12

TRANSCURRIDO más de un mes desde su regreso, Cerynise bajó a desayunar mucho más tarde de lo habitual, vestida con una bata de pintor y dando señales de haber hallado al fin fuerzas para retomar su trabajo. El tío Sterling ya se había instalado en el comedor, cuyos ventanales se asomaban al jardín. Había estado disfrutando con entusiasmo de la primera comida del día, pero al ver entrar a Cerynise se levantó como todo un caballero.

—Empezaba a preguntarme dónde estabas, querida —la saludó jovialmente—. Por favor, perdona que haya empezado sin ti. Esta mañana tengo una cita a primera hora, y no debo llegar tarde.

Ella echó un vistazo a los huevos al plato, pasteles de maíz, salchichas y compota de manzana expuestos en la mesilla, y tragó saliva con dificultad. La criada entró en la sala con torpes andares, cargada con un plato caliente que colocó ante la muchacha. Cerynise, sin embargo, negó con la cabeza.

—Gracias, Cora, pero creo que esta mañana sólo voy a tomar té.

La anciana llenó una taza y se la sirvió junto con un par de verdades muy bien cantadas.

—Señorita Cerynise, deberíais comer más. Coméis menos de lo que le hace falta a un grillo para sobrevivir.

Cerynise levantó la taza, pero su estómago escogió ese momento para dar una lenta vuelta sobre sí mismo, llevándola a sentirse como a bordo del Audaz en los primeros días del viaje. Se apresuró a dejar la taza en su sitio y apartar la mirada.

—¿Te ocurre algo? —preguntó el tío Sterling, que al levantar la vista del plato reparó en que su sobrina tenía los ojos cerrados y el semblante pálido.

—No.

Al erguirse, Cerynise descubrió a su tío en el proceso de untar mermelada de naranja muy espesa en un bollo caliente de maíz. Desplazando con tiento su mirada, vio que el té de su propia taza realizaba un extraño movimiento de vaivén. Quiso afianzarla con mano temblorosa, pero advirtió de inmediato que no era la taza la que se movía, sino su estómago. Sus manos empezaron a temblar; las retiró de la mesa y las entrelazó en el regazo.

—Sí, sí que ocurre algo —aseveró el tío Sterling, soltando el bollo—. Esta mañana te veo blanca como vela de barco, querida. ¿Qué te aflige? ¿Tienes fiebre?

Aplicó los dedos a la frente de la joven para juzgar por sí mismo.

—No, estoy muy bien —musitó ella con una voz débil y poco convincente. Se sentía bien, en efecto... salvo por su incapacidad de retener alimentos en el estómago... y aquella extraña lasitud que no la había abandonado ni un momento desde su primera aparición, todavía a bordo del Audaz—. Estoy un poco cansada, nada más.

—No me extraña —contestó el tío Sterling, retomando asiento—. A juzgar por lo alicaída que te veo, debes de estar aburrida después de la excitación del viaje. Una chica joven como tú debería salir, hacer nuevas amistades, ir a bailes, qué sé yo... Quizá te animaras un poco dando un paseíto. Hace un día espléndido, y no creo que mi cita me tenga ocupado más de una hora. Cuando vuelva confío en que me concedas el placer de tu compañía para una pequeña caminata.

—Si insistes —accedió Cerynise con apatía, incapaz de sentir entusiasmo por la propuesta.

No obstante sus pormenorizadas explicaciones a Beau sobre la necesidad de montar un estudio y reanudar su labor pictórica, había hecho muy pocos progresos en esa dirección. Para colmo, cuando su tío le había propuesto reunirse con viejos amigos de la familia, ella se había negado educadamente, porque no le apetecía salir ni ver a nadie.

—Podríamos pasear por Broad Street y hacer unas cuantas compras —sugirió él. Era una actividad que gustaba a todas las mujeres, y él, por su parte, sentía ganas de salir con su sobrina del brazo—. Tengo entendido que hay excelentes modistas en la ciudad.

Cerynise no supo si reír o llorar. Lo último que le convenía era someterse a las mediciones de una costurera. El alboroto habría sido mayúsculo. Sin embargo, su querido, atento y docto tío estaba tan preocupado por ella que se imaginaba que un vestido nuevo podría sacarla de su abatimiento. Cerynise sabía que Sterling sabía muy poco sobre la moda femenina, pero aun así se mostraba dispuesto a invertir tiempo y dinero en acompañarla a diversos sastres, con la esperanza de levantarle el ánimo.

Le sonrió dulcemente.

—Me encantaría poder acompañarte, tío Sterling, pero quizá sea mejor que visitemos algunas librerías. Confieso que en este momento no estoy de humor para comprar telas o discutir de moda.

El alivio del profesor hizo reír a Cerynise, agradecida por el sacrificio que había estado dispuesto a hacer por ella.

Sterling no tardó en acudir a su cita, no sin antes obtener de su sobrina la promesa de que comería algo. Apenas ingerida una minúscula porción de pastel de maíz, el estómago de Cerynise se revolvió. La joven logró regresar a su habitación justo a tiempo, pero se sintió tan débil que tuvo que tumbarse en la cama. Las náuseas acabaron por remitir, permitiéndole dedicarse con desgana a los preparativos del paseo.

Una hora después, cuando volvió su tío, Cerynise lo estaba esperando en el vestíbulo. Se había puesto un vestido de lana azul con adornos de terciopelo marrón y un cuello alto del mismo color. Era el único de sus vestidos de a diario lo bastante holgado para poder llevarlo sin corsé. Como casi no hacía frío había desechado la idea de ponerse capa, sustituyéndola por un chal de cachemir con estampado azul claro y marrón, cuya longitud y anchura le permitían cubrirse bien los hombros. Llevaba el pelo perfectamente recogido, y encima un elegante sombrero azul atado al cuello, con un bonito copete de plumas de faisán. Su sonrisa indicaba falta absoluta de preocupaciones, pero la realidad era muy distinta.

—¡Ya estás lista! —exclamó Sterling, complacido por su encantador aspecto. Le ofreció el brazo con galantería—. ¿Vamos?

El día era soleado, el cielo azul, y perfumaban el aire las primeras fragancias primaverales, en proporción justa para estimular a los sentidos. Cerynise veía por doquier hombres y mujeres de elegante atuendo entrando o saliendo de los comercios, testimonio indudable de la prosperidad de Charleston. Adivinó que algunos procedían de plantaciones cercanas, y otros acaso de la zona de molinos a orillas del río Ashley, cuando no de lugares todavía más alejados. Entre el parsimonioso acento de los habitantes de Carolina, sus oídos detectaron algunos ejemplos de pronunciación nasal norteña. Había asimismo una generosa representación europea por todas las calles que recorrieron. Después de haber vivido en una ciudad tan inmensa como Londres, Cerynise tenía dificultad en considerar a Charleston como una gran metrópoli, mas no por ello dejaba de tener sus encantos. Casi todos sus ciudadanos parecían combinar amor por la aventura, sagacidad comercial y genuina hospitalidad sureña, todo lo cual convertía las compras en una experiencia sumamente agradable. Cerynise participó en más de una entretenida conversación con tenderos y dependientes. Ora se hacían fugaces observaciones sobre el templado clima del mes de marzo, ora se intercambiaban desenfadados comentarios sobre las diversas obras de teatro en cartel. Tras sorprender en sí los efectos hilarantes de alguna reflexión ingeniosa, Cerynise cayó en la cuenta de que el mero hecho de salir de casa había contribuido en medida considerable a levantarle el ánimo.

O así fue hasta que ella y su tío doblaron en una esquina a tiempo de ver que un elegante carruaje se detenía ante un establecimiento de modas. La propietaria, madame Feroux, era una de las modistas de mayor prestigio de Charleston. Se apeó del coche un hombre alto y ancho de hombros, que tendió una mano para facilitar el descenso de su acompañante femenina. La joven dama era una beldad de rasgos tan delicados que Cerynise se habría detenido a admirarla, de no haber reconocido ya a su esposo en el pasajero varón del carruaje. A partir de entonces se adueñó de ella una aguda aflicción, a la que se mezcló una dosis de celos nada desdeñable.

Beau acogió con risas algún comentario de la arrebatadora beldad, mostrando sus dientes blancos en marcado contraste con su piel morena. Iba excepcionalmente bien vestido, fiel en todo a su condición de miembro de la aristocracia carolinense. A decir verdad, ningún dandi de Londres habría estado a la altura de su gallardía. Su elegante chaqueta gris con faldones combinaba de maravilla con unos pantalones grises de rayas finas y un chaleco de seda también a rayas, más anchas estas. Una corbata de seda gris perla proporcionaba un vistoso toque final al elegante atavío. El hecho de que no estuviera del todo bien colocada bajo el cuello rígido de la camisa blanca llevó a Cerynise a formularse la dolorosa pregunta de si su amiguita habría intervenido en semejante exhibición de galanura. La chistera de Beau, gris oscuro, estaba un poco ladeada sobre su pelo negro. El atractivo del capitán, lejos de haber menguado, era si acaso todavía más deslumbrante que un mes atrás. Saltaba a la vista que su menuda y morena acompañante compartía dicho parecer', porque se arrimaba a él y le rozaba la mano con sus senos, poco pronunciados, al tiempo que le sonreía de modo encantador y aplicaba la punta de los dedos a su fornido pecho.

—¡Pero bueno, Beau! —dijo con voz cantarina—. ¿Dónde están vuestros modales? No creo que sea esperar demasiado que... —Se interrumpió al darse cuenta de que él ya no le prestaba atención. Confusa, siguió la dirección de su mirada hasta el origen de la distracción, y una arrogante contrariedad se apoderó de sus ojos oscuros, posados en la hermosa joven de cabello cobrizo en cuya visión se hallaba absorto el capitán.

Beau se apartó a un lado, separándose con destreza de su acompañante; y no era tarea fácil, porque lo tenía cogido por la solapa. Después sonrió y levantó cortésmente el sombrero para saludar a su esposa.

—Es un placer volver a veros, Cerynise. Lo. tuvo por el saludo más sincero que había hecho en su vida. No había visto a Cerynise desde su precipitada salida de casa de su tío, pero no podía decirse que hubiera dejado de pensar en ella. Al contrario, lo había hecho a todas horas. El período de separación había sido un verdadero tormento, una imparable sucesión de recuerdos. Cuando había ayudado a Sterling Kendall a cargar en un carruaje las pertenencias de su sobrina, todos sus sentimientos lo habían conminado a pedir nuevas de ella, pero se lo había impedido su terco orgullo. Cerynise se había mostrado tan firme en su voluntad de conseguir la anulación que Beau había confiado en mitigar su rabia a base de ignorarla por completo, hasta el punto de negarse a consultar a su abogado, puesto que lo contrario habría hecho rebrotar su ira. Al final, lo que pretendía ser un castigo se había convertido en un infierno para él. Así pues, no se sorprendió en absoluto de que la aparición de su esposa lo deleitara de ese modo. Sus ojos se recrearon en ella con auténtica voracidad, y tardó cierto tiempo en acordarse de que también iba acompañada.

—Profesor Kendall, qué alegría volver a veros.

—Lo mismo digo —repuso Sterling con jovialidad, ajeno a la corriente emocional que unía a su sobrina y el capitán.

No así la Venus de bolsillo. Cada vez que un hombre miraba a una mujer en su presencia como estaba haciendo Beau Birmingham en aquellos instantes, tendía a ponerse furiosa como un felino en posición de ataque. Nunca se había visto en una situación en que tuviera que compartir la atención de un hombre con otra mujer, ya que era muy popular y gozaba de todo un ejército de admiradores, hecho que le permitía escoger a sus acompañantes. La circunstancia de que entre la población masculina de Charleston fuera Beau Birmingham el más reticente hacia ella, acaso el más rico y con toda certeza el más apuesto no hacía más que dar firmeza al propósito de llevarlo al altar con una cuidadosa estrategia de seducción. Aquella Afrodita de melena cobriza a quien Beau admiraba con tanto fervor era indisputablemente una rival a eliminar de un modo u otro.

La damisela tiró de la manga de su acompañante, tratando de doblegar la persistencia, de su escrutinio. Beau miró alrededor con desconcierto, y por un instante se fijó en ella como si no la conociera. Tomando súbita conciencia de su falta de modales, se apresuró a hacer las presentaciones.

—Cerynise, os presento a la señorita Germaine Hollingsworth. Germaine, sin duda os acordaréis de Cerynise Kendall...

Germaine frunció el entrecejo y parpadeó con sus largas pestañas, mostrándose muy convincente en su ficticio desconcierto.

—No, Beau, me temo que no. Él se mostró azorado.

—Perdonad. He supuesto qué vuestros caminos se habrían cruzado en un momento u otro.

Era una conjetura razonable, teniendo en cuenta que Germaine sólo aventajaba a su esposa en uno o dos años; de hecho, la negativa de la joven no quitaba que la suposición fuera cierta. Cerynise se acordaba perfectamente de ella. La hija mimada de los Hollingsworth había asistido a la misma academia a la que enviaban a sus hijas la mayoría de las familias ricas y los padres relacionados profesionalmente con la educación, a fin de que fueran instruidas como convenía a las jóvenes de su edad y condición social. Germaine había figurado entre las que disfrutaban atormentando a una muchacha de doce años algo desgalichada y reacia a creer que en el mundo todo fuera cuestión de sombreritos y pretendientes. Más de una vez, en presencia de Germaine y sus amigas, Cerynise se había visto convertida en blanco de unas lenguas capaces de arrancar la piel a un cocodrilo. Sin embargo, en proximidad de un varón atractivo, esas mismas damiselas tenían la habilidad de enmascarar sus crueles aficiones con camaleónica presteza, y derramar miel con cada sílaba que pronunciaban.

—Beau, querido, no nos entretengamos más tiempo —urgió Germaine a su acompañante—. Me habíais prometido...

—Llevaros al establecimiento de madame Feroux. —Beau hizo un gesto con el brazo, señalando el comercio que tenían a sus espaldas—. Ya habéis llegado.

—¡Vaya, qué tonta soy! —Germaine rió, fingiéndose avergonzada por tan bobo error—. ¡No me había dado cuenta de dónde estábamos! —Parpadeando, miró a Beau con una expresión de súplica que a Cerynise se le antojó digna de un lobo hambriento—. Siendo tan menuda, siempre me cuesta horrores decidir qué me sienta mejor, y todo el mundo está de acuerdo en que poseéis un gusto exquisito, Beau. Por eso me preguntaba si no podríais ayudarme a...

—Me temo que no —contestó él sin mirarla siquiera, tal era la fijeza con que observaba a Cerynise.

Esta, si bien a su pesar, quedó fascinada por las coquetas tentativas de la otra joven. Germaine apretó sus bonitos labios, pero no estaba dispuesta a darse por vencida.

—¿Cómo podéis tratarme tan desconsideradamente, Beauregard Birmingham? He oído rumores de que sois un curtido capitán de barco, pero eso no os exime de ser asimismo un caballero, y ningún caballero se opondría a que una dama...

—¿Lo soy? —inquirió Beau distraídamente.

—¿Si sois qué? —preguntó Germaine, enfurruñada.

—Un caballero. —Aunque en principio la pregunta se dirigiera a Germaine, Beau no cesó de mirar a su esposa—. ¿Diríais vos que es cierto, Cerynise?

Cerynise tomó vaga conciencia de que su tío había pasado a mirarlos con mayor detenimiento, desconcertado sin duda por el intenso rubor de su sobrina y los súbitos temblores que se habían apoderado de ella. No queriendo alabar a su esposo en presencia de aquella coqueta de tres al cuarto, dio la respuesta más diplomática que se le ocurrió.

—Si no lo fuerais, señor mío, dudo que desearais oírlo de mi boca —repuso con voz que a ella misma le sonó tenue—. Por lo contrario, si elogiara vuestro modo de ser en beneficio de vuestra acompañante, ignoro cuáles serían las consecuencias.

¿Acostaros con ella?, se preguntó con pesar.

Percibiendo su tensión, Sterling carraspeó y dijo:

—¿Tenéis pensado quedaros mucho tiempo en Charleston, capitán Birmingham?

—Quizá un poco más que de costumbre, profesor Kendall. Hay asuntos importantes que reclaman mi atención. —El hecho de que Beau mirara justo entonces a Cerynise parecía designarla a ella protagonista de dichos asuntos—. Espero seguir aquí hasta mediados del verano, y quizá más tiempo.

El desconcierto de Sterling crecía por momentos.

—¿Es eso señal de que ha perdido vigor vuestra fascinación por el mar?

Beau se encogió de hombros.

—Yo no diría exactamente eso, pero hace un tiempo que me absorben otros intereses, y querría verlos solucionados antes de pensar en un nuevo viaje.

Cerynise tuvo la seguridad de que se refería a la anulación, pero en ningún caso era suya la culpa del retraso. Ya hacía más de un mes que aguardaba la llegada de los documentos, y empezaba a sospechar que no se produciría. Era imposible que a Beau se le hubiera olvidado, aunque, teniendo en cuenta lo resuelto que estaba a permanecer soltero, quizá creyera disponer de todo el tiempo del mundo. Lo habría azorado averiguar lo contrario.

Germaine acogió con entusiasmo el anuncio de una larga estancia por parte del capitán.

—¡Oh, Beau, sería tan agradable teneros en Charleston! Creo sinceramente que os divertiríais mucho en el Baile de Primavera de este año, y dado que todavía no tengo compromiso... En fin, ya hablaremos de ello más tarde. De todos modos, siempre me ha parecido terriblemente peligroso zarpar a esos países tan lejanos. Cada vez que os marcháis me pregunto si regresaréis. Ahora ya no tengo motivos de inquietud, al menos por un tiempo.

—Si nuestros antepasados hubieran temido el peligro, dudo que estuviéramos ahora donde estamos —contestó Beau con frialdad, y una vez más sin hacer siquiera el ademán de volverse hacia la joven.

—Confío en que los asuntos que os retienen en tierra progresen sin dificultades, capitán —murmuró Cerynise. No pudo resistirse a añadir un comentario que recordara a Beau que la anulación corría a su cargo—. Quizá hayáis estado tan atareado que ya no os acordéis del señor Farraday.

—¿El señor Farraday? —dijo Germaine con perplejidad—. ¿Se refiere al abogado?

No obtuvo respuesta, porque ninguno de los presentes le prestaba atención. Sterling estaba demasiado absorto en su sobrina y el capitán. Cerynise, por su parte, vio tensarse amenazadoramente la mandíbula de Beau, y no logró sacudirse de encima su inerme fascinación. Beau la miraba con tal grado de frialdad que, de haber sido un vil pirata, no habría tardado en atravesarla con su espada. Su esposa no dejaba de darse cuenta de que había vuelto a contrariarlo, pero no entendía el motivo. A fin de cuentas, la anulación era idea de Beau.

—En adelante haré cuanto sea necesario para acelerar mis tratos con el señor Farraday, señorita Kendall —contestó Beau fríamente, subrayando las dos últimas palabras—. Que paséis los dos un buen día.

Tras despedirse de Sterling con una seca inclinación de la cabeza, colocó una mano bajo el brazo de Germaine, que quedó agradablemente sorprendida, y entró con ella en la tienda.

Sterling titubeó antes de ofrecer a su vez el brazo a Cerynise. Como esta seguía con la vista perdida y la cabeza vuelta hacia donde se había marchado la pareja, su tío le cogió una mano suavemente. Cerynise siguió sus pasos con rigidez, como una muñeca sin vida.

—Tenía ganas de preguntarte por esos documentos, querida. ¿Estás segura de que deseas la anulación?

Cerynise seguía tan aturdida que no oyó la pregunta. No hacía más que recriminarse con dureza haber ahuyentado a Beau, dejándolo, para colmo, en las garras de Germaine Hollingsworth. Parecía que en todo lo relacionado con Beau estuviera condenada a desempeñar el papel de necia. Habiendo destruido torpe y sistemáticamente todas sus posibilidades de retener lo que más deseaba en la vida, juzgó evidente que su máximo objetivo era aniquilarse a sí misma, y atraer sobre sí el más agudo sufrimiento.

Justo entonces empezó a revolvérsele el estómago de forma extraña, como si quisiera subrayar su congoja. Azorada por lo que sentía, Cerynise contuvo una exclamación y perdió el equilibrio. A punto estuvo de que se le doblaran las piernas. Sterling la cogió del brazo y la miró con inquietud. No le hicieron falta más argumentos que el semblante pálido y demacrado de su sobrina. Detuvo a mano alzada un carruaje de alquiler y se apresuró a meter en él a la joven.

—Si esto sigue así, querida —dijo mientras el coche traqueteaba por el empedrado—, insistiré en que te vea mi médico.

Ella negó con la cabeza y se volvió hacia la ventanilla para ocultar sus lágrimas.

—Estoy bien, de veras. Debe de haber sido el calor. Su tío masculló algo sobre que fuera no hacía calor en absoluto, pero renunció a ahondar en el tema. Empezaba a albergar ciertas sospechas, y no dejó de acusar de ellas al capitán Birmingham.

Cuando llegaron a casa Cerynise se excusó y subió a su habitación a descansar. Antes de tenderse en la cama se despojó de su vestido y sus zapatos. Sobrecogida, se pasó lentamente las manos por el abdomen, donde empezaba a formarse una curva. ¿Cuánto tiempo había pasado desde su única noche de amor? ¿Cuatro meses, más o menos? En todo caso, lo suficiente para que los movimientos del bebé hubieran cobrado vigor y firmeza. De nada había servido todo su empeño en distanciarse de Beau después de aquel breve episodio. La semilla de su esposo ya había hallado suelo fértil, y Cerynise llevaba en su seno una parte de él, posiblemente la única que se le permitiría conservar. Faltaba poco para que la gente empezara a fijarse en lo pronunciado de su barriga, y a susurrar comentarios malintencionados. Sin embargo, Cerynise se sentía incapaz de suplicar a Beau que renunciara a su libertad en bien de su hijo. Era una elección que debería realizar por sí mismo.

Fue una noche larga y sin sueño, que Cerynise pasó en su mayor parte discurriendo cómo encarar la maternidad. Concluyó que lo mejor, tanto para ella como para el bebé, sería irse a vivir a otra ciudad del sur, donde no la conociera nadie y pudiera pasar por una joven viuda. De hecho era cierto que el hijo había sido concebido dentro del matrimonio; sin embargo, la pérdida sufrida no sería la del marido, sino la de su unión con él. Una vez instalada podría volver a pintar, y con algo de suerte vender su obra a hurtadillas, como había hecho hasta entonces. Si todo iba bien no tardaría en ganarse la vida, y se habría hecho con una posición más o menos acomodada antes de mediados de agosto, fecha de nacimiento del niño.

A la mañana siguiente bajó tarde a desayunar, cubierto el vestido con una bata que 'se había convertido en imprescindible. Como su tío se hallaba en plena redacción de un libro sobre los antiguos griegos, supuso que estaría encerrado en el estudio, donde solía trabajar. Las puertas del estudio estaban cerradas. Dando gracias al cielo con un suspiro entrecortado, Cerynise entró en el saloncito contiguo a la cocina. Tenía el estómago tan revuelto como en los últimos días, y se preguntó si la persistencia de sus náuseas no se debería en parte al torbellino de sus emociones. Sabía de mujeres a quienes el mareo no había abandonado ni en la última etapa de su embarazo, pero esperaba no ser una de ellas. Consciente de que el bien de su hijo le exigía comer algo, se sirvió en su plato porciones pequeñas de huevo y bizcocho, que no había ingerido más que en ínfima parte cuando entró Cora.

—Disculpad, señorita Cerynise, pero esta mañana ha llegado este paquete para vos.

La partida de la criada no indujo en Cerynise mayores deseos de examinar el contenido de aquel sobre grande de rígido papel vitela, pulcramente doblado y sellado con lacre rojo: justo lo que cabía esperar de un abogado. Se acercó a la ventana con paso lánguido, contempló un poco el jardín y regresó a su asiento para hacer el esfuerzo de seguir comiendo. Poco a poco se pertrechó del temple necesario para abrir el paquete.

Contenía un fajo de documentos legales redactados con irreprochable caligrafía. La última página ostentaba además un sello imponente, así como espacio para varias firmas. Una de ellas ya ocupaba su lugar: «Beauregard Grant Birmingham.»

Lo uniforme y negro de la tinta daba a entender que Beau había firmado sin vacilaciones. Cerynise volvió a la primera página y se puso a leer el texto. Había mucha terminología legal, pero el contenido era siempre el mismo. Nunca habían convivido como marido y mujer; por ende, no había existido matrimonio real, ni existiría en el porvenir. Ambos accedían a renunciar perpetuamente a sus derechos y obligaciones legales en beneficio de la otra parte.

Todo era silencio en la sala. Cerynise oyó a lo lejos ruido de carruajes y caballos pasando por la calle, pero nada podían contra la oscura nube que se cernía sobre su vida. Se sabía a punto de cometer cuando menos una ilegalidad, y probablemente una inmoralidad, puesto que iba a jurar en falso. Ella y Beau sí habían convivido como marido y mujer, por brevemente que fuera. Nada cambiaba el hecho de que el embarazo se hubiera producido sin que Beau fuese consciente de ello.

Ya no albergaba la menor duda de que fuera cierto lo que había temido a lo largo de tres meses; aun así estaba a punto de condenar a su hijo a la bastardía antes de nacer, todo ello en aras de un sentido íntimo del honor que apenas lograba explicarse a sí misma. La sima a que se avecinaba le producía enorme turbación, mas no por ello iba a batirse en retirada. Nunca ataría contra su voluntad a un hombre que había declarado abiertamente su rechazo a aceptar la responsabilidad de tener esposa y familia. Tampoco sacrificaría sus creencias sobre lo que era bueno y justo, aunque el mundo entero la tomara por loca.

Pese a que las náuseas volvían a ensañarse con ella, Cerynise cogió de la mesa una pluma y un tintero, pensando con una sonrisa en las costumbres de un erudito que nunca estaba seguro de dónde sentiría el impulso de poner por escrito una de sus reflexiones. Le temblaba mucho la mano, pero hizo de tripas corazón y estampó su firma minuciosamente: «Cerynise Edlyn Kendall.»

Junto a la rotundidad del aserto de Beau, el suyo parecía pálido e insignificante, pero tendría que servir. Se apresuró a secar la firma con arena y volvió a poner el documento en el sobre. Después llamó a Cora sin permitirse la menor vacilación. Cuando la tuvo delante, le entregó el sobre y le pidió que lo enviara de inmediato al capitán Birmingham.

A primera hora de la tarde Cora entró en la sala que Sterling había cedido como estudio a Cerynise. Cuadros, caballete, pinturas y dibujos hechos durante el viaje atestaban la habitación. Casi todos los últimos estaban apoyados contra la pared, porque su autora estaba tratando de organizar su espacio de trabajo.

—Señorita Cerynise, hay una dama que dice querer hablaros de un retrato que desea que le pintéis.

—¿Ha dado su nombre?

—No. Ha dicho que ya la conocerías.

Cerynise frunció el entrecejo, porque le parecía un poco extraño.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó.

—Muy hermosa, señorita —le aseguró la criada—. Pequeña, de cabello negro.

—Ah, entonces debe de ser Brenna.

El interés que había mostrado la hermana de Beau por su trabajo convenció a Cerynise de que no podía tratarse de nadie más. A pesar de todo, la complacía recibir la visita de la muchacha. Sonriente, despejó un asiento para su huésped.

—Por favor. Cora, acompáñala a mi estudio y prepáranos un poco de té.

Estaba tan ocupada en disponer un lugar donde sentarse con la joven y conversar tomando el té que no se le ocurrió ponerse la bata, que se había quitado poco antes debido al calor de la habitación. Cora veía demasiado mal para percibir en detalle lo que estuviera a más de un palmo de su nariz, por lo que Cerynise no había tenido reparos en despojarse de la prenda. Justo cuando finalizaba su tarea, de espaldas a la puerta del estudio, un frufrú de tafetanes la informó de que había llegado su invitada.

—No imaginaba que fueras a venir tan pronto, Brenna —dijo volviéndose hacia la muchacha.

Cuando reconoció a Germaine Hollingsworth en el umbral, su sonrisa de bienvenida se trocó en rígida mueca.

—Lamento decepcionarte, Cerynise —dijo la menuda damisela arqueando una ceja con expresión sardónica—. Entiendo que tuvieras ganas de recibir la visita de la hermana de Beau, pero temo que debas conformarte conmigo.

—De modo que sí me recuerdas —replicó Cerynise, esforzándose por no levantar sospechas mientras se aproximaba a la silla donde había dejado la holgada bata de algodón.

Desprovista de chal u otras prendas protectoras, se hallaba en un estadio demasiado avanzado del embarazo para esperar que no se viera el engrosamiento de su cintura o la creciente redondez de su silueta. Bastaba fijarse un poco para despejar toda duda acerca de su estado.

Germaine rió cáusticamente.

—¡Sí, claro que te recuerdo! Eras esa artista remilgada que quería que la dejaran sola con su obra y su círculo de amistades. ¿Cómo te llamábamos? ¿Cigüeña? ¿O Palitroque? —Rió maliciosamente—. Entonces te iban bien los dos motes, pero debo reconocer, Cerynise, que desde nuestro último encuentro tu aspecto es mucho más agradable.

—Deduzco, pues, que no has venido a informarte acerca de un retrato.

La joven exhaló un suspiro presuntuoso, mientras se paseaba por la sala para examinar los cuadros.

—Francamente, no sé qué harían mis padres con otro —repuso—. La última vez contrataron al mejor pintor, y no sé si estarías a la altura de sus expectativas, por mucho que alabase Beau tu talento cuando le pregunté por ti. De todos modos, si algo he aprendido con los años acerca de los hombres, deduzco de la avidez con que te miró ayer que sus planes no tienen relación con tus cuadros, sino contigo personalmente.

Como Germaine se interponía entre ella y la bata, Cerynise se volvió hacia un lado.

—¿Por qué has venido entonces?

—Para advertirte de que no te acerques a Beau —contestó Germaine con sinceridad—, en caso de que pasara a visitarte. Verás, me propongo casarme con él en cuanto logre convencerlo, y entretanto no quiero que tontee con ninguna mujer que pueda considerar ventajoso cazarlo.

Se agachó para apartar de la pared el cuadro de un marinero, que le tapaba otro ligeramente más grande. Casi gritó de sorpresa al reconocer ni más ni menos que a la persona con quien había resuelto casarse. No lo habría admitido jamás, pero el retrato mostraba un parecido asombroso con Beau Birmingham, vestido con jersey y gorra, y con un fondo de velas henchidas por el viento.

Dio media vuelta para ver a Cerynise, pero la encontró de espaldas.

—¿Cuándo has pintado esto? —preguntó airada. Cerynise volvió la cabeza para echar un vistazo a la obra que sostenía Germaine en sus manos. Hasta en aquel lienzo sin vida, los ojos azules que la miraban fijamente llenaban de congoja su corazón.

—A bordo del Audaz.

—¿Y cuándo has estado tú en el Audaz? —inquirió Germaine con tono desdeñoso— Beau no me ha comentado en ningún momento que hubieras visitado su barco.

—Fui pasajero suyo.

—¡Eso es falso! ¡Beau nunca lleva pasajeros! En caso contrario yo misma le habría comprado un pasaje, fuera cual fuera el destino.

Cerynise se encogió de hombros.

—Fui la excepción.

—¡Sigo creyendo que mientes, y si es así lo averiguaré! No vas a robarme a Beau, ¿entendido?

—¿Es tuyo? —El miedo de que ya hubiera ocurrido algo de naturaleza pasional desgarró a Cerynise el corazón—. ¿O te excedes en tus esperanzas?

—¡Mírame!

Cerynise cruzó los brazos a la altura del estómago y se volvió hacia la joven a regañadientes.

—Ya te miro.

—Ni se te ocurra intentar arrebatármelo. ¡Llevo demasiado tiempo persiguiéndolo para dejar que se interponga en mi camino un personajillo insignificante como tú! Y hazme caso: si Cigüeña o Palitroque te parecían mal, no serán nada en comparación con los rumores que haré circular sobre ti.

—Sinceramente, Germaine, podrías haberte ahorrado la visita. Dudo que vuelva a ver a ese hombre —dijo Cerynise con tristeza.

El bebé hizo un movimiento brusco, como si quisiera protestar. La aguda sensación cogió a Cerynise por sorpresa. Ahogó un grito y se puso la mano en el abdomen, justo antes de tomar conciencia de su situación y volverse a toda prisa.

El asombro hizo que Germaine abriera los ojos desmesuradamente. Lo visto era suficiente para llegar a una conclusión firme. La redondez perceptible bajo la falda de Cerynise no era de ningún modo la curva natural de una casta doncella. De eso estaba segura, como lo estaba de que Beau Birmingham no sospechaba el embarazo de aquella fulana a la que se había comido con los ojos un día antes.

—Bien, pues ya que hemos zanjado el asunto supongo que es hora de que me vaya. Me quedan por hacer algunas compras para asistir con Beau el mes que viene al baile de compromiso de Suzanne Birmingham.

Germaine atravesó el vestíbulo hacia la puerta principal decididamente más feliz que al entrar en la sala. No se habría perdido aquella visita por nada del mundo, porque ahora tenía combustible suficiente para hacer cenizas la reputación de Cerynise, así como todo encaprichamiento que pudiera sentir Beau Birmingham por la joven. Aunque Beau había comentado el día antes que no estaría en casa hasta la noche, Germaine se había provisto de la excusa perfecta para ir a verlo a la mañana siguiente.

Apenas amanecía, pero Beau ya estaba de pie y vestido: no porque se hubiera levantado temprano, sino porque ni siquiera se había acostado. Desechado, por su extrema agitación, todo propósito de dormir, había pasado la noche paseándose por su estudio e ingiriendo una cantidad generosa de coñac. Al final se había dejado caer en la silla del escritorio, desde donde observaba con semblante malhumorado un fajo de papeles colocado encima de todo lo demás. Eran los documentos que le había devuelto Cerynise una vez firmados. En cuanto Beau los remitiera a Farraday, este, con su habitual eficiencia, pondría el punto final definitivo al matrimonio.

Inspeccionó por enésima vez la otra firma, delicada pero sin titubeos, mientras seguía creciendo la negra cavidad que consumía su corazón.

¡Al demonio con ella!, gruñó para sus adentros. ¿Había dedicado siquiera unos segundos a pensar en lo que hacía antes de destruirlo de aquella manera? ¿Se había planteado siquiera la alternativa? No, por supuesto que no; en todo caso, no desde que él la había hecho enfadar a bordo del Audaz. Y era de tontos lamentarse. De acuerdo, las mujeres tenían su utilidad, pero salvo raras excepciones convenía a los varones pensar en ellas como en otro apetito más que satisfacer. Beau había pecado de abandono al abrirle su alma, enamorarse de ella y desear la continuidad de su matrimonio. Ahora estaba pagando el precio. ¡Pero basta! Lo que le pedía el cuerpo era revolucionar Charleston. Se emborracharía de mujeres, se regodearía en ellas, saciaría cuantas ansias hubiera tenido en su vida, y más todavía. ¡No se detendría hasta quedar completamente aturdido!

Resuelto a tomar un rumbo que parecía el más indicado para erradicar a Cerynise de sus pensamientos, abandonó el escritorio y se apostó junto a una de las ventanas con vistas a la bahía. Iniciaría los preparativos para otro viaje en cuanto el señor Oaks regresara del cabotaje que estaba realizando en busca de nuevo cargamento. Zarpar hacia puertos lejanos contribuiría a silenciar el remordimiento que seguía palpitando en su interior. A fin de cuentas ya no tenía ningún motivo para quedarse en Charleston. Faltaban pocos días para que Cerynise ya no fuera suya.

Suspirando, salió del estudio y subió por la escalera con paso tardo. Por fin se sentía capaz de dormir, aunque sólo fuera por hallarse demasiado exhausto para seguir despierto. Cruzó su dormitorio y entró en el vestidor, donde, una vez colocado ante el espejo de encima del pajecillo de afeitar, se sometió a una inspección detenida. Lo primero era afeitarse la sombra que oscurecía sus mejillas, quitarse el rancio gusto a coñac y lavarse y peinarse el pelo. Se fijó en que el baño que le habían preparado la noche anterior seguía intacto. Ya estaba frío, pero seguramente le sentara bien la diferencia de temperatura. Hasta era posible que le hiciera recuperar la sensatez, qué diantre.

Poco después estaba sumido hasta el pecho en agua fría, descansando la cabeza en el borde de la enorme tina; hasta ahí, sin embargo, lo perseguían visiones constantes de Cerynise. No tenía ningún recuerdo que prefiriera a los demás, porque todos estimulaban sus sentidos; ahora bien, forzado a elegir uno en concreto, habría optado por el momento en que la había cubierto de besos tras la ceremonia nupcial. Enseñarle a besar de modo sensual y excitante había sido una experiencia muy gratificante. También estaba el episodio en que había acariciado la parte más suave de su cuerpo de mujer, topando con la fina membrana virginal que impedía un acceso fácil. Lo había conmovido darse cuenta de que antes de él no había estado ahí ningún hombre. Naturalmente, no había que olvidar el sueño en que Cerynise se había arqueado bajo él en apasionada respuesta, acariciando sus oídos con suaves jadeos y clavándole las uñas en la espalda...

Maldijo en voz alta, cayendo en la cuenta de que volvía a las andadas. ¡No había manera de quitársela de la cabeza! ¡Imposible! Cada recuerdo de Cerynise le resultaba tan preciado como su propia vida.

Media hora más tarde retiró las mantas y se tendió desnudo en la cama. El sueño se apoderó de él casi de inmediato, pero el descanso no borró la imagen creada por su imaginación y presente a todas horas, la de Cerynise puesta en cuclillas al lado de su cama, con sus redondos senos brillando con luz propia bajo la suave luz de la linterna.

Sterling Kendall se levantó a la hora de costumbre y se vistió distraídamente, al tiempo que seguía el hilo de un razonamiento desprovisto de relación con los griegos. Cuando salió de su habitación y recorrió el pasillo hasta llegar al dormitorio que ocupaba su sobrina, no había solucionado todavía la cuestión de cómo interrogarla. Tomándose un respiro junto a la puerta cerrada, recordó la primera vez que había visto a Cerynise, teniendo ella apenas dos días. Soltero y sin hijos, y sospechando ya entonces que su destino era no tenerlos, le había bastado echar un simple vistazo a aquella adorable criatura que no se cansaba de gritar para enamorarse de ella perdidamente.

La había visto crecer hasta convertirse en una niña más reflexiva e inteligente de lo normal, que lo había deleitado con sus logros. Tras producirse la tragedia que le había arrebatado prematuramente a su hermano y su cuñada, Sterling había maldecido su falta de experiencia como padre. Más allá de acoger en su casa a la preciosa huérfana, no sabía en qué ayudarla. La presencia de Lydia había sido una bendición del cielo; aun así, Sterling no habría sabido calcular cuántas veces durante los últimos cinco años se había arrepentido de ceder a los ruegos de que Cerynise viviera con ella en Inglaterra. El retorno de su sobrina, si bien precedido por una nueva desgracia, lo había colmado de felicidad. A pesar de todo ello, ya no podía ignorar el hecho de que algo andaba muy mal.

Sterling era un hombre sencillo, cuyas ambiciones se limitaban a sus libros y su jardín, pero habría sido un error considerarlo poco familiarizado con el mundo que lo rodeaba. Lo que no había experimentado personalmente (mucho, según admitía él mismo) lo habían vivido otros en su lugar, otros que habían tenido la amabilidad de ponerlo por escrito. Gracias a sus estudios Sterling se había imbuido de un saber considerable sobre la naturaleza humana. No se le había escapado de ningún modo lo tensos que estaban Cerynise y Beau Birmingham en las dos ocasiones en que los había visto juntos desde el regreso de la joven a Charleston; tampoco ignoraba del todo a qué habían estado dedicándose en el instante de abrir él la puerta de su casa, hallando a Cerynise en los escalones, de entrada, y ello por mucho que insistiera su sobrina en que su unión no tenía nada que ver con el auténtico matrimonio. Sterling daba por sentado que esto último era obra del capitán, puesto que ninguna joven sensata habría tomado sola la decisión de afrontar sin marido lo que le deparara el porvenir.

Por fervientes que fueran sus deseos de albergar temores infundados, Sterling no podía aplazar más tiempo las preguntas a Cerynise. Respirando hondo, levantó una mano para llamar a la puerta, pero quedó en suspenso al oír un sonido extraño al otro lado de la puerta, un sonido que lo llenó de asombro y que no tardó en repetirse. Cuando estaba a punto de echar la puerta abajo, entendió de pronto lo que sucedía. Cerynise estaba sufriendo las consecuencias de las náuseas.

Dando pruebas de su temple, Sterling no cedió a la tentación de atribuir el fenómeno a un alimento mal digerido. Enderezó los hombros y descansó la mano en la cadera, convertida en puño. A esas alturas no tenía sentido molestar a Cerynise; no, el siguiente paso era hablar con Beau Birmingham.

Prácticamente a media mañana, monsieur Philippe oyó llamar a la puerta de la casa. Acudió él mismo a abrirla y explicó a la hermosa visitante:

—Perdonad, mademoiselle, pero le capitaine no esperaba a nadie. Creo que aún no ha bajado.

—¿Sois el mayordomo? La idea hizo reír a Philippe.

—No, no, mademoiselle. Soy el cocinero de le capitaine, Philippe Monet. De momento no hay mayordomo, sólo una criada, y está fregando el suelo de mi cocina.

Germaine Hollingsworth no salía de su asombro. Dada la indudable riqueza de Beau, le costaba imaginar que su casa no tuviera una dotación completa de sirvientes. Ya se ocuparía ella de exigir todo un regimiento cuando fuera la señora de la casa. Llevada por la curiosidad, trató de obtener explicaciones.

—¿No es extraño tener una casa tan espléndida sin ayuda suficiente para mantenerla?

—Pronto vendrán criados a sustituir a los anteriores, mademoiselle —explicó Philippe—, pero todavía no han llegado. —Encogiéndose de hombros, añadió—: Los últimos habían sido demasiado dejados en ausencia de le capitaine. Regresó inesperadamente y sólo encontró trabajando a una criada. —Philippe se señaló la garganta de un modo que sugería claramente la idea de decapitación—. No tardaron en quedarse en la calle.

—¿Quiere decir eso que el capitán Birmingham no tiene esclavos?

—Oh, non, mademoiselle. Le capitaine jamás. Germaine sonrió con dulzura. Otra cosa que cambiará, decidió. Acto seguido solicitó amablemente:

—¿Me haríais el favor de informar al capitán de que está aquí la señorita Germaine Hollingsworth, y que de ser posible le gustaría tener con él unas palabras?

—Oui, mademoiselle. —Philippe indicó el interior de la casa—. ¿No deseáis esperar en el salón?

—Con mucho gusto.

Germaine cruzó el vestíbulo tras el cocinero y aceptó su invitación de tomar asiento en el sofá.

Momentos después Beau bajó por la escalera, vestido con pantalones, camisa y botines negros. El mal humor se pintaba en su expresión ceñuda, porque no había conseguido dormir más de una hora cuando Philippe había llamado a la puerta de su dormitorio. En ocasiones Germaine le parecía divertida, pero hablaba tanto que al final era imposible prestarle atención. Supuso que era ese el motivo de que también la encontrara un poco aburrida. De hecho, pensándolo bien, aborrecía el fútil parloteo con que tendía a obsequiarlo la joven entre muestras de coquetería.

—Espero no haberos importunado, Beau —dijo Germaine con voz melodiosa, yendo a su encuentro con expresión contrita—. El otro día me dejé el chai en vuestro carruaje, y a decir verdad lo echo en falta. ¿Sería mucha molestia pedir a vuestro cochero que me lo trajera?

—En absoluto —contestó él, preguntándose qué habría impedido a la joven formular a Philippe su petición.

Encontró al cocinero esperando a la entrada de la cocina. Una vez comunicado el encargo, regresó al salón, donde su invitada contemplaba una pintura del Audaz colgada encima de la chimenea.

—¿CK? —Germaine lo miró inquisitivamente—. ¿Son las iniciales de Cerynise Kendall?

—Sí, es uno de sus cuadros —contestó Beau, evitando mirar la obra.

Le gustaba mucho aquel óleo, pero era consciente de que en adelante siempre le recordaría a la joven que había logrado cautivar su corazón.

—Mucho debéis de admirar su obra para colgar un cuadro suyo en lugar tan destacado —dijo Germaine discretamente, confiando en obtener más información.

—Opino que refleja de forma excelente el aspecto de mi barco.

—Tengo entendido que la artista os acompañó en vuestra última travesía desde Inglaterra.

Beau se volvió, preguntándose de qué fuentes había conseguido el dato Germaine. No dudó en preguntárselo sin rodeos.

—¿Cómo lo sabéis?

—Me lo dijo ayer Cerynise, cuando fui a verla a casa de su tío. Veréis, resulta que era falso que no nos conociéramos, y cuando caí en la cuenta de que por un tiempo habíamos ido a la misma academia quise disculparme personalmente.

—Un gesto muy amable —comentó Beau con un leve asomo de sarcasmo. Nadie podía acusarlo de no saber detectar las artimañas de cierta clase de mujeres. Intuía que Germaine tenía algo más que decir, y que no hacía más que acechar el momento indicado para lanzar su estocada. Estaba seguro de que tramara lo que tramara asestaría el golpe con precisión devastadora—. ¿Cómo habéis visto a Cerynise? ¿Se encontraba bien?

Germaine se encogió de hombros con coquetería.

—Supongo que sí, aunque ya sabéis cómo les va a las mujeres en las primeras fases de... en fin, ya me entendéis... de su estado.

Beau la miró con asombro, preguntándose si se habría vuelto loca.

—No, no lo sé.

Germaine se sonrojó premeditadamente.

—Ya sabéis que a las damas no se nos permite emplear esa palabra... —Convirtió su voz en un susurro—. Embarazo...

Beau se indignó.

—¡Eso es absurdo!

—En absoluto —afirmó Germaine, acercándose todavía más a su oído para añadir—: La vi con mis propios ojos. Tiene una redondez bastante pronunciada. Si se me pidiera hacer un cálculo, diría que está como mínimo de tres o cuatro meses. Estoy segura de que lo oiréis comentar dentro de poco. Una mujer joven y soltera como ella no puede ocultar su estado más allá de los primeros meses, y Cerynise es tan esbelta que se le nota enseguida cualquier aumento de volumen.

La sorpresa dejó sin habla a Beau. Cuatro meses era el tiempo que había pasado desde su grave enfermedad, acompañada de delirios. Justo entonces se habían iniciado los turbadores recuerdos de haber hecho el amor a Cerynise. Trastornado por tales cavilaciones, se volvió y caminó hacia el armario grande de la pared del fondo. Al llegar se sirvió una copa de una licorera de cristal tallado, la bebió entera con un único movimiento de muñeca y se dio cuenta, estremeciéndose, de que no era una bebida que le gustara demasiado.

—¿Estáis bien, Beau? —preguntó Germaine, preocupada.

Hasta su padre, aficionado a beber demasiado en su intimidad, esperaba hasta después de la comida para tomar la primera copa del día.

La idea de que algo fuera mal dio ganas de reír a Beau. Ya tenía pruebas de que Germaine había ido a verlo con el objetivo de destruir la reputación de Cerynise; no obstante, se había dirigido a la persona equivocada.

—Sí, pero tardaré en acostumbrarme a la idea. Cuando se volvió hacia su invitada, esta seguía concentrada en descifrar la respuesta. Renunciando finalmente a sus vanos esfuerzos, Germaine preguntó:

—¿Acostumbraros a qué?

—A la idea de ser padre, por supuesto. Se quedó boquiabierta, y tardó unos instantes en articular, casi sin aliento:

—¿Qué queréis decir, Beau?

—Veréis, confieso que es una noticia inesperada, pero concluyo de lo que decís que voy a ser padre.

—¿Vos... y Cerynise Kendall? —La mandíbula de Germaine descendió todavía más, hasta que se asemejó a la de una lubina. Estaba escandalizada—. ¿Queréis decir que sois el padre de su hijo bastar...?

Beau experimentó el gozo súbito de poder pronunciar la siguiente afirmación:

—Quiero decir que mi esposa está embarazada de nuestro primer hijo.

La respuesta de Germaine fue apenas un susurro.

—No sabía que estuvierais casados...

Él se encogió de hombros.

—Lo sabe poca gente en Charleston; salvo mi tripulación, por supuesto. Cerynise y yo intentábamos mantenerlo en secreto por motivos que no entenderíais, pero supongo que ya no tiene remedio. Tendrá que hacerse público.

—Pero ¿cuándo os casasteis...? —Por una vez en su vida, Germaine se hallaba al borde de un desmayo real.

—Varios días antes de zarpar de Inglaterra —le informó él; y, por si la joven tenía una noción equivocada acerca de la duración de la travesía, añadió—: A finales de octubre, hará cuatro o cinco meses.

—Me cuesta creerlo. —Germaine habría empleado palabras más fuertes, de no ser porque dudaba que Beau Birmingham se dejara llamar mentiroso con la misma impunidad que Cerynise—. No tiene sentido. ¿Por qué ocultar que estáis casado con ella? —Cuanto más reflexionaba, más se fortalecía su escepticismo—. Lo que ocurre es que estáis siendo galante y queréis evitarle un escándalo.

—Me tenéis en concepto demasiado alto, Germaine, pero si albergáis alguna duda esperad un momento. —Beau cruzó el salón en dirección a su estudio, donde abrió un cajón y extrajo el certificado de matrimonio que le había entregado el señor Carmichael. Al volver se lo tendió a su visitante. Si se tomaba la molestia era únicamente en beneficio de Cerynise, puesto que de otro modo habría dejado que Germaine siguiera dudando hasta su lecho de muerte—. ¿Lo veis? Está todo firmado y documentado como mandan las leyes, y si os fijáis en la fecha veréis que corresponde a lo que os he dicho.

Germaine tuvo el impulso de hacer pedazos el pergamino. Ver el nombre de Beau junto al de Cerynise le dio ganas de gritar de rabia. Bajó el documento poco a poco y miró fijamente a Beau, arqueando una ceja.

—Es todo muy extraño, Beau.

—Sí —reconoció él, quitándole el certificado de las manos. Por primera vez en dos días sonreía—. Pero estoy bastante aliviado de que por fin se sepa. Habrá que hacer algunos cambios, por supuesto...

—¿Qué clase de cambios? —preguntó ella, esperando contra todo pronóstico que fueran de su agrado.

—Tendré que comentárselos a mi mujer. —Beau se asomó a la puerta del salón y dijo en voz alta—: Philippe, ¿podríais salir y pedir a Thomas que tenga listo mi carruaje?

—Oui, capitaine.

Después regresó junto a Germaine, la cogió del brazo y la acompañó a la puerta principal.

—Disculpad la descortesía, pero debo ponerme en marcha cuanto antes. Espero que lo entendáis.

Sin darse apenas cuenta, Germaine se halló en el lado opuesto de la entrada, cerrada a su paso sin preámbulos. Nunca en toda su vida la habían sacado de una casa con tanta celeridad, y probablemente fuera la última vez.

Al llegar a la elegante calle adoquinada que concentraba las residencias de los capitanes de barco y comerciantes más adinerados de Charleston, Sterling Kendall se detuvo unos instantes a escrutar el cielo, cada vez más nublado y oscuro. Fue el único momento en que detuvo los andares decididos con que se alejaba de la misma dirección que había abandonado Germaine media hora antes. Un francés le había dicho que el capitán acababa de marcharse, pero ya antes de salir de casa Sterling había decidido cómo proceder. Sus planes parecían progresar por sí solos.

Un gesto de su mano detuvo a un carruaje. Antes de subir Sterling dio al cochero el nombre de una conocida plantación. El viaje duraría menos de una hora, y no estaba seguro de cómo lo recibirían una vez concluido; en cambio, sí lo estaba de qué le exigía el deber.