14

TODOS los Birmingham se reunieron en Harthaven para dar a Cerynise la bienvenida oficial a la familia. Sterling Kendall también había sido invitado. Después de tantos años de vida solitaria, el profesor quedó algo pasmado por la efervescente cháchara de las mujeres y el ingenio agudo de los hombres. Además de la familia inmediata de Beau se hallaban presentes el prometido de Suzanne, Michael York, el hermano de Brandon, Jeff, su cuñada Raelynn y los cuatro retoños de la pareja, el mayor de los cuales era Barclay, un joven de veinte años que prefería que lo llamaran Clay. Stephanie, muchacha de dieciocho años y pelo cobrizo, debía casarse al año siguiente con Cleveland McGeorge, acaudalado marchante. Si bien Cleve era nativo de Nueva York, se había trasladado a Charleston en época reciente, y era dueño de un establecimiento de arte. El segundo hijo de Jeff, Matthew (o Matt), acababa de cumplir los quince, y Tamarah, la menor, tenía nueve. Era de los cuatro quien más se parecía a su padre, por su pelo negro y sus ojos verdes. Tras ser presentado a todos los miembros de la familia y conversar un poco con cada uno, Sterling no tardó en llegar a la conclusión de que formaban un grupo interesante, inteligente y encantador, capaz de hacer que una persona ajena a la familia se sintiera a gusto y bien integrada en su íntima unidad.

No menos abrumada quedó Cerynise por la inmediata aceptación de que se sintió objeto, hasta el punto de que poco después de llegar ya intercambiaba confidencias con Brenna, con quien previo quedar unida en breve por una fiel amistad. Supuso que la madre de Beau tendría menos de cuarenta y cinco años, aunque lo cierto era que Heather Birmingham tenía el aspecto de una mujer de treinta. Era menuda y de pequeña estatura, al igual que Brenna, y aún no había aparecido ninguna cana en su cabello negro. Al serle presentada su nuera, Heather sonrió y le cogió ambas manos, declarándose encantada de tenerla en la familia. A continuación, la señora de Harthaven se encargó de presentar a Cerynise a los demás, mientras Beau hacía lo propio con Sterling. Heather no olvidó enseñar la casa a su nuera, iniciando su ronda de las habitaciones superiores por la que había ocupado Beau de niño y adolescente, y pidiéndole que la considerara desde ya como suya. Seguidamente le presentó al servicio, cuyas alabanzas cantó con especial acento en las de una mujer de color llamada Hatti. El hecho de que aquella mujer corpulenta y de pelo gris hubiera intervenido en el parto de Brandon, y después en el de todos los demás Birminghams, la convertía en respetado pilar de la familia.

Sólo cuando la totalidad de los comensales hubieron ocupado sus asientos en la larga mesa examinó Cerynise la habitación y reparó en que el cuadro cuya compra le había desaconsejado a Beau unos meses atrás ocupaba un lugar bien destacado de la pared, junto al aparador, flanqueado por dos apliques de porcelana. Lo iluminaba la cálida luz de varias velas, que lo realzaban de manera inmejorable. La sorpresa de Cerynise fue tan absoluta que la dejó boquiabierta. Se volvió hacia Beau, que estaba ayudándola a sentarse.

—¿Qué deciros, señora? —Beau sonrió y se encogió de hombros—. Me gustaba tanto que se lo compré a mis padres.

—Me parece una obra bellísima —dijo Heather con orgullo desde su lugar de honor en un extremo de la mesa—, y me satisface todavía más que la haya pintado mi nuera. El prometido de Stephanie lo tiene por el mejor que ha visto jamás, y tendría sumo interés en ver más cuadros tuyos y tratar de su posible venta. No ha puesto ninguna objeción a que el artista sea mujer. Cleve nos ha asegurado que lo que de veras cuenta es la calidad del cuadro, no el sexo de la persona que lo haya pintado.

—Pronto deberíamos recibir más obras suyas —anunció Beau—, pero yo tengo prioridad... por ser su marido...

—Te veo muy complacido por ese título —repuso Heather con afecto.

—Sí, mamá —admitió Beau, sonriéndole al tiempo que ocupaba su silla y cogía los dedos esbeltos de su esposa. Queriendo recordar a su madre todas las ocasiones en que ella le había aconsejado no perder el tiempo con tal o cual atractiva muchacha, añadió—: No cabe duda de que con esta sí vale la pena quedarse.

—Ya me he dado cuenta, querido —dijo Heather con dulzura—. Lo cual me recuerda que debo invitar a algunas damas de Charleston y sus alrededores para que conozcan a Cerynise. —Su mirada se posó en quien se había convertido en hija suya por matrimonio—. ¿Te parece buena idea, querida?

—Por supuesto, señora Birmingham.

—Ahora eres de la familia, Cerynise —contestó Heather, rechazando el tratamiento formal con una risa afable—. Basta de señoras Birmingham o todo serán confusiones. Llámame Heather, mamá o algo que se le parezca.

—jEh, inglesa! —exclamó Jeff desde el otro lado de la mesa, guiñando el ojo a Brandon—. He oído decir que vas a ser abuela. ¿Seguro que tienes edad?

—Calla, bribón —replicó Heather, moviendo la mano y sonriendo de modo burlón—. Que tú y tu hermano os tomarais con calma la búsqueda de una esposa no significa que mi Beau tenga que seguir vuestro ejemplo. Lo ha hecho igual de bien en casi la mitad de tiempo.

—¡Uf! —exclamó Jeff entre risas—. ¡Qué mala te pones cuando te enfadas, inglesa!

Heather asestó otra estocada sin perder la sonrisa.

—Sólo tardaste quince años en darte cuenta. Si no te conociera sospecharía que eres un poco retrasado.

La exagerada contrariedad que fingió Jeff suscitó tanta risa como la contienda verbal que se traían. Raelynn, que estaba sentada al lado de él, se llevó la servilleta a la boca para silenciar una risa aguda, y después de intercambiar miradas divertidas con su cuñada inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Ve con cuidado, hermano —advirtió Brandon, burlón—. Ahora que tiene otra hija a su cargo Heather se siente más en forma que nunca.

—Cada día está más batalladora —dijo Jeff—. Creo que ya me ha dejado bastante maltrecho.

Raelynn lo consoló con unos golpecitos en la mano.

—Nadie lo merece más que tú, cariño.

—Pardiez! —exclamó Jeff, consternado—. ¡Con qué arpías nos hemos casado!

—¡Tú siempre tan bromista, tío Jeff! —dijo Suzanne, riendo con su prometido—. Sabes perfectamente que adoras a todas las mujeres de la familia Birmingham, y que no cambiarías a ninguna por todo el oro de la China.

—¿Pero existen otras mujeres? —preguntó Jeff, mirando alrededor con fingido desconcierto.

Cuando decreció la hilaridad, Suzanne miró a Beau y Cerynise y preguntó con marcado interés:

—Vendréis a mi baile de compromiso, ¿verdad?

—Por supuesto, princesa —contestó Beau cariñosamente—. No nos lo perderíamos por nada del mundo.

—Espero encontrar un vestido lo bastante holgado—terció Cerynise con ironía—. En caso contrario quizá tenga que ponerme un barril.

—Es posible que madame Feroux pueda ayudarte—sugirió Brenna—. Seguro que a estas alturas hace tiempo que las demás mujeres tienen acabados sus vestidos. —Dirigió a su hermano una mirada maliciosa—. Madame Feroux tiene a Beau en particular aprecio, y seguro que pidiéndoselo él trabajaría día y noche en confeccionarte un vestido maravilloso, sólo para complacerlo.

—Calla, descarada —le avisó Beau. Su sonrisa burlona desmentía lo torvo de su mirada—. Lo único que quieres es meter cizaña.

Los ojos azules de Brenna, vueltos hacia su madre, brillaron con picardía.

—Mamá, no imaginas lo que me contaron el otro día sobre madame Feroux. ¿Querrás creer que Germaine Hollingsworth tuvo la desfachatez de decirle que veía próximo el momento en que Beau pidiera su mano? La pobre mujer, creyendo que era cierto, se puso alborotadísima.

—Me lo imagino —murmuró Heather, agradecida por cómo habían salido al fin las cosas.

Brenna frunció el entrecejo con simulada confusión, pero en sus ojos seguía presente una chispa de burla.

—¿Qué harás con dos esposas, Beau? —preguntó a su hermano.

Beau, consciente de que Cerynise aguardaba una respuesta, reaccionó con un cierto apuro.

—No tengo nada que ver con Germaine. El otro día la llevé en mi carruaje, pero sólo porque nos habíamos sentado juntos por casualidad en la boda de un amigo común.

—¿Por casualidad? —Brenna, incrédula, puso los ojos en blanco. Había llegado a sus oídos una plétora de rumores promovidos por la propia Germaine, con la pretensión, sin duda, de alejar de Beau a otras jóvenes solteras. Brenna estaba segura de que Cerynise acabaría oyendo esas mismas imbecilidades de boca de algún incauto, yendo de compras por Charleston en los meses por venir. Probablemente fuera Brenna el miembro de la familia Birmingham que más había confiado en la indiferencia de su hermano hacia la candidatura de Germaine como esposa, sentimiento del que quería informar a Cerynise. Presentó diversas conjeturas con el objetivo de sacar a luz las reticencias de Beau—. Supongo que estarías sentado en un banco de la iglesia y que Germaine se colocó a tu lado por casualidad; y supongo que te pidió el favor de llevarla, cuando seguramente tendría su propio carruaje a la vuelta de la esquina. ¿Cuándo entenderás, mi querido hermano, que siempre te han visto como el pez más gordo de un estanque pequeñísimo? Ya hace tiempo que tus admiradoras se dedican a echar redes con la esperanza de pescarte. Quizá eso explique la excesiva confianza de Germaine. Es verdad que nadie se esforzaba como ella.

Heather y Brandon se miraron fugazmente desde los extremos de la mesa. Sólo el padre de Beau conocía la intensidad de la preocupación de su esposa desde que ambos habían reparado en la intensa campaña puesta en marcha por Germaine para hacer suyo al joven capitán. En años anteriores habían circulado muchas habladurías sobre la bella joven, sin que llegara a demostrarse ninguna. Los padres de Beau habían sido muy conscientes del peligro de que su hijo cediera al encanto de Germaine y se acostara con ella. Quedara o no embarazada, Germaine habría acudido a su irascible padre para quejarse de que habían estado jugando con ella. El señor Hollingsworth era muy capaz de obtener respuestas adecuadas en una ceremonia nupcial a base de apuntar disimuladamente a la cabeza del novio con una pistola.

Brenna siguió demostrando su afición a burlarse de su hermano.

—Madame Feroux dice que el otro día entraste con Germaine en su establecimiento, Beau, y fue justo después de que Germaine predijera su boda contigo. ¿Por qué ir a una tienda de modas con Germaine si no pensaras casarte con ella?

Beau suspiró, exasperado.

—¿Te has fijado alguna vez en que madame Feroux posee la asombrosa habilidad de airear cuanto sabe a excepción de lo que viene a cuento? Seguramente se le olvidaría mencionar que me quedé un máximo de diez minutos, y que salí enseguida... sin Germaine.

—¡Beau, por Dios, no hay necesidad de que te enfades tanto! —lo regañó Brenna con dulzura, satisfecha del rubor que se había apoderado de la cara de su hermano. Estaba bastante orgullosa de haberlo incitado a revelar su precipitada partida, de la que ya le había informado madame Feroux—. Seguro que Cerynise no es celosa.

—Al contrario —la corrigió la beldad de cabellos cobrizos, sonriente—. En lo tocante a Beau te aseguro que lo soy, y mucho. Germaine me había avisado que no me acercara a él, y no puedo oír su nombre sin recelo.

—¿Dices que Germaine te advirtió de palabra que te apartaras de Beau? —preguntó Heather, atónita—. ¿Cómo se atreve?

—¿Me permitís cambiar un momento de tema? —suplicó Brandon para echar una mano a su hijo.

—Por supuesto, papá —se apresuró a decir Beau, aliviado por su intervención. El tema de Germaine empezaba a amenazar su buen humor—. Si te ves con fuerzas para deslizar un comentario en esta familia, adelante, inténtalo.

—Es a ti justamente a quien quería hacértelo —contestó Brandon, arqueando una ceja—. Contéstame a una pregunta.

Beau tendió las manos en señal de obediencia.

—Soy todo oídos, papá.

—Verás, no tengo nada contra monsieur Philippe. Es un cocinero excepcional, pero ¿no crees que utilizarlo como mayordomo y criado es aprovecharse de él?

Su hijo se encogió de hombros.

—Cuando volví de viaje y entré en mi casa sólo trabajaba una criada, mientras que los demás se dedicaban a observarla cómodamente sentados. Los he despedido a todos salvo a Thomas y a la chica, y no veía la hora de hacerlo.

—Eso está muy bien, hijo —repuso su padre—, pero me pone muy nervioso que me abran la puerta y se me ponga delante un hombre armado con un cuchillo de carnicero. Temo que el susto me dure hasta el lecho de muerte.

La mesa entera estalló en carcajadas al imaginarse al alto y robusto anfitrión mirando con ojos como platos al menudo cocinero, probablemente ajeno a la reacción que había provocado su cuchillo.

Cerynise tuvo un ataque de risa que la obligó a sujetarse el estómago con los brazos.

—Esta familia es el grupo de gente más encantador que he conocido en toda mi vida —declaró, enjugándose las lágrimas—, pero no pienso reír más. Duele demasiado.

Brandon levantó su copa de vino y propuso un brindis, sonriendo a su nuera con efusión.

—Bienvenida a la familia, querida.

Siguió un coro entusiasta de síes, demostrando la unanimidad del sentimiento. No cabía duda de que Cerynise ya formaba parte de la familia.

Dos semanas más tarde Harthaven era un hervidero de mujeres invitadas para conocer a la esposa de Beau. Habían llegado carruajes durante toda la mañana, derramando huéspedes impacientes por ver de cerca a la nueva señora Birmingham, quien, según todas las informaciones, ya estaba embarazada.

De Cerynise Birmingham se sabían algunas cosas. Era nativa de la zona, hecho que aliviaba a algunas damas, dadas las manifiestas preferencias de la anterior generación de Birminghams por las extranjeras. Había vivido un tiempo en Londres y había finalizado su educación en dicha capital, detalle que constituía otro punto a su favor, ya que, apagado el recuerdo del malestar producido por la guerra de la Independencia, todo lo inglés estaba de moda. Su tutora, la difunta Lydia Winthrop, lejos de reprimir la afición a la pintura de su protegida, le había proporcionado los mejores profesores, con el resultado de que Cerynise manejaba los pinceles con enorme talento. Precisamente, Heather y sus dos hijos estaban posando para un retrato, cuya realización estaba en manos de Cerynise. Con ese objetivo, las tres solían reunirse un mínimo de tres veces por semana en la residencia urbana de Beau Birmingham. De vez en cuando se sumaban a ellas los varones Birmingham de mayor edad, y en ocasiones podía verse a toda la familia saliendo a cenar o asistiendo a una representación teatral, junto con el prometido de Suzanne, Michael York.

Se rumoreaba asimismo que Cerynise era de buena familia, si bien algo ajena al mundo de las reuniones sociales. Los Kendall habían sido siempre una familia de sólida formación académica, y se decía que Cerynise seguía la tradición, idea que sorprendía a quienes conocían a Beau de tiempo atrás. A juicio de estos, lo que valoraba el capitán no era tanto la mente femenina como otras cosas, y eso los llevaba a preguntarse en privado si Cerynise lo satisfaría en la cama.

Hacía aproximadamente una semana que madame Feroux daba unos cuantos detalles más sobre Cerynise a cualquier dama que entrara en su establecimiento. «¡Las joyas que ha regalado el señor Beau a su joven esposa son espléndidas! ¡La señora Cerynise trajo el collar de perlas sólo para ver cómo quedaría con el vestido que estoy haciéndole, y confieso no haber visto jamás joya comparable! ¡Una exageración! Hablando del tema, ¿habéis visto su alianza? ¡Tiene brillantes en toda su circunferencia! Y el vestido que piensa llevar en el baile de compromiso de la señorita Suzanne es seguramente el más caro que he hecho en toda mi carrera. Lo encargó personalmente el señor Beau después de haber pasado por la tienda con su esposa. ¡Oh, y había que ver cómo se tocaban! ¡Qué cosa más divina! Nunca he visto a ningún caballero demostrar tanto cariño por su esposa con un simple roce de manos. Y la señora Cerynise tiene la elegancia de un cisne, aunque se encuentre encinta... Está como mínimo de cuatro meses, pero sé de buena fuente que se casaron en Inglaterra. ¡Imaginaos, encontrarse por casualidad en otro país cuando hacía tantos años que se conocían!» Y así hasta el infinito.

Tantos comentarios no hacían más que avivar la curiosidad de las demás mujeres, quienes, como no podía ser menos, sintieron la necesidad de ver por sí mismas a Cerynise Birmingham, aunque sólo fuera para saber qué clase de esposa había escogido Beau Birmingham. Así pues, una auténtica avalancha de mujeres cayó sobre Harthaven.

—Según tu madre nadie ha rehusado la invitación—señaló Brandon por encima del hombro, mirando por las cristaleras de su estudio, donde se habían refugiado él y su hijo aprovechando el único remanso de paz de una casa invadida por mujeres. Se detuvo otro carruaje en el camino de entrada. En esta ocasión, el cochero ayudó a apearse a una anciana de cabellos canos, y la acompañó por la escalinata de la mansión—. ¡Válgame Dios! Ya debe de haber cien personas o más, y ahora parece que vienen hasta las bisabuelas.

Beau se unió a su padre en el observatorio y echó un vistazo al porche.

—Es la señora Clark, ¿no?

—Sí, Abegail Clark.

—Hacía años que no la veía. Confieso que la creía muerta.

—Esa mujer tiene demasiada energía para dejarse morir.

Beau se volvió hacia el reloj de pared del estudio. Después se acercó a la puerta, la abrió y se asomó a ella como un cauto ratoncillo mirando por un agujero. Comprobó, consternado, que hasta el vestíbulo estaba lleno de invitados. Prácticamente no cabía ni un alfiler.

—Me parece que tienes razón, papá. Debe de haber cien personas o más. ¡Por todos los diablos! ¿Cuánto va a durar?

—Demasiado poco para lo que planeas —repuso Brandon con sonrisa maliciosa. Beau se volvió.

—¿Y qué planeo? —preguntó.

—Por cómo miras el reloj, intuyo que tienes pensado huir en breve con Cerynise. Creo que tus esperanzas exceden lo verosímil.

Las cejas de Beau se arquearon.

—Pues es lo que tenía previsto. Está al llegar un cargamento de Inglaterra, y quería que Cerynise me acompañara.

—¿De qué se trata esta vez?

—De las pinturas de Cerynise. Brandon no pudo reprimir una sonrisa.

—Yo creía que sólo querías volver con ella a la cama.

Beau le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Qué te lleva a pensar eso?

—Pues verás, hijo, desde que se instaló en tu casa sólo tienes ojos para ella, y a juzgar por tu buen humor adivino que te complace en extremo. No puedo sino alabar la sabiduría de que has hecho gala al no dejar pasar un año entero antes de compartir tu cama con ella. No todos los hombres son tan listos.

El ingenio mordaz de Brandon hizo reír a su hijo.

—No te castigues demasiado, papá. Tu relación con mamá es mejor que la que tienen la mayoría de los hombres con sus amantes.

—Sí, pero ella es mejor que cualquier amante. Los labios de Beau temblaron de regocijo. Desde que él también estaba casado le resultaba mucho más divertido bromear con su padre.

—Dime una cosa, papá. Cuando un hombre alcanza tu edad, ¿aún puede... funcionar? Tú ya me entiendes... en la cama...

Brandon se mostró escandalizado.

—¡Demontre, hijo! ¿Por quién me tomas, por un eunuco? Quizá te sorprenda saber que tu madre todavía se pregunta cada mes si estará o no embarazada.

—¡Perdona, perdona! —Beau tendió las palmas hacia arriba y retrocedió como si tuviera miedo de que su padre fuera a darle una azotaina. Por supuesto, el brillo pícaro de sus ojos lo desmentía. Travieso, echó más sal en la sensible piel de su progenitor—. Con las parejas mayores nunca se sabe... si tendrán vigor para... mmm... acabar... lo que empiezan.

Brandon resopló.

—Casi tengo ganas de dejar embarazada a tu madre sólo para darte una lección, muchacho. ¡Vaya! ¡Casi ni te ha salido la barba y ya me tomas por demasiado viejo! ¡Ja!

—Te veo muy susceptible al tema de la edad, ¿eh, papá? —siguió pinchando Beau—. Teniendo en cuenta lo joven que es mamá, quizá tengas miedo de que dentro de unos años ya no puedas satisfacerla.

—Te lavaría con jabón esa boca que tienes —replicó Brandon.

Beau se atrevió a acercarse lo suficiente para poner en el hombro de su padre una mano consoladora. El hecho de que casi fuera igual de musculoso que el suyo daba fe de que ninguna debilidad aquejaba a Brandon.

—No pasa nada, papá. Seguro que cuando llegue la hora mamá sabrá entenderlo.

—Te juro que esta casa es demasiado pequeña para los dos... y no me refiero a tu madre.

Beau se encogió de hombros, sonriendo de modo burlón.

—Eso ya lo sé, papá. Por eso tengo casa propia en Charleston.

—Es una suerte. —Brandon rió—. Aunque con el embarazo de Cerynise tu madre preferiría que vivieras más cerca.

—Me parece que está más contenta de que me haya casado con Cerynise que un gato con un plato de nata.

—Tenlo por seguro. Para ella no cabe mayor alegría, sobre todo si se piensa que hubo un tiempo en que parecías encaminarte en una dirección más... mmm... mundana.

Beau se tomó su tiempo para descifrar el comentario.

—¡No te referirás a Germaine Hollingsworth! —preguntó al fin, sorprendido.

—No se me ocurrió que pudieras tomar esa dirección —le aseguró su padre—. Quien estaba inquieta era tu madre.

Beau se echó a reír.

—Seguro que si me hubiera casado con Germaine y la hubiera traído a casa mamá habría perdido los estribos.

—¿Cómo puedes decir eso? —repuso Brandon, riendo entre dientes—. Sabes tan bien como yo que tu madre es la persona más dulce y atenta que existe.

—¿Y qué me dices de su mal genio irlandés, y de lo inflexible de su carácter? Brandon sonrió.

—Eso a mí nunca me ha importado. Nunca me ha dado motivos. A Germaine, en cambio, podría habérselos dado.

En ese instante, y confirmando la suposición, Germaine experimentaba cierta hostilidad hacia la señora de Harthaven. Se hallaba escasamente a una habitación de donde conversaban Beau y su padre, sentada y con una sonrisa falsa en su rígido semblante, aunque por dentro le hirviera la sangre. No soportaba ver objeto de tantas alharacas a la muchacha que años atrás había sido blanco de las burlas de su grupo de amigas. Por todas partes oía alabanzas a quien en tiempos mereciera el desdeñoso apodo de «Palitroque». Ciertamente, desde que se había desarrollado, Cerynise ya no parecía tan alta. Germaine se lo tomaba casi como una afrenta personal, y decía para sus adentros: ¿Cómo se atreve esa boba a volver tan guapa y serena? Como si no fuera de este mundo.

Heather Birmingham adoraba a su nuera y hacía cuanto estaba en su mano para protegerla, hasta el extremo de que en ocasiones mostraba la ferocidad de una gata defendiendo a sus pequeños. Hacía muchos años que la sociedad de Charleston se deshacía en elogios sobre Heather, a quien describían como una persona amabilísima, dulce y compasiva, llena de encanto. Pues bien, había que decir que aquellos ojos de zafiro eran capaces de clavarse en una persona y producir auténtico pavor, hecho del que podía dar fe Germaine, estremecida aún de recordarlo. Poco importaba que tan gélida mirada se dirigiera a la culpable de haber agredido a Cerynise con un comentario afilado. Seguía siendo la más letal que había recibido Germaine en toda su vida.

Quizá fuera eso lo que había permitido a Heather mantener un férreo control sobre su esposo, pensó Germaine con resentimiento, cogiendo su taza y bebiendo un sorbo de té. Ser durante tantos años la esposa de un hombre de tan recia voluntad como era Brandon Birmingham no podía ser tarea fácil. No obstante, y según todas las fuentes, Heather lo había manejado con sorprendente destreza. Se habían dado casos en que un desconocido señalaba que cada vez que la pareja entraba en una habitación la riqueza sensual de su matrimonio se hacía casi palpable.

Las escasas dudas que había albergado Germaine sobre su meta de casarse con Beau Birmingham tenían como causa principal el temor de que se pareciera demasiado a su padre y no fuera fácil de llevar. También había temido que no le consintiera tantas cosas como tenía por costumbre desde niña. Sus padres siempre habían cumplido todos sus deseos, y Germaine se había preguntado con cierta frecuencia si Beau se mostraría menos maleable. Dicho temor no se había visto confirmado en el caso de Cerynise, a juzgar por el anillo de zafiros y la alianza de brillantes que llevaba aquella necia de melena cobriza, anillo y alianza cuyo aspecto casi hacía atragantarse de envidia a Germaine.

Dejó la taza en el plato y, cogiendo al vuelo la oportunidad que le presentaba un paréntesis en la conversación, comentó con dulzura:

—A propósito, Cerynise, no recuerdo que nos hayas contado cómo os conocisteis tú y Beau. ¿Fue muy romántico?

Pese a la desconfianza que sentía hacia aquella mujer y sus insidiosos comentarios, Cerynise rió alegremente.

—¡He estado enamorada de Beau Birmingham desde que era alumno de la escuela de mi padre!

Germaine corrigió a su rival con una sonrisa forzada.

—No me refería exactamente a eso. Todas sabemos que fue alumno de tu padre. Lo que quería saber es cómo coincidisteis en Londres. Imagino que tu tutora te tendría prohibido confraternizar con marineros.

Durante sus cinco años de ausencia Cerynise había aprendido a tratar con serpientes de la estofa de Germaine. La mejor manera de embotar el filo de sus pullas era mantenerse serena y ser sincera.

—Después de muerta la señora Winthrop, me pareció razonable regresar a Charleston. Cuando empecé a informarme acerca de qué barcos efectuaban la travesía a las Carolinas me dijeron que la fragata de Beau estaba anclada en Londres. De una cosa pasamos a otra, y decidimos casarnos antes de zarpar.

Heather sonrió, encantada por la elegancia con que su nuera había contestado a quien pretendía erigirse en su torturadora. Era consciente de que el tema no se agotaba en lo poco que le había contado su hijo, ni en lo que acababa de desvelar su nuera; lo era, asimismo, de no haber sido informada personalmente de todos los detalles. Tampoco lo creía necesario. Contrariamente a lo que imaginaban todos los miembros de la familia, sabía que su hijo no era ningún santo. Se parecía demasiado a su padre para dar pie a tan descabellada hipótesis. Tanto daba que el matrimonio se hubiera celebrado por las buenas o las malas; en ambos casos, Heather se alegraba de que Beau hubiera logrado casarse con una joven de la que se podía estar orgullosa, y que prácticamente lo idolatraba.

—Confieso no entenderlo —repuso Germaine con el entrecejo fruncido, fingiendo perplejidad—. ¿Estuvo Beau en Londres el tiempo necesario para un noviazgo formal? ¿O tendré la osadía de suponer que vuestro matrimonio fue fruto de un flechazo? —Ladeó la cabeza y, pensativa, se puso un dedo en la mejilla—. Lo más extraño de todo es que el otro día, cuando nos encontramos frente al establecimiento de madame Feroux, apenas parecíais conoceros.

Las conversaciones en que hasta entonces habían estado enfrascadas algunas damas se apagaron, hasta que todos los oídos quedaron pendientes de la invitada de honor, y todas las miradas fijas en ella.

—Beau y yo tratábamos de mantener en secreto nuestro matrimonio —contestó Cerynise sin alterarse—, aunque creo que eso ya te lo habían explicado. Cuando te vi con él, lógicamente, me quedé estupefacta, hasta que Beau me explicó que le habías pedido acompañarlo en su carruaje, saliendo de la boda de una amiga común. Me contó además que sólo estuvo unos diez minutos dentro del establecimiento de madame Feroux.

Germaine se sintió como si hubiera topado inesperadamente con un puercoespín. Había confiado en que la revelación de que Beau había acompañado a otra mujer a la modista dejara a su rival en evidencia, pero el hecho de que la propia Cerynise acabara de exponer las circunstancias exactas del episodio, como si se las hubiera comunicado un esposo solícito, la dejaban a ella, Germaine, en posición poco airosa, puesto que todas las presentes sabían ahora que Beau se había apresurado a separarse de ella.

—¿Verdad que a tu regreso te alojaste en casa de tu tío, el profesor Kendall? —inquirió Irma Parrish, una mujer madura que a pesar de serlo se aferraba a la juventud con atuendos más indicados para quien tuviera la mitad de sus años. Era asimismo una famosa entrometida, además de prima de Germaine, lo cual las convertía en aliadas naturales—. ¿Había algún motivo para ello?

—Hacía cinco años que no veía a mi tío —contestó Cerynise—, y desde el momento en que ni Beau ni yo deseábamos hacer público nuestro matrimonio, lo más lógico era hospedarme con el tío Sterling.

—Bien, pero ¿por qué mantenerlo en secreto? —insistió Irma.

—Es cierto que nos casamos sin demasiados preámbulos, y como las prisas habrían dado pie a muchas suposiciones... En fin, supongo que entenderás que de cara a la opinión pública nos habría convenido respetar cierto tiempo de noviazgo antes del matrimonio. ¿No te parece?

Irma abrió y cerró su boca repetidamente, como pez ahogándose fuera del agua, hasta que logró pronunciar una respuesta de lo más necia.

—Sí, supongo que sí, pero sigo sin entender que te quedaras en casa de tu tío...

O lo hacía para evitar un cambio de tema o era tonta, concluyó Cerynise. Aun así contestó lo más pacientemente que pudo.

—¿En qué otra casa podía haberme quedado? El tío Sterling me lo ofreció encarecidamente, y Beau tuvo la amabilidad de dar su consentimiento, de acuerdo con nuestra decisión de mostrarnos como simples amigos.

—Otra muestra de amabilidad por parte de Beau —señaló Germaine, pensativa—. ¡Qué nobleza la suya! ¿También se casó contigo por amabilidad?

La pregunta fue formulada con tanta habilidad, y sin perder la sonrisa, que Cerynise sufrió unos segundos de desconcierto. Había olvidado lo viperina que podía ser Germaine, pero su experiencia en el trato con mujeres crecía a marchas forzadas. De niña, su único deseo había sido librarse de aquella experta en maledicencia; ahora, sin embargo, las implicaciones de la pregunta la llenaron de ira. Se puso tensa, con la espalda muy erguida. Había llegado el momento de que Germaine Hollingsworth lamentara el día en que se le había ocurrido por primera vez dejar en evidencia a Palitroque.

—¿De veras crees que Beau podría casarse con alguien por pura amabilidad, Germaine? Eso significaría que te has formado una idea muy errónea de lo que busca en una esposa. Beau no es ningún caballerete de empalagosos modales, de esos que se desviven por satisfacer cuantos caprichos se le ocurran a su cónyuge. Es mucho más exigente, aunque imagino que se trata de un aspecto que sólo conocen bien las mujeres casadas.

La enigmática sonrisa que acompañó a la conclusión daba a entender que Cerynise podría haber añadido muchas más cosas para ilustrar a Germaine y el resto de su atento auditorio. Lo dicho era suficiente para insinuar que, en calidad de joven pudorosa, estaba siendo cuando menos discreta.

Heather sonrió encantada.

—¿Alguien quiere más té? —preguntó alegremente, haciendo señas a un criado de que trajera más bocadillos y pastel para las damas.

Abegail Clark cambió de posición en su asiento, moviendo su frágil cuerpo con la ayuda del bastón.

—Todas estas preguntas me recuerdan lo que tuvo que soportar Heather cuando la trajo Brandon de Inglaterra. No me gustaron entonces y siguen sin gustarme.

El factor decisivo lo aportó Martha Devonshire, ligada por nacimiento y matrimonio a las familias de mayor abolengo de las Carolinas, cuando, examinando a Cerynise con sus impertinentes, dijo:

—Nunca he sido del parecer de que el viaje siente bien a ninguna mujer de calidad, pero debo admitir mi error. Jamás había visto a ninguna joven tan hermosa y elegante.

Pronunciado su dictamen, la imponente matrona se reclinó en su asiento, mientras las demás mujeres asentían obedientemente con la cabeza. Pocas se habrían atrevido a contradecirla.

La reunión finalizó una hora más tarde, y las invitadas se marcharon de mala gana. Muchas de ellas habrían preferido quedarse un poco más, porque habían descubierto en Cerynise a una contertulia muy interesante. Tras sorprender en su hijo una mirada ceñuda, Heather se despidió de sus huéspedes con modales de buena anfitriona, y al acompañarlas a la puerta les recordó que volverían a ver a Cerynise en el baile de compromiso de Suzanne. Así y todo, cuando se marchó la última invitada la tarde casi había emprendido su recta final.

Beau entró en casa de vuelta de un paseo con que había intentado disipar su nerviosismo, y se apresuró a recoger la capa y el sombrero de su esposa.

—Disculpa mis prisas, mamá, pero tengo que volver a Charleston. Ha sido mucho más largo de lo que esperaba.

Dio un rápido beso de despedida a su madre. Brandon salió al porche y se despidió de la pareja al lado de su esposa. Desaparecido el carruaje en la distancia, ciñó con un brazo la fina cintura de Heather y le susurró al oído:

—¿Os gustaría tener otro hijo, señora? Heather dio un respingo.

—¡Por todos los santos! ¿A qué viene eso?

—Beau no cree que sigamos siendo capaces de copular.

La señora Birmingham abrazó a su esposo por la cintura y contestó entre risas:

—Eso es que te conoce poco, pero ya cambiará de opinión cuando tenga tu edad. De momento creo que deberíamos proyectar un viaje a bordo del Audaz, y no otro hijo. Beau planea llevarse a Cerynise a alta mar después de que haya nacido el bebé, y sabes muy bien que a ti nunca se te ha olvidado por completo tu amor por la navegación.

—Lo dices porque quieres estar con tu nieto —la acusó Brandon con sonrisa burlona.

Heather acarició con admiración el pecho musculoso de su marido, y alzó con coquetería sus ojos azules.

—Podríamos pasar mucho tiempo haciendo el amor en el camarote, y ¿quién sabe con qué resultado?

—¿Cuándo has dicho que zarpará Beau?

Beau adelantó a su esposa y se dispuso a abrirle la puerta de la mansión, de color verde oscuro y ribeteada de blanco, pero se le adelantó un hombre con uniforme de mayordomo.

—¡Jasper! —dijo Cerynise, atónita—. ¡Dios mío! ¿Qué hacéis aquí?

El mayordomo la miró de pies a cabeza y sonrió.

—Vuestro esposo me propuso venir a América y ponerme a su servicio, señora. Hasta nos pagó el viaje.

—¿Nos?

—Sí, señora —contestó Jasper, asintiendo con la cabeza y sonriendo de nuevo—. También están Bridget y los demás, la servidumbre al completo. Hemos tenido ocasión de vigilar el traslado a Charleston de vuestros cuadros. Han llegado sin percances, y me he tomado la libertad de colocarlos en el estudio, junto a los demás.

Bridget, que había oído voces desde el fondo de la casa, se aproximó con cautela por el pasillo que llevaba de la cocina al salón. Cerynise se apresuró a penetrar en la mansión para saludar a la criada. Se abrazaron y lloraron un poco, pero sólo de alegría.

—Estáis magnífica, señorita... quiero decir, señora Birmingham. Nunca os había visto con tan buen aspecto. —Sus ojos empañados repararon en la curva de la barriga de Cerynise, que ni un chai podía ocultar a esas alturas—. Y vais a tener a un pequeñín. ¡Cuánto me alegro, señora!

—Gracias, Bridget —contestó Cerynise, acariciando con afecto la mano de la joven—. Pero dime ¿conoces ya a mi marido?

—Sólo vi al capitán Birmingham a bordo del barco el día en que os llevamos la ropa, señora, pero si me lo hubierais preguntado entonces ya os habría dicho que algo sucedería entre los dos. Lo que no se me había ocurrido ni en sueños es que pudierais casaros antes de salir de Londres; o eso nos ha dicho monsieur Monet. Aún debéis de estar un poco aturrullada de que haya ido todo tan deprisa.

—Conozco a mi esposo desde niña, Bridget, y ya entonces estaba enamorada de él, de modo que no ha sido tan repentino como crees. —Rió discretamente y añadió—: Quizá sí para él.

Beau se sumó al grupo, y una vez realizadas por su esposa las presentaciones de rigor, preguntó a la doncella:

—¿Philippe os ha enseñado dónde os alojaréis?

—Sí, señor. Pasado el jardín, en la parte de la servidumbre, y por cierto que nunca he visto tan buen alojamiento para criados.

—Espero que os encontréis a gusto.

—Seguro que sí, señor; y gracias de corazón por habernos ayudado con lo del pasaje y lo demás. Si no nos hubierais dado tanto dinero no podríamos haber hecho el viaje. Jasper ha llevado la contabilidad penique a penique, para que sepáis exactamente cuánto se ha gastado.

—No es fácil encontrar buenos criados. Pagaros el viaje ha sido un favor que me he hecho a mí mismo —le aseguró Beau.

—Gracias igualmente por vuestra ayuda, señor. Cerynise ladeó la cabeza y miró a su marido con expresión pensativa.

—¿Son ellos el motivo de que tuvieras tanta prisa por llegar a casa?

Beau se encogió de hombros y sonrió.

—Tenía su llegada por inminente, pero no podía saber la fecha exacta porque había muchos factores capaces de alargar la travesía. He estado informándome a diario de qué barcos llegaban de Inglaterra, pero esta mañana no he tenido tiempo.

—Parece que os gusta sorprenderme, capitán —lo acusó Cerynise con una risa afable.

La mirada jovial de Beau se posó en la pequeña curvatura del abdomen de su esposa; después, mirándola a los ojos, contestó:

—En efecto, señora, pero no más que vos.

Había llegado la noche del baile de compromiso de Suzanne. Cerynise dedicó especial empeño a su aspecto, consciente de que tendría que enfrentarse no sólo con Germaine sino con muchas otras jóvenes que acaso hubieran puesto en Beau sus esperanzas de encontrar marido. Madame Feroux y sus costureras habían trabajado noche y día para tener listo un modelo azul claro. Por solicitud de Beau, el vestido había sido confeccionado a imitación de aquel otro de color rosa que había llevado su mujer la noche en que habían recibido a bordo a sus compañeros de caza. El cambio más significativo era la prolongación del canesú, pensada para ocultar en lo posible la curva del estómago. Caían bajo él con elegancia los abundantes pliegues de seda y cuentas de la falda. Las mangas eran largas y holgadas, como en la época de los caballeros y las princesas; el escote, en cambio, era en línea recta, a imitación del vestido rosa. Teniéndolo por la característica más interesante de su antecesor, Beau había insistido en no introducir cambios.

En cuanto al cabello, Cerynise lo llevaba recogido encima de la cabeza para mostrar los preciosos pendientes de perlas y brillantes que colgaban de sus menudas orejas. Como regalo tardío de boda, Beau le había dado una gargantilla de perlas de ocho vueltas, con un bellísimo colgante rosa y blanco rodeado de brillantes. Cerynise había expresado su gratitud con efusión extrema, porque nunca había visto, y mucho menos llevado, joya tan exquisita. Sin embargo, y aun tratándose de una pieza costosa y finísima, el método de su entrega no podía compararse con la ceremonia de devoción puesta en obra más tarde por su esposo a la hora de regalarle una nueva alianza. Había doblado una rodilla ante ella y, una vez extraída del dedo de la joven la alianza de oro y filigrana, había hecho ardientes votos de ser un marido fiel y enamorado. Después le había puesto el anillo de brillantes en el dedo anular, le había dado un beso y se había puesto en pie para sellar el pacto con otro más exhaustivo. A ello había seguido una velada que difícilmente olvidarían, iniciada con una cena íntima en el dormitorio, un baño compartido en la inmensa bañera de Beau, hombro con hombro, y una noche de amor como cabe esperar de una pareja de recién casados.

Cuando la tarde anterior al baile de compromiso de Suzanne se aproximaba a su fin, Beau pidió ayuda a Cerynise para anudarse la corbata. El hecho ya era bastante normal para que ella no recelara de sus motivos. Sólo empezó a intuir algo extraño cuando Beau inclinó la cabeza y le susurró ardorosamente al oído:

—Delicioso panorama.

Al bajar la vista, Cerynise descubrió que una porción generosa de sus pechos era visible por el escote. Entonces levantó la cabeza y miró a los ojos de Beau, que brillaban.

—Estaba segura de que ya lo habías visto.

—Sí, pero esta vez no tengo que meterme las manos en los bolsillos. Puedo tocar lo que veo cuanto me venga en gana, siempre que el lugar y el momento nos concedan la necesaria intimidad —murmuró Beau, rozando la sien de Cerynise con sus labios y desabrochando el vestido por detrás.

El grávido, por enjoyado, canesú se deslizó de los hombros de Cerynise con un frufrú de seda y quedó colgando de la cintura, dejando que la tenue camisa de batista y encaje moldeara la redondez de sus senos.

Parecía que un extraño sortilegio hubiera inmovilizado a Cerynise, que, con sensualidad, se despojó de los tirantes y aceleró con sus manos el descenso de la prenda interior, hasta que también esta quedó colgando de su cintura. Las blancas esferas, de rosadas cimas, se alzaron orgullosas, como si invitarán a que las probara y tocara Beau. La boca de este tomó posesión, recorriendo con demora las incitantes y prietas carnes, saboreando el dulce néctar de las elásticas cumbres y arrancando suspiros de gozo a su cómplice esposa, muda de arrobo por el roce de labios y lengua en su piel desnuda. Sus pezones se estremecieron, pidiendo más. Entonces arqueó la espalda para ofrecerlos a Beau, que no desaprovechó la ocasión. Suscitando en su esposa entrecortados jadeos, le besó los pechos milímetro a milímetro, dejándolos brillantes por la humedad de sus cálidos labios. Transcurridos largos instantes, besó el cuello de cisne de Cerynise y apresó su boca con igual voracidad.

Al término del largo beso, Cerynise, que se había quedado sin fuerzas ni equilibrio, se apoyó en su marido y le suplicó:

—Más.

—Cuando volvamos a casa —murmuró él con voz ronca. Sin apartar la vista de los límpidos ojos de la joven, cubrió su pecho y sus hombros y volvió a abrochar la parte superior del vestido—. Te lo prometo.

—¡Pero si me has quitado todas las ganas de salir de casa! —susurró ella, temblorosa—. Me pasaré la noche deseándote.

—Era mi objetivo —musitó Beau entre risas, acariciándole la piel con su cálido aliento—. Cada vez que bailemos un vals, cada vez que nos miremos o nos toquemos, nos llenará de pasión este episodio, y pensar en lo que nos espera cuando lleguemos a casa.

Cerynise gimió, exagerando su decepción.

—¿Te parece posible que una esposa viole a su marido?

—Sobre mi cuerpo tienes tú más control que yo, pero ¿cómo llamarlo violación si tendrías de antemano mi consentimiento?

Cerynise le desabrochó risueña los pantalones y le pagó la deuda en especie, dándole a probar su propia medicina. Complacida por el resultado, retrocedió para admirarlo.

—Ahora me tendrás preparado toda la noche —gruñó Beau, cogiéndole la mano, devolviéndola al mismo lugar y apretándole los dedos con fuerza.

—Nada más que el postre —susurró ella, lamiéndole la boca con la punta de la lengua. La cálida palpitación que sentía bajo su mano le imploraba que siguiera, pero se retiró sin más que una última y envolvente caricia—. Ya que debo sufrir, sufrid vos conmigo.

Beau tuvo la certeza de que haría falta como mínimo una hora para que dejara de hervirle la sangre.

—¿Te he dicho alguna vez que eres una furcia?

Cerynise sonrió con satisfacción.

—Sólo en la cama, señor. Sólo en la cama.

Cuando el carruaje de Beau frenó delante de la puerta, ya había llegado buena parte de los invitados. Beau ayudó a bajar a Cerynise y dedicó unos instantes a borrar con un beso el ceño que arrugaba su frente. Durante el largo recorrido hasta Harthaven su esposa había sucumbido a una profunda inquietud por lo que le depararía la velada. Lo que más le preocupaba era el bombardeo de preguntas malévolas a que pudieran someterla un número considerable de doncellas rechazadas.

—Si supieras lo hermosa que eres, amor mío —le dijo su esposo al oído—, no te pondrías nerviosa por nadie, y menos por Germaine.

—Estoy segura de que habrá hecho correr el rumor de que conseguí casarme contigo a base de artimañas —murmuró Cerynise—; y todo el mundo estará preguntándose cuánto tiempo llevo en estado... o mirándome con reprobación, como diciendo que dadas las circunstancias habría hecho mejor en no venir.

—Ahora eres una Birmingham —dijo Beau para tranquilizarla—. Tienes más derecho a estar aquí que todos los demás juntos. En cuanto a tu estado, no tenemos nada de que avergonzarnos, amor mío. Quedaste embarazada cuando ya estábamos legalmente casados.

Cerynise exhaló un suspiro de preocupación.

—Eso está muy bien, Beau, pero las malas lenguas no descansan.

—Ya pararán... cuando tengamos cerca de ochenta años —bromeó él, dándole un beso en la frente.

Cerynise le alisó la solapa negra con admiración. A excepción de la camisa y la corbata, blancas las dos, y de un chaleco de brocado plateado con cuello alto, Beau iba completamente de negro y lucía la misma gallardía que cuando había acompañado a Germaine a la modista.

—¿Verdad que te quedarás conmigo, Beau?

—Probablemente me encuentres tan a mano que te entren ganas de ahuyentarme.

—Eso nunca.

Tras ofrecer el brazo a Cerynise, Beau subió con ella al porche y le dio precedencia a la hora de cruzar el umbral. El mayordomo cogió la capa de terciopelo azul de la joven, y mientras Beau iba con ella al encuentro de los invitados (todos los cuales se habían vuelto a mirarla), Heather se deslizó por la sala de baile para saludar a su hijo y su nuera. Tras obsequiarlos a ambos con un beso lleno de afecto, dirigió una sonrisa radiante a la nutrida concurrencia y detuvo sus conversaciones con un grácil movimiento de manos. No tardó en contar con el apoyo de su marido, que le puso una mano en el hombro.

—Señoras y caballeros —dijo Heather, posando en amigos y conocidos su chispeante mirada azul—, a quienes todavía no la conozcan quiero presentarles a nuestra nueva nuera, Cerynise Birmingham, hija única del difunto profesor Marcus Kendall, a quien probablemente muchos de ustedes recuerden. Beau y Cerynise contrajeron matrimonio en Inglaterra a finales de octubre, antes de zarpar hacia las Carolinas. Deseaban mantener en secreto su matrimonio, por motivos que todavía no me han comunicado. Me gustaría pensar que fue para darnos el honor de verlos casarse en una iglesia; sin embargo, como la vida real suele imponer sus normas, Brandon y yo seremos abuelos en agosto.

Siguieron aplausos fervorosos, entreverados de risas y felicitaciones. Cerynise suspiró de alivio, sintiéndose más relajada y serena gracias a la afabilidad con que Heather había manejado la situación. Su suegra había ido directa al grano, ahuyentando insinuaciones y conjeturas con una destreza y una elegancia irresistibles.

Beau permaneció en su puesto para presentar a su esposa a los invitados que se acercaban a felicitarlos efusivamente. Entre los amigos varones de Beau, buena parte de los más antiguos habían sido alumnos del padre de Cerynise, y relataron breves y jugosas anécdotas acerca de su relación con tan entregado maestro. Los nombres acabaron formando una madeja inextricable que aturdió a Cerynise. Parecía que estuviera produciéndose una avalancha de amigables huéspedes, a cuál más deseoso de dar el parabién a la nueva pareja y congratularse de que hubieran regresado de Inglaterra. La mirada de súplica de Cerynise hizo reír a Beau, que solicitó una tregua para bailar con su esposa.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó mientras evolucionaban al son de un vals.

Cerynise rió, no sólo en señal de alivio, sino de alegría por gozar del primer baile con su esposo. Lo encontró tan ágil de movimientos como los profesores de baile que contratara en tiempos Lydia Winthrop para su instrucción. Beau era como un príncipe azul que la arrastraba por la sala de baile en círculos cada vez mayores, hasta que los rostros de los espectadores, visibles por encima de sus anchos hombros, se convirtieron en una mancha desprovista de contornos; bien era cierto que Cerynise casi nunca apartaba la vista del rostro de Beau.

—Hay que reconocer que tu madre ha simplificado la situación —comentó, satisfecha de que casi todo el mundo hubiera sido puesto al corriente de su matrimonio—. Me siento como si flotara en una nube. Me han quitado un peso enorme de encima.

Una sonrisa traviesa se dibujó en los labios de Beau.

—¿También te sientes así después de hacer el amor conmigo?

Cerynise reaccionó con momentánea perplejidad, hasta que entendió el picante comentario.

—Tu peso es más agradable de sobrellevar, amor mío, aunque me parece que a estas alturas ya sabes cuánto me gusta tu cuerpo. No he visto ninguno igual.

Los ojos de Beau brillaron desafiantes.

—Lo dices como si hubieras visto alguno más que el mío. —Negó con la cabeza—. No, cuando te ruborizaste hasta las cejas la primera vez que viste mi pecho me convencí de que antes de casarnos nunca habías visto a un hombre desnudo. De todos modos lo prefiero así. Te quiero toda para mí.

—Y puedes tenerme cuando quieras.

—Mi dormitorio está en el piso de arriba —sugirió él con una sonrisa lasciva.

Cerynise le sonrió a su vez coquetamente.

—Supongo que te das cuenta de que nos echarían de menos.

Beau suspiró con honda desazón.

—Sí, y además nos sería imposible rehacer tu peinado. Por ganas que tenga de disponer de ti ahora mismo, creo que tendremos que esperar hasta volver a casa.

—Eres un provocador nato —se quejó Cerynise con tono insinuante—. De eso estoy convencida. Sabes perfectamente que si me invitaras a jugar contigo a juegos prohibidos en el piso de arriba sería yo la primera en subir.

Beau rió.

—Quizá lo haga... pero sólo cuando esté seguro de que nadie suba a buscarnos.

El grácil deslizarse de la pareja por el salón de baile suscitó una ira negrísima en el corazón de uno de los espectadores. Germaine Hollingsworth estaba sola en medio del gentío, envidiosa de su rival. Albergaba la convicción de que sin Cerynise habría sido ella quien bailara en brazos de Beau en aquellos instantes. Beau encarnaba la esencia de la masculinidad: alto y fuerte, sensual en su morena apostura, flexible y al mismo tiempo duro como un roble, para entusiasmo y excitación de Germaine en las ocasiones en que había tocado su pecho musculoso. Se veía a sí misma acariciando el cuerpo desnudo de Beau, admirando su sólida estructura y encendiendo en él una pasión que lo habría convertido en su fiel esclavo. Ahora, sin embargo, saltaba a la vista que era Cerynise quien lo tenía cautivo. Si en alguna ocasión Beau la hubiera mirado con la misma voracidad que a Cerynise el día de su encuentro ante la tienda de madame Feroux, Germaine habría tenido motivos para alimentar cierta esperanza durante las semanas y meses por venir. Bien dosificadas, y enfocadas a un corazón predispuesto, las tentaciones pueden derribar los más nobles propósitos; pero nada cabía esperar mientras Cerynise siguiera gozando de la absoluta predilección de Beau. Con toda sinceridad, a Germaine le habría gustado que Palitroque cayera muerta ahí mismo. Se conformaba, sin embargo, con que falleciera de parto.

Beau estaba embebido en los dulces lagos de miel que tenía ante su vista, lagos que brillaban con toda la luz de la adoración que le profesaba Cerynise. Sintiéndose lleno de dicha por haber hallado tal grado de devoción, condujo a su bella esposa por la pista de baile. El cuerpo de la muchacha se movía a la par que el suyo, como si una tierna armonía uniera sus mentes; y Beau no dudó que fuera cierto, puesto que veía llamear el deseo en lo más hondo de la mirada de su esposa, y se sabía poseído por el mismo fervor.

Para Cerynise no existía nada más que los brazos de su marido y el fulgor inextinguible de sus ojos azules, que la mantenían presa. Intercambiaban susurros casi inaudibles, comentarios íntimos, protestas de amor y secretos que nadie sino ellos podía compartir. Por el cuerpo de la joven fluía una cálida corriente de excitación, que, alimentada por la promesa de Beau, llegaba al punto de que bastara el menor roce del muslo de su marido, la menor presión de su mano en su cintura, para que sus pechos temblaran de impaciencia por estar con él a solas. Si bien los dedos de Cerynise rozaban apenas la tela de la chaqueta de Beau y lo acariciaban sin faltar de modo alguno al decoro exigido por tan nutrida reunión, cada mirada que cruzaban estaba cargada de significado erótico, y cada sonrisa era un recordatorio de lo que les esperaba en casa (puesto que sólo ahí gozarían de la necesaria intimidad). ¿Qué era aquel vals sino el lento y rítmico encenderse de sus deseos, un cortejo sensual y ceremonioso que alimentaba su mutua excitación sin que nadie pudiera advertirlo?

Siguió sonando la música, y Beau no tuvo más remedio que dejar a su esposa en manos de los demás varones de la familia Birmingham que se acercaban a pedirle un baile. A su vez, cumplió su deber con su madre, hermanas y primas. Una de estas últimas era Tamarah, cuyos ruegos no lograron convencer a sus padres de que la dejaran quedarse hasta el final del baile; tuvo, pues, que irse a dormir a la habitación de Brenna a una hora adecuada para una niña de su edad. En cuanto a las demás jóvenes presentes en la sala, Beau ni siquiera las veía, porque su corazón y su mirada estaban atados a su esposa; y esta, pese a deslizarse por la pista de baile en brazos de sus parientes, no mostraba tener ojos sino para él.

Beau había sido requerido por un grupo de compañeros de caza. Mientras conversaba y reía con ellos, Cerynise y Brenna aceptaron vasos de ponche de un criado. Estaban absortas en la contemplación de las parejas de baile, pero no tardaron en darse cuenta de que Germaine instaba a Michael York a salir con ella a la pista. A Michael no parecía ocurrírsele otra manera de responder a la invitación que no fuera bailar con la joven, idea a la que por otro lado no se mostraba demasiado proclive. Se le veía terriblemente turbado por el corpiño de Germaine, cuyo pecho forzaba hasta el límite la resistencia de un modelo violeta oscuro que más parecía un prodigio de ingeniería que el receptáculo de atributos generosos. Michael, en ímprobo esfuerzo, miraba a todas partes menos a la joven, y en cuanto finalizó la pieza se apresuró a pedir la venia y protagonizar una veloz retirada hacia su prometida, la cual escuchó sonriente lo que tenía todos los visos de ser una atribulada justificación. Poco después Michael besó la mano de Suzanne y salió con ella a la pista, donde bailó divinamente, relajado.

Cerynise no tuvo que usar muchas dosis de imaginación para concluir que en un momento u otro Germaine también arrinconaría a Beau. Apenas concebida la idea, vio que la joven se aproximaba a él con una sonrisa incitante.

Brenna susurró al oído de su amiga:

—¿Has visto hacia dónde va esa mujer?

—Hacia mi marido —contestó Cerynise en voz baja.

Brenna, contrariada, apretó las mandíbulas con fuerza.

—¿No te gustaría arrancarle los pelos a esa fresca?

—De raíz —afirmó Cerynise, acordándose de los celos que había sentido aquel día en Charleston, viendo que Beau ayudaba a Germaine a apearse de su carruaje.

Brenna la consoló con unos golpecitos en la mano.

—Beau sabrá portarse como es debido.

Un suspiro pensativo salió de labios de Cerynise.

—Tendrá que ser amable.

Acaso la popularidad de Germaine entre los hombres hubiera alimentado su confianza en sí misma hasta el extremo de esperar que todo miembro del sexo opuesto abandonara sus ocupaciones nada más verla, pero Beau estaba tan absorto en la conversación con sus amigos que ni siquiera reparó en su presencia. El desaire, que no parecía voluntario, provocó en la joven una sorpresa y una frustración desproporcionadas. La menuda y morena beldad se puso en jarras y dio una patada en el suelo para obtener la atención de Beau, pero en cuanto este se dio cuenta de tenerla ante sí se apresuró a presentarle a un joven galán mucho más deseoso de salir con ella a la pista.

—¡Espléndido! —susurró Brenna, encantada. Se volvió hacia Cerynise, que estaba radiante—. ¿A que es maravilloso?

—¡El que más! —asintió Cerynise con alegría.

—Mira —le dijo Brenna—. Ahora viene hacia aquí. Beau dirigió a su hermana una sonrisa inquisitiva, al tiempo que cogía del brazo a Cerynise.

—¿Tienes algún reparo en que baile con mi mujer, hermanita?

Brenna cogió el vaso de su cuñada.

—En absoluto, hermanote.

Una vez sola, Brenna fue en busca de un lugar donde dejar los vasos, y reparó con cierto sobresalto que se acercaba a ella un muchacho pelirrojo unos años mayor que ella. Reconoció de inmediato al mejor amigo de Clay.

—Disculpad, Brenna, pero me estaba preguntando si me concederíais un baile. Clay ha dicho que quizá os agradara la idea.

—Me agrada mucho, Todd —contestó ella, deslumbrándolo con una sonrisa.

Todd exhibió con júbilo su blanca dentadura y se apresuró a coger los vasos que sostenía Brenna para dárselos a un criado. Tras ejecutar una cortés reverencia, ofreció el brazo a la joven provocando, a pesar de la distancia, un inmediato fruncimiento en el entrecejo de Brandon Birmingham.

Heather, sonriente, procuró suavizar el mal humor de su marido.

—Todd sólo le ha pedido un baile, cariño —dijo, acariciándole la solapa—. Te estaría muy agradecida si hicieras lo mismo por mí.

Brandon hizo chocar sus tacones e inclinó el torso con desenvoltura.

—¿Me concedéis este baile, señora?

—Con sumo placer, amor mío.

Apoyó una mano posesiva en la base de la espalda de Heather y la condujo hacia un espacio vacío de la pista de baile. Empezaron a bailar, pero Brandon no pudo acallar una queja.

—He oído que Clay comentaba a su hermano que a Todd Phelps cada vez le gusta más nuestra hija.

—No cabe duda de que es un joven agradable y de buena familia, pero Brenna sólo tiene dieciséis años...

—Eso mismo pienso yo.

Heather se sonrió de los esfuerzos de su marido por no perder de vista a su hija menor. Brenna era la preferida de Brandon, y todo indicaba que pondría enormes reparos a cedérsela al primer mozalbete que la pretendiera. El aspirante que obtuviera su favor tendría que haber demostrado cualidades excepcionales.

Transcurrido un tiempo, Beau y Cerynise salieron al porche para respirar aire fresco. Se pasearon cogidos del brazo hasta el extremo de la veranda, donde un roble de Virginia inmenso filtraba la luz de la luna con su copa susurrante y, proyectando apenas unas pocas manchas de luz, sumía la zona en oscuridad casi absoluta. El frío de la noche hizo estremecerse a Cerynise. Reparando en ello, Beau abrió su chaqueta, separó las piernas y, apoyado en la blanca fachada, sujetó con fuerza a su mujer, ciñéndola por los hombros. Cerynise suspiró.

—Cuando era pequeña y estaba locamente enamorada de ti —dijo con tono soñador— no se me había ocurrido que algún día pudiera estar en este mismo porche, casada contigo y con un hijo tuyo creciendo en mi interior. Es verdad que durante muchos años alimenté la fantasía de ser tu esposa, pero al final parecía una idea tan descabellada que me obligué a mí misma a no pensar más en ella. Como vivía tan lejos casi estaba segura de no volver a verte. Dudo que Alistair llegue a ser consciente del favor que me hizo echándome de casa de Lydia.

Beau contestó con una risa afable.

—Casi me entran ganas de expresarle mi gratitud dándole un beso en la cara en lugar de un puñetazo.

—Mejor bésame a mí —susurró Cerynise, levantando la cabeza.

Él respondió a la petición con mucho más que un simple ósculo conyugal, y poco después Cerynise entrelazaba las manos en su nuca para devolverle el favor. Fue un beso de encendida pasión, un beso que acarició los sentidos de ambos y reavivó fuegos nunca extinguidos del todo. El brazo izquierdo de Beau sujetaba con fuerza la cintura de su esposa, dejando al derecho plena libertad para recorrer su espalda, acariciar su cadera a través de la falda y la ropa interior, recrearse en la excitante hendidura y bajar todavía más hasta quedar con la mano firmemente asentada entre sus nalgas.

Un carraspeo femenino interrumpió el beso de manera brusca. Cerynise, avergonzada, quiso retroceder, pero Beau tuvo el buen sentido de sujetarla en sus brazos. No era momento de que su esposa lo abandonara.

Escudriñaron la oscuridad en que estaba sumido el porche, tratando de reconocer a la mujer que se acercaba. Las manchas de luz acabaron por converger en grado suficiente para iluminar una sonrisa insolente en el rostro de Germaine.

—Salta a la vista que no podéis separaros. Aunque no lo traslucieran sus palabras, Germaine se había sentido estimulada por el espectáculo, que la afirmaba en la convicción de que Beau tenía apetitos casi tan vigorosos como los suyos.

—Es la ventaja de estar casados: que no hay necesidad —replicó Beau sin alterarse.

—Francamente, Beau, deberíais pensar en el riesgo de incomodar a alguien —lo regañó Germaine—. Espectáculos licenciosos como este deberían reservarse al dormitorio, no a verandas abiertas a cualquiera.

—¡Qué curioso! De costumbre, cuando se acerca alguien lo oigo enseguida, sobre todo si el suelo es de madera. Con vos, en cambio, no me he percatado de ningún ruido de zapatos.—La mirada de Beau descendió con curiosidad hasta el borde de la falda de Germaine, que llegaba hasta el suelo. La puerta del estudio estaba abierta, indicando el camino seguido por la joven, y el hecho de que tuviera los brazos cruzados en la espalda conducía a sospechar que ocultaba algo—. Lo cual me lleva a la lógica conclusión de que en estos momentos vais descalza.

Germaine rió y cogió los dos zapatos con una mano, moviendo la otra para desmentir la suposición.

—Yo no me dedico a espiar a nadie, Beau, y aunque lo hiciera no sería excusa para vuestra lascivia. Tendré que quejarme a Heather. Harthaven no es lugar seguro para que se pasee una jovencita inocente. ¡Quedaría atónita por semejante ordinariez!

Beau aprovechó que ya estaba en condiciones de mirar cara a cara a Germaine; aun así mantuvo sujeta a Cerynise por la cintura, porque se negaba a quedarse solo con aquella mujer.

—Siento haber herido vuestra tierna sensibilidad, Germaine, pero me cuesta creer que os hayáis escandalizado. De hecho, si hay entre nosotros alguna persona inocente, me inclino a pensar que se trata de mi esposa.

Los oscuros ojos de Germaine brillaron de modo amenazador.

—¿Qué queréis decir?

Beau ladeó la cabeza con aire pensativo.

—¿De veras deseáis saberlo?

—Ya que pensáis insultarme, me gustaría oíros explicar por qué os creéis con derecho a ello —insistió Germaine con imprudencia—, porque nunca he hecho nada de que deba avergonzarme.

—¿Ni siquiera bañaros desnuda con Jessie Ferguson el verano pasado?

La sorpresa dejó boquiabierta a Germaine. Sólo había una manera de que Beau pudiera haberse enterado: ¡El zoquete de Jessie! ¡Ni siquiera sabía cuándo tener cerrada la boca!

—¡Eso es una mentira repugnante, Beau Birmingham! Nunca en mi vida...

—Ah, entonces debe de ser otra Germaine Hollingsworth la que tiene afición a retozar con sus acompañantes, porque Jessie no es el primero que alardea de su conquista. Vamos a ver... Su revolcón fue detrás de un sicómoro. Luego está Frank Lester. En su caso fue detrás del establo de su padre. De hecho, según los rumores que corren, es una chica que ha tenido muchos hombres en su vida, y parece ser que la otra Germaine Hollingsworth suele tomar la iniciativa de la seducción, y que cuando entra en calor está dispuesta absolutamente a todo. Circulan rumores de que lo único que la distingue de las mujeres que lo hacen para ganarse la vida es que ella no cobra y se divierte más.

Germaine lo miró con desdén.

—Por lo que sé —dijo con tono cáustico—, vos conocéis bastante a esas mujerzuelas.

—Al menos nunca he pretendido pasar por santo.

Germaine irguió la cabeza con altivez.

—Según parece hay alguien que utiliza mi nombre con intenciones aviesas, pero que se ande con cuidado, porque soy buena tiradora con la escopeta de mi padre, y quien difunda esas patrañas sobre mí corre el peligro de que lo confunda con una rata. De hecho, Beau Birmingham, si intentáis mancillar mi reputación con esas estupideces que acabáis de soltar, entra en lo posible que os juguéis la vida.

Beau sonrió sin alterarse.

—Os sorprendería saber la reputación que tenéis, Germaine. Todos los mozos de la zona saben dónde vivís. Por eso tenéis tanta popularidad entre los hombres. Lo que me sorprende es que aún no hayáis caído.

—¿Como vuestra necia esposa, queréis decir? —repuso Germaine con expresión desdeñosa, mirando fríamente a Cerynise—. Seguro que la otra Germaine podría daros el nombre de una mujer que solucionara su problema en una tarde con absoluta discreción.

—Es probable que mi esposa no sepa siquiera de qué habláis, Germaine, pero no nos interesa vuestra oferta. Lo cierto es que estamos encantados con la idea de ser padres. Gracias por nada.

Haciendo una mueca de desprecio, Germaine se colocó al borde del porche y se apoyó en una columna para ponerse los zapatos, después de lo cual se alisó la falda, adoptó una actitud de mujer distinguida y regresó a la puerta cristalera del estudio, por la que había salido unos minutos antes.

Cerynise pudo al fin respirar.

—Tengo la impresión de que Germaine ya no te tiene demasiado aprecio —dijo con un suspiro de alivio.

Beau arqueó las cejas.

—Dudo que antes me apreciara. Sospecho que le interesaba más la tentación de poder llevar el apellido Birmingham y la idea de gastarse mi dinero. Con lo que la han mimado sus padres, debe de resultarle difícil imaginarse casada con un hombre de recursos modestos.

—¿Aunque ese hombre fueras tú? —Cerynise regresó a los brazos de su esposo—. ¡Pobre Germaine! ¡Qué tontería obsesionarse con el dinero, cuando su valor no puede compararse con el de un hombre como tú! Pero, claro, dudo que haya otro Beau Birmingham en el mundo.

Beau inclinó la cabeza para aspirar la fragancia de su cabello.

—Estás predispuesta a mi favor.

—Totalmente —reconoció Cerynise, arrimándose a él—. Y ahora bésame antes de que nos veamos obligados a entrar.