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Me considero a mí mismo un férreo enemigo de los derechos de propiedad intelectual por dos razones: la primera, por la diferencia que se acentúa cada día —mejor dicho: cada momento— y que nos divide en el mundo desarrollado y el subdesarrollado, el nuestro; la segunda, por mi creencia en la necesidad de que se abran todas las vías para que este pueblo al que pertenezco adquiera la cultura y los medicamentos necesarios para combatir el binomio formado por la ignorancia y las enfermedades que han lacerado mi sociedad durante siglos. Obviamente, eso no va a ocurrir con la protección de los derechos de la propiedad intelectual, pues ello causa que el precio de los medicamentos esté sólo al alcance de los ricos, y convierte a la cultura en un lujo que quizá ni los ricos pueden permitirse. Debido a todo lo expuesto anteriormente, fui a una tienda de ordenadores para instalar en el mío programas copiados o pirateados, porque los precios de la versión original son tan caros que producen risa. Cuando terminé de piratear varios programas y de instalarlos, me fui de la tienda, que estaba en Qasr Al Ainy para buscar un taxi. Mientras estaba de pie en la acera se me acercó un limpiabotas.

—¿Se los limpio, señor?

—Estoy esperando a un taxi.

—Son las dos de la tarde, no va a encontrar ninguno. ¿Qué le parece si se los limpio primero y luego le consigo un taxi? Además, tiene los zapatos sucísimos.

—Vale, límpiamelos.

—¿A dónde va?

—Voy a Zamalek.

—¿Sería tan amable de llevarme hasta allí? —me pidió el limpiabotas.

—Claro que te llevo, ¿por qué no?

—Que Dios se lo pague. ¿Tiene hijos?

—Sí, tres.

—Qué casualidad, yo también tengo tres. Uno está en segundo, en un instituto del Azhar, pero por desgracia se ha ido a Tanta. La segunda está en segundo de secundaria y el último de la tropa en tercero de preparatoria.

—Me llevas ventaja, aunque pareces más joven. No tienes pinta de tener tantos años.

—Tengo cuarenta y cinco años; me casé con veintiuno. Doy gracias a Dios pues Él ha sido generoso conmigo y los niños están creciendo perfectamente, son inteligentes y de los primeros de su clase. El que me tiene un poco preocupado es el que ha tenido que irse a Tanta por culpa de las notas, pero es sólo un año y luego se vuelve a El Cairo.

Sacó una fotografía de él con sus tres hijos. Parecía reciente y todos tenían una sonrisa de oreja a oreja. El padre, en el centro, abrazaba con un brazo a su hijo mayor, situado a su derecha, mientras que con el otro abrazaba a su hija, que estaba a su izquierda. El benjamín de la familia estaba delante del padre, y tanto su hermano como su hermana tenían una mano apoyada en los hombros del pequeño.

—Esta foto nos la hizo mi hermano. Vive en Arabia Saudí desde hace unos veinte años.

—Qué foto más bonita.

—Gracias a Dios, Él está satisfecho conmigo. Las cosas nos van bien, los niños van creciendo y están como una rosa. ¿Podría alguien pedir más?

—Mira, un taxi. ¡Zamalek! ¡Zamalek! ¿Vienes conmigo? —pregunté al limpiabotas.

—Sí, ¿no hemos quedado en eso?

—Sí.

Al subirnos en el taxi yo me senté delante, junto al taxista, y él se sentó detrás de mí, colocando sus bártulos sobre su regazo. El taxista miró al limpiabotas con asco y luego se dirigió a mí:

—¿Venís juntos?

—Sí, vamos juntos.

—¿Cómo que juntos? No, aquí cada uno tiene que pagar su carrera —protestó el chófer.

—Te he dicho que vamos juntos.

—Mira, que me da igual, me vais a pagar siete libras.

—Bueno, pero habla con educación —le pedí.

—Hablo como me da la gana; es que soy un borde, ¿pasa algo?

De repente el limpiabotas salió disparado y yo me bajé detrás de él, pero echó a correr en dirección contraria. Lo llamé pero no me hizo caso. Desapareció en medio de la multitud. Lancé al taxista una mirada de reproche y le dije:

—¿Pero tú qué? ¿No tienes sentimientos?

Por extraño que parezca, el taxista no respondió sino que salió disparado con el coche, así que decidí continuar a pie hasta Zamalek. Al llegar, me miré los zapatos y estaban más sucios que al principio.