El diablo en la ciudad
Los Rolling Stones en México
El mejor instrumento para medir el atraso con que el rock ha llegado a México es la cara de Keith Richards: hoy conoceremos en vivo su cutis de reptil, el más célebre curtido facial de la cultura popular, lo que los incendios interiores pueden hacerle a una cara sin aniquilarla.
No es la primera ocasión que el Autódromo de la Magdalena Mixhuca se convierte en escenario de una rareza; a fin de cuentas, se trata del único sitio donde los Brabham y los Lotus tuvieron que frenar porque los perros callejeros atravesaban el Gran Premio de México. En 1995 un espectáculo de alta tecnología vuelve a la cancha de las bestias famélicas. Los Rolling Stones (o sus restos) llegan al país que se vende a mitad de precio.
En los años setenta, mientras la princesa Radziwill y Hugh Hefner revelaban a Jagger & Co. los encantos de la aristocracia en Nueva York y de la mansión Playboy en Chicago, en México el "sonido pesado de los Rolling Stones" se mantenía vivo gracias a los hoyos yonquis y al grupo que fue su encarnación nacional: El Tri, de Alejandro Lora. El rock vernáculo se refugió en bodegas con techo de lámina mientras la petrolera clase media se abismaba en la música disco y las voces constipadas de los Bee Gees. Hoy en la noche, muchos devotos del conjunto quedarán fuera de las alambradas por la sencilla razón de que los boletos equivalen al ingreso anual de una familia tzotzil o a la quincena de un profesor universitario. Quienes sí pudieron hacerse de una magna entrada, llegarán a la Magdalena atraídos por la pasión proustiana de revisar el pasado durante 22 canciones, la curiosidad de ver a los monstruos en su freak-show, la búsqueda de una elegante decepción: respirar el mal aliento de los héroes, quitarle vendas a las momias. El clima de expectación apenas tiene que ver con la música. El Gran Acontecimiento parece concebido por Franz Kafka & Asociados: la espera ha sido eterna; después de treinta años el agrimensor entra al castillo.
¿Qué chiste tiene ver a los archidecanos? Hace una década los Stones eran los cuarentones que no necesitaba el rock. Billonarios, embrutecidos por las drogas finas y las excelsas mayonesas del jet-set, los veteranos de un arte enemigo del envejecimiento parecían haber tomado en serio el graffiti situacionista: "Larga vida a lo efímero."
En 1980, en su disco Emotional Rescue, los dandies del satanismo incluso aceptaron la azucarada caricia de la música disco; el título delataba sus necesidades: ¿qué terapia podría rescatarlos de los éxitos rutinarios? Los Stones cobraban por sacar la lengua y se entregaban sin remilgos a su vida de magnates. Mick Jagger, el compositor de Peleador callejero, el más famoso ex alumno de la London School of Economics, que alguna vez asistió a los almuerzos de la izquierda inglesa en el restaurante húngaro Gay Hussar, dedicaba su hiperquinética jornada a administrar su carisma: bailaba en el Studio 54 de Nueva York, declaraba que su mayor ilusión era comprar un Cadillac rosa, ofrecía sus labios de ventosa a los fotógrafos de sociales. A los cuarenta, el hombre que estuvo dos veces en la cárcel por posesión de drogas, el antiguo lector de Rimbaud, Blake, Baudelaire y los demás expedicionarios de la decadencia, buscaba paraísos fiscales para sus inversiones y monitoreaba el índice Dow Jones en la pantalla.
Wyman, Watts y Richards cantaban al mismo son: aunque en sus cuerpos forrados de ropas italianas la sangre seguía a 36°C, daban pocas muestras de vitalidad.
El deterioro y la renuncia a la espontaneidad venían de tiempo atrás. En 1972, después de acompañarlos durante un mes, Truman Capote comentó: "La intuición me dice que no volverán a recorrer este país actuando, e incluso que no existirán de aquí a tres años... Jagger no tiene talento más que para provocar una especie de asombro fugaz. Nunca será una estrella. Eso del unisex es el antisexo. Créanme, es tan sexy como un sapo meando." Tan sólo tres años antes, el crítico Jon Landau, quien luego sería productor de Bruce Springsteen, había escrito: "Beggars Banquet es el comentario más sofisticado y significativo que uno puede escuchar sobre los dos temas que aparentemente dominarán 1969: la política y la violencia." Bastaron unos meses para que los Stones cambiaran la rebeldía por la mullida excentricidad de los ricos y famosos. A fines de los setenta, los músicos punk de plano les recomendaron asilos para demonios retirados. "El tiempo no espera a nadie", decía una de sus más célebres canciones, y parecía que en los ochenta, las piedras rodarían en silla de ruedas.
Lo que nadie podía calcular es que los siguientes años iban a transcurrir en favor del conjunto. "Cuando empezaron los Sex Pistols, éramos unos viejos de mierda. Ahora somos unos fascinantes viejos de mierda", ha dicho Keith Richards. En efecto, la gran paradoja es que el grupo ha envejecido lo suficiente para que sus actuaciones resulten un milagro; lo que hace una década era ridículo —cuarentones saltando en nombre del rock— ha ingresado a la zona de la leyenda. ¡Desde el Rey Lear la cultura inglesa no producía un mayor drama de la obsolescencia! Los Rolling Stones han logrado la más estruendosa puesta en escena de la longevidad. Y no se trata sólo de supervivencia carismática; su disco más reciente, Voodoo Lounge, vuelve a justificar la frase del crítico Dave Marsh: simple y llanamente es el "mejor grupo blanco de blues que jamás ha existido". El álbum se llama así por un gato que Keith Richards encontró mientras grababan en Barbados. Caía una tormenta tropical y el guitarrista vio al gato en un arroyo; su mano con anillo de calavera no vaciló en recogerlo. Keith le puso Vudú y el estudio se convirtió en el Salón de juegos de Vudú-, luego le dijo a Ron Wood: "Si el cachorro se salva, el disco será bueno." Basta escuchar la pieza que abre Voodoo Lounge para saber que el gato sobrevivió con la tenacidad de su estirpe y el lujo de sus amos: mientras el disco vende otro millón de copias, Vudú come sushi en un jardín de Connecticut.
La historia de los Stones es ya inabarcable. "No recuerdo cómo era la vida sin entrevistas", ha dicho Jagger. Demasiados años ante la grabadora y el ávido ojo de la Nikon. El propietario de la lengua más historiada del planeta está rodeado de rumores que merecen ser ciertos, empezando por su voz arrastrada, ideal para el blues. Según la leyenda, Mick no pudo con su cuota de lagartijas en el patio de la escuela, aflojó los brazos, cayó de boca y se arrancó un trozo de lengua. En la mitografía rockera ésta es la Herida Primaria, el nacimiento del grito roto, emblema de la lascivia y el dolor, el rasposo desafío de los Rolling Stones.
En 1949, a los seis años, Jagger y Richards se conocieron en una escuela primaria de Dartford; volvieron a encontrarse en un tren once años después y descubrieron que compartían su pasión por Chuck Berry, Buddy Holly y los sonoros maestros del rythm and blues. Desde que empezaron a tocar juntos, el binomio Jagger-Richards encontró una fórmula inusual, casi contradictoria: la alianza del blues con la teatralidad, la solitaria música de los sótanos como espectáculo de masas. El secreto: ser a un tiempo broncos ("los Beatles le gustan a las chavas, los Stones a los hombres") y carismáticos ("Mick Jagger le gusta a las chavas y a los hombres"). Cada canción es una imantación de opuestos; si fuera por Jagger, los discos durarían veinte minutos trepidantes, pensados "en vivo"; su lema parece ser una frase de Wild Horses: "Tengo libertad pero no tengo mucho tiempo"; en cambio, Richards prefiere un quejido extenso, un blues de dos horas. Los lugares donde el extrovertido frenesí se ajusta con un dilatado lamento interior son los discos de platino de los Rolling Stones.
Si a los quince años eras virgen, no filmabas y te gustaba la leche, allí estaba Cliff Richard y su corazón de azúcar glass. Si querías una pedagogía sobre el sexo, las drogas y la paternidad repugnante, podías inscribirte con los Stones. Desde su álbum debut de 1964 el grupo de la lengua no ha dejado de referirse a las muchas variantes (principalmente las misóginas) del amor carnal. Acusados de obscenidad, perseguidos por el Batallón del Vicio y las virtuosas ancianitas de Florida, no pudieron cantar la letra completa de Let's Spend the Night Together en la televisión norteamericana. En 1970 la compañía Decca se negó a grabar una pieza que llevaba el módico título de Cocksucker blues (Blues mamavergas) y que se convirtió en una de las rarezas más codiciadas en los discos pirata. Los años no les han bajado la temperatura: en 1994, el proyecto Mick Jagger canta Sparks Will Fly (Saldrán chispas), un tema entusiasta sobre el coito anal.
La toxicomanía es otra de sus constantes: Mother's Little Helper trata de un ama de casa que botanea con barbitúricos; Sister Morphine, de un paciente de hospital que en su alucinación llama a la "prima heroína" y a la "hermana morfina"; Bitch, de una sobredosis de quince días; Heartbreaker, de una niña de diez años que se inyecta en el antebrazo, y Dead Flowers informa: "Estaré en la habitación de mi sótano con una jeringa y una cuchara." La conducta de los músicos ha sido tan poco edificante como sus letras. El 3 de julio de 1969, el guitarrista Brian Jones murió en su alberca; aunque el diagnóstico del forense fue "muerte por accidente", nadie ignoraba la vida errática, las brumas de neblina morada y polvo de ángel, que habían provocado que unos meses antes fuera expulsado de los Rolling Stones. Por su parte, Keith Richards es un cliente asiduo de las clínicas de desintoxicación ("en los primeros días amaneces con las paredes manchadas de sangre y papel tapiz bajo las uñas") y de abogados capaces de demostrar que el exceso en su equipaje no es contrabando de droga sino su alarmante dosis personal. A estas alturas del narcotráfico (el 10% de la economía mundial), lo que empezó siendo una búsqueda interior y un reto a una sociedad aletargada frente al televisor, ha sido rechazado incluso por los Rolling Stones; de cualquier forma, sus canciones permanecerán, junto a las novelas de William Burroughs, como un intenso expediente de los cielos intravenosos.
En materia política han sido menos congruentes. Rara vez repitieron sus llamados a la rebelión de los años sesenta, y su punto más bajo fue el festival de Altamont. En 1970 regalaron un concierto de fin de gira y le dieron 500 dólares en cerveza a los Hell's Angels para mantener el orden; mientras Jagger cantaba Simpatía por el diablo, las navajas de los Ángeles del Infierno asesinaban a un negro. Poco a poco el cinismo se filtró a sus letras, pero en ocasiones la bestia despierta: en 1991 Higgwire fue una de las pocas protestas rocanroleras contra la guerra del Golfo.
En cuanto a la música, los Stones son un espléndido exponente del rock básico donde los adornos son cortesía de los invitados (Clapton en la guitarra, Preston en el órgano, Hopkins en el piano, Spector en la producción). En escena, todo depende de Jagger y sus andróginos aeróbics. No siempre es eficaz pero se necesitan más de dos ojos para verlo.
Treinta y un años después de que Not Fade Away entró al hit-parade de los Estados Unidos, los Stones han llegado al país de la revolución institucional. Ningún escenario mejor para el cúmulo de contradicciones que representan. Los rebeldes aterrizaron en el Aeropuerto Benito Juárez en un 727 donde hay dos clases: primera y superestrella (las suites de Mick, Ron, Keith y Charlie). Han aceptado el pacto fáustico de Simpatía por el diablo: "Estuve ahí cuando Jesucristo tuvo su momento de duda y dolor... Soy un hombre rico y de buen gusto."
Entre los raudos papeles que las tolvaneras empujan en el oriente de la ciudad, lejos de los hoyos yonquis donde fueron venerados, los reyes viejos celebrarán otro episodio de su era glaciar. ¿Qué pueden ofrecer los potentados que derrochan una fortuna en parecer prófugos del penal de Almoloya? ¿Un apocalipsis controlado? ¿Un triunfo sentimental: más aplausos al llegar que al despedirse? ¿Un puñado de extraordinarias canciones? ¿Una épica diferida? ¿Una posteridad anticipada? ¿El punto donde lo viejo se vuelve clásico? ¿Una extraña arqueología del presente? El poeta Gottfried Benn ofrece una clave para las pasiones de esta noche: "Quien ama las estrofas, también ama las catástrofes; quien está a favor de las estatuas, tiene que estar también a favor de las ruinas."
En unas horas sabremos lo que hay detrás de la frase más conocida para conjurar el tiempo: "¡Damas y caballeros: los Rolling Stones!"