9

EN las semanas sucesivas se mantuvo la elevada demanda de retratos por parte de la tripulación. Los marineros tenían gran estima por el talento de Cerynise, y parecían agradecer su presencia en cubierta, no sólo porque les interesaran sus dibujos, sino por la amabilidad y vivo ingenio de la joven. Pronto descubrieron con alivio que no era ninguna aristócrata de rígidos modales y mirada condescendiente. Cerynise mostraba tanta voluntad de conversar con ellos como ellos de hablar con una mujer, si bien procuraban mantener el respeto debido a la esposa de un capitán, llamándola señora Birmingham o señora a secas, y delatando poco menos que temor a pasarse de la raya. Fue la propia Cerynise quien logró que no se avergonzaran de sus rudos modales. Había aprendido su jerga con suma rapidez, y recurría hábilmente a ella para imitar los comentarios o manera de hablar de la tripulación, arrancando carcajadas cada vez que engolaba la voz, colgaba un pulgar del cinturón y se paseaba con andares rengos o arrogantes. Empezaba a conocer de nombre a muchos marineros, y les preguntaba dónde habían nacido, si tenían familia, cuánto tiempo llevaban navegando y qué esperanzas tenían para el futuro. Habló con muchos que no tenían otro hogar que el océano y preferían vivir sin ataduras, pero no le parecieron felices. Sucedía que no habían conocido jamás otro modo de vida, bien por haberse enrolado a edad temprana, bien por haber sido influenciados en un sentido u otro. Unos pocos habían crecido en granjas, y al alcanzar edad suficiente habían sido obligados a servir en la marina británica. Algunos tenían familia en las Carolinas u otros lugares de la costa y estaban impacientes por volver a verla, ya que llevaban ausentes un número considerable de meses.

Beau tuvo el tacto de mantenerse a distancia, dejando que sus hombres disfrutaran de la compañía de Cerynise cuando se lo permitieran sus tareas. Había pedido a Billy que inventara un modo de estabilizar en cubierta el caballete de la joven, y que la proveyera de un mueblecillo portátil para sus pinturas. El resultado llamó fuertemente su atención: Cerynise plasmó con suma vivacidad la vida del barco, mostrando a los marineros con rudo atavío trepando a las jarcias mientras el viento les alborotaba el pelo, y, como telón de fondo, el mar agitaba sin descanso su tumultuoso oleaje. Pintó también al timonel más joven con el timón firmemente sujeto, y la brisa jugando con sus rizos castaños y su ropa. Beau no se vio retratado en ningún cuadro, pero de vez en cuando miraba inopinadamente a su esposa y la sorprendía observándolo con atención, carboncillo y pergamino en mano. En esas ocasiones, sin embargo, bastaba con que se acercara a ella para que Cerynise empezara a barajar dibujos, de modo que cuando llegaba a su lado el papel mostraba el rostro y silueta de otra persona.

Un día frío pero de extraordinaria luminosidad apareció un grupo de delfines que retozó al lado del Audaz durante varias horas. Cerynise estaba tan decidida a verlos más de cerca que en cierto momento se asomó a la borda en precario equilibrio. Reparando en ello, Beau cruzó la cubierta con rápidas zancadas, la cogió en brazos y la depositó en suelo firme con una airada reprimenda.

—¡Tened la bondad de no arrojaros al mar, señora! —le espetó. La idea de que pudiera ser víctima de una racha inesperada de viento, o del propio balanceo del barco, lo llenaron de gélida aprensión—. Hay un largo trecho hasta el fondo, y probablemente vuestras faldas os arrastraran con mayor rapidez que la que posee mi nado.

Dándose cuenta de su imprudencia, ella se ruborizó.

—Lo siento, Beau —murmuró, humildemente contrita—. Ni siquiera se me ha ocurrido que pudiera caerme.

Apaciguado por tan gentil disculpa, Beau modificó su tono de voz y solicitó con dulzura:

—Por favor, Cerynise, no volváis a asomaros a la borda mientras estemos en alta mar. Es peligroso.

—Sí, señor. —Eran palabras tímidas, dignas de una niña.

Beau sonrió a su esposa, mientras le acariciaba la mejilla en un gesto que transmitía afecto conyugal.

—Así me gusta.

Cerynise sonrió con súbita alegría y se aproximó a Beau hasta notar su brazo alrededor de la cintura. No le importaba ni pizca que los estuvieran mirando Oaks y varios hombres más. A fin de cuentas era su esposo.

—No he querido enojaros.

—La palabra preocupación se ajusta mejor a mis sentimientos, querida —la corrigió Beau, sorprendido de que aceptara su abrazo sin resistencia—. Después de tantos planes y esfuerzos para llevaros conmigo, lamentaría mucho perderos. Caeros del barco no sería buena manera de expresar vuestra gratitud.

Pese a sospechar adonde los llevaría la pregunta que acababa de ocurrírsele, Cerynise la formuló bajo un disfraz de dulce inocencia.

—¿Cómo preferiríais que la expresara, Beau?

Él sostuvo su mirada inquisidora, sabiendo de sobra qué respuesta esperaba. Poco a poco, una sonrisa se apoderó de sus labios sensuales.

—Lo dejaremos a vuestra imaginación, señora —murmuró—. En todo caso, lo prioritario es que sigáis viva.

—Me esforzaré por cumplir vuestros deseos.

—Bien.

Una vez dada esa respuesta, tan sencilla, Beau separó los brazos de la cintura de la joven con una lenta y provocativa caricia, y al apartarse de ella la dejó con una maravillosa sensación de vértigo. Sólo más tarde, en la intimidad de su camarote, llegó Cerynise a preguntarse si Beau la observaba con la misma atención que ella a él, puesto que lo había visto a su lado nada más colgarse de la borda.

En los días que siguieron Cerynise se atrevió a penetrar en la cocina y convenció a monsieur Philippe de que consintiera en servirle de modelo mientras trabajaba. A esas alturas el chef había adquirido en su mente proporciones legendarias, y deseaba un recuerdo suyo. Philippe la esquivó entre risas y se hizo un poco de rogar, pero era manifiesto su halago por que Cerynise quisiera dibujarlo. La joven ejecutó varias escenas en que se le veía obrar sus sortilegios en un espacio exiguo.

Cerynise no advirtió el menor indicio de que la tripulación se sintiera mal por el castigo infligido a Wilson. Supuso que lo tenían por merecido, y que lo habían borrado de sus mentes. En cuanto al propio Wilson, había pasado una semana confinado en la sala de cables, y después se le habían asignado cometidos rigurosos de acuerdo con sus delitos y la tarea de corregir el daño que había hecho bajo cubierta, todo lo cual realizaba bajo estrecha supervisión. Como reparación de las heridas infligidas a Thomas Grover, también le habían sido asignados los deberes habituales del susodicho, además del de servirle hasta que pudiera tenerse en pie. Cuando se hizo público que Wilson trabajaría en la cubierta, Billy advirtió a Cerynise que no subiera, y esta vez dejó sentado que eran órdenes del capitán. La muchacha las acató escrupulosamente.

A las tres semanas de zarpar Cerynise despertó un día y descubrió un amanecer inusualmente rojo. Los colores eran tan vibrantes que pidió permiso a Beau para subir a cubierta en hora tan temprana e instalar su caballete, con el objetivo de plasmar el fastuoso espectáculo. Más tarde, viendo que Stephen Oaks se había detenido a su lado para admirar la obra, no pudo contener su entusiasmo.

—¿No os parece hermosísimo este cielo? —dijo con fervor y voz cantarina—. No recuerdo haber visto jamás un amanecer tan intenso.

El gruñido de Oaks mostró que no participaba de su exaltación.

—Intenso sí es, pero amaneceres como este no son gratos a ningún marinero.

Cerynise lo miró con sorpresa.

—¿Qué queréis decir?

Oaks se tomó unos instantes para mirar alrededor.

—Hay un viejo dicho que los marineros repiten desde tiempos inmemoriales, señora. De noche cielo rojo, marinero dichoso. Cielo rojo al alba, marinero en guardia. Me atrevo a predecir que dentro de poco encontraremos mal tiempo.

Si bien el cielo estaba despejado de nubes, Cerynise reconoció que el primer oficial sabía mucho más que ella sobre esa clase de cosas. De todos modos, a nadie pareció afectar el mal presagio matutino. Los marineros treparon a las jarcias con su vigor habitual para desplegar más el velamen, y hasta Beau subió a ellas, aunque Cerynise habría agradecido que permaneciera en cubierta. Se mostraba muy ducho en abrirse camino por los marchapiés de debajo de la verga, y se encaramó incluso encima de esta misma, paseando por ella con aparente desenvoltura mientras oteaba el horizonte, y cambiando de dirección para inspeccionar la vela tendida bajo sus pies. Cerynise siguió sus movimientos con trémulo desasosiego, y le dio un vuelco el corazón al ver que una ráfaga de viento lo obligaba a extender los brazos para guardar el equilibrio. La virulencia de su temor le impedía fingir calma en presencia de los demás. Llevándose a la frente una mano temblorosa para restringir de modo drástico su campo visual, abandonó corriendo la cubierta y buscó refugio en su camarote, donde dio vueltas como una fiera enjaulada en espera de recibir la espantosa noticia de la caída de su esposo.

Poco después Billy Todd le llevó el desayuno, y ella le preguntó, simulando una tranquilidad que no tenía nada que ver con su sentir interno:

—¿El capitán también está desayunando?

—Sí, señora. Acaba de bajar.

Vertiendo lágrimas de alivio, la joven musitó una oración de agradecimiento y se dejó caer sin fuerzas en su silla. Billy le sirvió una taza de té y se marchó sin haber reparado en su angustia.

Cuando Cerynise volvió a cubierta seguía sin haberse tranquilizado del todo. Como hacía un calor extraño para la época, se atrevió a salir sin más que un chal ciñéndole los hombros. En cuanto se alejó de la escalera empezó a mirar por todas partes hasta divisar a Beau, que hablaba con el piloto, un hombre cano, nervudo y de mirada acerada. Cerca de ellos, el timonel más joven cumplía la guardia matutina. En general se limitaba a escuchar atentamente a sus superiores, pero también hacía algún que otro comentario cuando se dirigían a él. Cerynise no supo discernir con exactitud cuál era el tema de conversación; coligió, sin embargo, que tenía relación con las malas previsiones que había hecho Oaks. Supuso que siempre existía la posibilidad de que un cambio de uno o dos grados en la demora del buque permitiera al Audaz eludir la peor parte de cualquier borrasca. ¿Cómo averiguar, no obstante, dónde estaba concentrado el mal tiempo?

Oaks se dedicaba a una tarea que había suscitado la curiosidad de Cerynise desde la primera vez que había tomado conciencia de ella. Deseosa de ahondar en el conocimiento del artefacto que lo tenía absorto de aquel modo, fingió pasear por cubierta hasta llegar a la altura del oficial, y una vez a su lado aguardó pacientemente a que hubiera devuelto el instrumento a su lugar.

—¿Es un sextante? —preguntó, sonriendo y señalando el aparato metálico, semejante a un triángulo con base curva y varios accesorios intrigantes.

—En efecto —contestó Oaks, sorprendido por los conocimientos de la joven. Sostuvo el sextante ante ella para que lo viera con mayor claridad—. Con esto y un cronómetro, casi le sería posible a un marinero trazar su rumbo por el mismísimo cielo.

—¿Me permitís que os pregunte cómo funciona? Acogiendo su interés con una sonrisa, Oaks propuso con gentileza:

—Dejad que os lo muestre, señora. Basta con mirar por este telescopio de aquí... —Dio unos golpecitos con el índice a la parte mencionada—..., y enfocar algún objeto del cielo, en este caso la luna, que ha tenido la amabilidad de quedarse después del alba. —Se colocó detrás de Cerynise, pasó los brazos por debajo de los suyos para realizar los ajustes necesarios y se inclinó con el objetivo de introducir una ligera corrección—. Seguidamente se mide el ángulo entre el objeto y el horizonte. Con ese ángulo, el navegante puede acudir a los libros de tablas y calcular en breves instantes nuestra latitud.

Cerynise estaba absorta en el estudio de la luna, cuya palidez presente no le impedía discernir vagas sombras en la superficie.

—¡Es asombroso, señor Oaks! Nunca se me había ocurrido que pudieran verse tantas cosas.

—Asombroso, en efecto —asintió Oaks—. Antes de que se inventara el sextante los marinos tenían que fiarse del astrolabio, pero este en su día dio mal juego, porque había que enfocarlo hacia el sol. Los navegantes que llevaban muchos años de servicio solían quedarse ciegos.

Cerynise bajó el sextante y miró a Oaks con cierta consternación.

—Debéis de sentiros extremadamente afortunado por disponer de tan buen instrumento como es el sextante.

—Cierto, señora. Y ahora, permitid que os enseñe a calcular un ángulo.

Así lo estaba haciendo Oaks cuando ella tomó conciencia repentina de algo. De estar totalmente concentrada en aprender el funcionamiento del sextante pasó a olvidarse de todo salvo de su corazón, cuyos latidos adquirieron velocidad, y de la firme, inexplicable certeza de que Beau se hallaba cerca.

Su intuición fue confirmada por una pregunta formulada con tono brusco.

—¿Qué estáis haciendo, señor Oaks?

El primer oficial se puso tenso, dejó caer las manos y se apartó de Cerynise. Estaba exento de culpa, puesto que no se había producido la menor falta al decoro, pero así y todo empezó a farfullar.

—Pe-perdonad, capitán; es que vuestra esposa... quiero decir la señora Birmingham, ha mostrado interés por el mecanismo del sextante.

—Entiendo —contestó Beau, mirando a uno y otra. Mientras los observaba, e incrementaba la desazón de ambos, el viento le despeinó sus rizos de azabache. Cerynise lamentó haber involucrado al oficial en una situación que, si bien inocente, por lo visto había encendido la ira de su esposo.

—Tal vez haya hecho mal en interrumpir al señor Oaks en su trabajo, capitán. No volveré a hacerlo. Beau se volvió hacia su primer oficial.

—¿Habéis podido dar término a vuestras explicaciones, señor Oaks?

Oaks, inquieto, cambió de postura, cruzándose de brazos y apretando el sextante contra el pecho.

—Sólo enseñaba a la señora Birmingham cómo calcular un ángulo, señor, pero no he podido terminar.

—Seguid entonces, señor Oaks —lo instó Beau, respondiendo con una sonrisa al desconcierto de Cerynise y el oficial—. No conozco a nadie que pueda instruirla mejor.

—G-gracias, señor —balbuceó Oaks, aliviado. Viendo alejarse a su esposo con tranquilidad, Cerynise disimuló una sonrisa. Tenía fundadas sospechas de que Beau Birmingham se había propuesto asustarlos deliberadamente sin otro motivo que divertirse a su costa. Quizá el muchacho de otros tiempos, el que tanto había disfrutado burlándose de ella, no hubiera desaparecido del todo. Se apresuró a despedirse del primer oficial.

—Disculpad, señor Oaks, pero quisiera tener unas palabras con mi esposo.

Alejándose, caminó con presteza para alcanzar a Beau, y se colocó a su lado con aire desenvuelto. Él la miró de reojo, mostrando cierta sorpresa. La tímida sonrisa con que lo obsequió ella no carecía de encanto.

—Imagino que estaréis satisfecho, capitán. Su afirmación pareció dejar perplejo a Beau.

—¿Cómo decís, señora?

—De sobra sabéis lo que digo. Os conozco desde hace demasiado tiempo para no reconocer vuestro malévolo ingenio. Habéis atormentado intencionadamente a ese pobre hombre, haciéndole creer que teníais celos...

Él entrecerró los ojos y alzó la vista hacia los obenques.

—Y los tengo.

La sencilla afirmación desconcertó a Cerynise hasta el extremo de no hallar más palabras con que acusarlo.

—Tengo celos de cualquier hombre a quien dediquéis siquiera unos instantes de vuestro tiempo, los que no me dedicáis a mí —prosiguió Beau—. Podría haberos mostrado el sextante yo-mismo, y haberos explicado su funcionamiento, pero desde que zarpamos de Londres me habéis evitado como si tuviera la peste. El único modo de que accedáis a entrar en mi camarote es en presencia de otros invitados. En verdad, señora, que protegéis vuestra virtud con mayor eficacia que cualquier cinturón de castidad.

Sus acusaciones hicieron que Cerynise tomara conciencia de que estaba en lo cierto: lo había estado evitando, en efecto. Pero ¿qué hacer si cada excitante momento que pasaba con él en privado la acercaba un paso más a su cama?

—Ya sabéis por qué no puedo arriesgarme a estar con vos.

Beau suspiró profundamente, cansado de sus argumentos, y miró el mar.

—Se avecina una tormenta.

El brusco cambio de tema cogió por sorpresa a Cerynise, que no obstante lo agradeció. Volvía a pisar terreno firme.

—¿Cómo lo sabéis?

Él se aproximó a la baranda y le hizo señas de que lo siguiera. Señaló la masa gris y revuelta que dejaba el casco a su paso.

—¿Estaba ayer el mar tan picado?

Ella observó con atención los altos picos salpicados de espuma, y la impenetrable oscuridad que encubrían. Al fin negó con la cabeza.

—¿Y el viento? ¿Notáis alguna diferencia desde que habéis subido a cubierta?

Cerynise se lo pensó antes de concluir que el aire era más frío.

—El viento ha cambiado de dirección. Beau asintió, complacido por su observación.

—Y puede que vuelva a hacerlo. —Advirtiendo la súbita preocupación de Cerynise, le sonrió—. No hay nada que temer, querida. El Audaz ha capeado muchas tormentas, y no ha sufrido menoscabo por ellas.

—Con mal tiempo no podré divisar el horizonte —comentó ella con abatimiento, mirando de soslayo al que seguía a la vista.

Beau soltó una carcajada. Después puso las manos en los hombros de su esposa, la atrajo hacia sí y descansó la barbilla en su cabeza.

—En ese caso vale más que volváis a mi camarote, señora, porque os prometo que aunque estas aguas no hayan visto jamás una borrasca tan negra podré daros algo que mirar y coger, algo que absorberá vuestra atención hasta el extremo de que ni siquiera advertiréis el paso de la tormenta.

—¡Beau! —lo regañó Cerynise entrecortadamente. Con aquel humor tan subido de tono era imposible pasar por alto sus insinuaciones—. ¡Vergüenza debería daros!

Él rió entre dientes, sujetándola con más fuerza todavía. Había pasado demasiado tiempo desde el último abrazo.

—¿Por qué? Con este viento no nos oye nadie.

—Puede ser, pero es poco decoroso que me habléis de este modo cuando dentro de unas semanas quizá ya no estemos casados.

—Nos ocuparemos de ello a su debido tiempo, señora. Hasta entonces sois mi esposa, y ya que me prohibís gozar de vos como hacen los maridos, tendréis que soportar mis bromas de mal gusto, porque es mi única manera de vengarme de vos.

Afectando un mohín, Cerynise trató de zafarse de su abrazo, pero él estrechó todavía más el cerco y susurró, poniendo la barbilla a la altura de su sien:

—Estaos quieta o pasaremos vergüenza los dos por mi culpa.

Ella volvió a apoyarse en él y hundió la cara en su cuello, concediéndole la protección de sus faldas. Se alegraba de que Beau no le viera el rostro, porque estaba tan acalorada que casi se asfixiaba. Al mismo tiempo, sin embargo, le producía una extraña y deliciosa satisfacción comprobar que su proximidad podía afectarlo en presencia incluso de toda una multitud.

Pasó mucho rato antes de que su marido la dejara libre, y aun entonces le fue acariciando el perfil inferior del brazo a medida que se apartaba, hasta que se tocaron las puntas de los dedos. Entonces Cerynise volvió la cabeza con una sonrisa burlona y se marchó a toda prisa hacia la escalera. Beau la siguió con la mirada, brillantes los ojos al reconocer, exclusivamente para sus adentros, que estaba tomándole cada vez más cariño a aquella muchacha, por quien en otros tiempos había sentido afecto de hermano.

El mar empezó a arremolinarse, y no tardó en adquirir tonalidades grises, oscuras y amenazadoras. Cerynise tenía suficiente con mirarlo para que le entraran ganas de vomitar. Se formó un cúmulo de nubes bajas que taparon el sol, y el viento, cada vez más fuerte, se llevó el poco calor que quedaba. La lluvia azotaba rostros y manos, y con el tiempo cayó la noche cual negro y triste manto.

Cerynise se retiró a su camarote, cenó a solas y se metió en su estrecha litera. De repente, todo en el alojamiento del primer oficial le parecía asfixiante y aburrido, y reprimió el impulso de huir al cómodo y masculino aposento del que sólo la separaba el pasillo. Tenía serias dudas de que Beau se hallara en él, ya que había pasado gran parte del día en cubierta, y aún no se había oído el crujir de tablas que habría señalado su retorno al camarote; de todos modos, a Cerynise le habría costado muy poco inventarse toda suerte de excusas y motivos para aguardar su regreso y abandonarse después por completo a aquella mirada azul y seductora, y a cuanto viniera después de un intervalo sin duda breve.

Pasó de mala gana la noche en sus virginales dominios, pero despertó al amanecer con la sensación de que el mundo había sufrido un cambio drástico, debido a que el barco se había internado ya en la borrasca. El cielo tenía un extraño color gris con matices amarillos, que dificultaba a Cerynise el mero acto de levantar la vista. Aborrecía la pálida mortaja que se había instalado sobre todas las cosas visibles; no sólo eso, sino que la interpretó como mal augurio para lo que estaba por venir.

—El vendaval va a ser de armas tomar, señora —anunció Billy aguadamente cuando trajo la bandeja del desayuno—. Lo dice el capitán.

Un suspiro entrecortado escapó de labios de Cerynise, que preguntó sin apenas esperanza:

—¿Se ha equivocado alguna vez, Billy? El grumete se mostró perplejo.

—¿Quién, el capitán? —Hizo un esfuerzo de memoria—. No, señora, que yo recuerde nunca. Conoce el mar como la palma...

—De su mano —concluyó ella con voz acongojada. Después gimió y apartó a un lado la bandeja. Estaba segura de que su miedo a las tormentas nacía principalmente del recuerdo de la que había segado la vida de sus padres. Confió en que la que se avecinaba no mostrara la misma crudeza—. Tengo la sensación de que voy a volver a marearme.

—No lo hagáis, señora —rogó Billy con ansia—. Tendría que decírselo al capitán, y ahora mismo está ocupadísimo. Además, me ha pedido que si queréis os acompañe a cubierta, porque no os queda mucho más tiempo para subir antes de que la tormenta nos alcance de lleno.

Ella asintió silenciosamente y siguió al grumete al pasillo, arrebujada en una capa. En cuanto puso el pie en cubierta sintió que un viento helado se le metía por la ropa y le azotaba la cara. La fragata soportaba el incesante embate de las olas, que, cada vez más seguidas, lanzaban su espuma por encima de la borda. El Audaz se hundía en los hondos surcos que separaban a las grises y tumultuosas montañas de agua, ascendiendo de nuevo en cuanto el mar volvía a henchirse bajo la proa. Cerynise estiró un brazo para conservar el equilibrio, porque parecía que la cubierta se desmoronara bajo sus pies, llenando sus ojos de una mezcla de asombro y pavor. Se habían tendido sogas de lado a lado de la cubierta en función de asideros, y si bien todavía no las utilizaba nadie de la tripulación, Cerynise no tenía la misma confianza en su capacidad de mantenerse en pie sin ayuda. Así pues, se aferró desesperadamente a una cuerda, observando el entorno con que se había familiarizado. Le pareció muy pequeño, apenas una mota de polvo en comparación con la inmensidad del mar. Buscó instintivamente a Beau, y lo encontró de nuevo hablando con el piloto. Los dos miraban el mar, y su actitud, a la vez que serena, era de gran concentración. Beau llevaba un grueso jersey de marino y una gorra muy calada, sin duda para que el viento no le echara sobre los ojos su negra cabellera. Hubo un momento en que expuso la cara a una fría ráfaga y rió como si disfrutara enormemente.

Pensando, con un meneo de cabeza, en la incomprensible tendencia de los hombres a arrostrar el peligro, Cerynise miró alrededor por última vez y decidió que ya había visto bastante. La calma relativa del camarote del primer oficial le ofrecía de pronto grandes atractivos.

La tormenta se prolongó toda la noche, hasta el amanecer. De tan escasa, la luz del alba era casi imperceptible; todo, hasta los masteleros, estaba envuelto en una espesa y acuosa niebla gris. Más allá del pequeño espacio en que navegaban no había nada tangible, y estaba por ver que sobreviviera algo a la violenta tempestad, porque se había convertido en un diablo resuelto a descargar su terrible venganza en la embarcación que había osado entrometerse en sus dominios.

Durante la madrugada del tercer día un golpe sordo en el pasillo arrancó a Cerynise de su sueño. Lo siguió una maldición proferida entre dientes. Cerynise, sobresaltada, abandonó la litera, abrió la puerta de par en par y en el momento de asomarse vio que Beau se tambaleaba por el pasillo en dirección a su aposento. Se estaba quitando el impermeable, que por lo visto no había sido de gran ayuda, porque las ropas de debajo estaban tan empapadas que dejaban un reguero de agua por el pasillo. Aun viéndolo de espaldas, ella se dio cuenta de que el capitán temblaba de frío.

Beau abrió bruscamente la puerta de su camarote y entró sin más. Enseguida arrojó al suelo su impermeable y su gorra y empezó a quitarse el jersey, así como la prenda de manga larga que llevaba debajo. Cerynise fue tras él, y una vez cerrada la puerta corrió hacia el armario que estaba detrás del pajecillo de afeitar. Él volvió la cabeza el tiempo justo para reparar en que tenía compañía. Sus ojos se posaron fugazmente en el camisón de Cerynise, el mismo que le había visto llevar durante su enfermedad. La suave tela se amoldaba divinamente a las turgentes curvas del joven cuerpo que cubría, mas por una vez Beau no tuvo fuerzas ni deseo de demostrar su pasión.

—Va-vale más que vo-volváis a la ca-cama antes de que co-cojáis una pu-pulmonía, señora —balbuceó entre escalofríos, desabrochándose los botones del pantalón con dedos entumecidos. Estaban tan fríos que Beau temió el momento en que se calentaran de nuevo. De hecho, no recordaba haber tenido nunca tanto frío, ni siquiera en Rusia—. Si os que-quedáis ve-veréis más de lo que po-podrían soportar vu-vuestros sentidos vi-virginales.

—Una vez cuidasteis de mí cuando lo necesitaba—replicó Cerynise, sacando del armario una pila de toallas y una manta—. ¿Tanto os costaría permitir que hiciera lo mismo? —Rechazó la advertencia con un encogimiento de hombros—. Además, he visto de vos cuanto se le permite ver a una esposa.

—Cierto —reconoció Beau, empezando a quitarse los pantalones empapados.

Se dejó caer en la litera e inclinó el torso para quitarse las botas, hasta que, con un suspiro de agotamiento, decidió renunciar y volvió a echarse en el colchón con los brazos extendidos. Cerynise, arrodillada a sus pies, retiró el calzado y seguidamente los pantalones y la ropa interior.

Beau había cerrado los ojos, pero los abrió al notar que le secaban el cuerpo frotándolo con toallas de pies a cabeza. Lo sorprendió un poco que su joven esposa tuviera el arrojo de aplicar las telas no sólo al conjunto de su cuerpo sino también a sus partes íntimas. En otras circunstancias habría reaccionado a sus cuidados con rapidez y fervor, pero estaba demasiado exhausto para emitir algo más que una débil petición de que le trajeran sopa caliente.

—En cuanto os cubra con las mantas despertaré a Billy y lo enviaré a la cocina para que os caliente un poco de sopa —murmuró Cerynise, retirando de debajo de Beau el edredón de plumas y la sábana encimera.

Poco después arropó al enfermo, que se había acurrucado de costado. Se puso la misma bata de hombre que había encontrado en el armario la primera vez, se la ajustó con el cinturón y salió en busca de Billy.

Volvió al instante y se apresuró a apagar las linternas que habían sido encendidas en previsión del regreso del capitán a su camarote. Beau seguía sus movimientos con ojos adormilados, única señal de vida que daba. Cuando trajeron la sopa Cerynise levantó la cabeza del enfermo y la apoyó en la almohada. Empezó a darle de comer, sorprendida por su mansedumbre, pero la fatiga de él era muy pronunciada, y entre cucharada y cucharada sus párpados se cerraron varias veces.

Decidida a quedarse en aquel camarote, Cerynise tendió una manta al lado de la litera, pero una serie de gruñidos le hicieron levantar la cabeza. Vio entonces que Beau intentaba levantar el edredón.

—A mi lado —lo oyó murmurar con un hilo de voz, antes de suspirar y cerrar los ojos de nuevo.

De todos modos el suelo no era muy cómodo, razonó Cerynise al tenderse junto a su esposo y acomodarse en el cálido y exiguo espacio que lo separaba de la pared. Se puso de cara a su espalda, dobló sus piernas contra las de Beau y le pasó un brazo por encima. Después le colocó la mano en el pecho, y por breves instantes sus dedos acariciaron la velluda superficie y un pezón varonil, antes de que la mano de Beau se apoderara de ellos.

Inmediatamente, la respiración lenta y pesada del enfermo informó a Cerynise que se había dormido. Sonriente, acarició su recia espalda con la nariz y se arrimó todavía más hasta que encontró un lugar cómodo en que apoyar la mejilla y descansar.

Beau abandonó antes de tiempo el refugio acogedor de su litera y el suave cuerpo que dormía junto a él, y regresó a la batalla que seguía librándose en cubierta. La tripulación trabajaba en turnos de seis horas, pero su capitán no se tomaba ningún descanso, y forzaba los límites de la resistencia humana. Pasaba poco tiempo en el camarote, pero cada vez que descendía tenía a Cerynise inmediatamente a su lado, ayudándolo a quitarse la ropa mojada y cuidándolo de un millón de maneras que él no había siquiera imaginado. Sentía una aguda decepción por hallarse demasiado exhausto para disfrutar de la presencia de su blando cuerpo, cálidamente arrimado al suyo en los escasos momentos que lograba dedicar al sueño.

Por fin amainó la tormenta, y el Audaz entró en aguas más tranquilas. Se izó un complemento de velas a fin de aprovechar el viento, que ahora soplaba a favor, y una vez más la travesía cobraba buen ritmo. El alivio de los marineros se advertía en sus sonrisas y en su enérgica disposición a cumplir sus tareas.

Cerynise, en cambio, vio mitigada su satisfacción al comprobar que Beau aún no había recuperado del todo la fortaleza exhibida antes de la tormenta. Había veces en que estaba segura de haberle visto la cara enrojecida, mientras que en otras le parecía pálida y demacrada. Los movimientos de Beau eran forzados y lánguidos, e invertía ímprobos esfuerzos en caminar desde la litera a la silla, o subir a cubierta. En un momento dado, Cerynise lo vio intercambiar unas palabras con Oaks, que frunció el entrecejo con súbita preocupación. Después Beau bajó a su camarote.

De costumbre, el capitán estaba presente en el alcázar a primera hora de la tarde, pero ese día no apareció, ni se le vio al producirse el cambio de guardia previo a la noche. Cerynise empezaba a estar preocupada, y, si bien reacia a entrometerse en su intimidad desde que había pasado la borrasca, le pareció que su deber era asegurarse de que no le pasara nada. Como mínimo pondría remedio a su inquietud.

La puerta del camarote de Beau estaba cerrada, y dentro no se oía el menor ruido, a pesar del tiempo que dedicó Cerynise a permanecer junto a ella en estado de incertidumbre. Perdido el aguante, dio golpes suaves en la puerta con los nudillos. Tras unos instantes de silencio, abrió un resquicio y descubrió a su esposo desnudo en la litera, tendido de espaldas y tapándose los ojos con un brazo.

—¿Beau...? —murmuró, acercándose al lecho con sigilo.

La falta de respuesta la impulsó a estirar el brazo y tocarle la mejilla. Beau no se había afeitado desde la mañana anterior, rasgo inusual en una persona como él, que tenía el afeitado por norma irrenunciable y sólo había renunciado a él en lo más crudo de la tormenta. Sin embargo, había un hecho todavía más significativo y era que ardía de fiebre.

Cerynise puso manos a la obra. Tras pedir a Billy que trajera un cubo de agua y toallas limpias, atajó la inquietud del muchacho y le dio garantías de que haría cuanto estuviera en su mano para cuidar al capitán. Le solicitó que informara a Philippe que hacía falta un caldo ligero, así como cierta cantidad de aquel té medicinal del que se había jactado el francés durante una de sus sesiones de retrato.

Cuando volvió junto a la litera, Beau mascullaba incoherencias. Viéndola sentarse a su lado y ponerle un vaso de agua en los labios, la miró (de modo extraño. Parecía que acabaran de amenazarlo los demonios del infierno, porque manoteó como loco y envió por los aires el recipiente y su contenido. Cerynise consiguió agacharse justo a tiempo para evitar el impacto, pero enseguida reanudó sus esfuerzos y le aplicó un paño húmedo en la frente. Después de mojar otro, empezó a lavarle el cuello y el resto del cuerpo con el objetivo de reducir la fiebre, al tiempo que lo tranquilizaba con palabras dulces. Beau, en su delirio, pronunciaba frases inconexas, para desconcierto de Cerynise, consciente de que en cualquier momento podía incorporarse y darle un puñetazo en la mandíbula.

El lavado corporal no tuvo tanto éxito en mitigar la fiebre como había esperado Cerynise, que se apresuró a cambiar de táctica. Tras verter un poco de agua fría en el pecho del paciente, lo cubrió con un paño húmedo que dejó reposar. Hizo lo mismo con la parte baja del torso, tapando de paso las partes íntimas, si bien, a decir verdad, la desnudez del enfermo no la inquietaba más que a este mismo. Estaba demasiado preocupada para fijarse en algo tan trivial; todo su empeño estaba en lograr la recuperación de su esposo.

Las compresas frías se imbuyeron pronto del calor del cuerpo de Beau. Cerynise se dispuso una vez más a rociarlo de agua y extender toallas recién humedecidas. Justo cuando estaba inclinada sobre él y volvía a aplicarle un trapo húmedo en la frente, Beau aspiró una brusca bocanada de aire y abrió sus ojos vidriosos para mirarla. Cerynise no habría sabido decir si la reconocía, pero de repente sintió que las manos del enfermo le apresaban ambos brazos. Las recias facciones de Beau se iluminaron con una sonrisa, y atrajo a su esposa hacia sí.

—Te necesito...

—Sí, ya lo sé —contestó ella con buen tono, tratando de quitarse del brazo los dedos de Beau.

Logró ponerle la tela en la frente, pero enseguida notó que una mano grande le cogía un pecho.

—Comportaos, amor mío. Estáis enfermo —susurró, acariciándole el pelo de las sienes—. Ya hablaremos de ello en otro momento, cuando os sintáis mejor.

Sus intentos de zafarse de la mano de Beau parecieron divertir a este.

—No te asustes, cariño —dijo con voz bronca—. No te haré daño.

—Estáis enfermo —afirmó ella—. Debéis descansar. Ahora tendeos y comportaos.

El tira y afloja subsiguiente por la posesión de su pecho concluyó en un desgarrón que dejó abierto el corpiño por debajo de los senos, cuya turgente plenitud se desbordó por la rasgadura, quedando cubiertos únicamente por una traslúcida prenda interior.

—¡Ya veis lo que habéis hecho! —lo reprendió Cerynise con dulzura.

—Eres hermosa —susurró Beau, estirando el brazo para tocar las blancas redondeces.

Cerynise no tardó en juzgar necesaria cierta distancia entre ella y su febrilmente apasionado esposo, al menos hasta que este se sumiera de nuevo en la inconsciencia. Sujetándose el corpiño contra el pecho, regresó al alojamiento del primer oficial, se puso un camisón y una bata y volvió al camarote del capitán.

Beau se había puesto de cara a la pared, y los espasmos de sus brazos y piernas indicaban que estaba soñando. Por lo visto se dedicaba en sueños a un juego muy distinto, acaso con un contendiente dotado de agresividad mucho mayor que la que había mostrado Cerynise. Empezó a murmurar algo acerca de Mallorca... una amenaza... una pelea... hombres a quienes tenía que sacar de prisión...

Los tres días siguientes fueron para Cerynise una tortura desesperante. En ocasiones Beau la reconocía y se daba cuenta de estar con ella en su camarote. Entonces comía y se dejaba bañar sin quejas por su esposa, hasta que volvía a subirle la fiebre y recaía en el ámbito demencial de sus delirios. Si bien tanto Oaks como Billy se desvivieron por convencer a Cerynise de que descansara un poco, ofreciéndose a vigilar por turnos a su capitán, la joven se negó categóricamente. No soportaba la idea de separarse de Beau, siquiera unos instantes. En lugar de ello volvió a trasladar su vestuario al camarote del capitán, comió la comida que le traían sin percatarse de su sabor y siguió montando guardia con la fidelidad de una madre. Si dormía era al lado de su esposo, puesto que de ese modo, si por la noche Beau empeoraba, el hecho de estar tendida junto a él le permitía detectar el cambio de inmediato.

El mando del barco lo detentaba ahora Stephen Oaks, que bajaba con frecuencia a informarse de la evolución del enfermo. Billy Todd permanecía en las proximidades del camarote, con cara de aflicción. A pesar de que el Audaz se hallaba en manos competentes, y de que a nadie se le ocurría faltar a su deber, el ambiente de cubierta parecía haber sufrido un cambio drástico. Philippe temía no estar haciendo lo suficiente, y se vio al piloto hablar solemnemente con Oaks en el pasillo, junto al camarote del primer oficial. Cuando Cerynise pasó por su lado en busca de Billy, el maduro personaje formuló preguntas que la convencieron enseguida de su lealtad y preocupación por el capitán. El piloto le ofreció hacer cuanto estuviera en sus manos para ayudarla, pero Cerynise se negó cortésmente, asegurándole que serviría mejor a su capitán permaneciendo al timón y manteniendo el rumbo a Charleston.

Resuelta a fortalecer a su esposo, trataba a menudo de obligarlo a ingerir alguna clase de líquido, y en muchas ocasiones le ponía un vaso en los labios y lo conminaba a beber un sorbo de agua o de infusión caliente. Cuando Beau trataba de hacerse a un lado, ella le reprochaba dulcemente su obstinación, y volvía contra él sus propias palabras:

—Estáis más seco que un esqueleto desenterrado, capitán Birmingham. ¡Bebed!

Si en algún momento Cerynise había vacilado ante la idea de tocar las partes íntimas de Beau, toda renuencia quedó vencida por la costumbre de lavarlo y atender sus necesidades. Si bien su virginidad seguía siendo un hecho, ella ya no pensaba lo mismo de su pasada ingenuidad, poco menos que destruida por la intimidad con que manipulaba el cuerpo de su esposo. En los breves instantes en que Beau era consciente de sus servicios, Cerynise ya no se ruborizaba ni sentía vergüenza por tener que tocarlo en partes cuya reacción no sufría menoscabo por la enfermedad. Mayor sonrojo le producían las tareas más viles. Cuando Beau estaba demasiado débil para tenerse en pie se le proporcionaban receptáculos adaptados a sus necesidades, y Cerynise, cual enfermera avezada, lo ayudaba a ejecutarlas. Después se desembarazaba del resultado con discreta dignidad, pasando el contenedor al otro lado de la puerta, donde Billy se ocupaba de él.

—¿Por qué no dejáis que me ayude el chico? —preguntó Beau con voz débil, avergonzado de que hubiera vuelto a suceder.

Cerynise le sonrió con ojos brillantes y murmuró lo mismo que él en otra ocasión, aunque con dulzura mucho mayor:

—En la salud y en la enfermedad, querido.

—¿Os proponéis atormentarme, mujer? —preguntó él con rudeza.

—Jamás, querido. —Mientras se lavaba las manos, Cerynise añadió en son de burla—: Sólo intento que os restablezcáis, para no tener que llevar luto meses y meses.

—No quiero que me veáis así —se quejó Beau, pasándose la mano por la rasposa barba que oscurecía sus mejillas.

Podría haber sido peor, ciertamente, ya que ella había aprendido a afeitarlo tan bien como a lavarlo. Ocurría, empero, que él se cansaba de estar enfermo, y que lo avergonzaba ser objeto de los cuidados de su esposa, habiendo gozado siempre de una salud de hierro.

Cerynise volvió a la litera y dejó sábanas limpias encima para ponerlas más tarde.

—Nada más justo que el toma y daca, ¿verdad, capitán?

Beau frunció el entrecejo.

—Os ensañáis conmigo porque estoy demasiado débil para defenderme.

Ella lo miró con un brillo en los ojos y permitió que una sonrisa coqueta curvara sus labios.

—¿Qué medidas os apetecería tomar cuando hayáis recuperado fuerzas?

Beau tuvo la seguridad de que la pregunta lo habría dejado boquiabierto, de no ser porque tenía la barbilla tocando el cuello por efecto de los cojines en que se apoyaba su cabeza. Estaba aturdido, pero no tanto como para no darse cuenta de cuándo le hacían proposiciones.

—Tened cuidado, señora. Esta condenada enfermedad no me tendrá postrado para siempre.

—¡Qué extraño! No tenía conciencia de que lo estuvierais.

Cerynise lo miró a los ojos, atreviéndose a recordarle que un momento atrás, durante el proceso de lavarlo, su virilidad había aumentado de grosor en su mano.

—Me refiero a lo demás... a la debilidad que me aflige —murmuró él malhumoradamente—. Aunque estuviera medio muerto, el mero hecho de veros despertaría esa parte de mí; pero sin duda os creéis a salvo, señora, o no me provocaríais.

—No creo tal cosa, señor —aseveró Cerynise, sonriendo con la misma prontitud—. De todos modos no viene al caso. —Dibujó un círculo con el dedo, indicándole que se colocara de costado—. Debo vestirme para dormir, y dado que de momento he devuelto al señor Oaks su camarote, estaría mal que le pidiera salir de él para cambiarme, ¿no os parece?

—De mí lo habéis visto todo. ¿Por qué no me dejáis ver más de vos?

—Porque, querido esposo, que yo os mire a vos no os pondrá en peligro de ser violado.

—¿Es violación que un marido haga el amor a su esposa?

—Dejemos que eso lo discurran los sabios por venir, querido —contestó ella con una sonrisa coqueta—. Lo que deseo ahora es que volváis la cabeza. Por favor.

Beau empezó a darse la vuelta, pero una vez más recibió pruebas de la debilidad que se había apoderado de él, dejándolo con las mismas fuerzas que un bebé. Prefirió girar la cabeza.

A la noche del día siguiente, Cerynise notó que estaba produciéndose una crisis. La fiebre de Beau subió de modo brusco, y su delirio se intensificó. En un momento dado se puso a manotear y tiró al suelo un cuenco de agua, dejando empapada a su esposa. A esta se le había ocurrido quitarse el camisón, pero quizá no tan pronto como se le hizo necesario.

Beau acabó por tranquilizarse, y Cerynise se vio dividida entre el temor y el alivio. Lo tocó y le pareció que su piel estaba un poco menos caliente que antes, pero no habría podido asegurarlo. Prefirió no arriesgarse y lo refresco con toallas húmedas hasta tener la certeza de que, como mínimo, la fiebre no era más alta que unas horas antes. Entonces apagó la llama de todas las linternas menos de la que estaba colgada cerca de la litera, y pasó por encima de Beau para ocupar su lugar habitual en el lado de la pared. Exhausta mental y físicamente por días y noches de desasosiego, se arrimó a la espalda de su marido y halló el emplazamiento favorito de su mano, sintiéndose agradablemente reconfortada por la fuerza con que latía el corazón de Beau bajo su palma. Cerró los ojos y cedió a un hondo y dulce reposo.

¡Con qué extraños placeres se encontraba una en brazos de Morfeo! Sintió bañado su pezón por una cálida y estimulante humedad, mientras una mano febril la tocaba por debajo del camisón, buscando sus más secretos rincones. Obedeciendo a la apremiante presión de las manos de su amante soñado, Cerynise descansó su espalda en la almohada y lo acogió con las piernas abiertas. Un cuerpo desnudo cubrió el suyo, comunicándole calor con algo más que el fervor exhibido. La sensación de algo ardiente y duro apretando con insistencia su carne de mujer no fue más que otra caricia que Cerynise aceptó con gusto. De pronto la atravesó un dolor terrible, haciendo que se incorporara con un grito a punto de salir de sus labios.

Se pasó una mano por los ojos como para despertarse, pero no era un sueño lo que se hincaba repetidamente en sus entrañas. Era Beau, febril, aturdido y concentrado en su deseo; Beau, que la acariciaba con sus estrechas caderas mediante largas y pausadas sacudidas que aliviaron el impacto de la penetración. En lo más hondo de su ser, donde se producían las acometidas del duro pedernal, Cerynise notó que empezaban a alzarse chispas, prendiendo yescas de ardor femenino. Las detalladas explicaciones que le había hecho Beau unas semanas atrás cobraron intensa nitidez, y ella correspondió con reacciones que él le había descrito como placenteras para un hombre, alzándose, apresándolo por entero y acogiendo sus duros embates con apasionado fervor, y deseo de satisfacer por completo sus ansias varoniles. Hacía ya demasiado tiempo que él deseaba que le concediera aquello, y ahora Cerynise le daba cuanto llevaba dentro.

Beau respiraba tan cerca de su oído que sus jadeos eran casi atronadores; en cuanto a los de Cerynise, cada vez más rápidos, parecían arrancados al meollo mismo de su ser. El vientre de Beau percutía el suyo con creciente intensidad, hasta que ella casi prorrumpió en gemidos, tal era la fuerza con que deseaba una extraña liberación cuya naturaleza no lograba comprender. Sus ansias se hicieron poco menos que insaciables, y la abocaron a una especie de desenfreno que la impulsó a clavar las uñas en la espalda de Beau. Después, sorprendida, contuvo el aliento, sintiéndose recorrida por las; primeras pulsaciones de gozo. Sedienta de disfrutarlo; por entero, empezó a retorcerse bajo su cuerpo hasta que los forcejeos de ambos lograron que brotaran las sensaciones placenteras en fulgurante torrente de éxtasis abrasador. Era una panoplia deslumbrante de sensaciones, la experiencia, verdaderamente única, de sentirse flotar mientras estallaban en torno a sus dos cuerpos minúsculas burbujas de placer. Cerynise notó un ardor febril en su interior, y lo recibió gustosa en la caverna de su ser, aferrándose a las tersas y elásticas nalgas de su esposo y levantándose hacia él para que no se perdiera ni se malograra aquella sensación. Las acometidas de Beau fueron ralentizándose, hasta que descansó su cuerpo contra el de su esposa.

—No me dejes, Cerynise... —murmuró contra su cuello.

Los brazos de Cerynise lo enlazaron por la espalda, y sonrió con lágrimas de dicha en sus ojos.

—No, Beau.

Siguió abrazada a él, percibiendo los latidos de su corazón, y notando en la mejilla su pesada y trabajosa respiración. No tuvo conciencia de cuánto tiempo había pasado en aquella posición. Se le estaban, cerrando los párpados. De pronto notó que él se apartaba, le daba la espalda, se arrebujaba en las mantas y empezaba a temblar.

—Qué frío —le oyó mascullar—. Qué frío...

Tuvo miedo, pero al incorporarse y posar una mano en la frente de su esposo advirtió una clara disminución de la temperatura. Suspiró de alivio y se miró a sí misma con cierta sorpresa. Se le habían deshecho los nudos del camisón, que le colgaba abierto de los hombros, dejando a la vista sus redondos senos. Las blancas redondeces estaban punteadas de diminutas manchas rojas, en los lugares que su esposo había frotado con su barba. También los pezones estaban rojos y sensibles a causa de la succión.

Por algún extraño motivo, Cerynise halló plenamente satisfactoria aquella nueva experiencia, como si las minúsculas heridas fueran indicio de su nueva condición de esposa. El día de su boda Beau había tratado los sensibles botones con extraordinaria delicadeza, y el hecho de tomarlos en su boca no había dejado la menor secuela. Esta vez, en cambio, aturdido por la fiebre, no había pensado sino en satisfacer sus ansias, colmando al mismo tiempo las de su mujer, acaso sin saberlo.

Cerynise pasó por encima de él, procurando no despertarlo. Beau tendió un brazo para retenerla, pero no lo consiguió. Cerynise permaneció unos instantes junto a la litera, mirando a su atractivo esposo y sintiéndose más próxima a él que nunca. Sobrecogida por tan honda ternura, se arrodilló y le besó la oreja, la mejilla y la boca, rozándolas apenas con los labios. Al hacerlo cayó en la cuenta de que Beau no la había besado ni una sola vez mientras hacían el amor. Casi parecía que lo hubiera evitado a conciencia, extraña actitud en quien había codiciado hasta entonces los besos de su esposa con celo irreprimible.

Beau, aturdido, la miró con ojos apenas entreabiertos. Ella retrocedió con una sonrisa hasta ponerse en cuclillas, y no hizo nada por cubrirse los pechos por mucho que se demorara en ellos la vista de él. Tendió la mano hacia ella, pero cerró los ojos suspirando y volvió a hundirse en un sueño pesado.

Transcurridos unos instantes, Cerynise se puso en pie y quedó sorprendida por la pegajosa humedad que notaba entre los muslos. Un examen más atento le permitió descubrir que se trataba en parte de su propia sangre. Su mirada se dirigió rápidamente al otro lado de la litera, y vio que había manchas rojas en lo blanco de la sábana. Llevando su inspección un paso adelante, comprobó que tampoco Beau había sido excluido del rito del sacrificio de su virginidad. Se imponía un baño y un cambio de sábanas, por tarde que pareciera para esa clase de tareas.

Después de ponerse un camisón limpio, se dedicó a lavar a Beau y deshacer la cama. Sus dedos acariciaron la frente de su esposo con amor, y, hallando su piel mucho más fresca que en los últimos días, profirió un hondo sollozo de alivio. La congestión de la fiebre había desaparecido. El sueño de Beau parecía ya más relajado y profundo. Se movió un poco y articuló unas palabras. Cerynise se inclinó hacia él sin atreverse apenas a respirar. Era un hilillo de voz que se devanaba por la boca del enfermo.

—Cerynise, no me rechaces para siempre...

Una honda aflicción se adueñó de la joven, atravesándole el pecho con una punzada de dolor. Beau ni siquiera se acordaba de lo que había hecho. Tampoco parecía verosímil que lo hiciera al recobrar la conciencia; y si Cerynise trataba de explicárselo, ¿le creería? Quizá su primera reacción fuera sospechar que se había aprovechado de él en su delirio; o, con mayor derecho, instarla a que siguiera abandonándose a él hasta que se anulara el matrimonio.

Por mucho que le doliera la idea de que una vez en Charleston Beau pudiera llevar adelante su proyecto de anular el matrimonio, Cerynise se reafirmó en su intención de no oponerle obstáculos en la consecución de su libertad. Valía más permitir que pensara que no se había producido ninguna consumación que verlo contrariado por un enlace que no había ofrecido más que a título provisional. Era consciente de lo mucho que sufriría, pero imaginó que sería más fácil devolverle la libertad manteniéndolo en la ignorancia sobre lo sucedido en la litera. Si se sentía obligado a tratarla según las leyes del honor, pero acababa harto de tenerla por esposa...

Víctima de un repentino acceso de llanto, Cerynise no pudo seguir pensando en ello, porque era una idea que le helaba el corazón.

¡No! Era preferible fingir que no había ocurrido nada. A pesar de que su decisión la llenaba de trémulo desasosiego, se prometió respetarla. Sin otra idea en su mente que conceder a Beau la libertad de tomar la decisión final sobre si prolongaban el matrimonio o lo disolvían, Cerynise lavó con ternura el cuerpo inmóvil del enfermo, besándole los brazos, el rostro y el pecho entre profusas lágrimas. Seguidamente emprendió la laboriosa tarea de colocarlo de costado, retirar la sábana manchada y poner otra encima del colchón.

Cuando acababa de rehacer la cama reconoció los pasos de Billy en el pasillo. Miró en torno con gran inquietud, buscando dónde ocultar las prendas sucias, hasta que se fijó en el segundo armario de detrás de la litera, donde solía estar el impermeable de Beau (seco ya, y guardado de nuevo en su lugar). Sin duda en adelante el viaje sería más tranquilo, y el armario permanecería sin usar. Con ese razonamiento, enrolló la sábana y el camisón y los metió en el fondo del compartimiento. Apenas cerrada la puerta, Billy llamó suavemente a la del camarote y preguntó si lo necesitaban para algo, o si podía irse a acostar.

—La fiebre del capitán ha remitido, Billy —dijo Cerynise sin abrir la puerta—. A partir de ahora mejorará, de modo que puedes irte a dormir tranquilamente.

La jubilosa reacción del grumete la convenció de que acogía satisfecho la noticia de la recuperación del capitán.