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Lugar: Feria Internacional del Libro de El Cairo, en Madinat Naser.

Fecha: 26 de enero de 2005.

Hora: dos y cuarto de la tarde.

Temperatura: moderada.

Evento: programa televisivo sobre la participación política, así como entrevistas grabadas con el público (seguramente no son en directo, pues el directo es peligroso para el clima democrático).

Método: el presentador, a lo largo de las entrevistas, ofrece al humilde público clases sobre la conducta loable para fomentar la participación en la vida política. Si es necesario, el presentador podrá gritar y vigilar para que nadie hable más de la cuenta.

Mientras estaba paseando junto a los puestos de El Azbakiyya, se me acercó una persona y se me presentó de la siguiente forma:

—Soy el director de producción de un programa televisivo y estamos grabando aquí.

Me pidió que le concediera una entrevista al presentador, y me aseguró que mi señora esposa me respetaría más después de verme en televisión y que mis hijos contarían orgullosos en el colegio lo que le pasó a su padre en la pantalla de plata o incluso en la de bronce.

Me ajustaron el micrófono en la camisa y colocaron la cámara frente a mí. Detrás del cámara se reunió un grupo de niñas munaqqabas junto al pabellón de Alemania y se reían al ver al equipo de grabación. El presentador se peinó los cuatros pelos que le quedaban en la cabeza y se preparó para grabar:

—Vamos, uno, dos tres, ¡acción!

El presentador me asaltó con una pregunta sobre el carné electoral, así que le conté la siguiente conversación que mantuve con un taxista:

—¿Tienes ya el carné electoral?

—Lo que faltaba, ¿quiere que me saque el carné electoral? Me vigilarían, y si no les diera mi voto, me detendrían e iría a Tokar[38].

—¿Cómo que te vigilarían? Te estás quedando conmigo, ¿no? —dije al taxista riéndome.

—Estoy hablando totalmente en serio. Seguro que si me sacara el carné electoral, me vigilarían, me tendrían en su lista y eso sería una catástrofe. Usted es un poco ingenuo y no entiende cómo son las cosas.

A continuación, le conté al presentador mis intentos de convencer al taxista de que lo que decía era una auténtica locura y de que sus sospechas del Estado, que están arraigadas en nuestro subconsciente, tenía que enterrarlas. Pero era como hablar con la pared, pues no se creyó nada de lo que le dije. De hecho, empezó a sospechar de mí y me parece que al final estaba convencido de que yo era de la policía secreta.

Acabé mi entrevista con el lumbrera del presentador diciendo que este taxista me demostró que hablar sobre la participación política en Egipto es una broma de mal gusto, de muy mal gusto.

Tenía la esperanza de que mis hijos estuvieran orgullosos de mí ante sus amigos, o de que mi mujer aumentase su dosis de respeto hacia mí, nada más verme dentro de la pantalla dorada, pero al parecer fui demasiado rectangular y no cuadriculado, como se esperaba de mí.