Las hormigas son más terribles
"Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres", la frase de Borges hace justicia a los pasillos del hotel Camino Real en la ciudad de México: paredes encaladas que se suceden unas a otras como las murallas de un bastión mediterráneo. De vez en cuando un patio interior me hacía pensar que ya había pasado por ahí. En algún cuarto cercano debía de estar William Golding. Eran las once de la mañana y yo padecía una de sus peores pesadillas: habitar el cruel orden de un hormiguero.
Mientras tanto, la situación de William Golding no era más cómoda: los periodistas recorrían el laberinto en busca de la suite sacrificial donde él tenía que responder preguntas. Cuando finalmente llegué, me recibió con este cordial reproche: "Las entrevistas me recuerdan a San Lorenzo en su martirio: cuando ya estaba bien asado de un lado, pedía que le dieran vuelta para que se rostizara del otro; estoy a su disposición...", sonrió, mostrando el hueco dejado por sus incisivos inferiores.
A sus 78 años, William Golding es un hombre alto, fuerte, de piel curtida por el viento, barba y melena de patriarca. De sus tres profesiones —maestro, marino y escritor—, la que domina, la que él prefiere como imagen de sí mismo, es la de marino. Se trata, a fin de cuentas, del único novelista inglés vivo que ha comandado un barco durante la guerra. En la Feria del Libro de Guadalajara sorprendió a su auditorio con una actitud de capitán recién desembarcado: preguntó a cuántos grados de latitud estaba la ciudad y habló de técnicas de navegación. La marinería es, por supuesto, una forma de protegerse de la asfixiante retórica de los encuentros literarios y de señalar que es un escritor de cuño distinto. Su primera novela, El señor de las moscas (1954) debe mucho a La isla de coral de R. M. Ballantyne; sin embargo, a Golding no le gusta enfatizar sus deudas literarias, prefiere hablar de las razones vitales que animaron su novela:
—El señor de las moscas fue una reacción hacia la guerra. Derrotamos al nazismo, es cierto, pero en nuestra arrogancia pasamos por alto que el mal también pudo haber surgido entre nosotros, que es inherente a la condición humana. La novela también refleja mi vida, la vida de un maestro de escuela, un marino, un aprendiz de escritor, de alguien que lee las noticias todos los días, en fin...
—De todas estas experiencias, seguramente la más decisiva fue la de maestro de niños.
—Sí, no lo dudo; de hecho, no habría escrito el libro sin algo que hice unos años antes: usé a mis pobres alumnos (que tenían la misma edad de los protagonistas del libro) para un experimento. Salí del salón de clases y les di libertad de hacer lo que quisieran en mi ausencia. Regresé justo a tiempo para impedir un asesinato. Fue un experimento muy interesante. Me dejó un material muy aprovechable.
—Supongo que está harto de que lo llamen pesimista. (Golding sonríe con resignación, otra vez San Lorenzo en la parrilla), sin embargo, siempre hay una posibilidad de redención en sus novelas, una vía de escape: la roca salvadora en Pincher Martin, la Biblia en Oscuridad visible, como si el pesimismo, más que un callejón sin salida, fuera una condición para sobreponerse al caos y sobrellevar la vida de modo satisfactorio.
—No me considero pesimista, no creo que nadie que tenga fe en Dios sea pesimista. Veo el cosmos, más que como un objeto material, como un misterio. Para mí esto no es pesimista, al contrario, pero la vida en sociedad es difícil: con más de uno hay fricción. Hasta a los santos se les dificulta la compañía. San Agustín fue gemelo; no es de mis santos favoritos, pero recuerdo que escribió que uno de sus primeros recuerdos era el de tratar de alejar a su hermano del pecho de su madre —hace una pausa, se pasa una mano sobre la ceja, sonríe apenas—: digamos que creo en el libre albedrío pero no puedo defenderlo.
—En ocasiones la decisión individual lleva al desastre, como en su novela Caída libre.
—Sí, el protagonista se derrumba por voluntad propia.
—En una época tuvo fe en el socialismo.
—Ahora pienso que la sociedad es mucho más compleja que cualquier teoría que pretenda abarcarla. Las teorías pueden ser ajustadas aquí o allá y la gente encontrará una manera de decir lo que quiere, sin importar que esto se aplique o no a la realidad. Es lo que los marxistas han hecho una y otra vez. Marx hizo contribuciones muy valiosas pero el socialismo simplemente no funcionó. Los cambios recientes en Europa del Este me parecen extraordinarios.
(Golding habla con un amable distanciamiento, en parte por la fuerte rutina de entrevistas a la que se encuentra sometido en México, en parte porque entre nosotros no median sino dos vasos de agua. Marino arquetípico, prefiere la conversación al calor de otras bebidas).
—Usted ha dicho que le gusta escribir poesía en latín para no correr el peligro de estar a la moda, ¿qué tan peligroso le parece ser un autor de moda?
—¿De moda o popular?
—Usted dijo de moda.
—Uno no puede recordar todo lo que ha dicho; cada entrevista contiene gran cantidad de estupideces, es imposible ser siempre verídico o siempre preciso, de lo contrario sólo habría una Entrevista Ideal que se publicaría una y otra vez, pero no la hay y seguramente esta entrevista contradice otras que me han hecho en el pasado y otras que me harán en el futuro. Pero sí, es peligroso hacerle caso a las modas porque esto significa imponerle restricciones externas a un libro. El escritor debe seguir la verdad donde quiera que lleve, y no se puede hacer esto y atender a la moda, ¡la verdad está tan fuera de moda!
—Sus novelas suelen ubicarse en escenarios poco comunes (el periodo de Neanderthal en Los herederos, el antiguo Egipto en El dios Escorpión, la Edad Media en Oscuridad visible), se diría que sólo se siente en libertad en escenarios que escapan al dominio del lector contemporáneo.
—Sí, creo que es una forma de evitar que el lector diga: "Este libro no es verídico porque no ve el mundo tal y como yo lo veo." Si escribiera sobre el mundo contemporáneo, lo haría desde mi punto de vista y la gente diría: "el mundo no es así"; en cambio, si escribo sobre las guerras napoleónicas no importa que lo haga en una forma que se aparte de la visión normal; la gente no cuestiona mi punto de vista porque el escenario hace evidente que estoy contando un cuento.
—En alguna ocasión dijo ser un narrador "natural"...
—¡Es una afirmación bastante pomposa!, pero tiene algo de cierta, en el sentido en que no puedo dejar de contar una historia.
—Sin embargo, sus historias rehúyen las soluciones "espontáneas", "naturales" y sugieren una cuidadosa planeación para llegar a un momento límite. En Ritos de paso, la situación límite es la fellatio que sufre el sacerdote y hace que, literalmente, muera de vergüenza. ¿Ya tenía esta escena en mente al iniciar el libro?
—Es muy difícil precisar el desarrollo de la trama. La anécdota de Ritos de paso realmente sucedió. Me llamó la atención que un sacerdote abordara un barco en el que sólo iban marinos y soldados, se emborrachara con ellos, regresara a su camarote y muriera a los tres días, avergonzado por algo que le había sucedido. De algún modo, la historia se me hizo insoportable y traté de explicármela. La trama básica estaba ahí; era como si los personajes la hicieran inevitable y yo los conociera. Fui marino y sé lo que pasa en los barcos, así que traté que los personajes hicieran explicable esa trama.
—En Ritos de paso toda la vida del barco gira en torno al sacerdote que se niega a salir de su camarote. Algo similar ocurre en El negro del Narcissus con el cocinero enfermo en un camarote. ¿Le gusta Conrad?
—No mucho. Me inspira un enorme respeto, pero no me apasiona. Lo curioso del asunto es que cuando escribí El señor de las moscas los críticos dijeron que estaba inspirado en El corazón de las tinieblas, ¡y yo no lo había leído! Son cosas que pasan.
—No le gusta Conrad como escritor o por sus puntos de vista morales que, dicho sea de paso, parecen muy semejantes a los suyos.
—No sé por qué pero no me entusiasma. Creo que su retrato de la vida marinera es soberbio. No me malinterprete, no critico su genio, nada de eso. Pero de algún modo no dedico tanto tiempo a leer los libros que debería, más bien parece que leo los libros que no debo.
—¿Y de los autores contemporáneos?
—Cuando me reúno con otros escritores generalmente nos dedicamos a hablar pestes de los editores, rara vez hablamos de nuestro trabajo: "Ejércitos ignorantes que chocan en la noche..."
—"Dover Beach."
—¿Le gusta Matthew Arnold? ¡Está bien, hablemos de los ingleses! Tengo que mencionar al gran viejo: Graham Greene; lo he leído y le tengo un enorme respeto. En una época también me gustaban mucho las novelas de Aldous Huxley, quizá más de lo que se merecían; eran demasiado inteligentes,' las novelas deben saber contener su inteligencia. Luego está D. H. Lawrence, por supuesto... Robert Graves... no puedo nombrarlos a todos... Soy tan viejo que empiezo a olvidar los nombres, sobre todo de los contemporáneos. Ah, Lawrence Durrell: me gustaba más antes que ahora, su obra no me parece tan perdurable.
—Durante ocho años no publicó nada. El dios escorpión apareció en 1971 y Oscuridad visible en 1979, ¿qué pasó en ese lapso?
—Escribí una obra de teatro, un poco de periodismo, en realidad no pasó nada: fui muy perezoso.
—¿No tuvo el famoso "bloqueo del escritor"?
—Bueno, supongo que la pereza es un elemento decisivo en el bloqueo del escritor.
—En su ensayo "Utopías y antiutopías " escribió que quizá estemos condenados a construir una sociedad perfecta, como las hormigas. Lo dijo con amargura, como si la sociedad ideal fuera una fatalidad terrible.
—Por supuesto que lo lamentaría. Buscar la utopía es como construir un hormiguero, algo donde cada quien tiene un papel determinado. Esto no es posible si crees que Dios existe...
—¿Dios es menos perfeccionista que las hormigas?
—Por supuesto, el universo es azaroso, ilógico. Curiosamente, no es la religión sino la ciencia moderna la que ha brindado los argumentos más interesantes sobre un universo misterioso. No acabaremos en un hormiguero. Lo harán las hormigas.
—Usted ha escrito mucho sobre el pasado, ¿el futuro le interesa como otro de sus escenarios límite?
—A pesar de lo mucho que me interesa la ciencia, no voy a incursionar en la ciencia ficción. Creo que ha llegado el momento de escribir de mi pasado. Estoy pensando en una autobiografía, no porque tenga la autobiografía que escribir, sino porque como todo mundo escribe autobiografías he llegado a pensar "¿y por qué yo no?"
—En una época dirigió obras de teatro. Sus novelas tienen un planteamiento bastante teatral. Al inicio de El dios escorpión los personajes parecen correr para entrar a escena, en Ritos de paso hay una representación a bordo del barco, un drama que se confunde con la vida. ¿Qué tan importante es el teatro dentro de sus novelas?
—Muy importante. Si tuviera que describir mis novelas diría que el género que más he imitado es la tragedia griega, es decir, una forma literaria en la que la tensión crece hasta que se libera en catarsis. Eurípides, sobre todo. Admiro los extraordinarios finales en los que un dios entra en escena y lo resuelve todo. Esto me apasiona: es ilógico, irracional, es decir, muy semejante al universo.
—El universo acaba como tragedia griega.
—Sí... o tal vez no... Tal vez sea una comedia, una comedia griega.
Otro periodista había descifrado el laberinto para llegar a Golding; el acoso continuaba. Nos despedimos.
Los pasillos tenían la misma sospechosa quietud. No por mucho tiempo: un estruendo llegó de la calle; un accidente de tráfico, tal vez. Recordé el final de Ritos de paso: "Los hombres viven demasiado cerca los unos de los otros, demasiado cerca, en consecuencia, de todo lo que es monstruoso bajo el sol y la luna." El mundo aún no era dominado por las hormigas.