El guerrillero inexistente

Al salir de mi trabajo en el periódico La Jornada veo un puesto de souvenirs ideológicos: fotos del Che Guevara, Zapata y, sobre todo, el subcomandante Marcos. A un lado, un kiosko ofrece las noticias vespertinas: Dólar a 8.50. La esquina sintetiza los dos traumas de la historia reciente de México: la guerrilla y el Tratado de Libre Comercio.

El 1 de enero de 1994 Marcos ofreció su primera declaración de prensa: "protestamos contra la venta del país... ésta no es una guerrilla que golpea y huye: vamos hacia la capital". Marcos habló en un acento neutro, el equivalente fonético de su máscara ("¡¡¡es de Zacatecas... de San Luis Potosí... vivió en la ciudad de México... estudió en la UNAM... con los maristas... lleva décadas con los indios... tiene algún doctorado... en los setenta no salía de los cine-clubes... su verdadera influencia son los refranes populares... ha subrayado a García Márquez!!!"). El año empezaba con el pie izquierdo: las desveladas mentes de los capitalinos imaginaron azoteas tomadas, taxis en llamas, hombres que subían con sogas a ponerle un pasamontañas al Ángel de la Independencia.

Hasta ese domingo de guerra, la ciudad de México empezaba a parecerse a las afueras de Houston: por todas partes surgían centros comerciales con jardines interiores, extraños oasis entre el smog y el polvo del altiplano. La catedral absoluta de estos nuevos edificios era el Price Club, un local de venta al mayoreo donde la clase media mexicana descubría inventos como el papel higiénico perfumado, el agua insípida francesa o la leche sin lactosa.

Hay asuntos (como la masturbación o el gusto por la mayonesa) que se resuelven por cuenta propia, sin necesidad de datos técnicos. La balanza de pagos de México pertenece a este horizonte de las obviedades. El 31 de diciembre de 1994 cualquier adulto promedio sabía que los supermercados mexicanos eran un feliz reino del absurdo: el vino de Rioja costaba la mitad que un bebestible nacional que se acerca arriesgadamente al menthiolate.

Desde el siglo XVIII cuando la Nao de China llegaba cargada de golosinas distantes, no se veía mayor despliegue de delikatessen (en un contradictorio alarde de patriotismo, algunas tiendas abrían una sección de mexikatessen: el chile de árbol se había vuelto exótico).

En las calles, los indios de siempre ofrecían Chiclett's Adams en alguna de sus 56 lenguas y veían pasar los autos de la nueva tribu dominante, los yuppies aztecas, o yupitecas.

Todo era bastante irracional pero México nunca ha sido de otro modo; los cultos recordaban que Bretón encontró aquí el surrealismo en la vida diaria y los demás pensaban en los anuncios de Benetton donde un indio y un magnate pueden sonreír en favor de los estambres de colores. La realidad parecía haber leído a Bretón o estar bajo el sueldo de Benetton; la economía de mercado avanzaba por el sendero de las contradicciones: "¡Chatita, pásame otra lata de terrine de canard! A la salida del supermercado, los yupitecas daban limosna a los tzotziles de turno, confiando en que el milagro mexicano durara lo suficiente para que todas las etnias entraran al Price Club.

La sagacidad innata que nos hace saber que después de 15 días al sol la carne es peligrosa, no fue aplicada para juzgar la economía que nos beneficiaba con tanto puré de pato. Era obvio que eso no podía durar pero la clase media se sentía dichosa en el nuevo país de Oz. En 1994 la rebelión zapatista nos sacó del sueño.

Iniciar una revuelta en año nuevo sin duda tiene sus bemoles. Quienes contemplan los estragos de la noche anterior saben que lavar los platos requiere de la misma "mentalización" de Hugo Sánchez ante un penalti. En el día 2 nadie quiere problemas graves. Los zapatistas pensaban distinto; el 1 de enero entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio, y esto les daba una causa internacional. Un año después, su crítica a la "venta del país" debe ser vista, no sólo como un hábil triunfo de propaganda, sino como un diagnóstico correcto. Los doctores en Yale son refutados por la economía de mercado que pretendían dominar: las fotos del subcomandante Marcos suben de precio y el dólar (que en noviembre de. 1994 estaba a 3.3 0) se ha devaluado en más del 100%.

En febrero de 1994 el EZLN se desdijo de su amenaza de tomar la capital y Marcos rindió tributo a su apodo de evangelista: la guerrilla se libró en los medios de comunicación. Una de las estrategias centrales de esta escaramuza virtual fue el pasamontañas, la identidad fugada de los rebeldes, su condición de vengadores anónimos, a la manera de Batman o los encapuchados del Popol Vuh.

Marcos representó muchos destinos posibles: símbolo sexual, indio hermético, jesuita sin hábito, doctor en sociología, etarra emboscado, poeta lírico. Sus críticos lo retaron a despojarse del pasamontañas para asumir un destino claro. El historiador Enrique Krause lo comparó con José María Morelos, el mártir superior de la guerra de Independencia, y lo instó a mostrar el rostro y convertirse en el seguro líder de la izquierda civil. El Cara de Estambre contestó que su lucha estaba fuera del tiempo. Más que al decurso lineal de la historia, su imaginación política sigue el recorrido cíclico del mito: los neozapatistas no buscan el acceso al poder sino la oportunidad de "ser innecesarios", de regresar a la noche de los que no tienen rostro. De ahí que la máscara sea una clave de su discurso.

El 9 de febrero de 1995 el presidente Ernesto Zedillo emprendió una de las más extrañas maniobras de la cultura milenarista: luchar contra la máscara. El poderío atávico de los disfraces mexicanos se remonta a la leyenda de fundación de los aztecas, cuando Tezcatlipoca derrotó a Quetzalcóad con un espejo: la-identidad desnuda debilita. Desde los caballeros Águila que lucharon contra Cortés hasta los candidatos del PRI a la presidencia que reciben el nombre de tapados, nuestro imaginario político es recorrido por la certeza de que la fuerza sólo existe encubierta; el que tiene "muchas tablas" jamás "enseña el cobre".

Sin embargo, el 9 de febrero las cámaras de televisión registraron algo que parecía el concurso Adivine quién es. Un funcionario le ponía y le quitaba el pasamontañas a la foto de un hombre con barbas, de treinta y tantos años. Allí estaba el "verdadero" Marcos: Rafael Sebastián Guillén Vicente, nacido en Tampico en 1957. La operación del gobierno resultaba clara: normalizar al líder mítico para convertirlo en delincuente del orden común. Las señas de identidad, sus vínculos con lo real (número de pasaporte, nombres de vecinos y amigos, último coche que condujo) buscaban despojarlo del versátil carisma de los enmascarados. Marcos había sido un alias que encarnaba en múltiples destinos. Concretar al enemigo, individualizarlo, era la estrategia oficial. Curiosamente ningún asesor de Zedillo reparó en la condición indeleble de los apodos de guerra: Pancho Villa recorre nuestra historia sin que nadie recuerde al auténtico Doroteo Arango.

El "destape" del 9 de febrero incluyó una eufemística declaración de guerra. Hasta ese momento Marcos había comandado una fuerza con la cual había que negociar (el secretario de Gobernación acababa de entrevistarse con él); sin embargo, Rafael Guillén era un prófugo de la justicia que debía ser arrestado.

Cualquier mexicano con un mínimo de experiencia en asuntos judiciales pensó que Marcos ya estaba muerto. Al ofrecer su cadáver, Zedillo emularía al vengativo Charro Negro de las películas mexicanas, el super macho que almuerza el hígado de su enemigo. Sin duda, este cruento ajuste de cuentas habría aumentado la popularidad de un político débil (entre nuestros arquetipos populares se encuentra el peculiar Valiente de la lotería, que sostiene un puñal teñido de sangre).

Pero Marcos no estaba muerto y el gobierno se transformó en su improbable propagandista. El 10 de febrero, la misma gente que empezaba a hartarse de los chistes y los arrebatos líricos del sub, leyó con fruición la carta donde informaba que tenía 299 balas para el ejército y una para darse el tiro de gracia. El prófugo de la ley aparecía como víctima acorralada.

Además, los datos encontrados bajo la capucha jugaban contra el gobierno: Rafael Guillén es hijo de empresarios, alumno de escuelas católicas, hermano de una diputada del PRI, fue premiado por el presidente López Portillo por su rendimiento académico, hizo estudios en la Sorbona, su director de tesis fue el filósofo Cesáreo Morales, que se convertiría en coordinador de asesores de Luis Donaldo Colosio. Al gobierno le convenía un troglodita de las ideologías, inscrito en algún programa de "viajero frecuente" a Corea del Norte, o un psicópata dispuesto a usar una sierra eléctrica según las indicaciones de Quentin Tarantino. En cambio, encontraba al hijo-cuñado-yerno-novio perfecto para la Gran Familia Mexicana.

Para colmo, unos días antes del "destape" el secretario de Educación Fausto Alzati tuvo que renunciar por usurpar un doctorado que nunca cursó. Comparada con la trayectoria de los gobernantes, la vida de Marcos parecía un camino de virtud.

Es difícil pensar que Zedillo tenga, no digamos un genio de la imagen en la era de la Aldea Global, sino siquiera un asesor de sentido común. En uno de los más extraños episodios de la guerrilla informativa, el gobierno otorgó al EZLN el lustre que ya no tenía. El sábado 11 de febrero una multitud llenó la Plaza de la Constitución al grito de "Todos somos Marcos"; hubo protestas en la bolsa de Nueva York, la Embajada de México en España, y llovieron las cartas firmadas por Norberto Bobbio, Umberto Eco, Rafael Alberti, Victoria Camps y un interminable etcétera. Aunque Ernesto Zedillo obtuvo la adhesión de los políticos del PRI y del pan, y de algunos prominentes empresarios e intelectuales, tuvo que frenar al ejército. Así, la política mexicana llegó a otra de sus ricas paradojas: ahora el presidente debe negociar con el enemigo al que convirtió en criminal.

Pero la mayor lección de los sucesos de febrero es simbólica y se refiere al mito de la identidad. No hay un rostro definido. En la novela El caballero inexistente, el protagonista de Italo Calvino es una armadura sin cuerpo. Las máscaras políticas están hechas del mismo relleno; el pasamontañas no oculta sino aire, la nada en que se diluyen los signos previos de las figuras públicas.

En algún archivo amarillea el acta de nacimiento de Doroteo Arango. Los caballos de la División del Norte y los incumplidos ideales de la revolución pertenecen a Pancho Villa.