34

Estaba de camino a Masr El Gedida, pues tenía una cita importante en el departamento de Servicios Sociales de las Fuerzas Armadas, para pedir un permiso con la intención de grabar frente a la tribuna[35]. La cita había sido concertada con mucha anterioridad. Como no quería retrasarme, salí pronto, con al menos media hora de antelación.

Cogí un taxi en Doqqi y tomamos el camino del puente de Sitta October, que, como de costumbre, estaba atascado, pero yo estaba totalmente convencido de que llegaríamos. Tardamos en llegar a Salah Salem más o menos lo que había calculado y al acercarnos al Recinto Ferial, la carretera estaba totalmente bloqueada. No le di mayor importancia, pero como la espera se alargaba y los minutos pasaban lentamente, empezamos a preguntar a los coches de alrededor qué ocurría. Nos contestaron que el presidente Mubarak salía. «Vale», pensé, «que llegue sano y salvo; un par de minutos más y el camino se habrá despejado».

Permanecimos sentados en el coche, que por arte de magia se había transformado en una simple roca en el medio del camino que ni el mismísimo Hércules habría podido apartar. Llevábamos esperando cerca de una hora cuando decidí pagarle al taxista la carrera y bajarme para continuar a pie, porque no había duda de que andar sería mejor que estar sentado. Nada más apearme, se me acercó un policía y me prohibió bajar.

—¿Y esto? —le pedí explicaciones.

—Está prohibido, señor. Tiene que permanecer en el coche.

—¿Pero cómo? Esto es una calle y quiero andar por ella.

—Que está prohibido, señor. Suba al coche.

Humillado, subí al coche y el taxista se rió de mí.

—¿Pero es que quería dejarme solo en este embrollo? —bromeó.

—Intentaba llegar a tiempo a mi cita.

—Ni cita ni nada. Esto es un señor atasco. Una vez estuve parado aquí cuatro horas sin moverme.

—¡¿Qué me dice?! ¡¿Cuatro horas?!

—Aquel día salí de aquí y fui a devolverle el coche a su dueño, le pagué todo lo que tenía encima y le dije que lo sentía y que el resto se lo daba mañana. Volví a casa y le juro que nos fuimos todos a la cama sin cenar. Mi mujer y mis hijos me estaban esperando para cenar, como todas las noches, pero volví con las manos vacías; mi esposa se puso a llorar y acostó a los niños. Me quedé asomado a la ventana escuchando el Corán para relajarme.

—Y hoy, ¿qué vas a hacer?

—Depende de usted y de si me recompensa por todas las horas que pasemos aquí —me soltó.

—¿Toda esta historia era para que yo te compense el día de hoy?

—No por Dios, lo que le he contado es cierto. Y si no quiere pagar más de lo que me ha dado, por mi no hay problema, pero al menos quédese y hágame compañía.

Estuvimos cerca de tres horas, durante las cuales me contó que al principio adoraba El Cairo, que luego le gustaba, que después empezó a tener sentimientos enfrentados, que pasó a odiarla y que ahora le repugnaba.

Al final me contó como unos veinte chistes, no menos de los que le contaría yo. Por desgracia, no puedo relatarlos porque uno solo bastaría para que me encarcelaran acusado de difamación. Aunque no entiendo por qué tendría que ir a prisión por culpa de unos chistes conocidos por la mayoría de los egipcios y por los que todos se ríen a diario.

Como, obviamente, no deseo que me encarcelen, baste decir que nos reímos mucho y que no acudí a mi cita.

Ese día dejé de ser tan confiado.