6

—¿CÓMO que no deseáis venir a la cama conmigo? —dijo Beau con dureza a su joven esposa—. En ella estabais hace unos instantes. ¿Qué ha cambiado desde mi subida a cubierta?

Cada una de sus palabras hizo estremecerse a Cerynise, incapaz de contener sus temblores ante la terrible mirada de Beau. Tenía previsto que su declaración de propósitos lo hiciera montar en cólera, pero no de forma tan atronadora.

—Os ruego que bajéis la voz, Beau —suplicó—, o todo el barco averiguará nuestra situación. En un arrebato de mal genio, Beau gruñó y arrojó su libro de a bordo, que hizo impacto en la esquina del armario y produjo un caótico revoloteo de documentos varios.

—Me da igual, señora. Como si nos oyen hasta la China. ¡Sólo quiero saber qué os ha hecho cambiar de idea mientras yo estaba en cubierta hablando con ese imbécil de alguacil!

—Os lo diré si bajáis la voz. Ahora bien, si persistís en gritarme abandonaré este barco y dejaré que os vayáis sin mí a las Carolinas.

Él resopló de rabia, se acercó a su armario y empezó a recoger los documentos de rodillas. Poco antes, al salir del camarote, había tenido la sensación de que le arrancaban las entrañas, tan intenso había sido en él el fuego de la pasión. Decir que la declaración de su esposa lo había decepcionado habría sido rebajar en mucho el alcance de su aflicción.

—Sé que en realidad no deseáis el matrimonio —dijo Cerynise con nerviosismo, antes de quedar súbitamente acobardada por cómo la miraba Beau por encima del hombro. Haciendo acopio de coraje, se obligó a proseguir, si bien con un temblor de voz incontrolable—. Si os permitiera disponer de mí, y de resultas de ello quedara encinta, vuestra libertad se vería amenazada. No deseo que os sintáis atado a mí sólo por dispensar el debido trato a vuestro vástago. Por lo tanto, si seguís dispuesto a llevarme a Charleston, creo preferible interponer cierta distancia entre los dos. Si pudiera disponer de otro camarote...

Beau tuvo ganas de arrojar de nuevo su libro de a bordo, esta vez al otro lado del camarote; sin embargo, reprimió sus ansias de volcar su ira en el ya maltrecho volumen, y le sustituyó como blanco a su atractiva esposa.

—¡Maldita sea, mujer! ¿No os he dicho ya que no queda ninguno que no esté abarrotado de cargamento?

Ella se retorció las manos, consciente de que no podría resistirse a un segundo asedio por parte de Beau y sus persuasivas caricias. Bastaba para rendirla un suave e insinuante beso.

—Sólo preciso un trozo de suelo suficiente para extender una manta, y un lugar donde lavarme y vestirme.

Beau masculló una blasfemia. Acto seguido, fue hacia la puerta del camarote, la abrió de modo brusco y rugió en el pasillo:

—¡Oaks!

Después se aproximó a su escritorio y lanzó encima el libro de a bordo. Posó en Cerynise una mirada de intenso enojo, que expresaba a las claras su viva indignación por el trance en que se hallaba. A partir de entonces se dedicó a pasearse con los puños apretados y las muñecas cruzadas a la espalda, aguardando la llegada de su primer oficial.

Cerynise lo observó con cautela. La personalidad de Beau Birmingham había sufrido cambios cuyo alcance empezaba apenas a entender. Sólo quedaban huellas superficiales del muchacho cuyo recuerdo había permanecido vivo en su memoria. Era un hombre más decidido, un hombre que tenía bastante con mirarla para expresar la intensidad de su ira. Se había acostumbrado a tener autoridad y ver obedecidas sus órdenes de inmediato. Aceptando casarse con él, ella se había puesto bajo su dominio. En tanto que esposo suyo, él tenía el derecho absoluto de confinarla en un camarote y hacerle el amor siempre que lo deseara; sin embargo, la negativa de Cerynise lo enfrentaba con algo similar a un motín de la tripulación.

Oyendo pasos rápidos por la escalera, Cerynise centró su atención en la puerta abierta, donde poco después apareció, jadeante, el primer oficial.

—¿Habéis gritado, capitán? —preguntó Oaks con una amplia sonrisa.

—¡Sí! —contestó Beau, malhumorado—. Haced que algunos hombres retiren el cargamento del camarote contiguo.

Oaks puso cara de desconcierto.

—¿Dónde lo dejo, señor?

—¡Donde sea! —bramó Beau, levantando una mano en señal de impaciencia e irritación—. Preferiblemente en los demás camarotes, si queda sitio.

Oaks, tan perplejo como antes, señaló con la cabeza el habitáculo contiguo.

—¿Qué deseáis que se haga con este una vez despejado?

—Ponedlo en condiciones para la señora...

—¿La señora...? —Oaks miró a Beau y Cerynise, boquiabierto—. ¿Os referís a... vuestra... vuestra esposa, señor?

—¿Hay alguna otra dama a bordo? —inquirió Beau sardónicamente, apoyando ambos puños en sus esbeltas caderas— ¡Naturalmente que me refiero a mi esposa!

—Pero... pensaba que...

—¡No penséis, demontre! ¡Haced lo que os ordeno y punto!

—Sí, mi capitán.

Nervioso y ofuscado, el primer oficial salió del camarote a trompicones y con admirable celeridad, conservando presencia de ánimo suficiente para cerrar la puerta a su paso.

Cerynise casi lo compadeció, pero estaba más preocupada por sí misma y lo que pudiera hacer su esposo. Aguardó en actitud temerosa, mientras Beau daba media vuelta y se dirigía a las ventanas de la galería, como si ya no soportara verla ni un segundo más. Contemplando el río, volvió a cruzar las manos en la espalda y permaneció erguido en rígida postura, separando mucho sus largas piernas enfundadas en pantalones oscuros y lustrosas botas. Entretanto, Cerynise empezó a recoger discretamente sus pertenencias para el traslado a otro camarote. La voz de Beau la sobresaltó, poniendo fin al silencio.

—No negaréis que también habéis disfrutado —la retó sin volverse—. De no ser por la intromisión me habrías dejado que os hiciera el amor.

De sobra sabía Cerynise hasta qué punto era cierto; no obstante, se abstuvo de contestar, puesto que en nada la habría beneficiado relatar el arrebato que le había inducido su ardor.

—¿Qué no os ha gustado? —prosiguió él, inalterable—. ¿Os molestaba tocarme?

Ella abrió la boca, pero la cerró antes de pronunciar una negativa. Reconocer el goce extremo que le habían producido las caricias de Beau habría equivalido a incentivar sus esfuerzos por someterla.

—¿Os negáis a comentar lo que ha sucedido entre nosotros? —dijo Beau.

—No me atrevo —repuso ella mansamente, mirando su fornida espalda—. Lo único que puedo decir es que no me ha desagradado la experiencia; al contrario, ha sido bastante placentera, pero ambos sabemos lo que me sucedería en un momento u otro si os permitiera disponer de mí con libertad. Mientras no albergue la certeza de que estáis convencido de quererme por esposa, no sólo ahora sino en los años venideros, será mejor que me hurte a vos hasta que se anule nuestro matrimonio.

—Así pues, me tendéis la misma trampa que todas las mujeres que arrastran a los hombres al matrimonio —la acusó él con insidia—. Me dejáis que paladee un suculento bocado y a partir de ese momento me lo presentáis colgado de un palo, hasta que la angustia me fuerce a concederos cuanto deseáis a cambio de que me deis lo que busco.

El cruel comentario provocó en Cerynise una profunda irritación.

—Os recuerdo, señor mío, que fuisteis vos quien propuso el matrimonio como solución para abandonar Londres conmigo y vuestro barco. —Beau se volvió a mirarla, pero ella siguió en sus trece—. El acuerdo nominal era idea vuestra; ahora, en cambio, gemís y os lamentáis porque os conmino a ateneros a vuestra proposición. Ahorraos vuestras patéticas excusas sobre lo difícil que es para un hombre estar cerca de una mujer. ¡Es el precio que debéis pagar por querer recuperar el celibato una vez que lleguemos a Charleston! No os he pedido nada más que lo que ya me habéis dado. Sed vos lo suficientemente caballero para hacer lo mismo.

Dirigiendo a Beau una última y severa mirada, caminó hacia la puerta, la abrió y protagonizó una enfurruñada partida.

—¡Cerynise, volved, por mil demonios! Haciendo caso omiso del bronco mandato, la joven se recogió la falda y echó a correr por el pasillo y la escalera. Oyó que Beau la seguía, pero sus maldiciones y pasos acelerados no hicieron más que darle alas.

Llegó sin aliento al último escalón. Casi todos los que estaban cerca de la escalera la miraron con curiosidad, pero lo que no esperaba Cerynise era la presencia de dos caballeros jóvenes y de elegante atuendo que se cruzaron en su camino en el momento mismo en que saltaba a cubierta. La colisión resultante amenazó seriamente el equilibrio de la joven, razón por la cual uno de los galanes la cogió del brazo, tratando de evitar su caída. A su vez, el desconocido sintió una fuerte presión en la muñeca.

—¡No toquéis a mi esposa! —ordenó Beau, que en sus prisas por alcanzarla había subido los escalones de tres en tres.

El acceso de celos que había sentido al ver que otro hombre tocaba a su mujer había estado a punto de hacer que estampara el puño en el rostro del susodicho.

—Disculpad, señor —dijo el atildado joven, dando un paso atrás—. Me ha parecido que estaba a punto de caer. De otro modo nunca habría cometido tal osadía.

Beau, un poco más sereno, le sonrió forzadamente. Poco más podía hacer, porque seguía enfadado por la huida de Cerynise. Cogió a esta de la mano, y adivinando por su gélida mirada que estaba resuelta a recuperar la libertad, se llevó a la espalda la mano cautiva, sosteniéndola con firmeza donde no pudieran verla. Por fin, mirando al joven, logró articular una respuesta.

—Seguro que mi esposa os lo agradece, caballero. Y ahora disculpadme, pero estábamos discutiendo un tema de suma importancia...

—¿Sois el capitán? —preguntó el segundo caballero.

Beau asintió con un gesto rígido.

—Sí.

Los dos desconocidos intercambiaron sonrisas de alivio, antes de que el segundo tomara de nuevo la palabra.

—Vuestro primer oficial nos ha dicho que os hallabais indispuesto, capitán, pero hemos hecho un largo viaje para exponeros un asunto que debería interesaros en extremo. Disponemos de algunos artículos excepcionales que, según ha dicho un comerciante que os conoce, podrían suscitar vuestra curiosidad, siendo como sois coleccionista de objetos artísticos.

—¿Y de qué artículos se trata?

—De cuadros, señor —repuso el primer caballero—. Hemos traído uno para que veáis vos mismo de qué calidad hablamos. ¿Tendríais interés en examinarlo?

A Beau se le ocurrían momentos más indicados que aquel para prestar atención a lo que le habían traído los dos jóvenes, sobre todo teniendo en cuenta los disimulados forcejeos de Cerynise; aun así dio su consentimiento, tenazmente aferrado a la delgada muñeca. En un abrir y cerrar de ojos el segundo caballero, que se había apresurado a descender del barco, estuvo de vuelta con una tela enmarcada, envuelta con paño suave.

—Prestad atención, capitán —dijo el primer joven, mirando a Beau con una sonrisa. Observó atentamente el desembalaje de la obra y, cuando su compañero orientó la pintura hacia el capitán, la señaló con florido ademán—. ¿Habéis visto cosa igual?

Cerynise ahogó un grito al reconocer uno de sus cuadros. Representaba a una mujer con un niño en brazos llevando una cesta de comida a su marido, el cual, interrumpiendo su trabajo, tendía las manos para sostener al rizado infante. Viéndolo de nuevo en aquellas circunstancias, Cerynise tuvo fuertes deseos de echarse a reír. Si bien los dos jóvenes no se daban cuenta de haberla elogiado a ella con su definición del cuadro como artículo excepcional de altísima calidad, Cerynise reprimió su regocijo y se acercó a Beau para decirle algo.

—Querido —le susurró al oído—, ¿podría hablaros en privado unos instantes, si no es molestia?

Beau, si bien confuso por el afectuoso término, se disculpó ante los visitantes. Al darles la espalda se vio obligado a soltar la mano de su esposa, pero se llevó la agradable sorpresa de sentirla deslizarse en el hueco de su brazo. Una vez a salvo de oídos indiscretos, miró a la joven.

—¿Qué ocurre, Cerynise?

—Beau, creo sinceramente que esos hombres se proponen engañaros.

El capitán frunció el entrecejo, extrañado.

—¿Por qué lo decís? El cuadro es excelente. Posee cualidades que no veo con frecuencia... como hay en las obras de los pintores antiguos.

Cerynise le sonrió efusivamente.

—Gracias.

Al asombro que produjo en Beau el descubrimiento de la verdad se sumó su admiración hacia la obra.

—¿La autora de ese cuadro sois vos? Cerynise asintió vigorosamente con la cabeza.

—Sí, y se vendió por casi quinientas libras.

—Jamás había imaginado que pudierais pintar tan bien —reconoció Beau, impresionado por el talento de la joven. Después hizo un gesto con la mano, como queriendo rebatir su anterior afirmación—. Lo que quiero decir es que después de oíros explicar a qué precios solían venderse vuestras obras esperaba algo mucho más encomiable que lo que había imaginado en un principio, pero de ningún modo un talento digno de Rembrandt.

—¡Oh, Beau, qué hermoso cumplido! —Cerynise sonrió con dulzura y acarició la mano de Beau, expulsando de su mente y espíritu todo rescoldo de ira—. Es el más bonito que me han hecho en mi vida.

—No es más que la verdad.

Cerynise jugueteó tímidamente con uno de los botones de la camisa de Beau, provocando alteraciones extrañas en el corazón de este.

—Entonces ¿diréis a esos dos individuos que conocéis sus maquinaciones, y que más les vale salir corriendo antes de que los arrojéis por la borda, como amenazasteis con hacer a Alistair?

Beau señaló la escalera.

—¿Por qué no me esperáis en mi camarote, querida? Preferiría que no oyerais nuestra discusión. Podría ofender vuestros oídos.

—Por supuesto —contestó Cerynise, sintiendo de pronto infinita compasión por los dos hombres.

Beau aguardó a haber oído cerrarse la puerta del camarote, y sólo entonces volvió con sus visitantes.

—Caballeros, me interesa mucho el cuadro que habéis traído, y desearía saber si disponéis de otras obras del mismo artista.

—Lamento deciros que no. Este es tan excepcional que nos sentimos enormemente privilegiados por que haya recaído en nuestras manos, a causa del fallecimiento de un tío. Poseemos, no obstante, otros de igual valor.

—No me interesa ningún otro. Sólo este. ¿Cuánto deseáis por él?

—Considerando su carácter excepcional, no podríamos renunciar a él por menos de veinte mil libras.

—Os daré siete mil, y ni un penique más.

El primer joven se dispuso a regatear.

—No sé qué deciros...

Beau empezó a darse la vuelta. Tras un inquieto intercambio de miradas, el segundo joven se apresuró a intervenir.

—Ahora bien, capitán, dado que nuestra presente situación es algo apurada...

—¡No será robado! —dijo Beau, dirigiendo a ambos una mirada suspicaz.

—¡No, no! ¡En absoluto! —declaró el primero; y, con rostro apenado, confesó—: Lo cierto, señor, es que nos han expulsado del domicilio familiar después de que nuestro padre recibiera la factura de nuestros sastres. Nos ha dicho que nunca veremos un solo chelín de nuestra herencia a menos que aprendamos a controlar los gastos. Entretanto, los sastres nos amenazan con graves consecuencias si no les pagamos. Aceptamos las siete mil. No será suficiente para saldar nuestras deudas, pero aplacará a los sastres hasta que logremos vender los demás cuadros.

—¿Cómo ha llegado este a vuestras manos?

—Lo compró mi madre hace poco, junto con otros de singular calidad. Se proponía integrarlos a su colección, pero como nuestro padre ha prohibido pagarnos en moneda, ha optado por regalarnos los cuadros.

Beau asintió con la cabeza, convencido de que decían la verdad.

—Pediré a mi oficial que traiga dinero y un recibo que podáis firmar.

Los jóvenes sonrieron y aguardaron a que Beau se apartara de ellos para hablar con Oaks.

—Necesito que bajéis al camarote y solicitéis a mi esposa que os deje entrar, por lo menos el tiempo suficiente para abrir la caja fuerte y coger un recibo. Si pregunta algo... cosa que dudo... decidle que han subido a bordo unos comerciantes para cobrar una deuda. Contad siete mil libras, preparad a estos dos muchachos un recibo por la misma suma y regresad.

Mientras su capitán le daba instrucciones, Oaks había estado admirando el cuadro, y no pudo resistirse a formular unas preguntas.

—¿Una nueva adquisición, capitán? —Sonrió a Beau, cuya vista se dirigió al cuadro—. Es muy hermoso.

—También lo es quien lo pintó. Oaks puso cara de sorpresa.

—¿Os referís a...?

—Mi mujer —contestó Beau, dejando que una espartana sonrisa curvara sus labios—. Pero no es para ella. Será un regalo de Navidad para mis padres.

—Magnífico regalo, señor.

—Sí, así lo creo, aunque preferiría que no mencionarais el tema a mi esposa.

—Tenéis mi palabra, capitán —declaró Oaks, llevándose una mano al pecho.

—Bien. Id, pues.

Después de dar unos pasos, Oaks se detuvo y se volvió a medias con otra pregunta.

—¿Seguís queriendo que los hombres despejen el camarote contiguo al vuestro, señor?

Beau apartó la mirada con expresión lúgubre y ceñuda.

—Al parecer mi esposa desea más intimidad de la que puede proporcionarle el mío.

El primer oficial suspiró, preguntándose si la joven se daba cuenta de lo que estaba pidiendo a su esposo, o, en caso afirmativo, si tenía algún indicio de qué esperaba a la tripulación hallándose su capitán en tales estrecheces.

—Es una lástima, señor.

—Lo es, en efecto, señor Oaks.

Poco después Cerynise entró en el pequeño camarote que se le había cedido, y al echar un vistazo al sombrío interior casi sintió escalofríos. Las paredes, desprovistas de ventanas, parecían encerrarla por los cuatro costados de la habitación, cuya superficie calculó en menos de una cuarta parte de la del camarote de Beau. El único consuelo lo proporcionaba la puerta, pero sólo porque la había dejado abierta. Dio por hecho que el viaje a casa le reportaría graves sufrimientos, dada su excepcional aversión a verse confinada en lugares pequeños.

En un extremo había una litera, pero mucho más pequeña que la del capitán, y en lugar de un suave edredón de plumas el colchón tenía rugosas mantas de lana. Cerynise, pensativa, acarició las sábanas y la funda del cojín, y al respirar su olor, limpio pero anodino, sintió una melancolía inexplicable que le invadía las inmediaciones del corazón. Contuvo con rápidos parpadeos un incipiente llanto, y respiró hondo para coger ánimos antes de examinar el resto del exiguo mobiliario. Había un espejo colgado de una de las paredes, con una jofaina y un aguamanil debajo. La pequeña mesa próxima a la litera, con su correspondiente silla, tendría que bastar para las ocasiones en que comiera en su camarote. Por último, un maltrecho baúl arrimado a la pared le dejaba poca libertad de movimientos.

—¿Es de vuestro agrado, querida?

Cerynise se sobresaltó al reconocer la voz. Cuando se volvió hacia Beau, todavía temblorosa, lo halló de pie en la puerta, con un hombro apoyado en el marco. Irguió la cabeza con gesto orgulloso, percibiendo la sonrisa de satisfacción que se había asomado a los atractivos labios de su esposo.

—Servirá —contestó con rigidez.

Beau ladeó la cabeza con curiosidad, mientras sus ojos sondeaban los oscuros orbes verdosos que sostenían su mirada sin parpadear, con fría indiferencia.

—¿Estáis segura?

Cerynise asintió con la cabeza.

—Tendré intimidad, y ya no me veré obligada a inmiscuirme en la vuestra. Teniendo eso en cuenta, ¿por qué no iba a ser suficiente?

Beau se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que satisfaría las necesidades de cualquier pasajero, pero creo recordar que años ha teníais miedo de quedaros encerrada en un espacio pequeño y sin ventilación. Recuerdo sobre todo el día en que algunos de mis compañeros de clase quisieron gastaros una broma y os encerraron en el viejo baúl que tenía vuestro padre en el establo. Cuando, guiándome por vuestros gritos, os encontré y dejé salir, estabais tan aterrorizada que me echasteis los brazos al cuello, y a punto estuve de morir estrangulado antes de lograr que os tranquilizarais.

La reacción de Cerynise fue sentirse ofendida por la suposición de que Beau hubiera escogido aquel camarote adrede, sin otro objetivo que procurar su desdicha.

—Recuerdo a los Beasley como unos muchachos traviesos y malvados. Siempre disfrutaban azuzando los miedos de los demás. —Posó en Beau una mirada fría e interrogante—. ¿Ha sido ese también vuestro propósito, capitán?

—Habéis dicho que sólo necesitaríais un pequeño espacio donde dormir —le recordó él—. Dada la abundancia de cargamento con que regreso a Charleston, no he podido ofreceros nada mejor. Es cierto que los demás camarotes son grandes, pero ahora, una vez despejado este, han quedado llenos hasta los topes. Es el único camarote que he podido encontrar. El único.

—¿Podido o querido?

Beau no tuvo reparos en exponerle la situación.

—Si os desagrada el alojamiento, señora, podéis renunciar a este disparate y regresar a mi camarote. Ya os he dicho en otra ocasión que no suelo aceptar pasajeros a bordo. Vos sois la excepción, y que me aspen si voy a tirar el cargamento por la borda sólo para que dispongáis de un camarote que se ajuste a vuestros requisitos. Su rudeza acrecentó la ira de Cerynise.

—Si creéis que voy a volver a vuestro camarote de rodillas, Beau Birmingham, y suplicaros que me deis acomodo, lamento deciros que prefiero pudrirme aquí.

Él se tomó a burla su terca declaración.

—Como deseéis, querida; de todos modos, si cambiáis de idea encontraréis abiertas las puertas de mi camarote a todas horas, incluso si no me suplicáis que os deje entrar.

Oaks descendió por la escalera y, viendo a su capitán en el pasillo, se apresuró a unirse a él a las puertas del minúsculo camarote. Cuando vio sentada dentro a Cerynise, se quitó la gorra e inquirió solícito:

—¿Deseáis que os traigan ahora el equipaje, señora Birmingham?

—Cuando juzguéis oportuno, señor Oaks —dijo ella con gravedad—. No hay prisa.

El oficial siguió sonriéndole hasta que Beau lo juzgó excesivo.

—¿Tenéis alguna pregunta más para mi esposa, señor Oaks?

—Sí, por cierto —contestó el oficial, ignorando la hosca y ceñuda expresión del capitán—. Como este camarote no es digno de una dama, iba a proponer a vuestra esposa que utilice el mío. Estoy convencido de que alojándose en él realizaría mucho más a gusto el viaje a Charleston.

—¿Y vos dónde dormiríais? —preguntó Beau con acritud, molesto por la intromisión.

—Tendré sumo gusto en colgar una hamaca junto a las de la tripulación —contestó Stephen—. A decir verdad, desde que he sido ascendido a mi cargo actual echo de menos la camaradería que reina bajo cubierta.

—Es el precio de ser primer oficial —le recordó Beau sin rodeos—. Debéis mantener vuestra autoridad sobre ellos. No puedo permitirlo.

—Entonces dormiré en este camarote —propuso Oaks, dirigiendo de nuevo a Cerynise una sonrisa juvenil.

—Se agradecen vuestras atenciones, señor Oaks —dijo ella gentilmente—. Sin embargo, jamás me atrevería a desalojaros de vuestro camarote.

El oficial suspiró como si se hubiera llevado una decepción.

—En ese caso, es una lástima que mi camarote quede sin utilidad —repuso—. Mi decisión es firme, señora Birmingham, y hasta que anclemos en el puerto de Charleston no cruzaré el umbral salvo para recoger mis pertenencias... si cambiáis de opinión, por supuesto. Que se use o no dependerá enteramente de vos; en todo caso, permanecerá a vuestra disposición.

—¡Maldita sea! —gruñó Beau.

Al mirar a su esposo, Cerynise topó con una expresión cuya ferocidad habría infundido temor al mismísimo diablo. De pronto sus labios se curvaron hacia arriba, dibujando una atractiva sonrisa triunfal. Realizó un gesto de gran elegancia con la cabeza en señal de que aceptaba el ofrecimiento del primer oficial.

—Ya que vuestro camarote permanecerá vacío, señor Oaks, estaría mal que me negara. —Advirtiendo que su marido se cruzaba de brazos con nerviosismo, Cerynise alabó dulcemente al oficial—. No es frecuente hallar a un caballero cuya galantería llegue al extremo de ceder sus aposentos a una dama. Si de mí dependiera, vuestra caballerosidad serviría de ejemplo a otros oficiales de vuestro rango; por desgracia, hay pocos que sientan la inclinación de sacrificarse por el prójimo.

Beau carraspeó, sabiéndose receptor de las pullas de su esposa. Ya de niña había tenido un talento especial para esa clase de réplicas hirientes, capaces de hincarse como un látigo en la piel de cualquier muchacho. El paso de los años no impedía que Cerynise siguiera ocultando bajo su hermoso y dulce aspecto de mujer refinada a una maliciosa arpía, digna rival de la fiera que acechaba en Beau.

—Mi camarote se halla en esta dirección, señora Birmingham —se apresuró a informarla Oaks, moviendo la mano.

Cuando pasó al lado de Beau, Cerynise remató su provocación con una sonrisa y exteriorizó su entusiasmo con unos pasos de baile. ¿Qué opción le quedaba a Beau sino ir tras ella? Lo hizo en silencio, observando el garboso movimiento de faldas con que lo precedía su esposa.

Oaks guió a la comitiva por el pasillo, y antes de llegar al camarote del capitán se detuvo ante la puerta que daba acceso al suyo. Recordando de pronto el desarreglo en que había dejado su habitación, se sonrojó y suplicó apenado:

—¿Querríais concederme unos instantes para poner un poco de orden?

—Por supuesto —contestó Cerynise, retrocediendo hacia Beau.

—Si pudierais separaros unos instantes de vuestro paladín, señora —le dijo su esposo de mal humor—, subiría con vos a cubierta, y con algo de suerte debatiríamos las presentes circunstancias como dos seres civilizados.

Juzgó poco probable que ella se mostrara dispuesta a acompañarlo a su camarote y celebrar ahí su coloquio, opción que él habría preferido.

Cerynise notó excesivo rencor en su voz para aceptar la propuesta. Concentrando toda su atención en la pared, se encogió de hombros.

—Nada odiaría más que importunaros, señor. Beau resopló.

—Temo que ya me hayáis importunado más de lo que podáis imaginar, señora.

—En ese caso no os, molestaré más, capitán. No tengo reparos en aguardar aquí. —Acto seguido, incapaz de contenerse, agregó con altivez—: Más tarde, si siento deseos de respirar aire fresco, quizá el señor Oaks tenga la amabilidad de acompañarme a cubierta.

Beau apoyó un hombro en la pared de madera que prestaba sostén a la tensa espalda de Cerynise, e inquirió:

—¿Os divierte provocarme de forma deliberada, o es algo que surge con naturalidad? Cerynise lo miró con asombro.

—¿Provocaros yo? —Rió con suavidad, rechazando la idea con un grácil movimiento de la mano—. En ese tema, capitán, os aseguro que podríais enseñarme muchas cosas.

Fijando de nuevo la vista en la pared, se prometió ignorar la alta e imponente figura que tan próxima a ella se hallaba. Resultó mucho más difícil de lo que había imaginado. No podía respirar sin que la presencia de Beau se imprimiera agudamente en todas sus facultades de percepción femenina. Le habría sido fácil dejarse llevar por los embriagadores e incitantes recuerdos que había creado el capitán al mover osadamente sus anchas manos por su cuerpo desnudo, despertando sensaciones que, pese al tiempo transcurrido, seguían sonrojándola. Si el silencio era la única manera de poner dique a las turbulentas emociones desencadenadas por aquel hombre, a fe que jamás volvería a abrir la boca.

Beau tuvo dificultad en contener sus ansias de acariciar la delicada oreja de Cerynise, y su terca mandíbula. La tentación no se dejaba vencer con facilidad. Se acercó a Cerynise y, mientras se deleitaba en su exquisita fragancia, sopesó la prudencia de emplear una táctica distinta.

—¿Os he dicho, Cerynise, lo hermosa que sois cuando os tengo en mis brazos ardiendo de deseo? —susurró—. Sois como un vino muy fuerte que se me ha subido a la cabeza, y por mucho que me esfuerzo por dominar esas visiones tentadoras, no logro expulsarlas de mi mente. Jamás he deseado a una mujer como os deseo a vos.

Cerynise exhaló un suspiro entrecortado, mientras las palabras de Beau le acariciaban los sentidos y despertaban a su vez visiones de su cuerpo musculoso y bronceado.

—Vuestros pechos son tan suaves y blancos —musitó este, anhelando contener en una mano la turgente plenitud de una de las esferas—, que parecen delicados capullos de rosa en una mañana de rocío, abriéndose a una aurora rosada. Su néctar endulza mi lengua como...

Bruscamente, y sin previo aviso, se abrió la puerta que daba al pasillo. Viéndolos sobresaltados, y percibiendo su desasosiego, Oaks les dirigió una mirada perpleja.

—¿Ocurre algo malo?

—¡No! —negaron ambos al unísono.

—No ocurre... —empezó Cerynise, casi sin aliento. La presencia del oficial no impidió que sus pechos palpitaran, rememorando el cálido goce que había suscitado en ella la boca de su marido.

—Sólo hablábamos de... —dijo Beau. Se miraron fugazmente con expresión culpable. Oaks carraspeó y se apartó de la puerta del camarote.

—Creo que hallaréis cuanto os haga falta, señora Birmingham, pero si se os ofrece algo...

—Se las arreglará —le informó Beau de manera cortante—. ¿Me equivoco u os esperan tareas urgentes en otra zona del barco? ¿Me he olvidado acaso de asignároslas?

—Tengo trabajo, en efecto —le aseguró Stephen con presteza—, y me incorporaré a él de inmediato.

Partió a toda prisa hacia la escalera, no sin antes obsequiar a Cerynise con otra sonrisa.

—Lamento echarlo de sus aposentos —murmuró Cerynise.

—Se ha echado él mismo —afirmó Beau—. Mandaré a Billy que baje y os ayude a instalaros en vuestro nuevo alojamiento.

Cerynise inclinó la cabeza con afectación. Por lo visto se había reanudado el forcejeo.

—Os lo agradecería, capitán.

Cerrar rápidamente la puerta desde dentro le dio cierta sensación de seguridad. Era la única manera de ponerse a salvo de los embriagadores halagos de Beau.

Poco después, cuando Billy Todd llamó a la puerta del camarote, anunció tímidamente que el capitán deseaba cenar en su compañía.

—Esta noche tendrá a su mesa a unos caballeros ingleses, señora; es decir, que debéis poneros algo especial, porque os presentará como su esposa. También deberéis llegar antes que ellos. Hacia las seis, si es posible.

En el momento mismo en que el frágil tintineo del reloj del camarote del capitán anunciaba las seis, Cerynise dio unos golpecitos en la puerta. Nada más oír la voz de Beau franqueó el umbral y lo halló de pie ante el pajecillo de afeitar, tratando de anudarse la corbata. Su apostura quedaba realzada por un chaqué cruzado de color gris oscuro, un chaleco plateado de solapas anchas, y pantalones ajustados con rayas finas de color gris claro, metidas en lustrosos botines. Los ojos de Cerynise se recrearon en el admirable porte de su marido, hasta que este se volvió hacia ella con cierta inquietud.

—¿Podéis ayudarme a enderezar este entuerto? —gruñó, luchando todavía con la corbata.

En cuanto vio a Cerynise, sin embargo, olvidó su irritación y bajó los brazos poco a poco, mientras la examinaba de pies a cabeza. Llevaba el pelo recogido, formando un peinado de complejas trazas que llevó a Beau a preguntarse cuánto tiempo habría exigido su confección. Había escogido un modelo de color rosa claro que a la luz de las velas centelleaba como si llevara engarzados minúsculos diamantes. La pechera era de una pieza, exhibiendo un atractivo escote que moldeaba divinamente la plenitud de ambos senos. Una rígida y primorosa gorguera de tela traslúcida, cuyas puntillas llevaban ensartadas las mismas cuentas que el vestido, cubría su cuello de cisne. Ningún collar, por valioso que fuera, habría realzado mejor aquel vestido de noche. Las anchas mangas de gasa estaban sujetas en las muñecas por finas tiras adornadas con cuentas, pero parecían flotar en torno a la joven como un fino velo. La falda oscilaba en ondulante vaivén alrededor de sus largas y bien torneadas piernas, y Beau no pudo sino admirar el efecto; no sólo eso, sino que halló su lengua demasiado torpe para expresar el embeleso que le producía la incomparable belleza de Cerynise.

Sometida a su ardorosa mirada, la muchacha se colocó a tentadora proximidad de él y empezó a arreglarle la corbata. Beau no sabía qué hacer con las manos, y si bien la tentación de cubrir con ellas las nalgas de Cerynise era poco menos que irresistible, logró introducirlas en los bolsillos del pantalón, juzgando más prudente guardarlas para sí que provocar nuevos conflictos entre él y su mujer. Por cierto que el deseo de permitirse en ese instante ciertas familiaridades conyugales despertó en él serias dudas sobre el acierto de haber pronunciado la palabra «anulación».

—Billy ha dicho que esta noche tendríais invitados—murmuró Cerynise, poniéndose de puntillas para extraer la parte frontal de la corbata y pasarla por encima del nudo.

Beau levantó la barbilla, sometiéndose a los cuidados de la joven.

—Sí, jóvenes londinenses de buena cuna. Hace unos días salí de caza con ellos, y volvimos con algunas perdices que Philippe ha tenido guardadas en hielo para esta ocasión. Pensé que quizá les agradara comprobar su excepcional talento culinario. Lo cierto es que los invité antes de saber que sería nuestra noche de bodas.

—¿Tenéis conocidos en Londres? —preguntó Cerynise, sorprendida—. Dado vuestro hábito de navegar por el mundo y saltar de puerto en puerto, pensaba que os sería difícil mantener amistades.

—Es difícil, sí —reconoció Beau—, pero he logrado hacer unas pocas.

—Me sorprende que hayáis conseguido tener vida social, por escasa que sea. Cuando estáis en el puerto se os ve demasiado ocupado para confraternizar con los habitantes del lugar.

Beau miró hacia abajo y quedó prendado por la tentadora abertura que le permitía ver por dentro del vestido de Cerynise, ocupada en arreglarle la corbata. Saltaba a la vista que no llevaba corsé, porque sus pechos presentaban una turgencia más natural que se amoldaba con fluidez a la fina tela de su justillo. Beau tuvo la certeza de no haber visto jamás nada tan exquisito en toda su vida adulta. Le cosquilleaban las palmas de las manos, tal era su deseo de acariciar las lechosas redondeces, y tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para mantener las manos quietas. Reacio a desbaratar la perspectiva, se encogió de hombros antes de que Cerynise se decidiera a mirarlo.

—¿Qué sentido tiene trabajar duro, querida, si no se puede gozar de los beneficios?

Cerynise rió, vencida por las lisonjas de Beau, y aprobando al mismo tiempo su buen juicio.

—En eso estoy de acuerdo, señor.

—Mis invitados ignoran que sea mi noche de bodas, y si os parece bien, querida, preferiría dejar que supusieran que llevamos casados cierto tiempo, si bien, dada vuestra juventud, dudo que estén dispuestos a atribuirnos más de uno o dos años de vida conyugal.

Cerynise lo miró con sorpresa.

—¿Y si preguntan?

Las oscuras cejas de Beau se arquearon ligeramente.

—No habrá más remedio que confesar.

—¿Me permitís conocer vuestro razonamiento, señor?

Incapaz de resistir más tiempo a sus impulsos, Beau ciñó la cintura de su esposa. Percibió cierta tensión inicial, pero sonrió al notar que se prestaba al juego sin protestas, y hasta se apoyaba muellemente en sus brazos.

—No quiero que se lleven la impresión de que os casaríais con un hombre sin un largo noviazgo.

—¿Porque podría parecerles una mujer frívola?

—Porque, querida mía, no quiero que imaginen que se os puede robar —corrigió él con un suspiro de pesadumbre—. Les he oído jactarse de algunas conquistas, y no deseo que os vean como una posible presa.

—¿Vos también os habéis jactado de vuestras conquistas en su presencia? De ser así, no creo que nuestro matrimonio saliera bien parado.

—Mi padre me enseñó que un caballero no debe rebajarse a hablar de esos temas en presencia de otros hombres. Quienes así lo hacen no buscan sino envanecerse. Yo nunca he sentido ese impulso.

Complacida por la respuesta, Cerynise rodeó con sus brazos el cuello de Beau y le dio un beso tímido en los labios. A continuación se zafó de su abrazo y lo dejó gimiendo de frustración.

—Sois, según veo, una provocadora inclemente, pero os aconsejo prudencia, señora —le advirtió él—. Hallo insoportable la tortura de teneros en mis brazos y dejaros marchar al cabo de breves instantes. Si jugáis con fuego acabaréis por quemaros.

Cerynise hizo un mohín encantador, moviendo insinuantemente sus largas y sedosas pestañas al tiempo que dirigía a su esposo una mirada coqueta. Que Beau hubiera dicho que haría anular su matrimonio al llegar a Charleston no era obstáculo para que pudiera cambiar de opinión antes del final del viaje. Tampoco Cerynise se sentía obligada a aceptar su separación sin antes poner en obra ciertas estrategias de seducción que acaso lo convencieran de aceptarla como esposa a título permanente. Como había estado enamorada de él casi toda su vida, no se veía capaz de desear a otro hombre por esposo.

—Mi intención no es provocaros, Beau, aunque es cierto que me place la idea de poder besaros de vez en cuando. Si con ello excedo vuestra capacidad de aguante, limitaré mis atenciones a simples palmaditas en la mano.

—¡Bah! —La frustración de Beau se reducía a algo tan sencillo como echar pestes contra ambas posibilidades.

Viendo que Beau la miraba con odio fingido, Cerynise disimuló una sonrisa de burla. Volvían a pisar terreno seguro. En presencia de los huéspedes podría interpretar a gusto el papel de esposa. Después se retiraría a su lecho solitario, y pasaría la noche en vela anhelando los besos abrasadores de Beau, y sus turbadoras caricias.

La edad de los tres caballeros oscilaba entre los veintitrés y los treinta años. La aparición de Cerynise les encendió la mirada, pero, una vez Beau la hubo presentado como su esposa, adoptaron una actitud de reserva y respeto, y la saludaron con galantes y rápidos besos en la mano. Desechando con presteza sus títulos nobiliarios, rogaron a la joven que los llamara por sus nombres de pila, y en poco tiempo el grupo se hallaba enzarzado en una tertulia relajada y cordial.

Las perdices fueron servidas con una fina salsa. Una vez paladeado su exquisito gusto, los invitados suplicaron conocer al chef. Con inagotable buen humor, ofrecieron al sonriente Philippe contratarlo por salarios extravagantes, pero Philippe se opuso a sus ruegos, alegando que aún le quedaba mucho francés que enseñar a su capitán, y que probablemente fuera obra de años, considerando la escasa disposición del pupilo. La broma fue acogida con sonoras carcajadas, a las que se sumó incluso quien era blanco de ella.

Antes del fin de la velada, los cuatro hombres competían por obtener de Cerynise réplicas agudas y jocosas sobre gran variedad de temas. Llegado el momento de marcharse, los tres volvieron a besarle las puntas de los dedos, siempre bajo la atenta vigilancia de su marido, y se despidieron con alegres gestos, asegurando haber pasado una velada deliciosa.

Poco después de su partida, Beau quedó absorto en sus cavilaciones, hasta el punto de que Cerynise se atrevió a preguntarle:

—¿Seguís enfadado conmigo? Beau suspiró y se reclinó en la silla de detrás del escritorio.

—Calculo que Alistair regresará mañana al barco, y quizá en compañía del juez.

Cerynise pasó un dedo por la tapa del tintero de peltre puesto encima del macizo escritorio.

—Decíais antes que nuestro matrimonio invalidaría toda reclamación que pudiera presentar Alistair como tutor legal —recordó a su marido—. ¿Habéis cambiado de opinión?

—Si nuestro matrimonio lo fuera de hecho tanto como de derecho, señora, no tendría dudas acerca de su solidez como argumento ante los tribunales. Por desgracia, Alistair querrá poner en duda su autenticidad, y alentará al magistrado a considerarlo como una simple farsa, puesto que la ceremonia se ha producido inmediatamente después de su visita; y con toda franqueza, señora, no os considero muy experta en el arte de mentir.

Cerynise se inquietó.

—¡No estaréis proponiendo consumar el matrimonio sólo para convencer a ese rufián de que estamos casados! —Su tono ganó en escepticismo—. Beau, haced el favor...

—Yo no he dicho eso —replicó él. Lamentando la dureza de su respuesta, cogió la mano a Cerynise y se la apretó para tranquilizarla—. Lo siento, no era mi intención. Ha sido una velada tan agradable que preferiría no concluirla con una nota de discordia.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Cerynise, arrepintiéndose de sus sospechas—. No creo que se atrevan a someterme a examen...

Otra idea se introdujo en su mente a la zaga de aquella, una idea que le hizo tragar saliva pero que no osó exponer.

Leyendo en su rostro la repugnancia que sentía, Beau intentó tranquilizarla.

—No se atreverían a someteros a nada más que a un interrogatorio, pero si sus dudas son de peso bien podrían deducir que el matrimonio es una farsa, anular los votos y poneros bajo protección de Alistair.

—«Protección» no es una palabra muy adecuada —repuso Cerynise con visibles escalofríos—. Si hubiera una mazmorra en lo más profundo de la casa de Lydia, tendría motivos para temer lo peor. Estoy convencida de que Alistair la dotaría de horribles utensilios para sonsacarme lo que desea. Juzgo inconcebible que albergue deseos de convertirse en mi tutor. Quiere... o necesita... algo de mí, algo que de momento se escapa a mi comprensión.

—Si os veis capaz de escucharme unos instantes sin escandalizaros por lo que acaso solicite de vos, Cerynise, quizá podamos discurrir juntos una solución adecuada.

Concluyendo de ello que necesitaba fuerzas para lo que iba a proponerle Beau, Cerynise cogió una copa de vino que había dejado poco antes en el escritorio; dudaba, en efecto, que lo que iba a sugerir su esposo fuera aceptable de buenas a primeras, teniendo en cuenta su advertencia de que no se apresurara a extraer conclusiones.

Viéndola apurar la bebida, Beau arqueó una ceja. Un acto tan sencillo como aquel le permitía adivinar el grado de inquietud de la joven. Por lo visto, la niña que años atrás lo había adorado lo temía ahora... o en todo caso a sus propuestas.

De repente a Cerynise le entró hipo. Se tapó la boca con los dedos, sorprendida y con los ojos muy abiertos.

—Disculpad.

—Basta de vino —la regañó él, poniendo bajo llave la licorera.

—De modo que no me veis capaz de convencerlos con mentiras —insistió Cerynise, sonrojándose de vergüenza al hipar por segunda vez.

El mero hecho de pensarlo hizo que Beau torciera la boca.

—Creo que os ruborizaríais con más facilidad que la que tiene el común de la gente para respirar. —Suspiró con fuerza—. Si en algo intervino vuestro padre en la conformación de vuestra escala de valores, jovencita, no dudo que tendréis escasa experiencia en materia de disimulos. Por lo tanto, debéis utilizar vuestros puntos fuertes.

—¿Y cuáles son? —Ella se aguantó el hipo, y temió tener que soportarlo un rato todavía.

—La inocencia, el candor. Se os nota que sabéis poco de este mundo, y quizá si el magistrado es capaz de reconocer a una dama se niegue a sospechar que mentís acerca del matrimonio. —Beau se sentó al borde del escritorio y, cruzándose de brazos, escudriñó el ruborizado semblante de su esposa—. Procurad no poneros demasiado nerviosa cuando empiece a haceros preguntas. Si os es posible, imaginad que ya hemos hecho el amor juntos y que ya no sois virgen.

Cerynise se abanicó, sintiéndose acalorada por la conversación. El hipo no contribuía a aminorar su turbación.

—Sabéis lo que eso implica, ¿verdad? —la sondeó él, estudiándola con atención.

Ella, que no estaba dispuesta a someterse al atento examen de Beau, se encogió de hombros y se aproximó al pajecillo de afeitar. Desde ahí podía ver reflejada la cara de su esposo sin que él se diera cuenta.

—Hace años Lydia me explicó algunas cosas. Beau puso los ojos en blanco con expresión incrédula.

—Seguro que fue muy instructivo.

—¡Sé que un hombre y una mujer deben unirse para hacer un niño! —declaró ella, irritada de que la tomaran por una ingenua—. Lo único que no sé es cómo sucede exactamente.

—¿Os gustaría saberlo... exactamente? Pese a la curiosidad que sentía por esos temas, Cerynise no consideró adecuado que quien la instruyera fuera precisamente Beau.

—No sería decoroso que vos...

—¿Quién tiene más derecho? Soy vuestro esposo...

—Por poco tiempo, según habéis dicho...

—De momento lo soy —señaló él, y mirándola atentamente añadió—: Aunque tal vez pueda enseñároslo Alistair cuando se convierta en vuestro tutor.

Cerynise se estremeció. Recordó con un sobresalto la repulsión que le había producido la mirada insistente y lasciva de Alistair.

—¿Qué os parece que debería saber... exactamente? Beau la ilustró con sumo detalle, dando a sus explicaciones el máximo atractivo para sus sentidos de mujer. Pensó que exponerle el acto de la cópula era casi tan satisfactorio como besarle los pechos, si bien nunca sería tan emocionante como su contrapartida real. Aun así tenía que conformarse con lo que tuviera a su alcance.

Viendo a Cerynise absorta y embelesada por la lección, Beau adivinó que le había despenado una sensualidad pareja a la suya. Sintió una compresión en su abdomen y, reconociéndola de inmediato, no hizo esfuerzo alguno por ocultarla o subrayarla. Sus ceñidos pantalones lo ponían suficientemente de manifiesto, atrayendo miradas fugaces de su mujer, que sólo cesaron cuando ella lo miró a la cara y vio que sonreía. Entonces se le pusieron rojas las mejillas, y en pronta reacción fijó la vista en la pared.

—Sin esto no podría haceros el amor —explicó él, para que no sospechara que le estaba haciendo avances—. Si bien a veces me gustaría tener control sobre mi cuerpo, cuando pienso en tener relaciones con vos no puedo evitar excitarme.

—No penséis —le espetó ella por encima del hombro, imitando la orden anterior de Beau a Oaks—. Será mejor para los dos.

—Vos tal vez lo consideréis inoportuno, señora, pero la naturaleza me ha dotado de instintos viriles con el objetivo de procrear. Estad segura de que si los hombres no se dejaran llevar en ocasiones por sus instintos primitivos, el mundo contaría con menos bebés.

—¿Me habéis proporcionado toda esta información con el único objetivo de divertiros? —inquirió Cerynise con un matiz de sarcasmo—. ¿O sólo para que sepa de antemano todo lo que puede preguntarme el juez? Por lo visto me juzgáis incapaz de contestar sin tener ensayada la respuesta.

Beau, que no quería excitar más de la cuenta la suspicacia de su mujer, eludió discretamente la primera pregunta.

—Sólo deseo evitar que cometáis un error y reveléis que no he podido consumar nuestro matrimonio.

Sintiéndose ofendida sin motivo, Cerynise buscó en vano una réplica ingeniosa con que impresionar a Beau, y a falta de ella expuso su defensa.

—No soy ninguna actriz de tres al cuarto a quien haya que enseñar su papel a cada momento con el fin de que lo recite con un mínimo de credibilidad.

Beau la miró atentamente.

—En ese caso, señora, os ruego que contestéis a una pregunta. Si os hacen jurar que esta noche nos hemos convertido en marido y mujer en mi cama, ¿sabréis hacerlo de forma creíble después de lo que os he explicado?

De pronto Cerynise halló difícil respirar, porque todo su cuerpo parecía estar ardiendo.

—Yo... yo...

—Hablad, señora Birmingham... si de veras respondéis a ese nombre. Debéis decirme si habéis compartido el lecho con vuestro supuesto esposo, ya que si no podéis jurar que vuestro matrimonio es válido no tendré más remedio que entregaros a la custodia del señor Winthrop. —Beau se inclinó hacia ella y escrutó sus atónitas facciones, mientras proseguía su inquisición con tono más moderado—. Y ahora contestad sinceramente, señora Birmigham. ¿Hicisteis el amor con vuestro esposo y consumasteis el matrimonio?

Cerynise permaneció unos instantes en silencio, hasta que logró decir:

—¡No se atreverán a tanto!

—Alistair está desesperado por recuperaros y conseguir los fines que persigue, sean cuales sean —afirmó Beau—. No se detendrá ante nada. Confiemos, sin embargo, en que el magistrado sea más discreto. Debéis mostraros capaz de decirle con sinceridad que hemos pasado la noche juntos. —Amagó una carcajada—. Dado vuestro aspecto, no deberíais tener que añadir nada más. El resto se dará por supuesto.

Si hasta entonces Beau había considerado que Cerynise era propensa a ruborizarse, se estaba convenciendo rápidamente de que no era nada en comparación con lo visto durante la última hora, desde que se habían marchado los invitados.

—Sé que la idea de compartir lecho conmigo durante toda la noche no os resulta fácil, pero con toda franqueza, no se me ocurre mejor solución para evitar que mintáis; y, si bien tendré suma dificultad en reprimir mis atenciones, os prometo no recurrir a la fuerza.

Cerynise se dio cuenta de que ya no tenía hipo. Sin duda el fin traumático de su inocencia virginal había puesto remedio a ese pequeño problema.

—Si es la única proposición que se os ocurre, supongo que habrá que intentarlo... aunque deberéis dejaros puestos los pantalones.

Beau sonrió.

—Si insistís...

Su joven esposa suspiró.

—En ese caso, será mejor que vaya a ponerme mi ropa de dormir.

—Nada demasiado insinuante, espero —se burló él.

—No os preocupéis. Sé de sobra lo rápido que se os caen los pantalones.

Guardaron silencio unos instantes, recordando ambos lo sucedido hacía unas horas.

—¿Os sentís más tranquila? —acabó preguntando Beau.

Juzgando poco oportuno mencionar que sus rodillas parecían de gelatina, ella asintió con la cabeza.

—Sí, gracias.

Su educada conversación no ayudó a hacer más fácil el momento de acostarse, como no lo hizo la intencionada demora con que Beau permaneció en su escritorio ordenando su libro de a bordo y los diversos recibos y documentos que habían quedado caóticamente esparcidos por el suelo. Despierta todavía Cerynise, Beau se quitó todo a excepción de los pantalones y se tendió a su lado en la litera. Ambos permanecieron largo rato mirando fijamente el techo del cubículo, incapaces de ignorarse mutuamente. Cerynise acabó colocándose de lado, de espaldas a su marido, pero le costó guardar las distancias porque el peso de Beau hundía un lado del colchón. Justo cuando empezaba a relajarse sintió en la espalda el contacto de su corpulencia. Intentó arrimarse a la pared, pero descubrió que su camisón había quedado parcialmente atrapado bajo el cuerpo de Beau.

—Siempre me había parecido una litera bastante grande —comentó este, incorporándose un poco para que la joven pudiera retirar el faldón de la prenda.

Cerynise se apresuró a ponerse de cara a la pared, pero el desnivel se lo puso difícil. Poco después volvió a su emplazamiento anterior, y comprobó con pesar que era inevitable.

—Podría dormir en el suelo —ofreció.

—Ni hablar. Ya que debo realizar un gesto caballeroso, lo haré como es debido.

—Entonces quizá vos... —aventuró Cerynise.

—He dicho caballeroso, no santo —replicó Beau, que estaba seguro de que habría recurrido a la violación antes que dormir en el suelo.

Cerynise trató de poner freno a sus risas sofocadas, que no tardaron en arquear las cejas de Beau.

—¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó él con curiosidad.

—No, nada.

—Decídmelo —la exhortó.

Estaba demasiado cerca, y era demasiado atractivo. Sintiendo un vuelco en el estómago, Cerynise se dio cuenta de lo difícil que le resultaba apartar a Beau siquiera un instante de su mente. Se acomodó de nuevo en la litera y miró de reojo su fornido pecho, deseando poder dedicarle una vez más aquellas caricias que le hacían suspirar.

—Hoy os he estado imaginando vestido de caballero, con armadura y todo. Me ha parecido gracioso. Beau se mostró horrorizado.

—¿Un caballero con armadura?

—Sólo unos instantes, pero era pura fantasía. Ni siquiera he conseguido que me besarais la mano, y ambos sabemos que habéis hecho mucho más...

—¿Que no habéis conseguido qué?

—En mi imaginación —se apresuró a aclarar Cerynise, antes de agitar una mano con la esperanza de poner término a la conversación—. No importa. De todos modos era una idea absurda. ¿Por qué no procuramos dormir?

Como si existiera la más remota posibilidad, pensó.

—No estoy seguro de que me guste.

—¿El qué?

—No besaros la manó.

Beau tenía razón en lo de su inocencia. De hecho, Cerynise tardó un poco en comprender qué había provocado. Casi le entró pánico, porque ya tenía comprobado de antes que los seductores halagos de Beau le permitían hallar cautiva a una joven con muy poco esfuerzo.

—No, Beau...

¡Demasiado tarde!

Beau le puso hacia arriba la palma de una mano y le dio un beso que la dejó sin aliento. Cuando volvió a levantar la cabeza, la litera se había estrechado de modo alarmante.

—No deberíais haberlo hecho —susurró ella, sintiendo un ardor en sus entrañas. Beau frunció el entrecejo.

—Estoy de acuerdo.

Y sin más dilación abandonó la litera, sacó una manta de uno de los armarios y regresó a la silla de su escritorio. Cerynise permaneció donde estaba. Pasaron largos instantes antes de que aceptara el hecho de que Beau no tenía intención de seguir tocándola. Debería haberse sentido aliviada, pero en lo más hondo de su cuerpo de mujer nació un doloroso anhelo que pedía a gritos ser colmado y saciado.