El viajero en su casa

Una caricatura de Naranjo lo define a la perfección: Sergio Pitol avanza a toda prisa, llevando una maleta llena de etiquetas: Budapest, París, Londres... Durante veintisiete años Pitol cruzó fronteras y aduanas con la pericia de quien ha hecho del viaje su forma de vida. Imposible imaginarlo consultando un mapa o cazando monumentos con la instamatic. Ajeno a todo empeño turístico o exotista, ha escrito como si cada sitio fuera definitivo. El intenso efecto que producen sus narraciones se debe, en gran parte, a la condición fatal de sus protagonistas; por variados que sean los escenarios, ningún héroe escapa a su sino. Sus relatos presuponen un traslado —el barco, el Expreso de Oriente, la góndola final—, pero las escenas ocurren bajo un aire opresivo, como la niebla que ahoga el pueblo veracruzano donde creció el autor.

Sergio Pitol o la paradoja del nómada: en la taiga polaca, en los canales venecianos, en una casa tepozteca se tiende, inevitable, el mismo cerco del destino. Fiel a la fábula de Borges, Pitol describió paisajes, cuartos, calles numerosas, para descubrir, al "cabo de los años, que había dibujado las facciones de su rostro.

En sus incontables retornos, Pitol pasó ante los aduaneros con la indiferencia del que no lleva hierbas fumables ni pájaros africanos. Sin embargo, el contenido de su equipaje no era menos perturbador. De aquella célebre maleta salieron los libros de cuentos Infierno de todos (1964), Los climas (1966), No hay tal lugar (1967) y Nocturno de Bujara (1981), y las novelas El tañido de una flauta (1972), Juegos florales (1982), El desfile del amor (1984) y Domar a la divina garza (1989).

Sergio Pitol nació en Puebla, en 1933, y creció en Potrero, Veracruz. Se trasladó a la ciudad de México para estudiar Derecho, pero dedicó sus mejores horas a leer y a aprender idiomas. Bastaría su legado como traductor para situarlo de manera definitiva en nuestras letras. Entre sus decenas de libros traducidos se encuentran Las puertas del paraíso, de Andrejewski; Un drama de caza, de Chéjov; Los papeles de Aspern, de James; Trasatlántico, de Gombrowicz; Caoba, de. Pilniak; El corazón de las tinieblas, de Conrad; En torno a las excentricidades del cardenal Pirelli, de Firbank. En 1958 publicó su primer libro, Victorio Ferri cuenta un cuento, y en 1959 Tiempo cercado. Sus cuentos han sido reunidos en dos antologías, Asimetría (1980) y Cementerio de tordos (1982), y sus ensayos en La casa de la tribu (1989). En 1981 recibió el Premio Villaurrutia y el Premio Colima por Nocturno de Bujara y en 1984 el Premio Herralde por El desfile del amor.

La errancia de Sergio Pitol se inició en 1961, con una temporada en Italia, la tierra de sus antepasados, y prosiguió con escalas dignas del mejor

Somerset Maugham: fue traductor en Pekín y Barcelona, profesor en Xalapa y Bristol, agregado cultural en Varsovia, Belgrado, París, Budapest y Moscú, y embajador en Praga. Durante un tiempo vivió en barcos cargueros, dedicado a escribir, a traducir, a escuchar historias del mar que algún día pasarán a su vasta obra narrativa.

En 1988 regresó a México en compañía de Sasha, un cachorro de bearded collie. En dos años se las ha arreglado para cambiar varias veces de empleo, encontrar lugares prodigiosos en la provincia a los que planea irse "para siempre", desprenderse de cuadros esenciales, comprar otros; se diría que ensaya la operación contraria a la que marcó su vida en Europa: ser un nómada en su casa.

Cuando Ernst Jünger visitó la casa de Alfred Kubin se sorprendió de que todo tuviera un aire habitado: las paredes parecían cubiertas de un sedimento misterioso, como si absorbieran la vida del lugar. Un edificio hecho para no salir. La casa de Pitol tiene otro modo de atrapar al visitante. Todo alude a los continuos retornos de su dueño. Aunque uno llegue por primera vez, tiene la impresión de estar, al fin, de regreso. Veintisiete años después de haber zarpado, el viajero habla de sus lugares, en especial del que siempre llevó a cuestas, la singular región de su literatura.

—Hablame de tus primeras lecturas y de tu contacto con otros idiomas.

—En la primaria leía mucho a Verne y best-sellers, también teatro clásico (Shakespeare, Juan Ruiz de Alarcón) y Pérez Galdós, a quien leía mi abuela. Cuando estaba en primer o segundo año de secundaria se fue a vivir a Córdoba el hijo de Jorge Cuesta, Antonio Cuesta. Fui a ver la biblioteca que había sido de su padre y me quedé deslumbrado; por ejemplo, había una de las ediciones prohibidas del Ulises, donde desde luego me estrellé al primer intento. Recuerdo perfectamente los primeros libros que leí en otros idiomas porque Antonio me los prestó el mismo día: Morning becomes Electra de O'Neill y La machine infernóle de Cocteau.

Aprendí inglés con unas señoritas Mena, que daban clases en Córdoba, y francés con un profesor de Alvarado, que no sabía francés pero que tenía el texto de lectura obligatoria; él lo pronunciaba a su manera, y desde ese comienzo hubo algo fallido en mi trato con los idiomas, que me ha hecho poder leerlos pero con muy pocas posibilidades de hablarlos. Un defecto de oído ha exacerbado esta limitación.

Una de las cosas que me ayudó a deshacerme del complejo de culpa por no hablar idiomas fue una visita que hice hace años con Monsiváis al profesor J. M. Cohén, el traductor de El Quijote, La Celestina, la poesía de San Juan de la Cruz; este hombre, que ha transitado por cuatro o cinco siglos de literatura española, hurgado en algunos de sus textos más complejos y traduciéndolos al inglés en versiones que tienen fama de notables, no hablaba una palabra de español, ni las cosas más sencillas. Llegamos a su casa y toda la conversación fue en inglés, Monsiváis sirvió de traductor porque yo no hablaba inglés, ¡después de haber traducido a Henry James! Volví a ver a Cohén en Barcelona y me di cuenta de que ni siquiera podía decir las cosas más elementales para comprar algo. Creo que traductores así los hay en todas las lenguas.

—¿Qué papel jugó el italiano en tu infancia?

—Era el idioma que mi abuela usaba con algunas tías. Nunca me interesó saber qué decía; estaba seguro de que eran quejas, más o menos las mismas que nos decía a nosotros sobre el desplome del mundo anterior a la Revolución. El italiano lo empecé a estudiar regularmente a eso de los 18 años, ya estando en la ciudad de México, cuando asistía como oyente a Filosofía y Letras.

—Tus primeros cuentos parecen capítulos de novelas, en parte porque se refieren a temas comunes y en parte porque rara vez tienen una estructura cerrada. Se diría que escribías cuentos como un ensayo para la novela.

—La novela era como una meta soñada a la que no llegaba nunca. Desde antes de publicar Victorio Ferri cuenta un cuento en Los Presentes, la colección dirigida por Arreóla, pensaba escribir una novela de aire faulkneriano ubicada en una pequeña ciudad ' de Veracruz; de algún modo mis primeros cuentos surgieron como intentos por llegar a esa novela. Por otra parte, siempre creí en el cuento como una forma abierta que rechazara la estructura convencional de planteamiento-nudo-desenlace; sí, mis primeros cuentos se complementan unos a otros como capítulos de una novela posible.

—Casi todos tus textos están armados, más que en torno a una trama definida, a las posibilidades de esa trama, a las distintas historias en las que podría desembocar. Me parece que tu relato "Mephisto-Walzer", de 1980, remata esta tendencia; desde entonces no has escrito cuentos, ¿se ha vuelto para ti un género demasiado estrecho para narrar historias dentro de las historias?

—No estoy cerrado a la posibilidad de escribir cuentos pero por el momento la novela me parece más atractiva, pues me permite este juego de cajas chinas, la "puesta en abismo", como la llaman hoy los teóricos. Hay momentos en que un escritor pasa de un género al otro casi sin sentirlo, porque tiene necesidad de mayor espacio. La novela ofrece mayores posibilidades de variación en el lenguaje, en el tono; una de las cosas que me parecen más atractivas de la novela son los juegos estructurales ligados a una variable tonalidad del idioma.

Hacia 1962 o 1963 estaba en Varsovia y fui a ver Las esposas frívolas de Von Stroheim, que he vuelto a ver en varias ocasiones. Esa vez la copia que mostraron, perteneciente a la cineteca de Praga, tenía subtítulos en checo y los distintos inicios planeados por Von Stroheim. Antes de conocer la trama vimos cuatro o cinco versiones de una misma escena, y fue notable; a veces los cambios eran evidentes, a veces eran cambios meramente de detalle, de tonalidad; la repetición de esa escena en la que un matrimonio se instala en el cuarto de un hotel, me pareció tan interesante o más que la película misma. En ese momento sentí deseos de hacer lo mismo en literatura, de iniciar un relato de varias maneras o de plantear escenas muy semejantes con pequeñas variaciones que incidieran en el desarrollo de la trama. La novela, como el cuento, permite todas las modalidades posibles. Una de las cosas que más me sorprende en lo poco que he leído de nuestros narradores jóvenes es su falta de interés por la estructura del relato. Para mí la arquitectura en un texto es fundamental, las líneas subterráneas, los incidentes que aparecen en una parte y resurgen en otra, estos pequeños hilos que van creando subtramas, forman un ritmo lleno de variaciones que permiten que la novela no sea una planicie, sino una orografía con diversas estribaciones; muchas de las nuevas novelas se escriben por acumulación, no hay relación entre un incidente y otro, simplemente se juntan capas, como grandes sándwiches.

Durante algún tiempo pensé que las normas clásicas de la novela, del siglo XIX a Mann, provenían de ciertas formas musicales, como la sinfonía o la sonata, donde el andante cobra sentido al contraponerse con el allegro, por ejemplo. Sin embargo, las estructuras narrativas son anteriores a la música sinfónica, vienen de raíces mucho más antiguas, de una necesidad profunda de variación al contar historias.

—Después de publicar tus primeros libros, saliste de México para ir a Pekín, ¿qué hacías ahí?

—Traducía del inglés al español, textos de propaganda, muy simplistas, sobre el desarrollo de la mujer después de la revolución, la construcción de presas, etcétera; todo terminaba en un happy end maoísta: la historia de un hombre que había sido un imbécil o un canalla hasta el momento en que el pensamiento de Mao Tse-Tung llegó a sus manos. Eran textos muy elementales para revistas como China reconstruye y Nueva China, ilustradas con fotografías bellísimas. Yo vivía entre extranjeros, en un conjunto de edificios que era casi una ciudad, el Yoi Pin Huang o la Casa de la Amistad, un sitio en las afueras de Pekín, muy cerca del Palacio de Verano. Los edificios eran de materiales prefabricados, a la manera rusa, pero con techos chinos, con esas tejas vidriadas, redondas, de un verde maravilloso. Los motivos ornamentales le quitaban fealdad a los edificios, le otorgaban una belleza impresionante, un aspecto palaciego. Vivíamos entre jardines, había un acuario muy interesante, piscina, era un lugar privilegiado.

—¿Podías salir?

—Estábamos en un gueto; si salíamos, un automóvil nos seguía a vuelta de rueda. "Por si nos cansábamos", era la explicación. Hasta unas semanas antes de mi llegada, ahí habían vivido miles de personas. Llegué en el momento en que los técnicos rusos acababan de abandonar Pekín. Una de las cosas que me había resultado muy sugerente para pasar un par de años en Pekín fue la lectura de ciertos libros (el de Simone de Beauvoir, el de Claude Roy, el de Vercors) que exaltaban el espíritu de cambio en China, ese periodo de apertura llamado de las "Cien Flores"; entonces se tenía tal confianza en el marxismo que se permitían todas las escuelas de pensamiento. Pero cuando llegué a Pekín esto se había acabado, ¡y yo no lo sabía! Los chinos habían roto con Jrushov y habían denunciado su política como una política derrotista, antimarxista, de concesiones hacia Estados Unidos.

Uno de los primeros' frutos de esta rigidez fue la salida de miles de técnicos soviéticos considerados revisionistas (el 99 por ciento de la gente que vivía en el Yoi Pin Huang). De manera que cuando llegué, aquel sitio hecho para millares de personas, con tiendas, piscinas, sanatorio, era habitado por unas trescientas personas. Tenías que recorrer inmensos pasillos desiertos hasta llegar a alguno de los comedores; de pronto, entre veinte puertas cerradas, había una con luz que era una sastrería o una papelería. Una sensación de mundo que se acaba, verdaderamente espectral.

—¿Pudiste conocer escritores chinos?

—A mi llegada alcancé a conocer a un profesor, creo que se llamaba Feng, que había estudiado en Francia, un hombre de cultura muy refinada, con un pie en Occidente y otro en China. A través de él conocí a un grupo de profesores, formados en París, en Oxford y otras universidades extranjeras, que vivían a caballo entre las dos culturas. Sin embargo, a medida que pasaron los meses, el trato con estas personas empezó a dificultarse, dejaron de buscarme, se ponían muy nerviosos si yo los buscaba, las conversaciones eran rarificadas y al final acababan repitiendo los mismos lemas de propaganda que yo traducía para China reconstruye (lo que no los salvó de ser castigados con extrema dureza poco después, durante la revolución cultural).

Visitar Pekín, sus mercados, bazares, restaurantes, librerías de viejo, el Templo del Cielo, fue una maravilla, pero el clima de intolerancia me hizo salir antes de lo previsto, cuando se preparaba ese acontecimiento aberrante que fue la revolución cultural. A todas partes íbamos con intérpretes que nos daban versiones oficiales, era un mundo muy reductor. En un viaje que hicimos a Shanghai vimos un espectáculo en un inmenso galerón, atestado de espectadores que habían peregrinado de todas las regiones del país. Se trataba de ver a un grupo de ex militares, los vencedores de Shanghai. Esta brigada había tomado por asalto la Nankin Lu, la zona de vicio de Shanghai. Cuentan que cuando el militar del Kuomintang a cargo de defender la zona supo que se acercaban los maoístas, dijo: "Déjenlos entrar, después de dos días en la Nankin Lu serán de los nuestros." Pensaba que la vida muelle, entre opio y prostitutas, sería más fuerte que ellos. Pero no fue así. Ahora, en ese enorme hangar, los vencedores respondían a las preguntas que les hacían en todos los idiomas de China. Como de costumbre, en realidad eran los intérpretes quienes hacían las preguntas:" ¿Qué bebían durante la toma de Shanghai?" "Agua", respondían. "¿Por qué, si el té de esta región es muy bueno?" "No tomaremos té hasta que nuestros camaradas de Asia, África y América Latina puedan tomar té." La brigada no usaría ropa nueva hasta que sus camaradas de todo el mundo oprimido tuvieran nuevas ropas. Este clima de santuario me dejó aterrorizado.

Entonces México no tenía relaciones con China y yo debía renovar mi cartilla. Los consulados más cercanos estaban en Hong Kong o en Moscú. Decidí ir a Varsovia, pues ahí tenía amigos y me costaba muy pocos dólares más que ir a Moscú. En

Varsovia encontré un mundo contrastadísimo: era una época liberal, todavía el periodo jrushoviano, que había removido muchas cosas. Había librerías con libros en lenguas extranjeras, una vida teatral fabulosa, jazz, cine de muchos países, llegabas a un café y conversabas con quien fuera, todo esto me hizo sentir la pérdida de tiempo y esfuerzo que significaba estar en China, ese túnel oscuro y siniestro al que iba entrando la población. Me daba mucha pena ver las carencias de los chinos; cerca de nuestra casa, la gente cortaba hojas y botones de los árboles para poder hervirlos, el racionamiento era terrible, la economía había fracasado, el "salto adelante" fue un desastre, todo esto me hizo salir de ahí.

Cuando llegué a Polonia todas las carencias me parecieron nada en comparación con las de Pekín.

—No has escrito mucho sobre tu experiencia china.

—Muy poco, algo en mi autobiografía y dos o tres cuentos. Es tan fuerte la diferencia que es muy fácil caer en el exotismo, además el rencor podría llevarme a opiniones muy superficiales.

—En Polonia conociste y tradujiste a Andrejewski, ¿qué recuerdas de él?

—Varsovia tenía una vida nocturna muy intensa; aparentemente, la ciudad moría a las once de la noche, pero quedaban abiertos los bares, y la fauna artística polaca era como la española de ahora, que puede vivir de noche y al día siguiente estar trabajando. Andrejewski iba mucho al bar del hotel Bristol, donde yo vivía. Teníamos conversaciones nocturnas, muy caóticas, típicas de los bares. Era un hombre pasional, brillante, que bebía mucho, trabajaba mucho, un conversador notable, con un sentido del humor negrísimo, que hablaba muy poco de sí; al mismo tiempo, era un hombre conflictivo, en muchos aspectos de su vida era un conradiano, un hombre derrotado, muy decepcionado.

—Decepcionado como individuo o por la situación polaca.

—Yo creo que a los polacos les es muy difícil aislar estas cosas, siempre está la nación de por medio, siempre son parte del cuerpo de Cristo, del cual es parte la nación polaca. Andrejewski había sido comunista pero había roto con el Partido y empezaba a enfrentarse con el Estado.

—¿Qué piensas del retrato que Milosz hace de él en El pensamiento cautivo?

—Tengo muy borrada esa lectura. Leí el libro en Polonia y recuerdo que me produjo un poco de rabia el trato a Andrejewski. Cuando Milosz fue a Polonia después de muchos años de ausencia, él y Andrejewski se volvieron a ver y recuerdo que Andrejewski le dijo que había sido mucho más fácil el camino de quienes optaron por el exilio que el de quienes se quedaron en Polonia y contribuyeron al tejido de una sociedad civil que impidiera el avasallamiento de la cultura polaca. Este mismo recelo se le tenía en Checoslovaquia a Kundera, cuando viví ahí (de 1983 a 1988); Havel, y sobre todo Hrabal, gozaban de mucho mayor prestigio; a los checos les parecía que Kundera había hecho de la situación checa una situación explotable en el mercado internacional. Estas opiniones en modo alguno eran las de los aparatchiki, sino de la gente crítica al régimen.

—¿A qué otros escritores conociste en Polonia?

—Ajan Kott; pocos libros me han impresionado tanto como Shakespeare nuestro contemporáneo; el contacto con él, con Brandys, con el teatro polaco, la lectura de El sacerdote y el bufón de Kolakowski, me hicieron quedarme ahí. En 1963 y 1964 se creía mucho en las posibilidades de cambio dentro del socialismo, era el clima jrushoviano que reinaba en estos países; los húngaros ya habían avanzado mucho en la liberalización de la sociedad; había una gran confianza en los cambios. Si en los años sesenta se hubiera continuado esta corriente, en vez de detenerla con la ocupación de Praga en el 68, quizás hubiera sido posible alcanzar la democracia y el pluralismo dentro del propio sistema socialista. Cuando regresé a Varsovia en 1972, como agregado cultural, encontré una ciudad más próspera, más normalizada, pero también más escéptica, oportunista, menos estimulante.

Ahora que hablo de esta época veo todo mi pasado en el extranjero como un solo bloque, una sola secuencia que se inicia en Roma en 1961 y termina con mí salida de Praga hace dos años, una vida continua que luego se interrumpió. Todo eso me parece lejanísimo, como si alguien distinto a mí lo hubiera vivido. Ayer vi una película que no había visto desde niño, La buena tierra, sobre la novela de Pearl S. Buck, y recordé ciertos momentos de Pekín, pero como si se tratara de otra vida, no de la mía.

Es curioso, pero mientras estuve en el extranjero nunca pensé que mi pasado en México formara parte de otra vida; sentía una unidad entre

México y mi vida ambulante; en cambio ahora, de repente, tengo esta sensación de un corte muy tajante. Más que nostalgia siento asombro, extrañeza. Quizá si en algún momento escribo sobre todo esto vuelva a establecer la unidad.

—Tu primera novela, El tañido de una flauta, fue escrita en tu etapa más ambulante, en Belgrado, en barcos cargueros, en Barcelona. Es una historia con muchos escenarios que, hasta donde sé, surgió de dos historias paralelas.

—Sí, por un lado tenía una historia que había escuchado, de una niña que cometía un crimen, ubicada en Xalapa, pero me parecía muy lineal, casi digna de una novela de Rafael Delgado; le faltaba una historia contrastante, que creara una tensión narrativa e hiciera posible que se leyeran dos o más relatos como textos integrados, que se espejearan unos a otros.

—¿Cómo diste con esa historia?

—Estaba buscando la segunda trama cuando tuve que ir al sur de Yugoslavia, a un puerto llamado Bar, donde México donó una escuela en el periodo de López Mateos, después de un terremoto. En el 68 hubo otro terremoto en la región, nos avisaron en la embajada que la escuela había sufrido daños y fui a hacer un informe sobre la situación." Bar estaba muy destruido, los pocos hoteles estaban llenos y me hospedé en, Sutomore, un pequeño pueblo de pescadores. Después de ver los estragos en Bar, regresé a Sutomore y estaba en el portal de mi posada cuando llegó un viejo desdentado, barbudo, sucio, a que le llenaran una botella de vino.

Salió farfullando palabras mitad en serbio mitad en italiano. Me impresionó el aire de locura, de miseria, algo extraño en el personaje. Un mesero me dijo en tono despectivo que era un poeta italiano que había llegado hacía muchos años. El hombre había estado preso durante la guerra; después de la liberación de Montenegro decidió quedarse ahí y se fue sumiendo en la miseria. "Usted sabe, es un poeta", me dijo el mesero, como si eso lo explicara todo. Al día siguiente regresé a Belgrado y en el trayecto empecé a tomar los apuntes de una historia que llamé "Ícaro" y trataba de alguien que había tenido sueños de llegar a dominar el lenguaje, de dominar la vida, y de repente sucumbía y se sumergía en un pueblo al lado del mar. Cuando llegué a Belgrado la historia saltó a otras ciudades, a Roma, a Londres, al barrio del Bowery en Nueva York, donde había vivido en una ocasión. Así surgió la contraparte de mi historia provinciana de Xalapa.

—¿Cómo entró Venecia en la novela?

—Había estado en Venecia algunos años antes. Recuerdo que al llegar perdí mis lentes y veía yo una Venecia maravillosa pero espectral, deformada por mi miopía y astigmatismo. Lo que sucede con Venecia es que basta verla una vez para que se te quede para siempre; en una ocasión viajé en tren a Roma y vi Venecia nevada, un paisaje asombroso. No recuerdo cuál fue el disparadero que me hizo incluir Venecia en El tañido, pero lo cierto es que desde ese momento casi todas mis obras se bifurcan entre la ciudad de México, un lugar veracruzano que puede ser Córdoba o Xalapa, y Roma o Venecia. Esto me ha permitido contrastar la atmósfera sofocada, densa, la niebla opresiva de las escenas de Xalapa con el tono persecutorio, desbocado, de las escenas que suceden en diversos lugares de Europa.

—Has escogido escenarios como Nueva York, Venecia o Estambul, quizá porque están llenos de asociaciones literarias y fílmicas, en vez de escoger ciudades que conoces mucho mejor, como Belgrado, Budapest o Praga.

—Sí, son ciudades llenas de citas, de asociaciones. Para una historia con incidentes tan descabellados como Domar a la divina garza me interesaba Estambul porque puede estar muy cerca del kitsch-, es el viaje de un imbécil a una ciudad donde hay algunos de los prodigios más grandes del mundo, pero en la que él sólo ve una fachada banal y pintoresca. Domar a la divina garza no podría suceder en una ciudad racional como París. En cambio, Estambul crea una vaguedad que se extiende a la vaguedad de los distintos personajes extranjeros (nunca se sabe muy bien de dónde son) que se enfrentan a los mexicanos.

—Después de El tañido pasaron cerca de diez años sin que publicaras, ¿qué pasó en esa época?

—Escribir El tañido me fatigó mucho, además inicié una nueva forma de vida al ingresar al servicio diplomático; también creo que hubo una especie de frustración, la novela apareció en México en el 72, todavía muy cerca del 68. Los gustos del público de ninguna manera favorecieron a mi novela. La crítica fue parca y como dándome palmaditas de que no andaba tan mal como podía esperarse.

—¿Te angustiaba no escribir?

—En esa época no; luego, cuando pasaron los años, me empecé a preocupar. Había un texto que me impedía seguir trabajando y que procedía de antes de El tañido. Por ahí de 1966, cuando vivía en Xalapa, fui invitado con un grupo de profesores a Papantla, donde se celebraban unos juegos florales. En el camino de regreso escribí el bosquejo de una historia. Sin embargo, no la desarrollé y, ya estando en Yugoslavia, empecé El tañido. Cuando terminé esta novela, cada vez que quería escribir algo nuevo volvía al viejo borrador de Juegos florales-, no podía pasar a otra cosa; llegué al grado de destruirlo al salir de Varsovia. Creí liberarme de él, pero no fue así; empezaba a escribir algo y ahí estaba Juegos florales. En una ocasión, por ahí de 1979, cuando vivía en Moscú, fui a Roma de vacaciones y me encontré con una amiga conflictivísima, una inglesa enloquecida, delirante, a la que vi durante varios días hasta que tuvimos un desencuentro brutal y regresé a mi hotel casi con taquicardia. En ese momento volví a recordar Juegos florales y vi que el personaje central, que no había podido dibujar, tenía el rostro y la voz de esa mujer. Al llegar a Moscú comencé a trabajar y la novela ya no se detuvo.

—En la época en que no escribías, ¿continuabas tus diarios?

—Sí, entonces más que nunca.

—¿Desde cuándo los llevas?

—Desde el 68, cuando llegué a Belgrado.

—¿Los escribes todos los días?

—No, hay épocas en que escribo todos los días, pero eso no ocurre siempre. Por ejemplo, cuando estuve en París hubo grandes espacios entre una entrada y otra. El diario es un material formidable para mí y me revela, entre otras cosas, los mecanismos extrañísimos de la memoria; hay cosas que releo como si no me hubieran pasado a mí y sin embargo fueron muy importantes; el tono muestra que fue algo decisivo y sin embargo lo tengo borrado. Casi todas mis novelas salen de los diarios.

—En 1980 publicaste El único argumento, en una edición limitada, con dibujos de Juan Soriano, ¿por qué no lo has vuelto a publicar?

—Porque me parece muy meloso, sólo me gustan ciertas notas que tienen que ver con Mozart y con la ópera, creo que es lo único en donde está vivo el lenguaje. Quizás está bien la parodia de novela policiaca, de cómo un personaje podría matar a otro, pero el tono general es demasiado empalagoso.

—En los fragmentos que has publicado de tu diario hay un clima de desolación, muy directo, muy poco elaborado. El único argumento es el texto que más se acerca a esa escritura privada.

—Bueno, es casi el diario de una relación amorosa, pero no logré cortar del todo un patetismo que me resulta muy incómodo. Traté de hacerlo con las reflexiones sobre la ópera y las posibilidades de hacer y deshacer una historia, pero no pude.

—En tus novelas distancias las emociones con parodias o con reflexiones; por el contrario, tus diarios están cargados de una violencia soterrada, de desesperanza, de una enorme tensión, son mucho más azotados, más ruidosos que tus novelas.

—En mis novelas las emociones están vistas de una manera oblicua, hay una corriente interna que las arrastra sin hacerlas evidentes. Creo que esa división a la que aludes sucede en la mayor parte de los autores; claro que si uno lee los diarios de Henry James encuentra algo tan elaborado como las novelas, pero mis diarios nunca quisieron ser literarios; recogen gran cantidad de fruslerías, de malos humores, de pequeñas peleas, desahogos, preocupaciones de si llegó el gas o no llegó, rencores, fastidios; escribir eso me ayuda a despojarme de esa energía innecesaria para poderme dedicar a cosas más "armoniosas", como las novelas.-

—Algunos autores dicen que no se psicoanalizan para no dejar en el diván todas sus obsesiones, ¿no temes que desahogarte en los diarios te lleve a una prosa más suave, más descafeinada?

—No lo creo. Si el resultado es más suave es por otras razones. Mis primeros cuentos fueron escritos antes de llevar el diario y creo que mantienen una unidad de estilo. Desde luego, hay más refinamiento en el trabajo literario (lo cual no quiere decir que sea mejor literatura), y además hay ciertas cosas que no puedo tratar en mis novelas, las escenas eróticas, por ejemplo, que son parte de la literatura más viva de nuestro tiempo, a mí me resultan imposibles; hay esbozos, aproximaciones y luego, como en la literatura caballeresca: "Fulano se acercó a la reina y le fizo un hijo." Hay demasiadas elipsis, pero tampoco me quiero forzar, inventarme necesidades narrativas que no tengo, pues podría desbarrancarme en una literatura muerta, arbitraria, llena de impostaciones. Así como hay una gran literatura erótica de nuestro siglo, hay grandes autores, como Calvino, que no tratan explícitamente este fenómeno.

—La traducción ha sido para ti una actividad sostenida, desde tus días de Pekín hasta Defensa, la novela de Nabokov que acabas de traducir. Durante un tiempo sólo traducías del polaco, de hecho fuiste el introductor a nuestro idioma de Brandys, Gombrowicz, Andrejewski.

—Sí, pero en una ocasión fui a Barcelona, a entregar mi traducción de Cosmos, de Gombrowicz, y me preguntaron si no podía traducir un libro de Basani porque estaban a punto de perder los derechos si el libro no aparecía. Lo hice, me pidieron otro y así me quedé en Barcelona como traductor. En realidad, fuera de Gombrowicz, eran pocos los autores polacos que les interesaban, además la censura española era brutal, había muchas cosas de Andrejewsky que no se podían publicar, entonces empecé a hacer algunas traducciones del italiano y muchas del inglés: Jane Austen (la primera traducción de Emmd), mucho de Henry James, Conrad, Ford Madox Ford (El buen soldado sigue siendo mi traducción favorita). Algunas traducciones las disfruté muchísimo y otras me cayeron en los huevos; a veces un libro te causa otra impresión al ser traducido. Hace poco traduje a Firbank; había leído casi todo Firbank en otra época, hace veinte o veinticinco años, y escogí Las excentricidades del cardenal Pirelli como novela de entrada a la lengua española, pero ahora Firbank me parece muy fechado, mucho menos excéntrico, el tiempo le ha dado en la torre a muchos de sus efectos.

—¿Crees en las traducciones literales, que tienen defensores tan notables como Kundera o Nabokov?

—No. Soy partidario de las libertades, de buscar ante todo la aproximación al espíritu de la lengua a la que traduces, sin traicionar a la otra. Hay literalidades que destruyen todo el efecto estético y están mucho más lejos del original que una traducción libre. Lo decisivo es encontrar la respiración del autor y hacer sentir esa respiración en español. Yo me tomo muchas libertades, por ejemplo con los nombres de flores y de pájaros. Las novelas inglesas están llenas de centenares de flores y yo todas las vuelvo rosas, claveles, camelias, ¡cuando mucho rododendros!

—¿Qué enseñanza te dejó la traducción para tu obra?

—Una enseñanza enorme. En la época en que traduje verdaderamente como galeote fue cuando más aprendí ciertos aspectos de construcción de la novela, qué cosas tienen que contrastar con otras, cuáles tienen que distanciarse para crear determinado efecto...

—El traductor tiene algo de médium, ¿no temes escribir desde otra voz, ajena a la tuya?

—Nunca le he temido a las otras voces. Uno de mis primeros cuentos, "Victorio Ferri cuenta un cuento", le debe mucho a Faulkner y a Rulfo. Otro, tal vez el primero que escribí, "Amelia Otero", según yo era una transcripción textual de las conversaciones de mi abuela y mis tías en sus épocas de Huatusco, antes de la Revolución; creí detectar las distintas voces de las personas que contaban la historia de una mujer que había sido infiel, había matado a su amante y luego se había encerrado de por vida. Años después descubrí que era casi una calca, no de conversaciones de mi abuela, sino de aquel cuento excepcional de Faulkner... el de la mujer que se encierra...

—" Una rosa para Emily."

—Ése. En las cosas que escribo siempre se filtran otras cosas.

—Algunas de ellas me asombran. Según tú, El tañido de una flauta le debe mucho a Eric Ambler. Creo que sólo tú lo notas.

—Ciertos bloques de construcción provienen de Ambler; la composición en distintos escenarios a los que llega el narrador en su pesquisa. Son cimientos que no se ven; la obra negra de una novela toma elementos de todo lo que has leído, lo que has tenido frente a los ojos, lo que has oído. '

—Tu prosa tiene un fraseo muy largo, un tanto inusual, ¿crees que le debe algo a tu contacto con otras lenguas?

—No lo sé. En todo caso le debe algo a los traductores de Faulkner.

—Además de los idiomas extranjeros, durante tus muchos años en la diplomacia te enfrentaste a otro idioma, el de los télex, los oficios, los discursos, un idioma de encubrimiento...

—Un idioma que parece castellano, pero no lo es del todo.

—¿Cómo te libraste del español oficioso?

—No lo sé de cierto, pero quizá fue esto lo que me hizo buscar ciertas formas paródicas. Si hubiera seguido escribiendo como en mis primeras novelas, los personajes habrían terminado hablando como oficios: "Y asimismo le ruego a usted, con el tacto y la discreción que lo caracteriza." Tuve que crear un lenguaje paralelo, paródico, para vencer el contagio. De un idioma muerto, rígido, alejado de la realidad, surgió el lenguaje desaforado de El desfile del amor y Domar a la divina garza. Ahora que no tengo que contestar télex ni que redactar oficios he vuelto a un lenguaje mucho más convencional. Tal vez sea una pérdida, tal vez sea limitante estar lejos de los deleites del télex.

—En plan de parodia, ¿no has pensado en escribir algo sobre el cuerpo diplomático, como Esprit de Corps, de Lawrence Durrell?

—Todavía lo tengo demasiado cerca. De cualquier forma, me sirvieron mucho las cenas en embajadas, donde no te reúnes por tener intereses comunes o por compartir-un pasado amistoso sino para cumplir obligaciones protocolarias; muchas veces estás con personas antitéticas que se comunican en un idioma artificiosísimo. Esto sí se ha filtrado a mis novelas.

—En personajes como la Falsa Tortuga, Dante de la Estrella...

—Y Martínez, el Bastonero de Oro en El desfile del amor. Algunos diplomáticos se han sentido parodiados en mis novelas, y tal vez tengan algo de esa jerga en la lengua.

—Casi todos tus personajes fracasan de algún modo, traicionan los ideales de juventud, no cumplen sus sueños, pierden la oportunidad de enderezar su destino.

—Yo creo que esto obedece a mi contemplación del país: durante casi treinta años viví fuera y al no ver las vidas cotidianas de mis amigos y conocidos en su desarrollo normal, sino simplemente como una selección de momentos de sus vidas, por lo general me quedaba con una impresión de desastre; matrimonios que se habían transformado en dos individualidades que se odiaban, gente que prometía muchísimo que terminó en nada, profesores que te marcaron la vida convertidos en gente de lo más rutinaria, la caída del dólar de 12.50 a 3 000 pesos, simplemente ver en qué se ha transformado esta ciudad que fue una maravilla es tener una imagen cercanísima del desastre, todas estas cosas te dan una sensación de descalabro; en buena medida, escribí como una reacción a todo esto. Pero creo que no hay nada especial en la "estética del fracaso", a fin de cuentas es ella la que sostiene a la mayor parte de la novela a partir del siglo XIX.

—Antes te preocupaba mucho la caída moral de tus personajes, ahora te da risa. Durante años tu personaje paródico fue la Falsa Tortuga (El tañido de una flauta), ahora casi todos tus personajes están vistos con ironía.

—En un principio mis personajes eran mucho más dramáticos, casi trágicos; tenía yo un sentimiento de mayor respeto por el mundo, por la grandeza del hombre y sus emociones. Con el tiempo, y gracias a la fauna con la que he convivido, encontré esos sentimientos pero en su forma paródica: caricaturas de grandes pasiones, de frases célebres. Me era muy difícil sostener esas conversaciones en serio en el mundo "cosmopolita" en el que tuve que vivir. Muchas veces tenía ganas de soltar la carcajada ante una madre que me contaba sus desdichas, todo era digno de la televisión o el folletín, y creo que se me fue filtrando la necesidad de reproducir esas parodias del medio en que me movía (¡con bastante soltura, por lo demás!, decía yo las mismas frases, encontraba le mot just, ponía las mismas caras de desvelo).

—¿Cuántas versiones haces de una novela?

—Siete u ocho.

—Cuando te sientas a escribir.; ¿conoces la línea argumental de principio a fin?

—Sí. Hago apuntes muy meticulosos y los vuelvo a trazar antes de cada versión, aunque la escena final casi siempre surge en el último momento, pero se trata de una escena decorativa, que ya no agrega al argumento; por ejemplo, en El tañido la imagen del cisne degollado en los canales de Venecia.

—Aparte de este trabajo de construcción minuciosa, ¿crees en la inspiración?

—Los momentos en los que se desatan las ideas son de lo más misteriosos. Supongo que a todo mundo le pasa lo mismo. Recuerdo que una vez llegué a la Embajada en Moscú y me encontré con que era día festivo y yo no lo sabía. Decidí ir a la casa de Tolstoi, pasé ahí la mañana y salí con una especie de fiebre, un delirio que me hizo escribir el cuento "Asimetría". Recuerdo también una exposición en Praga con motivo del centenario de Egon Erwin Kisch, quien vivió en México. De repente vi fotos de personajes mexicanos de los años cuarenta, el parque España, casas de la colonia Roma donde vivían muchos refugiados europeos y me vino una nueva visión de lo que podía ser El desfile del amor. Sería tristísimo estar todo el tiempo frente a la máquina de escribir o la computadora sin tener estos momentos.

—En tus novelas resulta cada vez más importante la voz de los personajes. Domar a la divina garza es prácticamente un monólogo dramático, ¿no has pensado en escribir teatro?

—Es lo que siempre quise escribir. Estaba seguro de que iba a ser dramaturgo, pero las dos únicas veces que he escrito teatro el resultado ha sido monumentalmente mediocre, de no creerse. Hice una versión de Troilo y Crésida, ubicada en México. La escribí con un entusiasmo enorme en Varsovia; lo mismo otra obra como chejoviana. Cuando las volví a leer no creí que eso pudiera ser posible. Son de esas cosas terribles que pueden destruir a un autor después de su muerte. Pese a todo, el teatro no deja de interesarme, y mis novelas tienen planteamientos y escenarios muy teatrales.

—Juegos florales es tu novela menos elogiada por la crítica, ¿te molesta que sea considerada como un divertimento dentro de tu obra?

—Me sorprende que tú y otros comentaristas la hayan visto como una obra menor; sin embargo, ahora que la están estudiando en las universidades la consideran mi obra estructuralmente más compleja, y más perfecta en el sentido de que esa complejidad apenas se siente.

—¿Con qué libro estás más satisfecho?

—Siempre está uno más cerca de la última obra, en este caso Domar a la divina garza; luego me quedo con Juegos florales; me parecen mis obras más logradas.

—En contra de la opinión generalizada de que El tañido de una flauta y El desfile del amor son las mejores.

—En contra. Sí.

—¿Das a leer tus manuscritos?

—Monsiváis coincidió conmigo en Londres y leyó el manuscrito de El tañido, pero en general, vivir tanto en el extranjero, lejos de medios literarios, me privó de comentar mis textos. Tuve que ser autosuficiente y a veces me quedaba con muchas dudas.

—Una vez publicado el libro, ¿le haces caso a la crítica?

—Me encanta que salgan muchas, pero las leo en tal estado de aturdimiento que bien a bien no las entiendo. De cualquier forma, las críticas de Juan García Ponce y otros escritores me han estimulado y me han ayudado a observar rasgos que he podido potenciar en obras posteriores.

—Durante años fuiste un escritor un tanto marginal, desconocido para el gran público. Tu regreso definitivo ha sido como de hijo pródigo: premios, reediciones, un sinfín de entrevistas; alguna vez me dijiste que el reciente éxito de tu obra se debe a que vives en México.

—Yo creo que sí, de otra manera hubiera seguido publicando mis libros, teniendo un grupo de pequeños lectores, pero me hubiera quedado en un nivel muy minoritario. El hecho de participar en presentaciones, de salir en la televisión de vez en cuando, amplía el círculo de lectores; creo que esto le pasa a todos los autores.

—Lo cual habla de un gran provincianismo: si no te ven la cara no te leen.

—De un gran provincianismo y de un nacionalismo muy fuerte, de sólo interesarse por lo que está visible, a la mano, por lo que sirve para algo inmediato.

—Cuando estabas en el extranjero escribías en hoteles, en un entorno que no te decía nada y por lo tanto no te distraía, ¿cómo le haces en México?

—Al principio me sentía como turista en esta casa, pues sólo había vivido seis meses aquí en el 82. Quizás es debido a esta falta de salidas que he tenido que luchar de manera profunda con el idioma de mi novela, quizá lo oportuno hubiera sido salir a trabajar los fines de semana, pero no lo he podido hacer por mi perro Sasha y porque en el fondo no he acabado de llegar.

Ahora estoy escribiendo sobre cuarenta años de la vida de un matrimonio, en una forma muy cercana a la parodia. El bosquejo de la trama proviene de antes de Domar a la divina garza y El desfile del amor. Ahora bien, posponer la escritura hasta mi retorno a México me produjo una especie de regresión al que yo era hace treinta años. Es quizá la única novela que no ha salido de mis diarios: no hay Europa y tengo que castigarme para que no afloren ciertas formas de lenguaje que están muertas en mí pero que salen por inercia; me ha desconcertado mucho esta fealdad de prosa, el deseo de volver al seno materno y esconderme en él. Al empezar a escribir aquí, me propuse hacer una novela corta, un divertimento humorístico, y me he dado cuenta de algo curioso: todas las cosas aparentemente estorbosas que tenía que vencer para escribir en el extranjero me creaban un coto especial donde yo entraba y manejaba mi lenguaje; aquí he vuelto a sentir un lenguaje que consideraba ultrarrebasado, donde resurgen mis peores fallas de narrador, de modo que de divertimento esto no ha tenido nada. Ha sido un puro penar.

Tengo que buscar otro acomodo, tal vez vivir entre Xalapa y México, ¡tener un lugar que sea mi Atenas y mi otro Esparta!

—En esta nueva novela usas un lenguaje mucho más ceñido a la trama.

—Hace poco leí Una historia simple, la última novela de Sciascia, y me maravilló el lenguaje casi de autor de la Ilustración, un lenguaje simplísimo, escueto, elegante, que cumple perfectamente para lograr un humor negro sofocado, propio de una antinovela policiaca. He procurado ceñirme mucho a la trama y que el lenguaje sea su acompañante, busco comunicar la historia con pocas veleidades de estilo, procurando evitar que haya una autonomía de la lengua sobre la trama.

—Desde el rito del fuego en "Nocturno de Bujara" hasta la escatología en Domar a la divina garza tu literatura está llena de ceremonias, misas negras, signos ominosos, ¿qué supersticiones tienes al escribir?

—Siempre divido mis novelas en siete o en doce capítulos.

—¿El tañido cuántos tiene?

—Es la única que no se apega a esto.

—Fuera de la literatura, ¿también escoges estos números?

—No mucho; bueno, siempre procuro el siete, el doce es más complicado.

—En tu nueva novela hablas de astrología.

—La protagonista trabaja en una librería de literatura esotérica y luego pasa a un café donde se lee el Tarot. Antes, la astrología era para mí un interés muy natural, ahora ya se me volvió como un tic del que no puedo prescindir; leo mi horóscopo todos los días y cada vez que vivo en algún sitio descubro que mis amigos son los Piscis, y luego vienen los Tauro y los Leo, que siempre están en torno a los Piscis, tratando de embestirlos, ¿tú qué signo eres?

—Ascendente Tauro, por eso te hice la entrevista.