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Nada más sentarme en el coche descubrí que éste se parecía más a una pocilga que a un taxi: olía a podrido y la suciedad me rodeaba por todas partes. En cuanto al polvo, mejor no hablar. Cuando el coche se puso en marcha me sorprendió el hecho de que cada una de las piezas se moviera independientemente de las otras, y que cada una emitiera un chirrido particular, formando un concierto musical molesto a más no poder.

Al mirar al taxista, vi que su estado no era mucho mejor que el del coche que conducía.

—¿Pero qué es esto que conduces?

—¿Y qué voy a hacer? Su dueño no quiere arreglarlo, ¡a la mierda si no lo arregla! Prefiere usarlo así hasta que reviente del todo.

El taxista estaba hablando imitando a El Lembi[39].

—Es que incluso, aunque me diesen un quiosco de cigarrillos con cuatro ruedas debajo, lo usaría como taxi. Soy un taxista al que le da igual.

—Bueno, ¿y cuánto me cobras hasta Maadi?

—Lo que me pague.

—No, todavía no hemos dado ni dos pasos, vamos a acordarlo ahora para que luego no haya malentendidos.

—Señor, si no vamos a discrepar.

—Bueno, supón que sí discrepamos; acabaríamos discutiendo en plena calle. ¿Cuánto me vas a cobrar?

—Yo no quiero influir en el sustento que me da Dios. Viene de nuestro Señor y usted es un mero intermediario. ¿Cómo me pide que influya?

—Pero soy yo el que va a pagar. Si no vas a decirme cuánto quieres, me bajo.

—Suponga que le digo que quiero cobrar tanto y resulta que usted iba a pagar más. Éste es el pan de Dios.

—Cuando entras en una farmacia y preguntas el precio de un medicamento, el farmacéutico, ¿qué te dice? ¿Seis libras con ochenta piastras, o «lo que me pagues»? Tú eres es el único que tiene que saber cuánto va a costar esta carrera.

—¿Es que usted no lo sabe?

—Claro que lo sé.

—¿Y cuánto cuesta?

—Quince libras.

—Que sean veinte.

—¡Me bajo! —grité.

—No, de acuerdo, quince libras está bien. Hecho —dijo el taxista soltando una risotada—. ¿Sabe? Le juro por Dios que iba a haberle dicho diez, pero usted dijo quince. ¿Ve? Si le hubiera hecho caso habría influido en mi sustento. Le digo esto para que vea que lo bien hecho bien parece y para que vea que el taxista no debería decir el precio, eso tiene que dejarlo en manos de nuestro Señor.

—¿Y si hubiera dicho cinco?

—No, imposible. No se ofenda, pero ¿cinco libras hasta Maadi? Lo que faltaba.

Y el coche siguió circulando, cada una de sus piezas moviéndose en una dirección mientras tocaban la peor sinfonía de la historia de la Humanidad.

—¿Ha visto la película El Lembi?. —pregunté.

—No, no la he visto, pero dicen que es muy buena.

Fue justo en ese momento cuando me di cuenta de que no estaba imitando a Muhammad Saad en El Lembi, sino que era Muhammad Saad el que le imitaba a él.