El mundo sin J. R.
Pocos temas son tan apasionantes como el tránsito de las celebridades al más allá. El héroe clásico sale de escena en forma espectacular, víctima de su arriesgado kilometraje (James Dean), de los paraísos intravenosos (Jimmi Hendrix) o del fan que declara su admiración a balazos (John Lennon). La prensa ama al ídolo ensangrentado, al dios joven que arde en su propia luz: fotos y fotos de esa fama hecha incendio. En ocasiones, la verdadera historia viene después, cuando se rumora que el león sigue vivo (Pedro Infante o Elvis Presley).
La fuerza mítica de un muerto es sin duda mayor que la de un vivo: el avionazo de Gardel cala más hondo que la posibilidad de encontrar a Elvis en un supermercado. El héroe que sobrevive como fantasma de sí mismo resulta sospechoso; si es tan superior, ¿por qué no se va a su Olimpo de cinco estrellas y deja de hacerse el aparecido en lugares tan poco recomendables?
Como quiera que sea, los rumores de supervivencia son un mal menor para los héroes; mucho más grave es que mueran de causas desconocidas.
¿Que se inyectó mermelada en la yugular? ¡Muy su gusto, por algo Él no era como nosotros! Lo terrible es ignorar el detalle espeluznante, como muestra un episodio de Las Vegas que podríamos llamar "El misterio de la sandía".
En 1987 Liberace, el pianista más cursi de todos los tiempos, falleció rodeado de sus pianos transparentes y sus capas de lentejuela. Apenas partía a su cielo de terciopana cuando empezaron los chismes. Alguien quiso hacerle un favor y dijo que había muerto de una dieta deficiente: en las últimas semanas sólo probaba sandías. En Las Vegas todo mundo sabía de la excentricidad de Liberace; las crónicas sobre su estilo de vida ponían el acento en su afición a flotar de muertito en una alberca de champaña o a jugar al golf con palos de oro. Nadie se hubiese sorprendido de que muriera asfixiado bajo una montaña de animales de peluche; la empachada de sandía, en cambio, le quedaba corta al mito (a no ser que se dijera cómo se la comía). La prensa profanó el descanso de Liberace en su panteón de malvavisco hasta que descubrió que "sandía" era un falso anagrama de sida. Semejante a los perdigones de chocolate que se venden con el nombre del divino Mozart, Liberace combinó el kitsch con los clásicos, y aun desde el más allá alimentó el morbo de sus seguidores.
En resumen: los mitos no mueren fácilmente. Y la ecuación es reversible: una adecuada cantidad de muertes puede construir un mito (las muchas desventuras del clan Kennedy dieron lugar a un icono de la tragedia consanguínea: el conjunto Dead Kennedys).
La difícil hazaña de matar a un héroe volvió a presentarse el 3 de mayo de 1991 en el capítulo final de Dallas. Durante 13 años el mundo estuvo pendiente de la familia Ewing, la estirpe de rancheros billonarios que arreaba el ganado a bordo de sus Mercedes convertibles.
El programa hubiera sido tan insulso como cualquier otro melodrama de no ser por John Ross Ewing, conocido por las dos iniciales que a estas alturas de su villanía ya parecen herradas en el infierno: ¡¡¡J.R.!!! En 356 capítulos, Jota Erre protagonizó un repertorio de perversiones tan completo que sólo le faltó despedirse sodomizando a una cabra. La televisión ha ofrecido bastantes seres nefastos, pero sólo J. R. ha envilecido durante tanto tiempo el mejor horario. En 1980, 300 millones de espectadores sintonizaron sus aparatos en 57 países para enterarse de quién le había disparado a su crápula favorito. El primogénito del mal sobrevivió a ése y otros atentados sin perder su capacidad de despojo y lujuria. Dallas, escenario del magnicidio —Kennedy en el coche fatal— prolongó su leyenda negra con un personaje capaz de hacer que Calígula pareciera Bambi.
De acuerdo con los altibajos en las vidas de sus actores, la serie desafió todos los cánones de la credibilidad. Bobby murió durante un año y una mañana apareció en la regadera (su esposa había "alucinado" la desaparición) y la madre fue suplantada por otra actriz sin que nadie advirtiera el cambio. Las únicas situaciones no ridículas fueron las francamente grotescas. Y a pesar de todo, Dallas logró imponer un sello propio, invirtiendo las condiciones de la épica: los malos triunfan. Cada viernes los espectadores veían más rubias vejadas, más hermanos traicionados, más causas innobles.
Aunque nunca se privó de aplastar a una hormiga, J. R. sólo sostuvo un duelo de largo aliento, contra su propia sangre: John Ross versus Bobby, o Caín y Abel en las hectáreas del ganado Hereford y los pozos petroleros.
A nivel del melodrama, Dallas fue una clara avanzada de ese clima que hasta la fecha sólo se define por lo que niega y que en los simposia se llama "posmodernidad" y en el sushi-bar "onda yuppie". Si la posmodernidad se caracteriza por la crisis de los valores, las utopías y los absolutos, su expresión social más conspicua, el yupismo, se caracteriza por la falta de escrúpulos. De Wall Street a Singapur, un grito recorre las bolsas de valores: greed is okay! Aspirar a una vida virtuosa resulta tan obsoleto como creer en los nueve cielos del panteón azteca; lo único decisivo son los logros, los activos. J. R. fue el primer emblema popular de la voracidad con la que el milenio hace su cierre de caja. Desde el viernes 2 de abril de 1978 no dejó de firmar cheques para perjudicar al prójimo, y el gimmick del vaquero con oficina se convirtió en una nítida metáfora del sueño americano: también las finanzas entienden el lenguaje de la pólvora; el lejano Oeste, la última frontera, está en las líneas de crédito.
Según Tom Wolfe, la pornografía le pasó su estafeta, a la plutografía. Ya nada sujeta a la ostentación de la riqueza. Hubo una época precaria en la que parecía inmoderado mostrar caudales; ahora nada es más trendy que el descaro. Los Ricos & Famosos siguen siendo inaccesibles pero sus propiedades pueden ser golosamente admiradas en las revistas donde la fortuna es la mayor de las bellas artes. Así como el kitsch logra un efecto estético con la exacerbación del mal gusto, la vulgaridad, cuando es suficientemente costosa, se aviene con el espíritu del siglo: la patanería resulta chic si la bota que te pulveriza la quijada fue adquirida en Rodeo Drive.
La infamia tiene un largo pedigrí y nadie ignora que la puñalada trapera ya se consigna en el Código de Hammurabi. J. R. no es otra cosa que la actualización del cabrón recalcitrante; el mal a la altura de nuestras circunstancias.
¿Cómo acabar con este mito? Después de 13 años de sostener que el descalabro moral es el atajo al éxito, J. R. no podía recibir su merecido. En consecuencia, el último episodio fue un ejercicio en metafísica. El actor Joel Gray (Cabaret) aparece como emisario del averno para proponer un turismo inquietante: J. R. viajará a un mundo en el que nunca existió. Las dos horas finales rinden homenaje al pésimo gusto que Dallas supo derrochar en tantos años de triunfo y J. R. observa a sus congéneres con verdadero asco: ciertos canallas de segundo orden que él mantenía a raya escalan peldaños insospechados (uno de los más viles acaba como presidente de Estados Unidos). El "mensaje" se insinúa sin trabas: ¡¡el trabajo sucio de J. R. Servía para contener males peores!! Su hermano Bobby de plano da lástima; sin la competencia con John Ross, se derrumba en un mundo de apuestas perdidas y pasa a la ignominiosa clase media. J. R. se esfuerza para no vomitar al ver a Bobby transformado en un sátrapa menor.
La broma final de Dallas: J. R. fue un benefactor en un mundo mucho más avieso que él. En su última escena, Larry Hagman hace la rabiosa mueca que siempre le produjo la aparición del bien; en este caso, sin embargo, se trata del repugnante descubrimiento de su propia bondad. La cámara se acerca: J. R. está a punto de pegarse un tiro. El balazo se escucha en off cuando Bobby llega a salvarlo. ¿Realmente muere o le dispara al espejo donde se aparece el emisario del diablo? Lo único cierto es que Dallas ha pasado a los sótanos del video. Mientras tanto, en la canícula de mayo, el hombre y la abeja africana siguen haciendo de las suyas.