15

SE avecinaba el final de mayo, y sólo quedaban unas pocas azaleas en flor. La ciudad y el campo, que poco antes habían exhibido una rica y luminosa paleta de fucsias, blancos y violetas, perdieron gran parte de su esplendor con el marchitarse de las últimas flores. Lo mismo podía decirse del jardín que circundaba la mansión de Beau. Una mañana, a mediados de mes, Sterling Kendall llegó a la residencia Birmingham cargado de infinidad de cajas, llenas de pimpollos cultivados por él, arbustos y diversos árboles florales con las raíces bien atadas. Con pleno consentimiento del dueño de la casa, el profesor dedicó varios días a convertir lo que había sido una agradable zona de recreo en un jardín que prometía ser espectacular. Una vez cubiertos con mantillo los retoños, Sterling enseñó a su sobrina a cuidarlos, recomendándole esa tarea, además de como enriquecimiento espiritual, como útil aprendizaje (según intuía) para la cría de un niño.

Aunque Cerynise abordó el cometido con temores de novata, tardó poco en descubrir las alegrías que deparaba la horticultura, tales como la emoción inesperada de presenciar un brote de flores nuevas a las pocas semanas de dispensarles amorosos cuidados. En poco tiempo el jardín quedó convertido en uno de sus lugares favoritos para trabajar y descansar. Cuando no pintaba en el estudio lo normal era encontrarla fuera de la casa, plantando semillas, cortando flores marchitas o tratando de captar sobre el lienzo la belleza de sus pétalos antes de que perdieran su color. Igual satisfacción obtenía creando ramos fastuosos para la casa, y no hizo falta mucho tiempo para que las habitaciones más frecuentadas por la pareja quedaran embellecidas por el resultado de su trabajo. Hasta Beau empezó a interesarse, y en sus ratos libres colaboraba con su esposa en el cuidado del jardín. Compraron muebles nuevos de exterior hechos de hierro forjado y los dispusieron en grupos acogedores al pie de un árbol, en la glorieta donde solían desayunar y comer o diseminados por los senderos de ladrillo. En ocasiones Beau y Cerynise reían y retozaban como niños traviesos, tirándose tierra o rodándose con regaderas hasta que uno de los dos salía en persecución del otro, si bien, dado el aumento de volumen de Cerynise, lo habitual era que Beau la alcanzara y la cogiera en brazos, entre agudas risas de júbilo.

Como sus juguetees los dejaban a veces sucios y manchados de barro, mandaron construir un pequeño cobertizo blanco con base de ladrillo, dotado de compartimientos separados para lavarse y vestirse. Un recipiente rectangular de cobre con tapa, puesto encima del tejado plano y oculto detrás de un enrejado, permitía calentar agua mediante su exposición al sol. La parte inferior de la caja estaba perforada, pero había otra lámina de cobre que podía levantarse o bajarse mediante un sistema de palanca, permitiendo de ese modo controlar el flujo de agua. Bajándola del todo se podía añadir más agua para otro día. El mecanismo proveía a la pareja de una especie de ducha caliente, gracias a la cual tenían ocasión de refrescarse una vez despojados de su ropa de trabajo sucia. Siempre tenían a mano ropa limpia, jabón y toallas, y si bien les encantaba ducharse juntos, Beau tenía tendencia a salir de casa muy de mañana y ponerse en remojo antes de vestirse para ir a trabajar. Era mucho más fácil que llenar la bañera en el vestidor del piso de arriba, pero tenía el inconveniente de que a esas horas el agua no siempre estaba caliente. De todos modos lo encontraba refrescante.

Beau se había convertido en administrador de la compañía naviera y los almacenes de su tío, y como tal dirigía la descarga de los barcos que pertenecían a la primera. Lo hacía con acierto insuperable, pero no había querido convertirse en socio. En previsión de otro viaje, prefería no aceptar responsabilidades que lo retuvieran en tierra firme.

Stephen Oaks había regresado de su cabotaje por el norte, una vez recabados abundantes beneficios de la venta del cargamento inicial. Traía de su viaje mucha maquinaria de que había demanda en la zona de Charleston, demostrando que además de buen capitán era un comerciante sagaz. Llevaba cierto tiempo visitando con regularidad la morada de su capitán, no tanto para hablar de negocios con Beau como para cortejar a Bridget, quien, a juicio de Cerynise, estaba enamorándose perdidamente de él. En sus horas libres, la muchacha frecuentaba las calles de Charleston del brazo del futuro capitán del Audaz.

Cleveland McGeorge se había propuesto demostrar que podía vender los cuadros de Cerynise sin ocultar el nombre de la autora. Le había exigido cierto tiempo, hasta que, en un trío de aciertos, había vendido dos cuadros a sendos caballeros de Nueva York, mientras el tercero y mejor acababa en manos de Martha Devonshire. A partir de entonces se habían puesto en contacto con él casi todas las familias acomodadas de Charleston y las afueras. El marchante disfrutaba creando demanda y alimentando la competición entre las partes interesadas, a quienes decía que tendrían que esperar su turno; y era cierto, porque Cerynise ya no podía pintar con suficiente rapidez para satisfacer a cuantos pretendían adquirir una de sus obras.

El retrato de Heather y sus hijas progresaba de modo satisfactorio. Faltaba poco para acabar los rostros, siempre la parte más conflictiva. Rellenar los vestidos y el pelo sería tarea fácil, y Cerynise albergaba la esperanza de haber concluido el cuadro a tiempo para el cumpleaños de Heather, que tendría lugar en julio.

Había llegado a la conclusión de estar siendo más feliz que nunca, puesto que se había casado con el hombre a quien idolatraba desde niña, y día a día el amor de ambos se hacía más profundo. Entusiasmados con la perspectiva del nacimiento de su primogénito, empezaron a confeccionar listas de nombres adecuados para ambos sexos. La habitación contigua al cuarto de baño fue asignada al futuro bebé y se acondicionó con muebles nuevos, a excepción de la cuna de Beau, que abandonó el desván de Harthaven por primera vez en veinte años o más.

Los momentos en que Cerynise y Beau quedaban a solas se beneficiaban del amor que crecía sin pausa entre los dos. Gozaban de su soledad compartida, y eran propensos a pasar gran parte de esos episodios en la intimidad del hogar. Su cortejo igualaba o superaba al deleite que atribuyen Shakespeare, Chaucer o tantos autores de antaño a los amantes de sus fábulas, y se aproximaba cuanto pueda imaginar la mente humana a una estancia en el paraíso. Recibían, eso sí, una avalancha de invitaciones de casi toda la alta sociedad de Charleston. Cerynise encomendaba a Beau la tarea de escoger cuáles aceptar y a cuáles contestar con una cortés negativa. Entre las que dieron pie a una visita figuró una, de elegante caligrafía, firmada por Martha Devonshire. Beau, que no había frecuentado en demasía a la anfitriona, temía por la amenidad de la velada, pero, transcurridos unos instantes en presencia de la anciana, Cerynise tomó tanta afición a Martha como a Lydia Winthrop años atrás. Ella y su marido descubrieron con placer que aquella dama, tan reservada de costumbre, poseía una maravillosa mordacidad que hasta a Beau lo obligó a sujetarse las costillas entre carcajadas.

Los sábados y días laborables Beau solía volver a casa para comer con Cerynise poco antes de mediodía; sin embargo, cuando tenía una cita más o menos a la misma hora en que solía regresar, llegaba hasta con media hora de antelación para pasar ese mismo intervalo en compañía de su esposa sin por ello acudir con retraso al compromiso. Tanto si comían en el jardín como si lo hacían en la larga y solemne mesa del comedor, se sentaban muy juntos, riendo y comentando toda clase de temas. Cerynise siempre estaba impaciente por saber qué había hecho Beau en la compañía naviera, o a qué interesante personaje había conocido. Beau satisfacía su curiosidad con mucho gusto, ahorrándole los detalles más aburridos, y en ocasiones hasta le exponía algún problema laboral, porque sabía muy bien que su esposa era la única capaz de calmar su irritación con argumentos afables y juiciosos. Finalizado el almuerzo daban un paseo por el jardín o se retiraban a la intimidad del estudio hasta la hora en que Beau debía regresar a la oficina.

Una mañana de finales de junio, poco antes de mediodía, Cerynise, que cortaba flores para adornar la casa, oyó chirriar la verja del jardín. Curiosa por saber quién llegaba por la calle, volvió la vista hacia la entrada, en el mismo momento en que una bronca voz masculina exclamaba:

—¡Mátala!

Inmediatamente después un enorme perro negro echó a correr hacia ella. La verja se cerró al instante.

Cerynise no había visto jamás un animal semejante. Además de llegarle prácticamente a la cintura, poseía una constitución robusta, con un pecho casi tan ancho como un barril. Su cabeza era maciza y cuadrada, y en sus ojos brillaba un destello amarillo. El terror paralizó a Cerynise, incapaz de apartar la vista de aquella mirada feroz. Después los pelos de la fiera se erizaron, y sus dientes quedaron al descubierto, al tiempo que se oía un profundo gruñido y se veía salir baba blanca por su hocico.

Cerynise, que tenía el corazón en un puño, vio que la bestia se aproximaba. Retrocedió poco a poco, pero el perro vigilaba todos sus movimientos. La orden «¡Mátala!» no permitía albergar dudas acerca del objetivo de aquel animal: eliminarla con la mayor brutalidad. A menos que se tratara de una broma, la posibilidad era inminente. De hecho, Cerynise temía hallarse cara a cara con la muerte, cuyo rostro, en aquel caso, era negro con manchas marrones.

Cuando miró hacia atrás en busca del refugio más cercano, vio la caseta de baño y se dirigió hacia ella, pero el miedo le formó un nudo en la garganta, porque tenía la impresión de que el perro corría más rápido que ella. Aunque lograra llegar a tiempo a la caseta no estaba segura de que fuera una estructura capaz de resistir el asalto de una fiera tan enorme.

Trató de visualizar una vía de escape más rápida y segura. Los criados estaban en el piso de arriba, limpiando los dormitorios. Por mucho que gritara no había seguridad de que la oyeran. Philippe había ido al mercado a comprar fruta para la comida, y aunque había dicho que no tardaría en volver aún era pronto para su regreso. Cerynise desconocía la hora exacta, pero sospechó que era demasiado temprano para esperar a Beau. Rezó, sin embargo, por que fuera uno de esos días en que volvía a casa más pronto de lo habitual.

Calculó sus posibilidades de refugiarse en la casa. Aunque echara a correr no había manera de llegar a tiempo, porque con toda seguridad el perro también aceleraría, y con aquellas patas tan largas no tardaría nada en alcanzarla. A decir verdad, las posibilidades de librarse parecían nulas.

—¡Perrito, perrito! —dijo con temor, dispuesta a intentarlo todo.

Pero el sonido de su voz excitaba al animal, que empezó a ladrar con furia. Escudriñó con desespero las rendijas de la valla, con la esperanza de ver al dueño del perro y pedirle ayuda, o cuando menos una explicación, por si se daba el caso improbable de que la orden de matar tuviera como blanco a otra persona. Por otro lado, si se trataba de una broma, había que decir que no tenía ni pizca de gracia. Para ser exactos, Cerynise estaba muerta de miedo. No vio a nadie. El culpable debía de estar escondido y aguardando su muerte, a menos que ya se hubiera marchado.

Los ladridos cesaron de modo brusco, sustituidos por un gruñido gutural que Cerynise juzgó infinitamente más temible. Mostrando sus colmillos con una especie de sonrisa maligna, y vigilando los movimientos de su víctima con ojos amarillos y casi ávidos, el perro se agazapó todavía más, listo para lanzarse contra ella. Presa del pánico, Cerynise emprendió la huida en dirección a la caseta de baño, pero el embarazo entorpecía sus movimientos. Oyendo retumbar por el sendero de ladrillos las enormes zarpas del animal, cada vez más próximo, dejó escapar un chillido de terror, temiendo que en cualquier momento se le hincaran un par de colmillos. Inmediatamente después se puso detrás de un árbol y volvió la cabeza, justo a tiempo para ver que el perro topaba de frente con el ancho tronco que ella acababa de rodear.

Por unos momentos la fiera quedó tendida en el suelo, y su aturdimiento concedió unos segundos a Cerynise para aumentar la distancia que los separaba; sin embargo, el perro no tardó en revolverse y reanudar la carrera. Cerynise tenía tanto miedo que sus pies apenas tocaban el suelo; sin embargo, pese a todos sus esfuerzos, el perro le pisaba de nuevo los talones. Chilló horrorizada y justo entonces, con alivio indescriptible divisó a Beau saliendo de la casa con un atizador en la mano. Lo vio pasar corriendo por su lado, y los feroces ladridos se convirtieron de pronto en gañidos, puntuados por golpes del atizador. A Cerynise le estremeció lo truculento de aquel ruido; le parecía oír el impacto del metal contra el hueso. Los lastimeros gañidos se apagaron rápidamente, hasta que Cerynise no oyó sino los movimientos de su marido llevándose a rastras al animal. Poco después Beau volvía corriendo a su lado por el camino de ladrillos. Temblando hasta la médula, se volvió hacia él y vio que no había soltado el atizador, manchado ahora de sangre. La camisa y los brazos de Beau estaban salpicados de rojo, pero Cerynise lo encontró deslumbrante como un caballero de reluciente armadura.

—¿Estás bien? —le preguntó él con inquietud, sin atreverse a tocarla por la sangre de sus manos.

—Ss... —Cerynise no pudo concluir su sencilla respuesta. Asintió con la cabeza, tan aturdida como aliviada, y se dejó caer en brazos de Beau sin importarle lo sucio que estuviera.

Beau tiró el atizador y la abrazó con fuerza, procurando no tocarla con las manos. Transcurrió un tiempo bastante largo en que Cerynise no pudo más que sollozar y arrimarse a su marido, hasta que poco a poco empezó a pasársele el susto. Entonces sacó un pañuelo del bolsillo de Beau y se lo llevó a los ojos, exhalando un largo y profundo suspiro que no parecía querer salir de su garganta.

—¿Cómo ha entrado esa fiera? —preguntó Beau cuando la vio recuperada y en situación de hablar.

—Alguien... la ha dejado entrar... por la verja —explicó Cerynise entrecortadamente—. No he visto quién era... pero he oído una voz de hombre dando al perro la orden de matar.

Beau retrocedió para mirarla a los ojos.

—¿Matarte? ¿Estás segura? Ella asintió con la cabeza.

—Lo recuerdo perfectamente. El hombre ha abierto la verja sólo el tiempo justo para que entrara el perro. No quería correr el riesgo de que lo vieran. De no ser por tí esa bestia me habría matado.

—Quédate aquí, amor mío —le pidió Beau, instándola con dulzura a que ocupara la silla de hierro que tenía a sus espaldas—. Voy a echar un vistazo a la verja. No tardaré.

Fue hasta allí y miró a izquierda y derecha de la calle. Era lo que sospechaba: ni rastro del sinvergüenza. Examinó con mayor detenimiento el acceso al jardín, pero no halló nada significativo a excepción de una huella grande de zapato impresa en el barro. Esa misma mañana había lloviznado un poco, y Beau llegó a la conclusión de que la huella era reciente. Había visto muchas pisadas como aquella, porque era exacta a las que dejaban los zapatos de lona de los marineros. La idea de que el culpable fuera un hombre de mar llevó a Beau a preguntarse si el ataque a Cerynise no lo tendría a él como objetivo, en venganza de alguna ofensa desconocida; nada, en efecto, lo habría destrozado más que el asesinato de su esposa.

Cerró la verja de madera para probar a descorrer el cerrojo desde la calle. Era el acceso que solían utilizar los criados, que entraban y salían en sus días libres sin necesidad de atravesar toda la casa. La verja era bastante alta para que Beau descansara en ella la barbilla. Por lo tanto, si la intención era abrirla desde la calle y mantener la cabeza gacha para no ser visto, sólo un hombre de su misma estatura podía haber descorrido el cerrojo por dentro sin ayuda, ya que estaba demasiado bajo para que alguien de menor talla lo alcanzara. El propio Beau, en el proceso de repetir la operación, tuvo que poner el pie en la mancha de barro en que había aparecido la huella.

Un marinero alto, concluyó Beau, y que acabara de quedarse sin perro. Moon estaba en los alrededores de Charleston, y Beau sabía que el viejo marino conocía a gran parte de sus colegas de la región. No cabía duda de que los superaba a todos en experiencia. Quizá el anciano grumete supiera proporcionarle nombres de marinos que se ajustaran a la descripción. Si Moon le facilitaba la lista, concluyó Beau, sería tarea fácil seleccionar a los que le fueran hostiles, porque no creía tener muchos enemigos.

Regresó junto a Cerynise, la cogió en brazos y la llevó al vestidor del piso de arriba. Mientras ella se despojaba de su vestido manchado de sangre, Beau hizo lo propio con sus prendas exteriores, antes de lavarse y ponerse ropa limpia. Acto seguido hizo que la joven se acostara, exhortándola a descansar mientras él iba a hablar con los sirvientes. Encontró a Cooper en el vestíbulo y le ordenó enterrar al perro detrás del retrete de la servidumbre, además de poner candado a la verja. Después salió en busca de Jasper, a quien encontró en un dormitorio del piso superior, limpiando el techo.

—Por lo visto han tratado de matar a la señora Birmingham —le comunicó, dejando boquiabierto al mayordomo, que bajó de la escalera.

—¿A la señora, señor? —Jasper estaba horrorizado—. Me cuesta imaginar un acto tan ruin. ¿Quién querría hacer daño a la señora?

—No lo sé, Jasper, pero alguien ha dejado entrar a un perro en el jardín con instrucciones de matar. La señora Birmingham está segura de haberlas oído, y en ese momento no había nadie más en el jardín. Me angustia pensar en lo que podría haber encontrado de haber vuelto a mi hora habitual. Si es cierto que han atentado contra su vida (y con las pruebas que he visto no tengo motivos para dudar de ello), debo disponer turnos de guardia a fin de que la señora Birmingham esté protegida en todo momento. En adelante, hallándome yo ausente, vuestra tarea principal será vigilar a vuestra señora. Si veis a desconocidos merodeando cerca de la casa, sea por la calle o por otro lugar cercano, deseo se me informe de inmediato, aunque tengáis que enviar a Cooper u otra persona a buscarme al almacén. Sospecho que el villano es un hombre de mi estatura, marinero, o en todo caso vestido de tal. A juzgar por la huella que ha dejado en el barro junto a la verja, tiendo a pensar que sus pies son mayores que los míos, lo cual acaso indique mayor estatura, pero no necesariamente. Quiero que estéis atentos a cualquier posible sospechoso. No podemos correr riesgos.

—Contad conmigo, señor.

—También podéis avisar a los demás criados acerca del objeto de la búsqueda, pero se impone la discreción —prosiguió Beau—. No quiero que se lo comenten a gente ajena a la casa, porque pondrían al bellaco sobre alerta.

—Me aseguraré de que sean discretos, señor. No os preocupéis.

—Gracias, Jasper —contestó Beau, exhalando un suspiro—. Dudo que existan palabras para expresar cuál sería mi sufrimiento si le ocurriera algo a mi esposa...

Una leve sonrisa suavizó las facciones del mayordomo, de costumbre rígidas.

—Quizá no, señor, pero vuestro amor por la señora se expresa mucho mejor mediante las tiernas atenciones que le dispensáis. A mi juicio, es una demostración infinitamente más valiosa que las palabras. No os fallaré, señor. En una ocasión me avergoncé a mí mismo permitiendo que el señor Winthrop obligara a la señora a salir de casa en plena lluvia. Si volviera a suceder algo semejante mi conciencia no me dejaría seguir viviendo; y menos un suceso de naturaleza más grave.

Beau asintió con la cabeza, y como no se le ocurría nada más que decir volvió al dormitorio. Cuando vio vacía la cama se asomó al vestidor, donde encontró a su esposa, sentada y alisándose el pelo delante del tocador. Se había puesto un vestido limpio, y demostraba haberse recuperado muy bien y con asombrosa rapidez del mal trago que acababa de pasar. Beau afirmó lo que era evidente.

—No descansas.

—Lo siguiente que haré es bajar a comer contigo —dijo Cerynise con un tono que no admitía negativas—. Cuando te marches volveré aquí a descansar.

Beau le ofreció el brazo, dando visto bueno al plan.

—Philippe ya debe de haber vuelto. De camino a' casa me lo he cruzado yendo al mercado. Me ha dicho que iba a comprarte fruta. —Sonrió—. Parece que de un tiempo a esta parte te apetece más de lo normal.

—Philippe me mima en exceso; y tú igual. Beau acarició su dilatado abdomen.

—A los dos nos encanta, cielo, así que deja que nos divirtamos.

—Sí, señor —murmuró Cerynise con una sonrisa afectuosa, permitiendo que él le diese en la frente un beso lleno de amor.

Varios días después Beau volvió a casa en compañía de un individuo bajo y calvo. Lo hizo pasar al estudio, donde estaba Cerynise, que trabajaba en el retrato de la madre y hermanas de su esposo. En ese momento se dedicaba a pintar luces y sombras para representar los pliegues de una cortina de seda cuyo suave lustre asombraba por su realismo. Al volverse para dar la bienvenida a su marido, reconoció al enjuto marino y dio una palmada de alegría.

—¡Moon! ¡Qué sorpresa! Pero ¿qué hacéis aquí? El viejo grumete había tenido la cortesía de quitarse la gorra, que utilizó para dar énfasis a sus afirmaciones, señalando a Beau en primer lugar.

—Pues veréis... vuestro marido... es decir, el capitán Birmingham, quiere que vigile un poco la casa para ver si aparece el desalmado que quiso haceros daño. Tengo mis años y he conocido a bastantes marineros, pero no sé de ninguno que tenga un perro tan malo como la bestia que ha descrito el capitán. Si es verdad lo que pienso, tal vez fuera el que robaron hace pocos días a dos caballeros ingleses. Lo usaban para organizar peleas con otros perros. Esa fiera mataba a todos sus rivales, y entre pelea y pelea sus dueños le ponían bozal para que no les pegara un mordisco a ellos. Sé con certeza que lo ponían rabioso adrede a base de dejarlo uno o dos días sin comer. A mí me parecería normal que acabara más flojo, pero no era el caso de Hannibal, no. Cuando tiraban un trozo de carne al otro perro y soltaban a Hannibal empezaba una lucha a muerte.

—¡Qué espanto! —Cerynise se estremeció. Si era el mismo perro, lo habían maltratado de manera cruel.

—Moon se quedará unos días en las habitaciones de los criados —le informó Beau—. Le he dicho que te vigile cuando estés en el jardín, para que Jasper pueda montar guardia desde la casa.

La idea de que tuvieran que someterla a vigilancia no era del agrado de Cerynise.

—Dudo mucho que ese criminal lo intente de nuevo, Beau. Sería una tontería, porque la segunda vez no podría escapar.

—Es posible que el muy maldito intente algo peor, amor mío, y si es así quiero estar listo para recibirlo —dijo Beau—. Te ruego, pues, que aceptes la protección de Moon.

Cerynise gimió malhumoradamente.

—Espero que el rufián caiga en la trampa antes de que el bebé se decida a salir. De lo contrario, Moon podría ser un obstáculo.

Heather se apresuró a dejar la taza a un lado, levantarse de la silla y abrir la puerta del estudio a Cerynise, que pugnaba por introducir por ella el lienzo enmarcado en cuya busca acababa de salir. El cuadro parecía demasiado grande para que lo transportara una mujer, y más todavía a un mes de dar a luz.

—¡Pero, querida, te harás daño! ¡Válgame Dios! Dámelo a mí.

—Ayúdame a pasarlo por la puerta —le pidió la autora de la proeza, jadeando por el esfuerzo—. ¡Y no mires! Quiero que sea una sorpresa.

Entre las dos lograron pasar por la puerta el enorme rectángulo. Cerynise suspiró de alivio y apoyó la parte inferior del marco en la alfombra oriental que cubría la habitación.

—Ahora, mamá Heather, me harás un favor si te sientas en la silla del escritorio de Beau. Desde ese ángulo la luz de la ventana favorecerá al cuadro.—Mientras esperaba a que su suegra ocupara el asiento indicado, explicó—: Los marcos, tanto del retrato como de este cuadro, los ha escogido Beau, y estoy segura de que estarás de acuerdo en que es una elección inmejorable.

Heather, sorprendida, arqueó las cejas.

—Pero si yo pensaba que esto era el retrato...

—No, no, es algo completamente distinto. Te traeré el retrato cuando hayas visto este cuadro. He pensado que te gustaría ver en primer lugar tu regalo de cumpleaños.

Heather aguardó con impaciencia a que Cerynise volviese la obra, abrumada por la generosidad de la joven. Se trataba de un minucioso retrato de Beau, donde se reflejaba muy bien la personalidad del modelo.

—¡Cerynise, es magnífico! Pero ¿cómo es posible que no quieras quedártelo?

Cerynise sonrió, contenta de haber complacido hasta ese extremo a quien se había convertido en una de las mejores amigas de su vida.

—Yo tengo al Beau de carne y hueso a diario, y puedo pintarme otro para mí.

—Que Dios te bendiga, chiquilla —dijo Heather con afecto, conteniendo las lágrimas y levantándose a abrazar a su nuera—. No recuerdo ningún regalo que me hiciera tanta ilusión como este. Ahora, lógicamente, tendréis que venir tú y Beau y ayudarnos a escoger dónde colocar los retratos. También quiero encargarte uno de Brandon... siempre y cuando esté dispuesto a quedarse sentado el tiempo necesario.

Cerynise echó un vistazo a su dilatada barriga.

—Temo que ese proyecto tenga que aguardar hasta después de que haya nacido el niño, mamá Heather. Con lo gorda que estoy me cuesta horrores llegar al lienzo, y faltándome un mes sé que dentro de poco me será prácticamente imposible.

En los ojos de Heather, las lágrimas dieron paso a una chispa de regocijo.

—¡Será tan divertido tener un nieto! Créeme si te digo que en Harthaven todo el mundo está entusiasmado con la idea de que vuelva a haber un bebé en la familia. Hatti, cuando piensa que verá a otra generación de Birminghams, se pone loca de contento.

Cerynise dirigió a su suegra una mirada vacilante.

—Beau lleva un tiempo preguntándose si Hatti estará dispuesta a ayudarme a dar a luz. Sospecho que le preocupa su edad. Desde hace unos días me atiende un médico que vive en la misma calle que nosotros, y si a Hatti no la ofende demasiado creo que me gustaría contar con él en el parto. Parece conocer bien su oficio, y por lo que comentan algunas de nuestras invitadas para el té, su clientela comprende a casi toda la elite de Charleston... —Se encogió de hombros—. Aunque no sé si tomármelo como prueba de sus habilidades.

—Decide tú, Cerynise. Lo principal es que estés a gusto —dijo Heather con afectuosa comprensión—. Es importante para tu bienestar. En cuanto a Hatti, ella misma se da cuenta de que tiene algunos achaques y no puede mantener el mismo ritmo que hasta hace poco, pero estoy segura de que se alegrará muchísimo de prestar ayuda cuando nazca nuestro nieto, aunque sólo sea como espectadora. A propósito, creo que a Brandon y a mí también nos gustaría estar presentes; si no te molesta, claro.

—¡Por supuesto! ¡No podéis faltar! Beau cuenta con ello. —Cerynise rió—. Haremos planes para tener invitados durante la última semana...

—Y esperemos que no haya retraso —dijo Heather, riendo por lo bajo.

—Y ahora —dijo Cerynise juntando las manos—, por fin ha llegado el momento que esperabas. El retrato de Heather Birmingham e hijas está acabado, y esta vez creo que le pediré a Jasper que lo traiga. ¿Te apetece entretanto un poco más de té?

Heather rechazó el ofrecimiento con un ademán.

—Quizá tome otra taza cuando esté aquí el cuadro, pero ahora no, querida. Recuerda que no nos has dejado ver el retrato ni una sola vez, y me devora la curiosidad.

Después de otra espera que se le antojó interminable, Heather recibió otro cuadro en obsequio. Se lo quedó mirando, muda de admiración y sintiéndose muy honrada por el halagüeño parecido de aquella imagen que la mostraba sentada entre sus hijas.

—¿De veras soy así, querida? —preguntó con cautela—. ¿No será un gesto de amabilidad?

Cerynise sonrió, cautivada por la falta de vanidad de su suegra, una mujer que tenía motivos de sobra para enorgullecerse de su aspecto.

—Es como te veo yo... y Beau también. Y papá Brandon. Lo dijo al dar su aprobación final al cuadro. Creo que en general os refleja muy bien a ti y tus hijas, que por otro lado no tienen nada que envidiarte.

Nunca en todas sus visitas a casas de conocidos en Charleston y sus alrededores recordaba Heather haber visto semejanza tan exquisita en un retrato como en el pintado por Cerynise.

—Ten por cierto que en cuanto las visitas que recibamos empiecen a ver este cuadro y el de Beau te convertirás en una artista muy solicitada. Sinceramente, Cerynise, no cabe duda de que tu talento supera al de todos los pintores de la región.

—Me alegra mucho que seas de ese parecer, pero a decir verdad, mamá Heather, no sé si tendré tiempo... ni ganas de pintar a ese ritmo una vez nacido el bebé. —Cerynise, sonriente, cogió la tetera y se aproximó a su huésped para servirle otra taza—. Estoy convencida de que me entusiasmará poder cuidar de un pequeñín.

Heather tapó la taza con la mano para impedir que Cerynise se la llenara.

—He cambiado de opinión en lo del té, querida. ¿Te apetece acompañarme a ver a madame Feroux? Me está haciendo unos cuantos vestidos nuevos para el otoño, y me gustaría mucho que vinieras. A veces me cansa el parloteo de esa mujer. Seguro que me entiendes, porque tú también has estado. Me sería de gran ayuda contar con una acompañante más serena.

Cerynise delató una repentina contrariedad.

—Me temo que tendría que acompañarnos Moon, mamá Heather. —Se tocó la barriga con expresión preocupada—. Además, ¿qué pensaría madame Feroux viéndome en su establecimiento con el embarazo tan avanzado?

—Estás preciosa, cariño —repuso Heather con fervor—, y siendo Beau tu marido madame Feroux estará impaciente por conocer todos los detalles. Eso le dará aún más de que hablar. Pero dime una cosa, querida, ¿por qué tiene que acompañarnos Moon?

Cerynise se encogió de hombros.

—Beau tiene miedo de que me pase algo, y ha encomendado a Moon y Jasper la tarea de vigilarme.

Heather arqueó una ceja con curiosidad. Estaba segura de que Beau y Cerynise gozaban de la mayor felicidad posible, pero ignoraba que su hijo fuera un hombre tan posesivo como demostraba el hecho de que hubiera puesto guardia a su esposa. No quería entrometerse; o quizá un poquito sí...

—¿Cuánto hace que Beau ha ordenado a esos hombres que te observen?

—Desde el incidente del jardín, hace un mes.

—¿Qué incidente?

Cerynise no deseaba inquietar a su suegra, pero tenía que hablar con alguien, y le pareció que Heather lo entendería.

—Estaba cortando flores en el jardín cuando un hombre abrió la verja de atrás, dejó entrar a un perro monstruoso y le dio orden de matar. De repente me vi delante de ese animal, que venía gruñendo hacia mí. Beau volvió a casa justo a tiempo para salvarme del ataque. Mató al perro, y desde entonces se niega a separarse de mí a menos que me vigilen Jasper o Moon. Sé que su preocupación es sincera, y sabe Dios que el incidente me dejó temblando una semana entera, pero ¿te imaginas lo que es tener encima a Moon y Jasper las veinticuatro horas del día?

—No sabía nada de lo del perro —dijo Heather, manifiestamente preocupada—. ¿Y el dueño escapó?

—Sí. Por eso Beau teme por mi seguridad. —Cerynise suspiró atribuladamente—. La verdad es que empiezo a sentirme prisionera en mi propia casa, y por mucho que me diga que no es cierto siempre hay alguien vigilándome, sobre todo si salgo al jardín. ¡Ni siquiera puedo ir al excusado sin que me sigan Moon o Jasper! Y teniendo en cuenta la frecuencia con que tengo que ir últimamente, resulta un poco molesto.

—¿Quieres quedarte en Harthaven hasta que atrapen a ese hombre?

Cerynise negó con la cabeza y sonrió.

—Gracias por invitarme, mamá Heather, pero creo que echaría demasiado de menos a Beau.

Hacía un día más espléndido de lo habitual, soleado pero no en exceso tratándose del mes de julio. La suave brisa que penetraba por los postigos interiores de las ventanas estaba cargada de fragancias florales. El zumbido de las abejas que sobrevolaban la alfombra de flores del jardín se mezclaba con los dulces arrullos de las palomas. Era un día perfecto para pasear de la mano con un pretendiente o un marido, y nadie se habría extrañado de que el término del paseo fuera una umbría enramada. No era, ciertamente, día para estar triste.

—Si estás dispuesta a acompañarme, querida, Moon podrá sentarse al lado del cochero y acompañarnos hasta la puerta de la tienda. ¿Te parece suficiente?

—Debería serlo. —Cerynise sonrió con mayor entusiasmo—. ¡Me gustaría tanto salir de casa!

—Te sentará bien, querida. —Heather se levantó de la silla—. Si quieres podemos salir ahora mismo, porque estás muy bien con lo puesto.

—Iré a buscar a Moon. Seguro que para Philippe será un alivio no tenerlo en la cocina. El viejo lobo de mar está poniendo a prueba su paciencia, porque jura que la cocina francesa acabará con él. ¡Pobre hombre! Yo creo que tiene el estómago destrozado por haberse pasado casi toda la vida comiendo comida de barco.

Heather rió.

—Quizá a Moon le convenga una pequeña excursión, para bien de Philippe.

Cuando, finalizada su jornada en el almacén, Beau se disponía a volver a casa, miró por una ventana del piso superior y vio acercarse al muelle de carga un carruaje que le resultaba conocido. Reconoció a Moon sentado en el pescante, y concluyó que su esposa había salido de casa en compañía de su madre. Después de cerrar a toda prisa la caja de caudales, cogió su chaqueta y su sombrero y salió por la escalera de atrás. Llegó a la calle cuando Cerynise ya se había apeado del vehículo y se aproximaba a él por el patio. La joven se detuvo para dejar paso a dos coches de seis caballos, que, según observó Beau, volvían a hora más avanzada de lo habitual después de depositar su cargamento en otro muelle. Los vagones estaban vacíos, y sin duda los cocheros, concluida la labor del día, estarían impacientes por atender las necesidades de los caballos y marcharse a casa. Beau los saludó con la mano, y acto seguido examinó la calle en busca del tercero, que había salido del almacén en el mismo momento que sus dos compañeros.

—¿Dónde está Charlie? —preguntó al segundo cochero.

—Vendrá enseguida, capitán —vociferó este, sobreponiéndose al estrépito del pesado vehículo de carga—. Ha perdido una rueda en el muelle y hemos tenido que parar a ayudarlo. Por eso llevamos tanto retraso.

Cerynise circundó el último vagón y corrió hacia su esposo con una sonrisa radiante.

—Venimos a llevarte a casa, si no tienes inconveniente.

—¿Cómo rechazar tan seductora invitación? —repuso Beau con ojos chispeantes y sonrisa burlona.

Ofreció cortésmente el brazo a su esposa. Mientras la acompañaba al carruaje, recordó haber dejado papeles importantes encima del escritorio y se detuvo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cerynise.

—Tengo que ir a buscar algo a mi despacho, vida mía.

—Te espero —se apresuró a decir la joven. Beau le guiñó un ojo cariñosamente.

—Vuelvo enseguida.

Al quedarse sola, Cerynise inclinó la cabeza, cubierta por una toca, a fin de protegerse la vista del sol vespertino que estaba a punto de ocultarse detrás de los tejados de los almacenes de enfrente. Volvió a colocarse su chai de encaje encima de los hombros, tratando en lo posible de disimular la redondez de su figura. Se oyó entonces un retumbo de ruedas y cascos de caballo. Cerynise alzó la vista y se aproximó al almacén, concediendo al tercer conductor sobrado espacio para dirigir hacia el establo su carro de seis caballos.

Inmediatamente después su atención se vio requerida por unos pasos enérgicos en la escalera posterior del almacén. Se volvió y vio a su esposo salvando los últimos escalones. Beau le sonrió, se abrió la chaqueta y deslizó los documentos en un bolsillo interior, quedando con la mano libre para el dichoso honor de escoltar a su esposa de vuelta al carruaje de sus padres.

Cuando volvió a levantar la cabeza, divisó una sombra larga de hombre cubriendo parte del camino adoquinado que lo separaba de Cerynise. Se volvió con la esperanza de hallar a una persona amiga, momento en que un súbito escalofrío de aprensión recorrió su cuerpo. Pese al sombrero de ala flexible que ensombrecía la faz del fornido individuo, había en él algo familiar que inquietaba. Beau apretó el paso, confiando en interponerse entre él y Cerynise, pero no logró sino suscitar una reacción similar en el desconocido, que echó a correr hacia la joven. Beau, en plena carrera, dirigió una advertencia a su esposa, pero el agresor no tardó ni un segundo en colisionar con Cerynise y arrojarla a trompicones delante del carro que estaba aproximándose.

Un grito de estupefacción escapó de boca de Moon, a quien no hizo falta otra señal para descender del pescante. A la zaga de su exclamación, otra más aguda fue proferida por Heather, que se llevó al cuello una mano trémula y presenció con horror el momento en que su hijo se lanzaba hacia su esposa, próxima a derrumbarse. Parecía una hazaña imposible, pero Beau cogió a Cerynise en brazos antes de tocar el suelo y, revolviéndose en el aire, protegió con su cuerpo el de su esposa, entorpecido por el embarazo. Inmediatamente después cayó de espaldas en los adoquines, aceptando sobrellevar el peso combinado de ambos cuerpos. Siguió dando vueltas con los brazos y las piernas flexionadas, apoyado en codos y rodillas, y mantuvo a Cerynise aprisionada entre sus miembros, volcando todas sus fuerzas en protegerlos de todo daño a ella y el bebé.

Si bien el conductor del carro había pisado a fondo el freno de madera y tiraba enloquecidamente de las riendas para detener a los caballos, los pesados cascos de los equinos golpearon los adoquines a escasos milímetros del cuerpo de Beau, que no había dejado de rodar. En cuanto la pareja se hubo puesto a salvo se alzó un tumulto considerable. Profiriendo una blasfemia, Moon pasó a la acción y salió en pos del desconocido con asombrosa celeridad. Los dos carreteros salieron corriendo del establo, al tiempo que el tercero, detenida por fin su recua de caballos, saltaba al suelo desde notable altura. Simultáneamente, Heather bajó a trompicones por la portezuela del carruaje y corrió hacia su familia con las piernas temblando.

—¿Os habéis hecho daño? —preguntó, al borde del pánico. Temblaba de forma incontrolable, y las lágrimas emborronaban su visión, entorpeciendo sus esfuerzos por averiguar qué heridas habían sufrido su hijo y su nuera—. ¡Por favor, decidme que estáis bien los dos!

—Creo que sí —contestó Beau sin demasiada convicción, mientras escrutaba el rostro de su esposa buscando indicios de dolor.

Cerynise temía demasiado por él para preocuparse de sí misma. Imitando el movimiento de Beau, que acababa de separarse de ella y ponerse en cuclillas, se agachó a examinar sus manos, brazos y piernas. Sólo la ropa parecía haber sufrido daños graves. Los pantalones tenían desgarrones en las rodillas, ensangrentadas, y la chaqueta estaba hecha trizas en la espalda y los codos.

—Perdonad, capitán —se disculpó el carretero con voz temblorosa—. No he conseguido que los caballos pararan a tiempo. —Tendió a Beau su sombrero de copa, y el chal de encaje que había perdido Cerynise mientras rodaban ambos por el suelo. La segunda prenda estaba rota y cubierta de marcas negras de cascos y ruedas—. Estaba seguro de haberos matado a los dos.

—No ha sido culpa tuya, Charlie —le aseguró Beau.

—¡He visto que ese hombre horrible la empujaba! —exclamó Heather con indignación.

—Sí, lo hemos visto todos —declaró el primer carretero—. Si no fuera por el capitán la habría matado.

Pese al examen inicial Cerynise seguía temiendo que Beau estuviera herido, a causa de lo tenso de sus facciones. Le tocó el pecho con mano trémula y escudriñó su rostro con preocupación, reparando en la rigidez de los músculos bajo sus enjutas mejillas. Sólo entonces se dio cuenta de estar presenciando un furor de cuya intensidad no sabía capaz a su marido. A su lado, cuanto había visto hasta entonces en Beau palidecía.

—Vámonos a casa —suplicó, hundiendo la mirada en aquellos insondables pozos azules.

La cólera abrasadora de Beau fue apagándose hasta permitir que una sonrisa tensa curvara las comisuras de sus labios.

—Sí, amor mío. Vámonos a casa, donde estés a salvo.

Horas más tarde Beau estaba sentado en su estudio, rememorando los acontecimientos del día con la mirada fija en su escritorio. El cochero se había llevado a casa a su madre, manifiestamente afectada por la agresión a Cerynise. Esta se hallaba en el dormitorio del piso superior, durmiendo bajo la vigilancia de Bridget. La joven, según todos los indicios, había superado el incidente con absoluta entereza, pero su repentino letargo convenció a su marido de que en su fuero interno estaba asustada. El capitán había convocado a toda la servidumbre para explicarles lo ocurrido e informarlos de que a partir de ese momento siempre habría alguien montando guardia en la casa. El primero en ofrecerse voluntario había sido Moon, declarándose por lo demás excesivamente consternado para dormir.

Beau se había planteado la opción de llevarse a su esposa a Harthaven, pero le habían bastado unos instantes para decidir que la plantación no destacaba por su seguridad. Además de contar con numerosas edificaciones anejas a la mansión, las tierras que la rodeaban en varios kilómetros a la redonda proveían al agresor de infinidad de escondrijos. La propia mansión estaba dotada de una docena de accesos, y era demasiado fácil esconderse en cualquiera de sus rincones. No. La casa de Charleston sería mucho más fácil de defender, en espera de hallar al vil gusano responsable de aquel acto y poner fin a su despreciable vida. Ninguna otra solución lo convencería de que Cerynise estuviera a salvo del bellaco.

Lamentó haberlo tratado con tan poca dureza a bordo del Audaz.

De regreso de su infructuosa persecución, Moon, magullado y ensangrentado, había informado al dueño de la casa de que la breve refriega le había permitido ver de cerca al culpable. Se trataba ni más ni menos que de Redmond Wilson, el marinero que se había ensañado a hachazos con el Audaz hasta quedar desarmado por el capitán. Además de las precauciones que había instaurado en su propia casa, Beau había enviado a Stephen Oaks y varios miembros de la tripulación a patrullar las calles en busca de Wilson. Si el renegado entraba en una taberna, visitaba un burdel o reposaba siquiera un instante en cualquier otro establecimiento, Beau estaba seguro de que no tardaría en saberlo.

Absorto en sus cavilaciones, se frotó el hombro y experimentó una punzada de dolor. Empezaba a darse cuenta del alcance de las magulladuras que se había infligido a sí mismo en el acto de arrojarse sobre los adoquines para salvar a su esposa de que la atropellara el carro y sus seis caballos. De todos modos, cualquier perjuicio era insignificante en comparación con el dolor que habría sufrido de haber sido heridos o muertos su esposa y el bebé. Habría sido una pérdida similar a que le arrancaran el corazón.

Pensando en lo que habían estado a punto de arrebatarle, Beau sintió ansias de coger en brazos a su esposa y oír palpitar en su pecho el ritmo de su corazón. Con ese objetivo salió del estudio y subió por la escalera. Su entrada en el dormitorio a oscuras hizo que Bridget se levantara de un salto. Por deseo de Cerynise, en noches de luna las cortinas se dejaban abiertas. Gracias al tenue resplandor que entraba por las ventanas, Beau advirtió enseguida la angustia de la criada. Su mirada de preocupación permitía adivinar que temía desesperadamente por su señora. No se dijeron nada. No hacía falta, porque ambos compartían un mismo temor.

Bridget se marchó después de musitar «buenas noches», y Beau cerró la puerta a su paso sin hacer ruido. Después se aproximó a la cama y permaneció largo rato contemplando las facciones delicadas de su esposa. Un haz de luz plateada iluminó su rostro. Ningún sueño parecía turbar su descanso. Beau veía en ella la inocencia de un ángel. ¿Qué hombre en su sano juicio podía querer hacerle daño?, se preguntó, taciturno. La idea era absurda, pero indudablemente cierta.

Se desnudó y colgó la ropa en el galán de noche del vestidor. Una vez debajo de las sábanas, se arrimó a Cerynise y colocó una mano en la suave protuberancia de su abdomen. Enseguida se vio recompensado por un movimiento de su hijo. Con el corazón rebosante de alivio, aplicó los labios al fragante cabello de su esposa. Un suave suspiro de satisfacción salió de los labios de la joven, que apoyó la cabeza debajo de su barbilla y acarició su torso musculoso.

—Te quiero —murmuró, adormilada. Beau le contestó en los mismos términos, con voz cargada de emoción.

—Yo también te quiero... de todo corazón, infinitamente y para siempre.