado vencer su temor a las tormentas. Quiso hallar consuelo y seguridad en la presencia de su esposo, y con ese fin tocó la almohada de Beau, sin hallar más que una depresión en el lugar que había ocupado su cabeza.

—¿Beau?

—Aquí —contestó él desde el vestidor. Cerynise se puso de espaldas y percibió una luz difusa saliendo por la puerta.

—Aún es de noche —dijo con voz soñolienta—. ¿Qué haces levantado a estas horas?

—He prometido al señor Oaks que estaría en el barco al alba para dejarlo bien amarrado. Quizá no os hayáis dado cuenta, señora, pero se aproxima una tormenta.

—¡Que si me he dado cuenta! —Cerynise volvió a mirar con inquietud por la ventana, y se estremeció al ver que otro rayo rasgaba el oscuro manto—. ¿Tan mala va a ser?

—Aún es pronto para saberlo —contestó él al salir del vestidor. Se acercó a la cama y se agachó para dar a su mujer un beso largo y tierno. Cuando se apartó de ella y le sonrió, sus ojos reflejaban la luz—. Buenos días, mi vida.

Cerynise ronroneó suavemente, le echó los brazos al cuello y lo atrajo de nuevo hacia sí. El hecho de que estuviera desnudo era una invitación a admirar y acariciar los musculosos contornos de su espalda.

—Estaba soñando contigo —susurró entre beso y beso—. Volvíamos a hacer travesuras en el estudio, y tú me obsequiabas con toda clase de delicias.

Beau apoyó un codo en la cama y dirigió a su esposa una sonrisa burlona, al tiempo que escrutaba su rostro a la tenue luz del día.

—Creía ser el único que soñaba esas cosas.

—¡En absoluto! —Cerynise palpó sus firmes nalgas—. De hecho, si tuvieras tiempo podríamos crear nuevos recuerdos que evocar más tarde.

Nada anhelaba más Beau que acatar la sugerencia, pero tuvo que rehusar, no sin un gemido de decepción.

—Tu invitación me da ganas de olvidarme del barco, pero el señor Oaks estará esperándome. —Volvió a ponerse en pie—. En cuanto la servidumbre tome una serie de medidas contra la tormenta los enviaré a casi todos a Harthaven. Me gustaría que los acompañaras.

—¿Sin ti?

—Es posible que no regrese hasta las cinco de la tarde, y es difícil calcular qué gravedad habrá cobrado la tormenta a esas horas.

—¡Pero, Beau, me resultaría insoportable no saber si estás sano y salvo! Prefiero esperarte.

—Estaría más tranquilo si salieras con el primer grupo de criados —dijo Beau—. Jasper y el resto de los hombres saldrán más tarde, cuando hayan acabado de asegurar la casa, pero creo que tú y Marcus deberíais marcharos lo antes posible.

—Prefiero esperar, al menos hasta que se vaya Jasper —repuso, terca, Cerynise—. No aceptaré salir antes, a menos que vengas tú a buscarnos.

Viendo confirmados sus temores, Beau suspiró.

—Volveré en cuanto pueda, amor mío —le aseguró:

poniéndose la ropa interior—. Si el tiempo empeora mucho y todavía no he vuelto, Jasper tiene órdenes de llevaros a ti y a Marcus a la plantación. No admitiré negativas. Cuando Thomas vuelva de llevarme al barco se quedará en casa a esperar tu partida.

—¿Y tú cómo volverás?

—A pie, porque ya habré cogido mi impermeable del Audaz. Cuando esté en casa engancharé el cabriolé e iré con él a la plantación.

—Pero...

Beau detuvo sus protestas a mano alzada.

—Insisto en que te marches antes de que los vientos soplen demasiado fuerte. No quiero tener que preocuparme de ti más de lo que ya me preocupo. —Se abrochó los pantalones y el cinturón—. Yo también partiré para Harthaven antes de que la tormenta se agrave en exceso.

—No esperes demasiado, por favor —le suplicó Cerynise.

Él le contestó a través del jersey que estaba pasándose por la cabeza.

—Puedes estar tranquila, amor mío. —Una vez enfundado en la prenda, envió un beso a la joven y caminó hacia la puerta—. Voy abajo a buscar algo de comer y dar instrucciones a los criados sobre las medidas a tomar en mi ausencia. Te aconsejo que duermas. No tiene sentido que te levantes tan temprano.

—¡Prométeme que tendrás cuidado! —exclamó Cerynise cuando se cerró la puerta.

—Prometido.

Permaneció inmóvil, atenta al veloz repiqueteo de los tacones de Beau por la escalera. Cada vez que lo oía llegar o marcharse, el ruido de sus pisadas le proporcionaba pruebas renovadas de su energía y vitalidad.

Permaneció un tiempo más en el lecho, hasta que se dispuso a realizar su aseo matinal. Después alimentó y bañó a Marcus y descendió a la planta baja. Para entonces estaban cerrados casi todos los postigos de madera, lo cual, sumado a la capa de nubes negras y bajas que encapotaba el cielo, sumía al interior de la casa en una oscuridad casi nocturna. Las lámparas estaban encendidas, y gracias a ellas Cerynise pudo examinar las medidas que se habían tomado.

—Vas a vivir tu primer vendaval serio, jovencito —dijo al bebé—. De todos modos, me parece que eres de los que disfrutan. Te pareces a tu papá, sí señor.

Su hijo emitió un simpático gorjeo, arqueó las cejas y apretó los labios, como si quisiera expresar su pleno acuerdo con la afirmación. Su madre no pudo sino acariciarlo con la nariz e imprimir un beso maternal en su sedosa mejilla.

Jasper estaba enfrascado en la tarea de proteger los muebles por si se daba el caso de que en ausencia de sus habitantes la casa sufriera daños de consideración. Para lograr tan ambicioso fin, daba órdenes a los criados varones y les echaba una mano. Como no había garantías de que los postigos externos soportasen un violento vendaval, ni de que los cristales no quedaran destrozados por alguna rama, las valiosas alfombras orientales fueron enrolladas y apoyadas contra las paredes del vestíbulo superior. Los más preciados artículos de adorno fueron almacenados en los estantes de los armarios para la ropa blanca, que ocupaban el centro de la casa en ambas plantas. Las arañas de cristal se envolvieron con sábanas para asegurarse de que ningún prisma cayera al suelo por obra de las ventoleras que pudieran penetrar por ventanas rotas. Los muebles de hierro forjado fueron retirados del jardín y almacenados en la cochera. Poco después de regresar del muelle, Thomas puso en obra un proyecto propio, que consistía en aislar la caja del carruaje para que no entrara agua hallándose dentro el bebé. Entretanto, Philippe cocinaba y llenaba varias cestas de comida, algunas para quienes se marchasen en primer lugar, y la mayoría para quienes se quedaran hasta bien entrada la tarde. Fueron, en suma, preparativos largos y tediosos, y cuando el primer grupo de criados abandonó la casa ya era más de mediodía.

Poco antes de la hora convenida entre el capitán y su primer oficial para bajar las escotillas y preparar al barco para la tempestad, Beau subió a bordo del Audaz bajo la protección de una pequeña lona que sostenía sobre su cabeza. Stephen Oaks se alojaba en el barco, en el camarote del primer oficial, y llevaba unos días consultando las cartas de navegación con vistas a un viaje a las islas del Caribe, para las que zarparía en invierno. El plan era vender artículos de primera necesidad a los comerciantes y llenar las bodegas para el trayecto de vuelta. Sin embargo, cuando Beau subió a la fragata, no halló señas de que su primer oficial estuviera levantado.

La lluvia, cada vez más fuerte, cubría la ciudad de una niebla espesa. Beau bajó al camarote del capitán, en busca de su equipo impermeable. Las ventanas de popa dejaban entrar tan poca luz que tuvo que encender un farol justo delante del armario, única manera de ver su contenido. En el proceso de recabar lo necesario, reparó en un paquete blanco de grandes dimensiones que ocupaba el fondo del mueble. Lo extrajo y lo abrió. El principal artículo resultó ser una sábana de su propia litera, con manchas viejas que parecían de sangre seca. El segundo era un camisón de mujer con adornos de encaje, en el que reconoció a uno de sus favoritos entre los que habían pertenecido a su mujer. No lo había visto desde mucho antes de llegar a Charleston, y en alguna ocasión se había preguntado por su paradero. La parte de atrás mostraba manchas similares, pero había otras de color amarillento que el tiempo había endurecido.

No tardó ni un segundo en darse cuenta de qué era aquello, y el descubrimiento lo dejó estupefacto. Tenía ante sí pruebas concluyentes de que había desflorado a su esposa durante la enfermedad. La obsesión de Cerynise por no atarlo contra su voluntad había llegado al extremo de ocultar esas pruebas. De no haber tenido Beau vagas reminiscencias del acto, la joven habría salido para siempre de su vida, y con ella el niño. ¡Y todo por el honor!

Pensando en lo que habría sido de su vida, unas lágrimas emborronaron su visión. Salvo por el miedo de que alguien, ya Alistair Winthrop, Howard Rudd o cualquier otro villano, hiciera daño a Cerynise o la matara, Beau se sentía tan feliz de tenerla en su vida que apenas lograba imaginar el tormento y la angustia que lo habrían afligido de no haberse resuelto para bien el asunto de su matrimonio y el embarazo de la joven.

Echó un vistazo a su litera, el lugar en que había despojado a Cerynise de su virginidad. ¡Qué daño debía de haberle hecho en su delirio!, pensó; y sin embargo... ¿cómo lamentarlo, hoy que Marcus era su máximo orgullo y Cerynise su más sincero amor? Sintió de pronto que su corazón rebosaba de júbilo, y anheló regresar cuanto antes al lado de ambos.

Una vez enfundado en su equipo impermeable, se dirigió al camarote de Stephen Oaks y aporreó la puerta.

—¡Eh, señor oficial! ¿Aún estáis vivo?

—Mmm... Sí, mi capitán, eso creo —pronunció desde dentro una voz amodorrada—. Ayer debí de trabajar hasta demasiado tarde. Por eso me habré quedado dormido.

—Pues en pie. Bridget está a punto de partir hacia Harthaven, y confía en que os reunáis con ella en cuanto hayamos acabado lo que nos retiene a bordo. Por lo que veo, si no os dais prisa será de noche y aún estaremos trabajando.

—¡Ya salgo! —exclamó Stephen.

Cerynise se esforzó por tener la mente ocupada. Había enviado a Vera a Harthaven con garantías de que ella y el bebé la seguirían en cuanto regresara el capitán. Amamantó a Marcus, le contó toda suerte de historias y cuando lo tuvo dormido trató en vano de leer. Próximo el final de la tarde, fuertes vientos empezaron a soplar. Sus fantasmales aullidos acrecentaron la inquietud de la joven, que tuvo que recordarse que Beau no tardaría en regresar, y que dentro de casa estaba a salvo del fragor de la tempestad. Las paredes que la rodeaban eran macizas y resistentes. Poco la consolaron, sin embargo, tales reflexiones. Sólo la serenaría sentirse de nuevo en brazos de su esposo.

La preocupación por Beau empezó a minar su optimismo. Se paseaba inquieta por la sala, mirando el reloj a cada minuto. Que Beau fuera un hombre vigoroso, capaz y con experiencia no impedía a Cerynise temer por su integridad y desear tenerlo junto a ella. Nadie sino Beau podía tranquilizarla, con aquella dulzura, aquel talento especial que siempre había tenido, y que probablemente jamás lo abandonara.

Jasper entró en el estudio para conminarla a prever una partida inminente. Cerynise aborrecía la idea de marcharse sin Beau, pero era consciente de que no podía oponerse a las súplicas del mayordomo, puesto que corría el riesgo de poner en peligro a su hijo o los demás criados. Su negativa habría hecho que se sintieran obligados a quedarse, y ese era un cargo de conciencia que no deseaba aceptar. El vivo recuerdo del árbol cuya caída había causado la muerte de sus padres le daba motivos suficientes para acceder a la propuesta del mayordomo. Aun así, no pudo evitar cierta congoja en el momento de subir por la escalera en busca de su hijo y la bolsa que le había preparado.

Cogió a Marcus en brazos y asió la bolsa con la otra mano. Como el bebé se quejaba, lo acunó un poco. Parecía hambriento, porque buscaba su pecho con la boca. Cerynise decidió que un pequeño retraso no dificultaría su partida. Justo cuando se disponía a desabrocharse el corpiño oyó cerrarse de golpe la puerta principal.

—¡Beau!

Llena dé júbilo, abandonó la habitación del niño, cruzó el dormitorio y salió al descansillo, desde cuya baranda escudriñó el vestíbulo central. Ahora que había llegado Beau, tenía la seguridad de que ya no la acongojaría el recuerdo de la muerte de sus padres, cuya persecución había sufrido a lo largo de todo el día.

Su alivio se disipó de golpe al ver que quien había entrado al vestíbulo no era su esposo, sino Alistair Winthrop y Howard Rudd. Lo peor era que Jasper yacía inconsciente al lado del salón, sin duda de resultas de haber ido a abrir la puerta. Debían de haberlo arrastrado desde la entrada. En ese preciso instante, y con una sonrisa cruel, Alistair presionaba el gatillo de la pistola con que apuntaba a la cabeza del mayordomo. Rudd ahogó una exclamación, se abalanzó sobre él y le arrebató el arma.

—¿Tantas ganas tienes de matar que ni siquiera te das cuenta de que disparando a Jasper pondrías sobre alerta a todos los ocupantes de la casa? —susurró airadamente el abogado—. Encerrémoslo en la despensa. De esa manera, si vuelve en sí no podrá salir.

—¿Cuántos criados calculas que hay con la muchacha?

—Sólo uno, porque el cocinero se ha marchado, y tanto el viejo marino como el cochero están atados y amordazados en la cochera. La verdad es que he perdido la cuenta, porque se han pasado el día entrando y saliendo de la casa. Algo habrá que hacer con Cooper cuando lo dejemos salir del retrete. Ya verás la que monta cuando se dé cuenta de que no puede salir porque hemos atrancado la puerta con una madera. ¿Tú cuántos has contado?

—Más o menos los mismos —contestó Alistair con su engreído tono—. Ha sido una suerte que los vecinos se marcharan de casa y nos dejaran espiar la del capitán desde el dormitorio del piso de arriba. De todos modos habría preferido esperar a que fuera de noche para dar el golpe. Quizá nos haya visto entrar alguien y haya ido a avisar al capitán. —Se palpó la concavidad natural que separaba sus huesudas caderas—. Aún me duele la hernia que me provocó hace una semana. Ese cerdo casi me destroza las tripas.

—No podíamos esperar. Los criados estaban a punto de marcharse con la chica —alegó el abogado—. Por otro lado, cuanta más espera más riesgo de que nos sorprendiera el capitán. Si vuelve a encontrarnos en su casa lo más probable es que nos mate, razón de sobra para acabar de una vez con esta tontería. Hasta la fecha, la tercera parte de la fortuna de tu tía ha sido un incentivo muy respetable, pero de poco me serviría después de muerto.

—Lástima no poder destripar al capitán como hice con ese Wilson —murmuró Alistair.

Cerynise se mordió los nudillos para ahogar un gemido. Sabía que Alistair y Rudd eran malvados, pero no los había considerado capaces de asesinar a sangre fría. .

—Aquello fue una necesidad —replicó Rudd—. Si Wilson hubiera matado a la chica no habríamos podido llevárnosla a Inglaterra. La muerte del capitán no sería más que una satisfacción pasajera, pero si no nos damos prisa aún puede convertirse en obligación, a ejecutar, con algo de suene, mientras aún conservemos nuestro pellejo. De eso no cabe duda. Será más fácil raptar a la chica si no tenemos que enfrentarnos con ese maldito yanqui.

—Esta mañana me he quedado de piedra al ver que se iba a su barco. Suerte hemos tenido, porque no habría sido fácil encontrar una manera de cortarle el cuello sin llamar la atención, que era la única manera de apoderarnos de la chica. Está visto que el valiente e invencible capitán tiene tanto miedo de una tormentilla como el resto de los habitantes de esta zona. La verdad, no entiendo que se pongan tan nerviosos. Me parece a mí que no tienen agallas.

—Quizá sepan algo más que nosotros —susurró Rudd—. Poco importa. Haremos lo mismo que ellos, escondernos en el campo hasta que zarpe nuestro barco. Esa casucha en ruinas tiene buena vista sobre el camino, y por ahora cada vez que hemos visto venir al alguacil nos ha sobrado tiempo para escondernos debajo del puente. Desde que dimos nuestra ropa y unas monedas a aquellos dos vagabundos y les dijimos que se pasearan por el muelle y subieran a aquel barco con destino a Inglaterra casi no nos ha molestado nadie. Es posible que nuestro plan tuviera éxito, y que creyeran que nos habíamos marchado. Sea cual sea el caso, cuando nos hayamos llevado a la chica dudo que nos encuentre el alguacil. Lo más probable es que dirija sus sospechas hacia otra persona. Debería ser cosa fácil subirla a bordo en un baúl, sobre todo si está inconsciente.

—Nos estamos tomando muchas molestias para mantenerla con vida. —Alistair suspiró—. ¡Qué no daría por partirle su precioso cuello aquí y ahora! Quizá la idea de Wilson no estuviera mal.

—No era idea suya, ¿recuerdas? —replicó Rudd—. ¿O se te ha olvidado lo que oímos esa noche desde nuestra habitación? De todos modos no viene al caso. La idea de matar a la chica antes de reclamar la herencia de tu tía es completamente absurda, de modo que no empieces a alimentar fantasías acerca de lo fácil que sería mandarla al otro mundo. Si la matas ahora, cuando llevemos el cadáver a Inglaterra ya no estará en condiciones de que lo reconozcan. Además, en el espacio cerrado de un barco sería imposible disimular mucho tiempo el hedor. Seguro que el capitán sospecharía algo y registraría nuestro camarote.

—¿Sabes una cosa, Rudd? Desde que nos conocemos has progresado mucho en tus conocimientos sobre el asesinato. Ahora, cuando hablamos de matar a alguien ya no te entran sudores fríos.

—Cierto —repuso con sorna el abogado—. Has sido un buen maestro. Sólo espero no pagarlo con la horca.

—Alegra esa cara —dijo Alistair—. En cuanto hayamos raptado a la muchacha tendremos una fortuna esperándonos en Inglaterra. Después podremos librarnos de ella como más nos divierta.

Oyendo hablar de su muerte con semejante desenvoltura, Cerynise sintió un escalofrío. Se apartó de la baranda con pasos lentos y sigilosos, confiando en que Marcus no montara un escándalo. Tenía que liberar a Cooper antes de que le cupiera en suerte el mismo destino que a los otros tres criados; no obstante, y cuanto más pensaba en ello, más argumentos racionales se oponían al riesgo de exponerse sacando al criado del retrete. Los dos bellacos la buscaban a ella, no a Cooper, y si la veían con el chico ya no tendrían motivos para no disparar. Hasta podían matarlo. Era mejor para todos que se quedara escondida con el bebé.

Se refugió en su dormitorio en el mismo instante en que otro relámpago partía el cielo en dos, proyectando en la casa extrañas y largas franjas de luz a través de los listones de los postigos. Estaba viviendo una pesadilla, sin más compañía que la de un bebé indefenso, a merced de una tormenta y de los diablos que se proponían destruirla junto con todos sus seres queridos. Algo tenía que hacer para conjurar el peligro que los amenazaba.

Apagó la mecha de la lámpara y sumió al dormitorio en la oscuridad. Sólo los relámpagos le procuraban fugaces vislumbres del interior. Cogió rápidamente la bolsa de Marcus, se metió a toda prisa en la habitación del niño, igualmente a oscuras, y cerró la puerta con la máxima discreción. Después, sin permitirse siquiera un respiro, abrió la puerta que daba al pasillo. Parecía que el corazón fuera a salírsele del pecho. El pasillo recorría toda la casa, y a mitad de camino pasaba junto a la baranda y los dos corredores pequeños que la circundaban, uno de los cuales llevaba al descansillo contiguo a la puerta del dormitorio principal.

Había dos apliques encendidos, uno a cada extremo del pasillo. Cerynise dejó en el suelo la maleta y corrió sigilosamente en ambas direcciones para apagar las luces. Después rehizo su camino, cogió la bolsa y se metió en el pequeño cubículo que conectaba dos dormitorios en el ala sur.

Dando gracias por conocer tan bien la casa, abrió la puerta del armario de la ropa de cama, al que se accedía por la pared del fondo del cubículo. Después de sacar la llave de la cerradura, se metió dentro, ajustó la puerta y la cerró con llave. Sola y a oscuras con su bebé, bajó varias sábanas de un estante e improvisó una cama en el suelo para su hijo. Después se sentó al lado, y sólo entonces se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Cedió al pánico unos instantes, viendo amenazado su aplomo por el descubrimiento de su propio temor; pero no tardó en taparse la boca con dedos trémulos, resuelta a vencerlo a base de voluntad y fortaleza.

Marcus empezó a moverse, y Cerynise le dio el pecho sin demora. Amamantarlo le concedió tiempo para aclararse las ideas. Poco a poco fue elaborando un plan para frustrar las pretensiones de los villanos, un plan basado en la esperanza de que Marcus se durmiera poco después de haber comido. Podía ser que la llegada de su marido fuera inminente, y Alistair y Rudd aprovecharían la menor oportunidad para matarlo. Por una vez dependía de ella salvarlo a él. Rezó por tener la mitad de éxito que Beau en las múltiples ocasiones en que había acudido en su rescate.

Poco después descubrió que Alistair y Rudd estaban registrando las habitaciones del piso de arriba. Oyó sus pasos y vio entrar por debajo de la puerta del armario una franja de luz procedente de los faroles que llevaban. Uno de los dos se detuvo ante la misma puerta. Cerynise contuvo la respiración, y cuando oyó que se retiraba sin tocar el pomo dio gracias a Dios. Una vez explorados los dos dormitorios separados por el cubículo, Alistair y Rudd se decidieron a bajar por la escalera y proseguir su exploración en el piso inferior.

Cuando Marcus ya no quiso seguir mamando, Cerynise lo apoyó en un hombro y le dio unos golpecitos en la espalda hasta que oyó un pequeño eructo. Acto seguido le cambió el pañal, tomando precauciones para asegurarse de que no lo despertara ninguna incomodidad. A fuerza de acunarlo consiguió que se durmiera. Dio un beso a su sedosa cabecita, lo sostuvo unos instantes y deseó fervientemente que no fueran los últimos. Tras depositarlo en la cama improvisada y taparlo con una sábana, abandonó el minúsculo habitáculo, cerrándolo con llave desde fuera. Era una suerte que su vestido tuviera bolsillos hondos y poco visibles donde ocultar la llave. Servía esta para todos los armarios de la casa, pero también para abrir la puerta de la despensa en que los dos bellacos habían declarado querer esconder a Jasper.

Regresó a su dormitorio, sacó la pistola que tenía Beau en el cajón de su mesita de noche y se la metió en el bolsillo derecho. No había necesidad de comprobar que estuviera cargada, porque desde el incidente del perro su marido había tomado por costumbre examinar el arma casi cada noche antes de apagar la luz.

—¿Dónde se habrá metido esa bruja? —murmuró Alistair en el piso de abajo, mientras Cerynise salía sigilosamente de su dormitorio—. Aquí no está, y arriba parece que tampoco. El bebé ha desaparecido. ¿Tú crees que se habrá marchado?

—¿Lloviendo como llueve? —dijo Rudd—. Con este tiempo sólo se habría llevado a su hijo en carruaje, y el de la casa no se ha movido de su sitio. No; sólo puede estar en casa. Lo más probable es que se haya escondido.

Pese a hallarse encendidas gran parte de las lámparas de las habitaciones inferiores, los dos hombres llevaban faroles para buscar mejor a su presa. Se aproximaron a la escalera, al tiempo que Cerynise pasaba con celeridad de la baranda al pasillo principal. Se metió en el dormitorio donde solían instalarse los padres de Beau en sus visitas y ajustó la puerta casi hasta cerrarla, dejando una rendija para vigilar la entrada al exiguo cubículo en que había dejado oculto a su pequeño.

Se asomó al resquicio casi sin respirar, y vio que los dos canallas habían llegado al rellano. Se dirigieron a la habitación del niño. En un momento dado, para horror de la joven, Alistair invirtió la dirección de sus pasos y entró en el pasillo que separaba los dos dormitorios. Una vez en él trató de hacer girar el pomo del armario.

—Esta puerta está cerrada —susurró, volviéndose hacia Rudd.

—Quizá esté dentro la chica —sugirió el abogado, uniéndose a él.

Cerynise abrió la puerta que le servía de parapeto y dio con la hoja contra la pared, a fin de llamar la atención de sus perseguidores. Fue ella la primera en sorprenderse de la celeridad con que circundaba la baranda en su extremo más próximo, bajaba por la escalera y corría hacia la cocina. Oyendo el ritmo veloz de los pasos de sus enemigos, abrió con la llave la despensa y tiró de la puerta con la esperanza de hallar a Jasper consciente y en plena posesión de sus facultades. Casi gimió de decepción al ver que no era Jasper el único que yacía desmadejado en la exigua superficie del interior, iluminada por las lámparas de la cocina. Lo acompañaba Cooper, en similar estado de inconsciencia. Ninguno de los dos podía ayudarla.

Cerró la puerta con cuidado, por miedo a hacer ruido. Cuando apagó las lámparas, un relámpago iluminó la cocina. Detenida junto a la puerta del comedor, oyó pasos acercándose por la habitación. Entonces caminó de puntillas hasta el fondo de la cocina, accedió al pasillo por la puerta basculante, lo cruzó a toda prisa y apagó sin detenerse las mechas de los apliques, convirtiendo la pieza en un oscuro túnel. Nada más llegar al vestíbulo central oyó las voces de Alistair y Rudd, procedentes de la cocina.

—No cabe duda de que ha estado aquí —declaró el primero con enojo—. Hace poco estaban encendidas las lámparas. Apuesto a que la muy perra ha salido para ir a la cochera.

—No he oído abrirse la puerta de atrás, y seguro que me habría dado cuenta porque los goznes chirrían —aseveró Rudd, y añadió con un gesto de la mano—: ¡Mira, otra puerta! ¡Vamos!

Cerynise salió corriendo del pasillo y subió de nuevo al piso superior. En el mismo instante en que alcanzaba la larga mesa arrimada a la pared cerca de la puerta de su dormitorio, oyó que Rudd daba prisas a su cómplice.

—No hay tiempo que perder. El capitán podría regresar en cualquier momento.

—¿Dónde diablos se ha metido ahora?

—Creo que arriba. Está jugando con nosotros, y temo que de momento lleve las de ganar.

—Sólo es una mujer —dijo Alistair con desdén, aventajando al abogado en su carrera. Cuando llegó al primer escalón preguntó—: ¿Qué posibilidades tiene contra nosotros dos?

Rudd oyó ruido encima de sus cabezas, y alzó la vista justo a tiempo para ver que un voluminoso jarrón lleno de flores de otoño caía sobre su compañero.

—¡Cuidado!

Alistair cometió la imprudencia de querer averiguar qué sucedía, y miró hacia arriba hallándose el jarrón a escasa distancia de su cabeza. Si bien trató de apartarse, le faltaba agilidad para ello y sintió que el pesado objeto de porcelana le rozaba el cuero cabelludo de forma harto dolorosa. La base de una de las asas, primorosamente adornadas, se rompió al hacer impacto con su coronilla. Alistair profirió un grito terrible de dolor, porque la parte superior del asa rota le había sajado el cuero cabelludo y de paso le había rebanado la oreja. Un segundo más tarde el recipiente se hizo añicos sobre la escalera, haciendo que en las piernas de los dos asaltantes se hincaran esquirlas aguzadas como alfileres.

—¡Maldita perra! ¡La mataré! —exclamó Alistair a voz en cuello, aplicando una mano al bulto sanguinolento donde había estado su oreja—. ¡Me ha lisiado!

Tras extraerse él mismo de la cabeza un trozo de porcelana, Rudd recogió el trozo de carne cortado y se lo tendió solícito a su cómplice.

—Quizá puedas hacer que te la cosan. —¿Para que se pudra? —Alistair rechazó la sugerencia con un gruñido—. ¡Vive Dios que cuando coja a esa fulana le arrancaré la suya con una sierra! —amenazó, con voz que desgarraba el dolor.

El trozo de porcelana que tenía clavado en la espinilla se desprendió, dejando brotar un hilillo de sangre que corrió por la pierna. Alistair no se dio cuenta, porque era un dolor ínfimo en comparación con el de la oreja.

—Suponiendo que la cojamos —señaló Rudd, que empezaba a preguntarse qué papel les correspondía en aquel juego del gato y el ratón.

A decir verdad, el rostro con que la muchacha se había asomado a la baranda denotaba gran confianza en su puntería. Rudd estaba seguro de haber vislumbrado una expresión de júbilo en su agraciado semblante.

Aplicaron compresas a lo poco que quedaba de la oreja de Alistair, y las sujetaron mediante una toalla enrollada a la cabeza. El suplicio del más delgado de los dos ingleses le decidió a atrapar a la joven a toda costa, y cada palabra que musitaba sugería que una vez le pusiera las manos encima se proponía convertir su existencia en un tormento atroz al que sólo la muerte pondría fin.

Recorrieron las habitaciones del piso de arriba, registrando todos los rincones hasta que en un momento dado, y por extraño que pareciera, oyeron un tenue y melodioso canto de sirena surgido de las profundidades. Descendieron entonces con sigilo y recorrieron el suelo de mármol con pasos livianos, procurando esquivar los trozos más grandes de porcelana que amenazaban con atravesar las suelas de sus zapatos. Aun así, Rudd se vio forzado a detenerse y dejar el farol en el suelo para extraer una esquirla.

Para entonces estaban apagadas las luces de todas las habitaciones, y por mucho que Alistair y Rudd escudriñaran la oscuridad circundante, los sorprendió por completo la súbita aparición de un blanco espectro que los acometió profiriendo un grito de claro origen femenino. De boca de ambos hombres salieron sendos y sonoros gritos. Huyeron con ojos desorbitados del demonio alado que se cernía sobre ellos en la oscuridad, tropezando constantemente.

Cerynise había aprovechado la presencia de Alistair y Rudd en el piso de arriba para realizar una incursión en la cocina, de la que había salido pertrechada con una bobina de recio bramante, un pesado cazo de hierro y un saco grande de harina para añadir peso. Le había parecido oportuno cubrir el cazo con una sábana, a fin de prestarle una apariencia fantasmal. En cuanto al cordel, una vez cortado un pedazo más largo que su estatura, había atado un extremo al mango del cazo y anudado el segundo a un balaustre de la baranda. Tras enrollar más cordel al cazo, o mejor dicho al cuerpo de su espectro, había sujetado con fuerza el otro cabo y había retrocedido hasta donde le había sido posible en la oscuridad de debajo de la escalera, donde había aguardado a que sus víctimas cayeran en la trampa, cual araña acechando la aparición de una mosca.

Esta vez fue Rudd quien se llevó la peor parte del ataque de Cerynise. Cuando topó con el mecanismo ideado por la joven, estuvo a punto de verse lanzado por los aires. Lo que sí hizo fue caer de espaldas al suelo, donde previamente se habían esparcido abundantes esquirlas. Permaneció inmóvil, mirando en su aturdimiento al fantasmagórico péndulo que oscilaba por encima de su cabeza.

—¿Estás vivo? —inquirió Alistair.

Dudó que fuera el caso, ya que el abogado miraba el techo sin parpadear y no daba indicios de estar respirando. Acaso hubiera padecido muchos años una enfermedad desconocida, y ese mal le hubiera arrebatado la vida al recibir el impacto de la espectral aparición, cuando no en el momento de verla. Alistair aporreó sin gran delicadeza el fornido pecho de su cómplice, tratando de provocar alguna reacción. Se oyó un ruido sibilante, y Rudd volvió a introducir aire en sus pulmones.

—¿Con qué he chocado? —preguntó, dando gracias por haber recuperado la respiración.

—Con un fantasma —replicó Alistair sarcásticamente—. Fabricado por Cerynise.

Rudd tragó saliva e intentó moverse. Después se palpó la nuca con suavidad y reparó en que tenía un chichón enorme en el punto que había sufrido directamente la caída. No sólo eso, sino que notaba algo punzante en el hombro y el trasero. Se puso boca abajo y permitió que Alistair extrajera de su carne los trocitos de porcelana.

—Expulsar a Cerynise de casa de tu tía fue una terrible imprudencia —rememoró el abogado con aire taciturno, como si acabara de volver a la vida tras una breve estancia en el averno—. Dudo que nos haya perdonado.

—Yo tengo mucho más que perdonarle a ella —gruñó Alistair, escrutando la oscuridad de debajo de la escalera. Seguro de haber visto moverse algo a la luz tenue de la llama, levantó el farol muy por encima de su hombro derecho y se adentró con tiento en las tinieblas—. ¿Estáis escondida aquí debajo, Cerynise?

El apoyalibros de bronce salió despedido e hizo impacto contra la linterna, rompiendo el cristal y derramando aceite por todo el costado de Alistair. El líquido no tardó en arder. Las llamas se propagaron velozmente por su ropa y empezaron a chamuscarle la piel. Alistair soltó un grito de pavor. Presa del pánico, se alejó corriendo de la escalera, al tiempo que tiraba enloquecidamente del vendaje que llevaba en la cabeza, que se había encendido. Rudd pugnaba por levantarse, pero ahogó un grito y se agachó de nuevo, porque la antorcha humana se disponía a saltar por encima de él. Inmediatamente quedó abierta la puerta que daba al exterior, y Alistair cruzó gritando el porche y se expuso a la lluvia torrencial. Rudd se puso en pie, se llevó una mano a la nuca y otra a su ensangrentado trasero y avanzó a trompicones en dirección a la puerta. Bastantes metros más allá, a distancia considerable del porche, la lluvia calaba a su cómplice hasta los huesos.

—Yo creo que deberíamos irnos antes de que nos mate —aconsejó Rudd, forzando la voz para sobreponerse al fragor de la tormenta—. A mi juicio no nos conviene irritarla más de lo que está.

—¡Verás tú si la irrito! —bramó Alistair desde el césped—. ¡La empalaré en una pica y dejaré que se pudra al sol!

—¿Qué sol?

Alistair quiso mostrar los dientes a su adlátere, pero el dolor que sintió al contraer los labios hizo que lamentara su esfuerzo.

—¡Olvídalo, mentecato! Tú ayúdame a volver a la casa, que aquí fuera me ahogo.

—Al menos ya no te quemas —señaló Rudd. Salvó los escalones con dificultad y ejerció solícito de muleta humana para su abrasado compañero. Cuando regresaron al vestíbulo, estaban empapados. Caminar por el suelo de mármol fue una empresa llena de peligros. Incesantes resbalones jalonaban su avance, y sólo a fuerza de agitar los brazos a guisa de aspas de molino lograron conservar el equilibrio. A pesar de que sus piernas temblorosas amenazaran con ceder antes de tiempo, Alistair consiguió llegar al banco más próximo y descansó en él sus huesudas posaderas. Rudd patinó torpemente hasta la mesa donde había dejado el farol, que usó para examinar las quemaduras de su socio. Eran peores de lo que había imaginado: todo el lado derecho del rostro de Alistair era una llaga humeante. Una serie de costras renegridas y arrugadas tapaban a trechos la carne viva, perdida toda semejanza con la piel humana. Rudd tenía motivos para dudar de que su cómplice se viera en la necesidad de afeitarse de nuevo aquel lado de la cara.

Hizo una mueca de asco y se sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta, pañuelo que una vez escurrido sirvió de instrumento para una vana tentativa de retirar los trozos de piel quemada, sin otro resultado que arrancar al paciente un alarido de dolor.

—¡Maldita sea! ¡Tengo la cara quemada! —clamó Alistair—. ¡No le bastaba a esa estúpida quemarme la mitad del cuerpo!

—Al menos ya no te sangra la oreja —lo consoló el abogado, examinando la masa de carne chamuscada con expresión de repugnancia.

Visto de perfil por el lado derecho, era tarea ardua discernir la naturaleza humana de su compañero.

La indignación cortó el resuello a Alistair.

—¡Me duele tanto que ya no siento nada! Rudd retrocedió para realizar un reconocimiento de cuerpo entero. En el costado derecho de Alistair no quedaban de su chaqueta y su camisa sino negros jirones pegados al torso y el brazo, ambos quemados. Casi todo el cabello de la cabeza y el vello del pecho se habían chamuscado hasta la raíz, y nada quedaba de los párpados. La mera visión de aquella piltrafa dio escalofríos al abogado.

—¿Seguro que no quieres renunciar a tu proyecto de atrapar a la chica?

—¡Ve a buscar algo con que vendarme las heridas! —masculló Alistair.

—El capitán podría regresar en cualquier momento —adujo Rudd. Alistair gruñó.

—Probablemente espere a que amaine la tormenta.

—No parece verosímil que eso suceda a corto plazo. A mi juicio deberíamos marcharnos mientras todavía hay tiempo.

—¡¡No!! —rugió Alistair—. Mataré a esa perra aunque sea lo último que haga, y con mi último suspiro.

—Tal vez lo sea —repuso el abogado, pesaroso—. Es evidente que ha sido más lista que nosotros.

—¡Jamás!

—Voy a ver qué encuentro para aliviar tus quemaduras —propuso Rudd sumisamente.

Recorrió el pasillo con tiento, temeroso de resbalar, y dejando a su paso un reguero de agua. Una vez en la cocina levantó el farol para no chocar con la mesa, y se dirigió hacia la despensa con pasos cautos y chapoteantes. Era costumbre muy extendida guardar los ungüentos y demás remedios en la cocina, donde ocurría la mayor parte de las quemaduras. Rudd confiaba en que su registro de la despensa tuviera éxito, pero antes debía asegurarse de que los dos hombres siguieran inconscientes y no lo agredieran en el momento de abrir la puerta. Dudaba que pudieran hacerle más daño que la joven, pero no estaba dispuesto a correr el riesgo.

Cuando pasaba al lado del comedor, la luz de la linterna recayó en algo que le puso los pelos de punta. Contuvo la respiración y volvió la cabeza, a tiempo para ver a Cerynise con un atizador de hierro suspendido encima de su cabeza. Inmediatamente después la barra cortó el aire con un silbido. Rudd quiso protegerse con el brazo, pero fue demasiado tarde. El impacto del atizador en su cabeza convirtió en gruñido lo que había empezado como grito de alarma. Un agudo dolor reverberó en su cráneo y lo obligó a caer de rodillas, asido al farol con todas sus fuerzas para evitar que también él se viera cubierto de aceite en llamas. En su aturdimiento, se aferró a la falda de la joven, quien alzó una vez más su contundente arma y la dejó caer. Rudd se desplomó de costado, oscurecida la vista casi por completo. Sólo persistía un minúsculo punto de luz, que no sobrevivió al tercer golpe.

—¡Rudd! —exclamó Alistair desde la entrada de la casa, embargada su voz por el pánico.

Cerynise depositó el atizador junto al cuerpo inmóvil del abogado y cogió el farol que había caído al suelo con un ruido, metálico. Sus gestos eran casi serenos. Cruzó sin prisa el comedor, siguiendo con la mirada la luz que proyectaba la llama hasta más allá de la puerta que daba acceso al vestíbulo central.

Viendo acercarse el resplandor, Alistair exhaló un suspiro audible.

—Creía que te había pasado algo. Te he oído gritar. Ante la persistencia del silencio, el chamuscado inglés forcejeó para ponerse en pie.

—¿Rudd? ¿Eres tú, Rudd? ¿Por qué no contestas?

—Temo que no esté en condiciones, Alistair —contestó Cerynise, deslizándose por el vestíbulo como una aparición.

Alistair retrocedió boquiabierto.

—¿Qué le habéis hecho?

La joven, que acababa de dejar atrás la escalera, sonrió y dejó el farol en una mesa.

—Ahorrarle sufrimientos, diría yo.

—¿Queréis decir que... que lo habéis matado? El rostro ampollado de Alistair carecía de expresión; no así su voz, cargada de incredulidad.

—Es posible.

—¿Cómo habéis podido...? —Alistair recordó bruscamente cuanto les había hecho ya Cerynise. De pronto tuvo miedo, hasta el extremo de que se le erizó el poco vello que le quedaba en la nuca—. ¡No te acerques, bruja! ¡Quédate donde estás!

Cerynise siguió adelante, haciendo caso omiso del ultimátum.

—Pero, Alistair, ¿qué os he hecho yo que no hubierais amenazado vos con hacerme a mí?

Alistair abrió los ojos hasta mostrar la esclerótica a Cerynise, en marcado contraste con la piel quemada. Un gemido de pavor salió de sus labios socarrados. La veía muy capaz de liquidarlo inspirándose en las amenazas que le había oído proferir a él.

—¡Eres un demonio!

La propia Cerynise se sorprendía de su aplomo. Jamás había imaginado poder guardar la calma en presencia del peligro. Siempre había temido ceder al pánico en tales situaciones, quedando imposibilitada para ayudarse a sí misma y cuantos la rodeaban. Dio silenciosas gracias a Dios por su sangre fría.

—Veamos, Alistair, ¿con qué derecho dice la sartén al cazo «quítate que me tiznas»? —dijo, riendo entre dientes y escudriñando el renegrido semblante de quien había pasado de cazador a presa. Después metió una mano en el bolsillo, empuñó el revólver y se encogió de hombros—. Pero basta. No está bien hacer bromas cuando salta a la vista que sufrís. —Sacudió la cabeza y cambió de tema—. ¿Y bien? ¿Deseáis ahora seguir el consejo de Rudd y rendiros?

—¡Maldita perra! —bramó el inglés—. ¿Qué puedes hacerme que no hayas hecho ya?

—Ahorraros más sufrimiento. Alistair extrajo una pistola de su chaqueta y dirigió a la joven una torcida sonrisa triunfal.

—¡Ahora me toca a mí, desgraciada! Cerynise echó un vistazo al arma con ojos que reflejaban la luz del farol.

—Antes de matarme, Alistair, ¿os importaría decirme una cosa? ¿Por qué lo habéis hecho? ¿Por qué habéis venido desde Inglaterra a trastocarme la vida? ¿Tanto me odiáis?

—¿Que por qué? —Alistair se mofó de la poca perspicacia de la joven—. Por dinero, naturalmente. ¿Por qué si no?

—¿Dinero? —Ella frunció el entrecejo, desconcertada—. Pero si Lydia os lo había dejado todo. ¿Aún queríais más?

La carcajada del inglés fue seca y estremecedora; de todos modos, Cerynise siempre lo había tenido más por diablo que por hombre.

—¡Criatura estúpida y sin seso! —Alistair hizo una mueca de dolor—. ¡Lydia no me dejó nada! Desde que vivías con ella no tenía ojos para nadie más. Volviste contra mí sus sentimientos. Mandó redactar un testamento nuevo donde te dejaba todos sus bienes. No se le ocurrió legarme ni un mísero penique.

Su respuesta casi excedía la capacidad de comprensión de Cerynise.

—¡Pero si vi el testamento con mis propios ojos! —alegó—. Me lo enseñasteis vos mismo, y en él aparecíais como único heredero.

—Era el testamento anterior, el que había redactado Rudd mucho antes de que Lydia aceptara tutelarte. Preparó uno nuevo a hurtadillas, sin siquiera consultarnos; pero yo, que lo ignoraba, me vi en un callejón sin salida. Sufría el acoso de mis acreedores, que amenazaban con meterme en prisión. Los mantuve a raya cuanto pude, pero la tensión era excesiva y tenía ganas de vivir. La última noche de su existencia... fui a visitarla y puse cicuta en aquel tónico repugnante que bebía cada tarde.

Cerynise se quedó boquiabierta.

—¿Entonces vos...? ¿Lydia no...?

—No, no murió de muerte natural —concluyó él en su lugar, con una mueca de desprecio—. Me cansé de tener que mendigar cada penique que me echaba a los pies, y tomé la iniciativa. —Rió como un demente—. Fue entonces cuando envié a mejor vida a la bruja de mi tía. Dudo que llegara a tomar conciencia de mi intervención. El imbécil de su médico ni se enteró.

—¡Dios mío! ¿Cómo fuisteis capaz? —gimió Cerynise.

—Lo cierto es que fue muy fácil. Me bastó con pensar en lo rico que sería una vez difunta Lydia. Imaginé que en adelante todo saldría a pedir de boca, hasta que descubrí lo que había hecho esa vieja arpía.

A Cerynise le daba vueltas la cabeza. Nada tenían, pues, de extraño las prisas de Alistair por echarla de casa de Lydia... hasta que había descubierto la existencia de otro testamento.

—Por eso vinisteis a buscarme a bordo del Audaz. —Empezaba a comprender el razonamiento que subyacía a los esfuerzos de Alistair por capturarla—. A esas alturas ya habíais averiguado la verdad, y teníais planes de matarme.

Alistair intentó asentir con la cabeza, pero el suplicio ocasionado por el gesto le indujo un temblor incontrolable. Pasaron unos instantes antes de que pudiera continuar.

—Quería matarte. Antes de tu boda con el capitán habría sido fácil y discreto. Como no tenías heredero legal, toda la fortuna de Lydia habría ido a parar a mis manos. —Resolló a causa del dolor—. Cuando tu marido me puso el certificado de matrimonio en las narices creí que todo estaba perdido, pero no me rendí. Nunca me rindo. Decidí seguirte. Nos proponíamos llevarte a Inglaterra, encerrarte en casa de Lydia, y una vez asumida tu tutela debilitarte e impedirte el habla a base de pócimas. Como es lógico, habríamos tenido que obligarte a firmar un testamento en que me lo legaras todo a mí. Al principio, todo sea dicho, habríamos permitido que recibieras visitas, algunos amigos de Lydia que te conocieran... Hasta habríamos contratado a una enfermera para cuidarte, con el objetivo de que nadie sospechara que estábamos envenenándote poco a poco. Después te habríamos enterrado.

—¿No creéis que mi esposo os habría perseguido?

—¡Ah, eso! Estábamos dispuestos a pagar a alguien para que lo matara de modo que pareciera accidental, antes de que ese cerdo pisara suelo inglés. A nadie le habría apenado en exceso su fallecimiento.

—Lo teníais todo planeado, y sin embargo, a excepción de la muerte de Lydia, nada de ello ocurrirá.

Alistair ya había llegado a la misma conclusión. Aun así sonrió con engreimiento, pensando en el poder que le daba el arma sobre la joven.

—¿Os ayudó Rudd a matar a Lydia? —inquirió Cerynise, cayendo en la cuenta de que la desconfianza que le inspiraba el abogado acaso tuviera motivos.

—De eso él no sabía nada. Sólo se convirtió en cómplice cuando maté a otro abogado. Todavía desconoce el envenenamiento de Lydia, pero cuando le ofrecí un tercio de la herencia tuvo que ayudarme. El dinero le hacía tanta falta como a mí. Tiene debilidad por el coñac y otros artículos costosos; o quizá haya que decir «tenía». ¿Crees de veras haberlo matado?

—No os ayudará, si es lo que queréis saber. —Cerynise ladeó la cabeza—. Os he oído decir que habíais apuñalado a Wilson porque trataba de matarme. ¿Era ese el verdadero motivo?

—Rudd lo calificó de necesidad. Alguien le pagaba para matarte en venganza contra tu marido.

—Decís que le pagaban, y sin embargo es posible que Wilson creyera tener motivos suficientes para tomar represalias por iniciativa propia, sin otros incentivos.

Alistair volvió a estremecerse de dolor, y se tambaleó hasta que logró recuperar el equilibrio.

—No sería el primer asesinato por venganza, pero en este caso Wilson no sólo tenía un cómplice sino que había una tercera persona con medios económicos para garantizar el entusiasmo de ambos por la tarea.

—¿Conocéis sus nombres?

—El hombre a quien oí aconsejar a Wilson que permaneciera oculto un tiempo se llamaba Frank Lester. Parece que una noche entraron en esta casa con el objetivo de liquidarte. Frank se jactaba de haberte tirado escaleras abajo y haberte hecho chocar con tu marido.

—Pero ¿cómo es posible que hablaran con tanta despreocupación pudiendo oírlos vos?

Alistair hizo una mueca y deseó tener a mano una cuba de coñac, acaso el único remedio contra su malestar.

—Teníamos habitación justo al lado de la suya en una posada de mala muerte, la única que pudimos permitirnos. Oímos voces por el conducto de nuestra chimenea y aguzamos el oído. ¡Menuda sorpresa me llevé! Recién llegado a Charleston, la primera persona de quien oía hablar a aquellos dos individuos eras tú. Llegué a temer que mi imaginación estuviera gastándome una broma pesada.

—He oído decir que Wilson no se fiaba de los desconocidos, por la gran cantidad de personas que andaban en su busca. ¿Cómo lograsteis aproximaros lo suficiente para clavarle un puñal?

Los labios quemados de Alistair esbozaron una mueca de desdén.

—Nos había visto bajar de un barco procedente de Inglaterra, y cuando le preguntamos por una posada nos indicó la suya. Como es lógico prefería que no le vieran la cara, de ahí que pasase casi todo el tiempo en lugares oscuros o dentro de su habitación. Después de espiar su conversación con Frank Lester lo abordamos en el muelle, pidiéndole nuevas recomendaciones. Como sabía que éramos ingleses y rehuíamos el trato con los nativos, no tuvo reparos en hablar con nosotros.

—¿Planeáis asesinarme mediante algún ardid u os contentaréis con disparar? —preguntó Cerynise, señalando la pistola que empuñaba Alistair.

—Supongo que el método ya no tiene importancia. Teniendo en cuenta mi estado, y sin la ayuda de Rudd, sería descabellado pretender llevarte a Inglaterra. Lo único que espero es tener tiempo para, una vez muerta tú, reclamar parte de la herencia antes de que tu marido ponga precio a mi cabeza y envíe detectives a Inglaterra. —Hizo una mueca de dolor y apuntó a Cerynise en el corazón.

—No puedo decir que haya sido un placer conocerte.

Cerynise había tenido la prudencia de amartillar tiempo atrás la pistola que llevaba en el bolsillo, pero no le pareció disponer de tiempo para extraerla de la falda antes de disparar. Tensó el dedo en el gatillo, pero justo entonces se abrió la puerta de par en par y entró Beau cubierto con su impermeable. Alistair, sobresaltado, miró hacia atrás y se volvió de inmediato a fin de encañonar el pecho del recién llegado.

—¡Nooo! —chilló Cerynise, liberando el mecanismo de disparo en pronta reacción.

Perdido el equilibrio por efecto del disparo, Cerynise no alcanzó a ver con nitidez el chorro de sangre que brotaba del pecho de Alistair, en que había quedado alojada la posta. El villano avanzó entre convulsiones y miró a Beau con una sonrisa irónica en sus labios escaldados. Beau se vio de pronto cara a cara con la muerte, ya que su adversario lo apuntaba con la pistola.

Cerynise gritó por segunda vez, y a punto estuvo su corazón de no seguir latiendo. La caída del percutor protagonizó un brevísimo instante de aterrador y angustioso suspense. Los tres esperaban oír un estallido ensordecedor, pero sólo se produjo un ruido seco de metal contra metal.

Alistair miró la pistola con asombro.

—Debería habérmelo imaginado —masculló, al tiempo que sus dedos dejaban caer el arma—. Se ha mojado. —Se dobló hasta quedar de rodillas en el suelo y contempló el rápido enrojecimiento de su pecho. A continuación ladeó la cabeza hacia Cerynise—. Debería haber seguido el consejo de Rudd y marcharme antes de que me mataras... Siempre has tenido más suerte que yo...

Cayó de bruces al suelo, y después de un estertor entrecortado exhaló el último suspiro.

Cerynise saltó por encima de su cuerpo inerte y corrió hacia su marido, que le tendía los brazos. Sollozando de alivio, se aferró a él sin importarle que estuviera empapado.

—¡Beau! ¡Estaba segura de que iba a matarte! ¡No sabía que fuera a fallarle la pistola!

—Tranquila —dijo su esposo con dulzura—. Quería matarme y ha pagado el intento con la vida.

—Mató a Wilson y Lydia... y a otros —dijo Cerynise entre sollozos—. Me lo ha dicho él mismo.

Beau retrocedió y observó su cara. Después, advirtiendo que la estaba mojando con el impermeable, empezó a despojarse de él.

—¿Mató a Wilson por miedo de que hablara? Cerynise negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas.

—No, nada de eso. Por rocambolesco que parezca, Alistair mató a Wilson porque este se proponía asesinarme a mí. Y tenía un cómplice... La persona de que hablaste con Germaine la noche de la fiesta de compromiso de Suzanne. Frank Lester. A cambio de matarme, tanto él como Wilson recibían dinero de alguien que buscaba vengarse de ti.

—Germaine —musitó Beau con súbita convicción—. Cuando estábamos en el porche le faltó muy poco para amenazarnos. Reconozco que entonces no me lo tomé muy en serio, pero debí de subestimarla.

Cerynise miró a Alistair y apartó la vista con un escalofrío.

—¿Qué piensas hacer con ella?

—Dejársela al alguacil —repuso Beau, al tiempo que cubría el cadáver con el impermeable—. No quiero verle la cara a esa hija de mala madre.

Volvió atrás para cerrar la puerta. Después cogió a Cerynise de la mano y echó a caminar, dando un rodeo para no tropezar con el cadáver. La única luz en toda la mansión era la de un farol puesto encima de una mesa. Por mucho que Beau aguzara la vista, nada delataba la presencia de criados en la casa.

—Pero ¿qué les ha pasado a los hombres? ¿También los ha matado Alistair?

—A Dios gracias no —contestó Cerynise—. Moon y Thomas están encerrados en la cochera, y Jasper y Cooper en la despensa...

—¿En la despensa? —inquirió Beau con sorpresa, apoderándose del farol—. ¿Los ha metido Alistair?

—Sí, con ayuda de Rudd, pero la última vez que he abierto la puerta tanto Jasper como Cooper estaban inconscientes.

Cuando llegaron junto a los restos de porcelana y flores diseminados por la escalera y el suelo de mármol, Beau se detuvo y levantó un poco más el farol.

—¿Qué ha ocurrido aquí?

Cerynise echó un vistazo al desbarajuste que ella misma había provocado.

—De alguna manera había que frustrar los pérfidos planes de Alistair.

Beau ladeó la cabeza.

—¿Y en qué consiste exactamente esa manera? Ella se encogió de hombros. Empezaba a darse cuenta del valor del jarrón. Quizá hubiera sido mejor guardarlo en el armario de la ropa blanca, como a Marcus.

—He tirado el jarrón a Alistair desde arriba. Le ha rebanado la oreja.

Beau rió entre dientes, a la vez divertido y desconcertado.

—¿Que el jarrón le ha rebanado la oreja?

—A Alistair no le ha sentado nada bien. Amenazaba con cortarme la mía con una sierra.

—Al entrar y verlo pensé que había estado en el infierno y se las había arreglado para regresar —comentó Beau con una sonrisa—. ¿Qué más le has hecho? ¿Pasarlo por la parrilla?

—Verás, le lancé un apoyalibros al farol que llevaba, se rompió el vidrio y se le cayó encima todo el aceite encendido. Salió para apagar las llamas con la lluvia, pero al volver ya no era el mismo. Rudd tampoco.

Beau no salía de su asombro, y se limitó a mirar a su esposa fijamente. Si bien no la conocía capaz de tales tácticas, se alegraba enormemente de que hubiera tenido la fortaleza necesaria para evitar que aquel par de criminales lograra sus propósitos, y salir indemne a la postre.

—¿Dónde está Rudd?

—En la cocina. —Cerynise se mordió el labio, nada satisfecha de lo que se había visto obligada a hacer—. Espero no haberlo matado, pero tenía que asegurarme de que permaneciera inconsciente mientras me ocupaba de Alistair.

El asombro de Beau crecía.

—¿Qué le has hecho?

—Golpearlo con un atizador.

—¡Cielo santo! ¿Debo entender que tú sola has dado su justo merecido a esos dos canallas?

Ella se encogió de hombros, asintiendo con timidez.

—Algo tenía que hacer, Beau. Pensaban llevarme a Inglaterra, y a la larga me habrían matado para que Alistair se posesionara de la herencia...

—Tenía entendido que ya lo había heredado todo... ¿O era cierto lo que te dijo en su última visita?

—Eran todo mentiras, al menos desde el día en que averiguó que Lydia había modificado el testamento para legármelo todo a mí. —Cerynise apoyó la cabeza en el hombro de su esposo—. Buen susto debió de llevarse, habiéndome echado ya de casa de Lydia.

—De ahí su insistencia en reclamarte como pupila.

—Quería verme difunta en suelo inglés, en presencia de testigos, a fin de erigirse en heredero universal como único pariente vivo de Lydia.

Beau se detuvo al ver en la oscuridad de debajo de la escalera algo muy semejante a un espectro volador. Aguzó la vista.

—¿Qué demonios es eso?

—¡Ah, sí, mi amigo el fantasma! —dijo Cerynise, señalándolo con un ademán—. Me ha ayudado a dejar a Rudd sin resuello.

Su marido se la quedó mirando, pasmado por su inventiva.

—Pero ¿qué es?

—Un cazo grande con un saco de harina dentro y una sábana encima —explicó la joven, orgullosa de su creación—. Me parece que Alistair y Rudd hasta lo han tomado por un fantasma de verdad, al menos durante unos segundos. Gritaban como si los persiguiesen todas las almas en pena del purgatorio. Beau rió.

—¡Mi queridísima esposa! ¡Y pensar que me lo he perdido todo!

—¿Saldremos hacia Harthaven dejando a Alistair dentro de la casa? —preguntó Cerynise con inquietud, volviendo a lo que de veras le preocupaba.

—A decir verdad ya no considero que el viaje sea necesario —repuso Beau—. La tormenta ha cambiado de dirección y ahora sopla hacia el mar. Podemos permanecer aquí sin riesgo alguno, a menos que dé media vuelta.

Cerynise exhaló un hondo suspiro de alivio.

—Después de lo que he pasado esta noche no me apetecía en absoluto un viaje tan largo. Probaría un poco de ese coñac tuyo para tranquilizarme, si no fuera porque aún estoy dando el pecho.

Tendió las manos a Beau para enseñarle cómo le temblaban desde que había vuelto él.

—¿Qué has hecho con nuestro hijo durante toda la aventura? —inquirió Beau.

—Encerrarlo en el armario de la ropa blanca del piso de arriba. —Cerynise se puso de puntillas para besar los labios de su esposo—. Voy a buscarlo.

—Mejor espera a que te encienda alguna luz. El resto de la casa está más oscuro que una cueva de murciélagos. Al llegar a casa y verlo todo tan negro he creído que te habías marchado.

—He apagado las lámparas para tener localizados a ese par de maleantes. No podían recorrer la casa sin farol, y eso me ha facilitado seguirles la pista.

Beau encendió una lámpara y se la dio.

—Me hago cruces de que tengas tantos recursos. También me enorgullece que hayas defendido tan bien a tu familia.

—Alistair y Rudd me obligaron. —Cerynise cogió el farol, suspirando—. Era lo mínimo que podía hacer.

—Por lo que cuentas, estoy seguro de que has estado espléndida. ¡Cuánto lamento no haberlo presenciado!

—Tú les habrías dado su merecido en un santiamén. —Cerynise tomó una decisión y asintió con la cabeza para confirmarla—. La próxima vez que tengas que amarrar tu barco antes de una tormenta te acompañaré, o me llevaré a tu hijo a Harthaven al primer indicio de mal tiempo. No me veo capaz de pasar otra velada como la que acabo de vivir.

Beau le besó tiernamente la coronilla.

—Si eso te tranquiliza, amor mío, me comprometo a quedarme a tu lado cada vez que se aproxime una tempestad. ¿Te parece bien?

—¡Sí! —Cerynise lo miró y sonrió—. De esa manera estaré segura de que tú también te encuentres a salvo. El hecho de que mis padres murieran durante una tormenta hace que tema por tu integridad cada vez que hace mal tiempo.

—No te preocupes. Yo tengo las mismas ganas de volver a casa y tenerte a mi lado.

Ella exhaló un largo suspiro de alivio.

—Lo sé, pero seguiré rezando y encomendando a los cielos que te protejan, por mi bien y el de Marcus. Beau, sonriente, señaló la escalera con el brazo.

—Ve a buscar a nuestro hijo. No lo he visto en todo el día, y quisiera dedicarle cierto grado de atención paterna.

—A sus órdenes, mi capitán.

Cerynise asintió con la cabeza y se apresuró a llegar a la escalera, esquivando los trozos de porcelana.

Cuando abrió la puerta del armario descubrió que su hijo apenas había empezado a despertarse. Lo cogió en brazos y murmuró palabras tiernas contra su mejilla.

—Tu papá está abajo, corazón, y tiene ganas de verte.

La luz del farol hizo parpadear a Marcus, que se desperezó e hizo sonreír a su madre con un bostezo.

Cuando Cerynise entró en la cocina, la halló completamente iluminada. Sentados a la mesa, y todavía aturdidos, Jasper y Cooper se sometían a los cuidados de su patrón, que estaba vendándoles la cabeza. Moon y Thomas, atados hasta entonces en la cochera, no habían sufrido lesiones. En cuanto a Rudd, seguía con vida, pero era imposible averiguar su estado ni si volvería en sí.

Moon y los criados se sentaron en torno a la mesa de la cocina y prestaron atención a las hazañas de Cerynise tal como las explicaba Beau. Saltaba a la vista la estupefacción general que suscitaba el ingenio de la joven y la entereza con que. ella sola había plantado cara a los villanos. A la luz de la adoración que profesaba a su marido, todos hallaron natural que abriera fuego contra Alistair después de que este hubiera intentado matar a Beau.

—Ha sido un día muy conflictivo —declaró Cerynise, concentrándose en otros asuntos—. Tengo hambre. ¿Dónde está la comida que había empaquetado Philippe antes de partir hacia Harthaven?

Beau señaló con la cabeza dos cestas colocadas en una mesita.

—Me parece que a todos nos irá bien comer un poco, amor mío. —Miró a los hombres para verificar su asenso—. ¿Todos de acuerdo?

—Como que soy perro viejo, capitán —replicó Moon con jovialidad—. Mi estómago está que muerde, y con vuestro permiso me tomaré un traguito del ron que llevo para que se me queden quietecitas las manos. —Mostró las nudosas extremidades, cuyo temblor exageró para mayor efecto sobre la audiencia—. Aún no se me ha pasado el susto de ver a ese Rudd apuntándome a la cara con una pistola. Temblaba más que yo.

—Creí observar ciertas dificultades en ese mismo sentido cuando me amenazó a mí con el arma —repuso Beau con una risa burlona—. Más que miedo de que apretara el gatillo, lo tuve de que se le disparara sin querer. Y puedes beber cuanto quieras, Moon. Teniendo en cuenta lo que acabas de pasar, seguro que te conviene un trago fuerte. Os lo digo a todos. No tengáis reparos en tomar algo más que té y café. El armario de las bebidas está abierto en el salón. Servios libremente.

—Ojalá encontrara yo una manera de tranquilizarme —suspiró Cerynise.

Su marido le sonrió por encima de la cabeza del mayordomo, a la que estaba acabando de vendar.

—Quizá cumpla ese propósito la sugerencia que has hecho esta mañana. Acaso te convenga probarlo más tarde.

Cerynise lo miró con ojos brillantes en que se leía un acuerdo sin reservas.

—Ten por seguro que lo haré, pero ahora mismo me muero de hambre.

Beau cogió en brazos al bebé, dejando a Cerynise las manos libres para desempaquetar las vituallas. En poco tiempo, los hombres tuvieron delante una cena suculenta. Beau cogió una silla y tomó asiento al lado de su esposa, que tenía un agujero en el bolsillo.

—El disparo contra Alistair te ha destrozado el vestido —dijo, tocándolo.

Cerynise metió la mano y examinó con tristeza el orificio, cuyo calibre le permitía introducir tres dedos.

—Para serte sincera no esperaba que hiciera tantos destrozos.

Moon se echó a reír con socarronería, ajeno a toda compasión por quien había tratado de raptarla.

—¡Imaginad lo que le habrá hecho al bueno de Alistair Winthrop!

Cerynise cayó en la cuenta de que al bajar al vestíbulo no había visto el cuerpo de Alistair.

—A propósito, ¿dónde lo habéis puesto?

—Moon y Thomas han llevado el cadáver a la cochera —contestó Beau—. No tenía sentido dejarlo en el recibidor, para que tropezáramos todos con él. Es de esperar que mañana por la mañana haya amainado del todo la tormenta. Si tengo razón, podremos salir en busca del alguacil en cuanto se haga de día. Le interesará oír lo de Frank Lester y mis demás sospechas.

Si se confirmaba que Germaine era cómplice de un intento de asesinato, no le cupo duda a Cerynise de que la justicia la castigaría en proporción a su delito. Se estremeció al pensar en el veredicto del jurado, y se preguntó si en Charleston había sido ahorcada alguna mujer. Hombre o mujer, el tema era demasiado truculento.

—Hablemos de otra cosa. Beau accedió a su petición.

—El señor Oaks me ha informado esta tarde que su boda con Bridget ya tiene fecha. Será la segunda semana después de que vuelva del Caribe.

—¡Qué alegría! —exclamó Cerynise; pero, dándose cuenta de que perdería a Bridget, su gozo se trocó en pesar—. La echaré mucho de menos.

—No tendrás motivos —la tranquilizó su esposo—. Bridget seguirá en su puesto de doncella, y te acompañará como tal en nuestro próximo viaje, para satisfacción del señor Oaks. Claro que tendrá que alojarse en el mismo camarote que él, porque también nos acompañarán mis padres.

—¿Sabéis qué os digo, capitán? —intervino Moon, risueño—. Que podríais plantearos llevar pasajeros de manera regular. No hay mejor barco que el Audaz.

Beau sonrió y negó con la cabeza.

—No; me divierte demasiado cargar el barco de toda suerte de artículos para el regreso a las Carolinas, y dudo que los pasajeros estuvieran dispuestos a pagar el equivalente a los beneficios que obtengo.

—Bien, pues ya que rechazáis esa propuesta tengo otra que haceros. Me he enterado de que últimamente Billy Todd anda soñando con una carrera naval. Si fuera cierto, os haría falta un grumete como yo para serviros a bordo de ese barco tan elegante que tenéis.

—Es una posibilidad —admitió Beau; y añadió riendo—: Ahora bien, tendrías que aguantar a monsieur Philippe.

Moon torció el gesto y frunció el entrecejo.

—No querríais escoger entre los dos, ¿verdad, capitán?

Beau negó con la cabeza, como si acabarán de presentarle un angustioso dilema.

—Mucho me temo que en ese caso no prescindiera de Philippe. Durante los últimos años me he aficionado a sus dotes culinarias.

Enfrentado a la decisión del capitán, Moon hizo una mueca y probó con cautela otra croqueta de almeja. Tras masticarla con semblante pensativo, suspiró y dijo:

—Supongo que si no hubiera más remedio acabaría acostumbrándome a estas cosas.

—Tendrás que hacerlo si quieres navegar a mis órdenes —declaró Beau con franqueza. Moon lo miró con ojos entrecerrados.

—Sois duro negociando, capitán —se quejó. Beau rió entre dientes.

—Cierto.

Al alba lo peor de la tormenta quedaba atrás. Cuando dieron las nueve las autoridades ya habían visitado la residencia de los Birmingham, de la que salieron llevándose los restos de Alistair, así como al maltrecho Rudd. Más tarde quedó establecido que el abogado sufría una fractura de cráneo, pero que tenía muchas posibilidades de recuperarse. Lo más probable en ese caso era que pasara en prisión el resto de sus días. Siempre existía la posibilidad de que lo ahorcasen, pero dependía del jurado optar por una cosa u otra. Más suerte tuvieron los criados heridos: Jasper y Cooper habían mejorado mucho, y se dedicaban ya a devolver su esplendor original a la mansión.

Por la tarde el alguacil informó a Beau que Frank Lester había admitido su colaboración con Wilson en el intento de homicidio contra Cerynise. También había confesado que la idea procedía de Germaine Hollingsworth, quien decía haber sufrido una ofensa por parte de Beau. En el momento del arresto, la joven había negado su culpabilidad con gritos de arpía. Su padre, ultrajado por que difamaran de ese modo a su adorada hijita, había amenazado con expulsar de su cargo al alguacil, pero Gates se había mantenido firme y se había llevado detenida a Germaine.

—¡Qué alivio! —suspiró Beau tras la marcha del alguacil—. Por fin puedo dejar de inquietarme por tu seguridad.

Cerynise lo cogió por la cintura y apoyó una mejilla en su pecho musculoso.

—Y yo dejar de sentirme prisionera en mi propia casa.

Beau se agachó para mirarle la cara.

—¿Qué os gustaría hacer fuera de casa para celebrar vuestra libertad, señora? ¿Ir al teatro? ¿Salir a cenar? O quizá os apetezca más ir a ver a la modista. A menos que prefiráis un paseo en carruaje...

Cerynise ladeó la cabeza, pensativa.

—No hay en toda la ciudad mejor cocinero que Philippe. Tampoco tengo especial inclinación por visitar a madame Feroux y oír sus cotorreos. No hay nada en cartel que no hayamos visto ya, y en este momento no me atrae demasiado pasear en carruaje.

—Decidme entonces, señora, qué os place. Los labios de Cerynise se curvaron de manera insinuante. Se puso de puntillas y susurró junto a la mejilla de Beau:

—Me placería mucho hacer travesuras en el estudio. ¿Os interesa?

—Desde luego, señora —repuso él con ojos relucientes y amplia sonrisa—. Es la respuesta que esperaba.

Y con rostro alegre le ofreció el brazo y la acompañó hasta el estudio, cuya puerta cerró con llave.