El yuppie salvaje
1. El plomo aleja
El elemento de la tabla periódica que más veces se menciona en el español de México es el plomo. La fuerza de gravedad no siempre es benévola —como bien saben quienes tienen rotos los meniscos porque La crítica de la razón pura se les cayó de las manos—, y en el invierno capitalino las partículas de plomo se vienen a pique con insospechado amor por la corteza terrestre. Entre el libro y tu nariz, querido lector, flota un metal finísimo que entrará a tu cuerpo y hará que en la noche te sientas tan ligero como un pedestal de Reforma. Las reuniones nocturnas ya deberían estar prohibidas, pero un inexplicable atavismo nos hace tocar el timbre a las 9 p.m. para rodearnos de amigos a los que resulta difícil atribuir, ya no digamos golpes de genio, sino la coordinación necesaria para embarrarle paté a las galletas.
¿Cómo solucionar el problema? La Subsecretaría de Ecología ha logrado popularizar ciertas ideas a las que nadie regatea originalidad: que el ecocidio se soluciona cantando (la robusta aria Verde será, a cargo de Plácido Domingo), que los pájaros fenecen de cansancio colectivo y que las especies en extinción se preservan en la propaganda de Corn Flakes. Muy pronto estaremos en condiciones de poner en práctica una ocurrencia de Swift para un país parecido a México. Después de quemarse las pestañas durante largas noches, los proyectistas de Swift dan con el remedio ideal para proteger los pulmones: no hablar en absoluto. A la gente de aquel país le basta con señalar los objetos; por ello, llevan a cuestas todos los que requieren para la conversación. La clave está en que las cosas se vuelvan símbolos; no se vale que una cuchara signifique "cuchara" (hay que transformarla en metalenguaje: "sopa caldosa", por ejemplo). En cuanto el gobierno se decida, saldremos a la calle con botiquines de primeros auxilios lingüísticos (repletos de naipes, dedales, hilos, exvotos, huesos de ciruela y otros objetos que por su ligereza y ambigüedad simbólica son ideales para el nuevo alfabeto). Obviamente, los poetas de esta lengua serán malabaristas.
A pesar de lo atinada que suena esta medida, no hay que ir muy lejos con los remedios: pocas cosas son tan temibles como un gobierno con imperativos higiénicos. "¿Que no les gusta el aire con sabor a plomo? No se preocupen, ahorita les instalamos su Comité de Salud Pública". En plan Robespierre, las colonias pobres son arrasadas para sembrar pirules, los autos que echan un humo blanco desaparecen hacia corralones clandestinos, los ambulantes son "reubicados". Así como nos sentimos redimidos cuando un hombre de bata blanca afirma que no somos rateros sino "cleptómanos", el Estado duerme más tranquilo cuando sabe que su represión es "terapéutica". El verdadero desafío ecológico es acabar con el plomo sin llegar a la higiene política.
Por desgracia, la ciudad más contaminada del mundo es la misma que ha legado a Occidente la cultura del aguante. "¡Qué aguante tienes!" significa que eres lo máximo porque te madrearon entre cinco sin que pidieras perdón, porque te falseaste la columna cargando el refrigerador del vecino que te cae pésimo, porque le surtiste a quince caballitos de tequila y a una fanega de chile cuaresmeño. Pero no hay mal que por bien no venga; es indudable que la vocación por la resistencia inútil se ha visto alterada a medida que el plomo incide en nuestros bulbos raquídeos.
El afán de abandonar la ciudad es tan intenso que el principal bastión de la economía informal ya es la caseta de cobro a Cuernavaca. Ahí se vende todo lo que uno no necesita para el viaje —signo indiscutible de progreso—, incluidas las vajillas de porcelana china que rechazaron en Estados Unidos porque ¡¡¡soltaban plomo al entrar en contacto con líquidos calientes!!!
2. Valle de pasiones
Nuestros vecinos, o sea, nuestros enemigos.
Primo Levi
Emigrar no es fácil. Los provincianos odian a los capitalinos porque somos prepotentes, ventajosos y transas. Hace unos años, en Saltillo, encontré un pájaro muerto en el parabrisas del coche. "Es una brujería para que se estrellen", me explicó Marielena Arizpe, que es de allá pero pagó cara su afrenta de llegar con placas del D.E: un pájaro en el parabrisas y una locomotora de Ferrocarriles Nacionales incrustada en su cofre a los pocos días. El hechizo es implacable: al regresar a la capital, nuestro coche fue embestido por un taxi (aunque la verdadera tortura comenzó en la Octava Delegación, donde tuvimos que ver al enano Tun-tún filmar una película).
Exiliarse de incógnito es casi imposible. Ya estás feliz de haber superado tu acento cuando un chihuahense te dice: "¿Y ese paradito?" No necesito decir que es arriesgadísimo vivir en lugares donde te descubren por el "paradito".
Así las cosas, el estado de Morelos es la frontera ideal del aire libre para quienes no quieren renunciar al D.F. Sin embargo, traicionar el lema de Tierra y libertad sale caro. Los precios de Cuernavaca oscilan con el índice Dow Jones de Wall Street. Alguien (seguramente un especulador) le dijo a mis primos que Tepoztlán sigue siendo accesible para los que sólo somos mexicanos.
Las gangas locales presentan tres constantes: no son gangas, el título de propiedad da por vivo a Venustiano Carranza (o de perdida a Lázaro Cárdenas) y tiene su historia (casi siempre macabra: una casa en obra negra cuesta sólo 2 5 mil dólares porque ahí hubo un intento de asesinato; en rigor, la principal ventaja de Tepoztlán es que los lugareños se odian tanto entre sí que no tienen tiempo de odiar a los de fuera).
En media hora supimos que nos alcanzaba para comprar un terreno que costara lo mismo que un tapete Mayatex. Para colmo, el plan era comunal y había que concertar cuatro voluntades. A mí me gustó un terreno sin agua, en una loma agreste, ideal para plantar un jardín potosino. A mis primos, que son de San Luis, les pareció espantoso.
Aunque era obvio que no compraríamos otra cosa que pan integral para el camino de regreso, la simple posibilidad de ser propietarios nos sumió en una espesa polémica. Tal vez para compensar mi propuesta del jardín desértico, dije que me gustaba el pasto. Mi primo se me quedó viendo como si propusiera una sesión de sexo en cadena con las cabras que bajaban del monte. "¿Pasto?, ¡para eso te quedas en la Narvarte! El jardín tiene que ser silvestre", y señaló un campo de abrojos y espinas excelentes para tomar el sol y sentirse como San Lorenzo en su parrilla.
Dos meses después estaba dispuesto a no tener pasto con tal de tener terreno. ¿Cómo le hicieron los demás para adueñarse de antenas parabólicas, balcones que desafían al Tepozteco con la carcajada de sus columnas dóricas, fuentes coronadas por un Poseidón de yeso? Ante cada casa de nuevo rico, mi primo, que es arquitecto, se tranquilizaba pensando en eras geológicas: "La naturaleza es tan fértil que dentro de mil años no quedarán vestigios de estos bodrios." Para quienes no planeamos vivir mil años, de nada sirve saber que aquel señor se pudrirá con todo y su Topaz y su Garfield.
Finalmente, los hados nos llevaron a un terreno sospechosamente barato. El dueño vivía en Tlayacapan y pidió que nos encontráramos a media carretera. Cuando le ofrecimos llevarlo a Tepoztlán comentó: "Si los ven conmigo los matan." Resulta que se robó a una menor y el pueblo entero lo repudia. Sus papeles sólo se pueden inscribir en el Registro de la Propiedad si los acompaña un comando de los Zorros. Le dimos la mano con la sensación de tocar pólvora. Mientras más barato es el terreno, más tormentosa es la saga de sus propietarios.
Para escapar a las calamidades de este mundo Voltaire recomienda que cada quien se resigne a cultivar su propio jardín. Ignoro si tiene el mismo efecto trapear el patio, pero ésta podría ser la consigna para los capitalinos sin huida ni áreas verdes.
3. El yuppie salvaje
La velocidad de escape para salir al espacio es de 11 kilómetros por segundo. Seguramente llegará el día en que todos puedan adquirirla; por el momento, tenemos que buscar salidas en la Tierra. El siglo XX ha ofrecido pintorescos escapistas, desde el célebre Houdini, encadenado en un baúl en las profundidades marinas, hasta los scouts que han asado malvaviscos en los parajes más remotos. Los inexpugnables laberintos de las ciudades han llevado a la búsqueda de alternos paraísos: la comuna, el week-end, la agencia de viajes.
Aunque use un piyama decorado con cohetes, el hombre de fin de siglo no siempre sueña con supernovas; su imaginación suele ser cautivada por arquetipos premodernos: Robinson, Tarzán, Maharishi Mahesh, el yaqui donjuán. Es posible que toda la culpa sea de Rousseau, como canta el pequeño Gavroche en Los miserables, pero lo cierto es que las innovaciones tecnológicas son más tolerables si disponemos de la secreta posibilidad de negarlas, de imaginar la isla sin confort, habitada por el buen salvaje. Y hay quienes no se contentan con imaginar: el jipismo fue el movimiento más reciente de renuncia al desarrollo. En México, el hippie oriundo fue rebautizado como "jipiteca", y su influencia se esparció en vastas latitudes, como lo demuestran las poblaciones donde se venden objetos de chaquira, se preparan pasteles de semillas que bloquean el tracto gastrointestinal y los niños responden a los nombres de Saturno, Eneida o Fender, y los gatos a los de Ziggy o Zappa.
Los jesuítas que fundaron las apartadas misiones paraguayas escogían el camino más difícil: las penurias del viajero tenían una función iniciática. El movimiento jipi tampoco aceptó opciones fáciles; en su búsqueda de lugares-con-energía, privilegió los sitios inhóspitos. Las rocas de Tepoztlán son un ejemplo. No hay manera de restarle méritos a esas formaciones minerales; tienen la sobrecogedora grandeza del cañón del Sumidero, y recuerdan la alborada del mundo, los admirables y penosos afanes de los saurios. Pero un paisaje tan descomunal sólo fomenta actividades extremas: reptar entre las piedras o tener una revelación cósmica.
Aunque no faltan quienes logran platicar con la materia, casi todos los seres humanos se mueven en la franja intermedia en la que se come pan tostado, se crían pollos, se juega badmington. Quienes no estaban hechos para la disciplina jipi empezaron a buscar terrenitos más alejados de las rocas.
El siglo parecía dispuesto a realizar su propia fuga sin producir nuevos arquetipos de renuncia a la modernidad hasta que apareció el yuppie salvaje. Los homúnculos que pueblan los edificios de cristal de Reforma también tienen su pasado. En los años sesenta muchos de ellos comulgaban con la psicodelia y querían expresar mensajes trascendentes (como no todo mundo tiene paciencia para aprender a tocar cítara, la mayoría se dedicó a pintar guajes con los dedos), pero la bonanza petrolera de los años setenta puso en sus manos tarjetas de crédito, becas al extranjero, vistosas solicitudes de empleo. Así ocurrió una de las más curiosas transformaciones de nuestro imaginario social; miles de jipitecas se convirtieron en yupitecas.
Ahora los ex jipis toman el teléfono inalámbrico para hacer operaciones en su Cuenta Maestra, tienen dos rollizas Mont Blanc en la camisa, el pelo cortado en forma de castaña y cinturón de alpaca debidamente inicialado. A dos metros, uno los reconoce por la fragancia (lociones llamadas como discos de Tangerine Dream: "Kouros" o "Antaeus"); a diez metros, por las corbatas amarillo pálido que estaban de moda en Wall Street cuando el crack del 87, y acaso fueron rematadas como talismanes de mala suerte.
A las 6:00 de la mañana el despertador saca al yuppie de su colchón extraduro. A las 6:05 hace los mismos ejercicios que haría en una colonia penitenciaria. Luego bebe estupenda agua insípida francesa. No es de extrañar que un parisino prefiera Evian al agua calcárea del distrito IV, pero los yuppies mexicanos la prefieren por estilo. En definitiva, los yupitecas son la cúpula de una economía "de puertas abiertas", que acepta su destino de maquilarle a' los maquiladores: sub-Taiwán (o Taiwanato, según Carlos Monsiváis). A las 2:30 el yuppie va por Reforma, rumbo al sushi-bar, midiendo el progreso por las variedades de mostazas importadas que le ofrecen los vendedores ambulantes.
Sin embargo, llega un momento de vacío y hartazgo, de angustia en la abundancia: el yupiteca ya cumplió con todos sus cometidos, es decir, su casa es idéntica a un set de Miami Vice.
Harto de la gran urbe, ese laberinto con videobares, el yuppie en cuestión recuerda la época en que mordía raíces en algún altiplano y trazaba mándalas en la arena, los años sesenta en que quiso ser un jipi de San Francisco, renunciar a los excesos de la sociedad post industrial, y se enteró con horror de que México era una nación ejidal: la comuna posible estaba en manos de los agraristas.
Con la nostalgia de los sesenta y los recursos de los noventa, el yupiteca decide regresar en camioneta a los lugares a donde antes fue descalzo. La naturaleza ya no le parece el escenario para estar en armonía con el cosmos, sino para arriesgar la vida de manera interesante. Su pasión ecológica depende del desafío que lo verde, esa región extrañamente intacta, puede ofrecer a quienes acostumbran torcer su destino a voluntad.
En los fines de semana estilo yuppie no se trata de renunciar a las comodidades sino a la existencia (en caso de que no se abra el paracaídas o la moto se derrape).
Un excursionista se aventura por un camino en la montaña y de repente ve una nube de polvo: está a tres segundos de ser arrollado por un yuppie que baja la ladera como un demonio en combustión. Una vez en la cima, presencia un espectáculo que lo hace pensar en pterodáctilos: los yuppies planean con alas de lona. La diferencia con los suicidas palestinos que incursionan en Gaza y Cisjordania usando alas semejantes, no estriba sólo en que sus barrigas estén llena de estupendo dip de roquefort, sino en que les parecería horrendo, ultranaco, morir por una causa. En el código del yuppie el último escalón de la vulgaridad es encontrarle propósitos al riesgo. Personajes en busca del José Alfredo Jiménez que los redima, arriesgan la vida porque sí.
Quizá la continencia empresarial opera como los motores de fricción y la búsqueda de riesgos y accidentes tiene una función compensatoria para los Amos del Universo y sus jornadas controladas hasta el último detalle. Si los pobres se tiran a las ruedas del Metro, los ricos prefieren la gruta natural, la poza submarina donde se agotan los tanques de oxígeno.
En las inmediaciones de la ciudad del plomo, cada vez hay más zonas de escape. Curiosamente unos se relajan respirando y otros buscando opciones de suicidio. La obsesión por el oxígeno de muchos capitalinos compite con el desfogue estilo ruleta rusa de los nuevos directivos de la economía. La vida y la muerte, la posposición del cáncer pulmonar o la oportunidad de convertirse en accidente, son las rondas que se juegan en los predios de descanso.
Un tema modernizador para la literatura rural: el gerente que mantuvo una disciplina de samurái en la semana llega al sábado dispuesto a lanzarse al vacío. ¿Qué Darwin sociólogo podría evaluar sus condiciones de supervivencia? Por el momento, los yupitecas dominan las empresas con tal supremacía que tienen que inventarse riesgos en la región precaria donde los animales siguen crudos. Ninguna especie supera sus raudos descensos por las colinas ni sus aullidos primarios. En vez de signos de Paso de Ganado o Caída de Rocas, las carreteras deberían alertar sobre el mayor exabrupto del paisaje mexicano: el Yuppie Salvaje.
Extraterrestres en amplitud modulada
A nivel emocional, mis viajes a la primaria equivalieron a diez mil misiones en un avión de combate. Fueron dos las causas del espanto: mi madre al volante y el radio histéricamente sintonizado en xeqk, La hora de México. A los dieciocho años mi madre logró pulverizar un coche y salir sin un rasguño: "Hasta para chocar eres buena", la felicitó mi abuelo. Desde entonces trataba de repetir la proeza. A las 7:45 de la mañana subíamos al Opel y encendíamos el radio para descubrir ¡que eran las 7:45 de la mañana!: "¡Me lleva el tren!", anunciaba mi madre. El momento de ponerse el casco y morder la punta de un cuaderno. Lo peor era que el radio seguía encendido. Saltábamos un camellón: Marcos Carrasco rectifica su motor en ocho horas, consulte a su mecánico... Nos pasábamos un alto: Trajes, pero qué trajes, Trajes Pérez, Fray Servando y Motolinía... Frenábamos junto a la rodilla de un peatón: La hora del observatorio, misma de liaste, la hora de México: siete de la mañana con cincuenta minutos. ¿Realmente era necesario oír aquel frenesí de anuncios mientras sobrevivíamos de milagro? A esas mañanas atributo mi temor a la radio y mi gusto por las mujeres complicadas.
Tal vez para un organismo asentado, La hora sea la estación del tiempo; a fin de cuentas no hace otra cosa que registrar nuestros minutos; sin embargo, para mí representa la prisa. Son las ocho y cuatro, y eso es pésima noticia: de nuevo estoy en el Opel, persiguiendo los Trajes, Pérez, los chocolates Turín, ricos de principio a fin, siempre atrás de la hora exacta.
El segundo contacto con la radio tampoco fue muy venturoso. Un primo de San Luis, cuatro años mayor que yo, me recomendó El risametro, un programa donde alguien contaba un chiste y se reía una grabadora. Debo decir que mi pariente tenía una idea más bien confusa de las diversiones: cuando no estaba descomponiendo el elevador del Hotel Meurice, me tomaba de los tobillos y me "asomaba" por el balcón. Colgado del tercer piso del hotel, pensaba en las gargantas mecánicas que celebrarían mi caída. En vez de acrofobia contraje aversión a las risas grabadas.
Pero la radio tiene aspectos más trágicos. Antes de morir, mi abuela paterna me contó doscientos capítulos de Alma grande. La admirábamos mucho porque tocaba cinco instrumentos (incluida un arpa espectacular), era autora de Azares, espinas y rosas, Átomos tontos y otros libros de consejos morales que se vendían por miles en las escuelas católicas, había tomado decenas de trasatlánticos y recibía cartas en idiomas impronunciables, de amistades seguramente célebres. Sin embargo, en su agonía sólo le interesaba escuchar las aventuras de ese vaquero en cuya alma cabía el estado de Chihuahua. Empecé a oír sus relatos por conveniencia (quería que me diera dinero para una guitarra eléctrica) pero acabé tan cautivado que después de su muerte no pude escuchar otra radionovela sin sentir que faltaba algo, acaso aquella peculiar habilidad para abrir cañadas y hundir villanos.
Estas experiencias han hecho que la radio me infunda un respeto muy parecido al miedo. Cuando las palabras viajan por el éter todo es posible, salvo la naturalidad. La radio custodia tantos secretos que sus voces fracasan cada vez que tratan de parecer "correctas". Nada más extravagante que los programas "cultos" donde Rufino Tamayo nace en Oaxaca y pinta una vvvaca. A los doctores del éter les sobra lengua, según demuestra la mujer que anuncia piezas de Pergolessssssssssi.
El lenguaje radiofónico debe ser repetitivo, pues la atención del escucha es más volátil que la del lector. Sin embargo, esto ha traído una estrafalaria afición por los sinónimos: si se habla de café, el sinónimo de turno llevará el traje de fantasía de "aromático grano". Sólo en un noticiero radiofónico es posible que "los galenos beban un vaso del vital líquido después del siniestro en el nosocomio".
Caja de las voces desaforadas, donde no hay palabra que salga indemne, la radio impone otra lógica. Sin embargo, hay quienes no se despegan del cuadrante, discípulos de Juana de Arco que consideran natural vivir oyendo voces.
Obviamente son varios los tipos de radioescuchas. El más molesto es el supergregario que obliga a compartir su rencor ranchero: a las seis de la mañana enciende el altavoz en la azotea de su casa y despierta a los vecinos al son de Nooooooooooooooooo pararé hasta ver que tu llanto ha formado... Dentro de estos maniáticos se ubica la subclase del gregario móvil, que viaja en camión con un aparato del tamaño de una caja de herramientas, encendido al volumen ideal para que lo oigan los que vienen en sentido contrario.
En contraste, está el criptoescucha capaz de hacer cualquier cosa con un audífono en la oreja. Los criptoescuchas lloran y ríen sin que sepas por qué. Les pides un boleto para el tren Tapatío y te miran con un arrobamiento que obliga a imaginar el parlamento que les llega por el audífono: "Soy tuya, Joaquín Gerardo."
Una prueba de la supervivencia del catolicismo y de la baja calidad del fútbol mexicano es el éxito que sigue teniendo la misa de doce. En algún momento de mi infancia, una tía me informó que la misa del sábado en la tarde calificaba como misa legal para el resto de la semana. Sin embargo, los matrimonios siguen aprovechando la oportunidad de pelearse a las doce: ella propone ir a la iglesia cuando el América salta a la cancha. Así, el criptoescucha fanático llega a misa con el partido de fútbol en el oído. En el momento de dar fraternalmente la paz aprieta las manos con la excesiva energía de quien sabe que el balón está en el área chica.
Tal vez para el oído neutro la radio sólo sea una avalancha de goles, anuncios pegajosos y canciones de moda. Desde mi primer sintonía de xeqk, yo espero una noticia tremenda y definitiva. Como suele ocurrir, la ciencia ha llegado en auxilio de mi paranoia. Según Cari Sagan, el primer mensaje de una civilización extraterrestre vendrá por radio. Un tono repetitivo, procedente de la estratosfera, nos hará saber que estamos ante una clave inteligente. Aunque lo más probable es que el mensaje se capte antes en el centro de radioastronomía de Puerto Rico que en la Charrita del cuadrante, nada impide que un golpe de azar nos convierta en los primeros en oír el ABC interestelar.
Cuando uno viaja de noche en carretera se produce un fenómeno singular: el radio parece jugar a la ruleta; de pronto se captan voces lejanas, que han llegado ahí por un curioso rebote de ondas. En esas oscuras hondonadas, la antena del coche se vuelve hipersensible. Es el momento para oír cuatro notas que se repiten una y otra vez, dando a entender que vienen de Alfa Centauri. Una buena cantidad de granjeros de Kentucky afirma haber oído mensajes de ovnis; sin embargo, sus grabaciones no muestran otra singularidad que la estática que suele acompañar a los viejos discos de Willie Nelson. Una estadística sugiere que después de 40 años de dispararle a los pavos salvajes y tundirle al bourbon, el espíritu se vuelve suficientemente poroso para oír el country de las galaxias.
En lo personal, sólo una vez he estado a punto de establecer contacto. Atravesaba los bosques de Sajonia, a eso de las dos de la madrugada, cuando un mensaje extraño se coló al radio. La Voz saludó en inglés, francés, alemán y español con claro acento robótico. Una máquina duramente adiestrada a pronunciar. Durante diez kilómetros oí un apocalipsis políglota: la Voz habló pestes de los rusos, los americanos, los israelitas y los yugoslavos. Me pareció curioso, y alarmante, que los extraterrestres tuvieran sus odios tan bien localizados. La expresión "cerdos imperialistas" se repitió varias veces. Traté de imaginar el poderío militar de una nación capaz de hacer jamón al Pacto de Varsovia y a la otan. Detuve el coche, en espera de la opinión que tenían de los mexicanos. Repasé todas nuestras derrotas y decidí que mereceríamos ser conquistados sin derramamiento de sangre; un país que se queda sin parque en los momentos decisivos despierta la simpatía del cosmos. Además, estamos tan ocupados viéndonos el ombligo que nunca nos metemos con nadie; nuestra agresión al mundo exterior no pasa de unos cien chistes sobre argentinos. Sin embargo, ¿cómo harían las naves espaciales para saber que ahí, en Sajonia, entre todas esas ojivas nucleares, había un "cerdo neutral"? ¿Qué hacer? ¿Poner un caset del Son de la negra para identificarme? Mi reacción reveló una total ausencia de estrategia: arranqué a toda velocidad, como si viajar en cuarta pudiera salvarme de ser alcanzado por un rayo láser.
Entonces la Voz decidió hacerse la misteriosa: se refirió a los chinos y les perdonó la vida con infinito desprecio. Supuse que esto se debía a que la Muralla China es el único edificio que se ve desde el espacio y a que los extraterrestres ya sabían que los chinos eran tantos que podían vaciar un océano si jalaban sus excusados al mismo tiempo. Luego recordé una sátira de Woody Allen acerca de una civilización que llega a la Tierra con naves llenas de pantalones sucios: andan en busca de una tintorería. Tal vez ahora los chinos eran redimidos por ser los mejores planchadores del planeta. La naturaleza imitaba al arte.
Hacia el final, la Voz se volvió tan amenazante que empecé a esperar un hongo atómico detrás de cada curva. Concebí mi muerte vía satélite: un puntito que se apaga en la pantalla de los invasores. De cualquier manera, no me rajaría tan fácilmente; los mexicanos perdemos, pero no sin frases: pensé en palabras célebres para salir del mundo. Entonces, de algún lado, me llegó un adagio que resume buena parte de nuestra sabiduría: la carne de puerco no es transparente. Ahí iba yo, a 120 km/h, a punto de ser pulverizado por el solo hecho de formar parte de una raza de cerdos, y de no ser transparente, cuando la Voz reveló su identidad: "Transmite Radio Tirana". ¡Había caído en las redes de la política exterior de Albania!
Al día siguiente era viernes de cine en nuestra Embajada. A las funciones asistían dos diplomáticos de Albania, sin otras cualidades que ser totalmente calvos y no hablar español (supongo que iban atraídos por ciertas escenas típicas de nuestra cinematografía: las 15 puñaladas necesarias para matar a un actor mexicano o los coitos de 20 minutos con gemidos dignos de la Cruz Verde). En el coctel con el que tratábamos de mitigar los destrozos en la pantalla, me enteré de que Radio Tirana odia a Yugoslavia por perjudicar a su minoría albana. Luego los calvos hablaron de Estados Unidos, la Unión Soviética e Israel con tal agresividad que entendí porqué les fascinaba el cine mexicano.
Si la radio es el sitio donde una civilización remota dejará su tarjeta de visita, también es un estupendo pretexto para salir de viaje. Una primera opción es el recorrido urbano. De repente, la Caravana Campeona de Radio Éxitos se encuentra en la esquina de... ¡Francia y Barranca del Muerto! El primero que llegue y diga la clave El aire puro es responsabilidad de todos se llevará una dotación de pantimedias calidad Canon. La verdad sea dicha, las claves ganadoras son más abstractas que el mensaje que algún día llegará de la estratosfera.
Pero ahora ya no sólo se trata de salir disparado a los diversos confines de la ciudad. Una estación de rock ofrece la oportunidad de viajar al extranjero. Para calificar hay que saber cosas cómo cuántas cervezas bebe a diario el perro de Jon Bon Jovi o qué marca de rastrillo usa Sinead O'Connor. La fase final se lleva a cabo en pleno aeropuerto. Los concursantes llegan con sus maletas, por si ganan.
Nada mejor que escapar gracias a una afortunada información del éter. Quizás éste sea el fin último de la radio: ponernos literalmente en el aire... Un mundo orbitado de radioescuchas que en un raro silencio escucharán las cuatro notas, el primer programa grabado más allá de Plutón.
Espero, eso sí, que no vengan con La hora.