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Es muy raro que alguien se encuentre con un taxista como éste.
Era un hombre entrado en los cincuenta, vestido elegantemente, afeitado, perfumado, de voz profunda y tranquila. Quizá fuese un monje budista, un asceta del desierto o un santo de un lejano templo.
Estábamos pasando con su flamante coche por delante de la Universidad de El Cairo mientras hablábamos sobre los horribles edificios que se han construido enfrente de la facultad de Comercio y la facultad de Economía y Ciencias Políticas, cuando me dijo:
—Todo en este mundo tiene su parte bella. Basta con que abra su corazón para ver la belleza que nos rodea. Pero si usted, como la mayoría de la gente, cierra su corazón, ¿cómo va a ver la luz que ilumina a su alrededor? Aquí, en Egipto, somos muy afortunados, es uno de los países más bellos y maravillosos del mundo y nosotros vivimos en él. Cuando abra su corazón, verá en Egipto cosas increíbles. Un ejemplo de ello es el Nilo; tenemos al alcance de nuestras manos agua para beber y comer, e incluso podemos limpiar nuestras almas en él. Contemplarlo es una experiencia purificadora. Llevo treinta años dividiendo el día en tres jornadas. Una la paso en el taxi, otra estoy con mi mujer y mis hijos, y la tercera la dedico a pescar en el Nilo mientras purifico mi alma, mi cuerpo y mis ojos. En el reflejo del Nilo leo el mensaje del Señor. Al cabo de cuatro horas me siento transparente, siento que el Señor está conmigo y me lleva de la mano para no temer a nada salvo a Él.
Si todos los de este país se sentasen a contemplar la superficie del Nilo, nuestra vida sería completamente distinta. No habría ni corrupción ni sobornos porque el hombre puro es incapaz de cometer errores. Yo todos los días finalizo la jornada del taxi temeroso, temeroso por mis hijos, por el futuro y por el mundo. Sin embargo, cuando termino de pescar todo es esperanza, esperanza en el día de mañana y confianza en que todo va a ir bien, ya que es imposible que nuestro Señor se olvide de nosotros. Esto es Egipto, aparece mencionado en El Corán, y nosotros somos los soldados de Dios. ¿Cómo podría olvidarnos? Imposible.
Me hablaba con voz profunda y agradable, una voz que se asemejaba mucho a la de la matriarca de la familia Adbel Rasul en la película La momia, de Shady Abdel Salam. Parecía como si su voz no saliera de quien estaba hablando sino que proviniese directamente de Dios Todopoderoso. Sus palabras contenían una profunda fe que brotaba del corazón, una fe auténtica en la esencia de las verdades y no en la apariencia artificial de éstas.
Cada vez que contemple la superficie del Nilo, recordaré a este buen hombre. Nunca olvidaré que a todos los miedos les sigue un sentimiento de esperanza en un mañana mejor.
De la misma forma, siempre recordaré su nombre. Se lo pregunté antes de bajarme del coche. Se llamaba Sherif Shenuda.