Los convidados de agosto
Me encanta la franqueza de un hombre enmascarado.
El Pingüino en Batman regresa
A Guadalupe Sánchez Nettel
La comezón de un líder
El subcomandante Marcos repasaba su nariz con el pulgar. Era la única evidencia de que estaba en el podio, consciente de la atracción magnética que ejercía en los seis mil convencionistas. Su voz controlada expresaba dominio escénico; la mano era otra cosa. ¿Le picaba el pasamontañas de algodón, distinto de la prenda de invierno con la que inició la revuelta, o se trataba de un involuntario signo de suficiencia? El cronista no disponía de otro gesto para calcular las reacciones del líder más carismático y desconocido de nuestro fin de milenio. (El mismo cargo de subcomandante desafía las clasificaciones; en un principio se pensó que se trataba del recurso Fuente Ovejuna y que el "comandante" era el pueblo entero; sin embargo, junto al principal orador estaba Tacho, con rango de comandante. ¿Cuántos hay como él? ¿Es Marcos sólo una máscara visible que se subordina a ellos?)
El subcomandante llevaba su canónica pipa en los labios, pistola al cinto y -algo que parecía una escopeta recortada (la dejó sobre el podio, el cañón orientado hacia la multitud). Durante 28 días, 600 zapatistas trabajaron 14 horas diarias para transformar un claro en la selva tojolabal en el foro para la Convención Nacional Democrática, pero el principal orador actuaba como si iniciara otro día de oficina.
Marcos conoce el valor político de la lentitud. Aguardó en el podio, se acarició la nariz con el gesto inútil de la comezón o el orgullo, y saludó:
—Bienvenidos a bordo.
La clientela del color verde
Mucho antes de ese 8 de agosto de 1994 bajo los reflectores de la Convención, una vendedora del mercado de San Cristóbal de las Casas recibió a un cliente extraño. Era marzo de 1993 y ella tenía 30 pasamontañas en su puesto. El cliente se los compró todos y le pidió 300 más. Durante el verano, en el mercado donde se venden las ropas más baratas, se impuso una moda veleidosa. ¿Qué Armani de la montaña declaraba la urgencia de la capucha negra? Munda Tostón narra lo que ocurrió después: "En junio vienen otros a comprar pantalón verde. Llegan con sus apuntes: 50 pares del 28, 60 del 29, 70 del 30 y así. La moda es de pantalón verde. En julio quieren camisa café. Para agosto es el paliacate. Termino rebien el año, gracias a Dios. El primero de enero voy a abrir mi negocio, a ver si vendo siquiera un ratito. Pero no hay nadie en el mercado. Todos están en el parque, me dice uno que barre. Y allí está toda la clientela, estrenando mi pantalón verde, mi camisa café, con paliacate y pasamontañas. Y de ahí no vendo nada."
El levantamiento se anunció en la tienda de ropas, y también en la iglesia. El 31 de diciembre la misa de Gallo se anticipó a las 8 de la noche. Los curas parecían saber algo. Tres horas más tarde los rebeldes dominaban varias ciudades de Chiapas.
En Resistencia y utopía, un libro que desde el primero de enero se ha convertido en una documentada profecía hacia atrás, Antonio García de León describe al estado como un "animal nocturno y de costumbres extrañas". Cuando el país duerme, Chiapas se levanta.
En la mañana del primero de enero entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Los yuppies mexicanos se untaban mousse en el pelo para llegar con estilo al primer mundo, cuando los noticieros hablaron de los platos rotos en la fiesta de año nuevo. El animal nocturno de México había vuelto a las andadas.
¿Contra qué protestaba ese ejército cuya preparación se notaba más en el uniforme que en las armas? La primera explicación podía hallarse en la obra del obispo que hoy apellida la ciudad de San Cristóbal, fray Bartolomé de las Casas: "Ninguno es ni puede ser llamado rebelde si primero no es súbdito."
En 1974 el Congreso Indígena había registrado en Chiapas los agravios sufridos por los indios (los peludos, como se les dice en San Cristóbal). En esa misma época seis mil catequistas partieron a las selvas y las montañas a enseñar dignidad humana. Desde el siglo XIX, los gobiernos jacobinos y la izquierda de México olvidaron el papel central de la religión y la Iglesia en la vida del pueblo. Mientras en las aulas se discutía la "tendencia decreciente de la tasa de ganancia" que llevaría inevitablemente al socialismo, en las cañadas donde el país se disuelve en una selva fronteriza, los tzeltales, tzotziles, Choles, lacandones, mames y tojolabales recuperaban el sentido rebelde de La Biblia y el Popol Vuh: fray Bartolomé y el inframundo de Xibalbá regresarían con Marcos, el evangelista armado de e-mail.
Gabriel Zaid ha descrito el caso de Chiapas como "guerrilla posmoderna". Aunque los días de combate y los muertos fueron reales, la principal función de la guerrilla ha sido representarse a sí misma, poner en escena gestos, disfraces, textos políticos. En buena medida, su éxito se ha fincado en desmarcarse desde muy pronto de la violencia y proseguir la contienda en los comunicados salidos de la selva.
Los periodistas llegaron antes que los militares a la zona de conflicto, y en muchos casos el ejército siguió sus huellas para dar con los nuevos zapatistas. A medida que se difundían los reportajes sobre las condiciones de vida en la última esquina del país, se repetía la pregunta: "¿Por qué no se levantaron antes?"
La Convención Nacional Democrática parecía diseñada para cumplir otro de los muchos presagios chiapanecos: "Los convidados de agosto", el relato de Rosario Castellanos en el que un pueblo de Chiapas rompe su aislamiento.
El mes se inició en plan inusitado. El día primero, en las oficinas de acreditación de la ciudad de México, me encontré a Superbarrio.
Heredero de la mitología de las películas del Santo, Superbarrio reta a los enemigos del pueblo a subir a su ring de lucha libre. Como es de suponerse, en su calidad de vengador anónimo, no llevaba otras identificaciones que su máscara de luchador y una camiseta con el monograma SB.
Lo aceptaron sin credencial.
—¿Qué pasa si llega otro Superbarrio? —pregunté.
—Es el riesgo que corremos.
Todo estaba en riesgo, empezando por el sentido de lo verosímil. La Convención era una épica de la realidad virtual: un ejército de enmascarados convocaba a una reunión por la paz; el gobierno permitía el traslado de seis mil delegados a la zona de guerra; un foro en la selva era bautizado como Aguascalientes en homenaje a la ciudad que reunió a los ejércitos populares de la Revolución en 1914; incluso la topografía apoyaba la suspensión de la lógica: Aguascalientes está en camino a un pueblo cuyo nombre no puede ser más emblemático: La Realidad.
Pensé que entre las muchas cosas que ocurrirían antes de La Realidad se encontraba el sabotaje. Imaginé una fila de Superbarrios reclamando su improbable autenticidad. Ésta era una provocación de carnaval, pero podía haber otras. Un rumor recorría las tiendas donde los convencionistas compraban linternas de última hora: "¡Ahí vienen los ultras!" Se temía a los hooligans del izquierdismo con ojos de barricada y pulso de metralleta. De acuerdo con la profecía de Octavio Paz, el último stalinista morirá en América Latina, y había un explicable miedo a que ese ulterior comisario del comunismo fuera nuestro compañero de asiento en Aerocaribe.
Un huésped inusual
El avión acababa de despegar cuando escuché una voz:
—¿Te acuerdas de mí?
Me volví, esperando encontrar a un compañero de militancia de los años setenta todavía deseoso de que le devolviera su ejemplar de Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión. Era Bruno, un amigo empresario que estudió en el ITAM (el Santiago de Compostela de nuestro liberalismo económico), pertenece a la Cámara del Pequeño Comercio y pensaba votar por el conservador Partido Acción Nacional. ¿A dónde lo conducía este curriculum? A la Convención de Aguascalientes, ni más ni menos.
Unos minutos después, Bruno volvió a contribuir a la originalidad de su perfil. Rechazó los sándwiches porque tenían jamón y él es vegetariano. Luego me mostró una navaja suiza:
—Me la puse en el zapato y pasé como si nada por el detector de metales. ¡No puedo ir de campamento sin navaja!
Por un momento pensé que Bruno representaba el brazo yuppie dé los ultras y remataría su inclasificable biografía secuestrando el avión a Haití.
Al llegar a San Cristóbal supe que mi amigo era tan típico como el resto de los convencionistas. Todo mundo era ex algo y andaba en pos de otra cosa. Tanto los alumnos de Contaduría que invitaron al candidato del PRI a su facultad como los campesinos de Puebla que derribaron a pedradas el helicóptero del gobernador Manuel Bartlett, habían ido a Chiapas con más preguntas que respuestas.
Obviamente no podían faltar los espíritus con morral que ya tomaron todos los palacios de invierno y perdieron el pelo y el humor leyendo Las venas abiertas de América Latina. En una de las sesiones de trabajo, un alma intensa propuso "prohibir las bromas". De acuerdo con su visión del mundo, los chistes eran reaccionarios. Obviamente este personaje escapado de La broma, de Milán Kundera, no había leído las mil y un cartas del subcomandante Marcos.
El retorno de los muertos vivientes
En San Cristóbal los lugareños aceptan a los jipis con karma y dinero para quedarse ahí. La ciudad brinda una impresión de tolerancia, un paisaje donde se mezclan los sombreros de palma, las corbatas de los funcionarios locales, las barbas de los antropólogos, las camisas bordadas y las melenas que conmemoran los 25 años de Woodstock.
Sin embargo, allí se libra una lucha soterrada. Los mediadores del conflicto chiapaneco viven en continuo acoso. El obispo Samuel Ruiz es víctima de la misma persecución de que fue objeto su predecesor Bartolomé de las Casas; los indios rara vez salen de la zona de Santo Domingo (el apartheid donde ofrecen sus telas multicolores); el periódico El Mundo (un local donde el vetusto linotipo obliga a cerrar la edición a media tarde) ha sido hostigado por publicar los comunicados del EZLN y la tienda El Mono de Papel por vender el diario capitalino La Jornada.
En mi visita anterior a Chiapas conocí a un hombre a quien le decían El Periodista. Durante varios días se unió a nuestro grupo y convirtió la visita en una enciclopédica revisión del estado. Me extrañó que tuviera tanto tiempo libre y le pregunté por su trabajo:
—Nunca voy al periódico: me pagan por no escribir. Soy demasiado crítico —dijo con resignada ironía.
Éste es el silencio que buscan los ganaderos, los caciques, los dueños de las grandes fincas.
En el siglo XIX San Cristóbal fue el bastión de los conservadores que se opusieron a los liberales de Comitán. En la ciudad se repite el dilema de muchos enclaves criollos de México. Los mayas pertenecen al Salón de la Fama de la historia; su esplendor fue interrumpido por el primer borceguí español que profanó nuestro suelo. Durante dos siglos el México blanco ha celebrado las pirámides para ignorar la miseria y el racismo del presente.
En plena revuelta .zapatista, el gobierno refrendó la importancia política de los indios muertos. El hallazgo del sarcófago de un rey en el Templo de las Inscripciones de Palenque fue festejado como si el honor de la patria dependiera de las noticias provenientes del inframundo de Xibalbá.
En el aire enrarecido por el polvo rojo del cinabrio, los arqueólogos vieron diademas, pulseras, pectorales, claves dispersas del mosaico maya. Su trabajo no podía ser más valioso, pero fue aprovechado como acontecimiento encubridor, para que los huesos de hace mil trescientos años sacaran de la prensa a los zapatistas.
El mundo de los indios suele ser percibido como una necrópolis fotogénica. Por eso el EZLN hace tanta referencia a retorno de los muertos. Sus pasamontañas de vengadores de película de Serie B provienen de un pasado incómodo. El historiador Antonio García de León cuenta que la puerta de un cementerio chiapaneco lleva la siguiente inscripción: "Aquí yacen los muertos que viven en Zapaluta."
No es casual que el Día de Muertos arreciaran los rumores de que habría un levantamiento. Eraclio Zepeda afirma que un día después, el 3 de noviembre, se celebra el día del Anima Sola. La gente va al cementerio a llevar flores y comida a los difuntos que no tienen familiares. "Es el día de la democracia en el panteón", comenta Eraclio.
El 2 y el 3 de noviembre de 1993 se hicieron los últimos arreglos para la rebelión: los muertos estuvieron de acuerdo.
Mientras el conductor hablaba de su trabajo sin sueño ni sindicato, pasamos por pueblos pobrísimos donde los niños saludaban con flores y cartulinas que deseaban éxito a la Convención; incluso la tropa hacía la V de la victoria. En dos retenes un soldado subió a decirnos:
—El ejército mexicano les desea buen viaje y un pronto regreso.
En la noche nos detuvimos en un bosque de coníferas para la primera inspección de los zapatistas. Observamos sus pasamontañas, las linternas revisaron el equipaje. No hubo saludos ni mensajes solidarios. Una aduana fría.
En algún momento todos nos dormimos y el autobús avanzó con su carga desmayada. En el duermevela, entreví al chofer que conducía con preocupante pericia entre las curvas neblinosas. A eso de las 5:30 escuchamos un grito:
—¡Se volcó un carro!
Las pesadillas de bencedrina del chofer cristalizaron en la cuneta: un autobús había caído al precipicio.
La mayoría de los convencionistas ya estaba en Aguascalientes, pero nosotros seguíamos lidiando con la interminable ruta y el vehículo volcado en el que extrañamente no hubo heridos. El viaje que debe durar seis horas se desdobló fabulosamente en 28. Se diría que cada transporte llegaba de acuerdo con sus merecimientos morales y el nuestro requería de una especial ruta de penitencia.
Finalmente, descendimos frente a los corredores de alambre de púas que conducían al claro en la selva.
Llegamos con el horario y el metabolismo suficientemente alterados para olvidar las veleidades del turismo ideológico. El solo hecho de caminar con la mochila a cuestas era un acto de fe.
En el viaje habíamos compartido la comida comprada en San Cristóbal. Como en tantas ocasiones, dos alumnas de Letras me dieron una lección: me convenía llevar alimentos ligeros, de alto valor nutritivo. En un local de nombre previsible, La Madre Tierra, compré algo que parecía la dieta de Mahatma Gandhi: fintas secas ideales para activar la digestión. Lo primero que hice en Aguascalientes fue seguir la flecha que llevaba a las letrinas. Había que pasar por un arroyo.
—Parece una escena de María Candelaria —me dijo el dramaturgo Carlos Olmos.
Cruzamos el agua, subimos una cuesta y ahí terminó el bucolismo: una escena de La lista de Schindler. El aprendizaje de la adversidad tiene una última frontera: el cuerpo. Remover el tablón en el círculo de tierra, defecar entre una nube de moscos, respirar los desechos y la cal era un uso civilizado y, sin embargo, nos exponía al shock de lo orgánico, la olvidada proximidad de nuestra mierda.
Más extraño que el paraíso
Aguascalientes consistía en una ladera desmontada, donde los troncos hacían las veces de bancas. En la parte baja, a espaldas del estrado, había tiendas de campaña. En las gradas, los petates de los campesinos se mezclaban con los sleeping-bags. Una inmensa lona protegía del sol pero creaba una atmósfera agobiante. En el foro no había otro adorno que dos banderas de México.
Durante todo el día una brigada lucharía en vano por subir al estrado un cuadro pedagógico, donde un Cuauhtémoc Cárdenas de piel naranja saludaba a un Marcos tan rígido como si le hubieran dado cuerda para entrar a la pintura.
La edad de los convencionistas escapó a las predicciones. Los extremos eran don Estanislao, que en 1914 luchó con Emiliano Zapata y "ya olvidó" su fecha de nacimiento, y un bebé que succionaba un pecho bajo una camisa tzotzil. Aunque los jóvenes parecían más proclives a aceptar la selva y sus leyes, la edad promedio rebasaba los 40 años; los delegados eran veteranos electos en organizaciones populares de todo el país.
Por causas tan insondables como diversas, nos habíamos situado entre dos ejércitos para hablar de la paz. Uno de los acuerdos tácitos consistía en ignorar cuándo empezaría el asunto, y cuándo volveríamos. Algunos ya daban por terminado el viaje. En la Biblioteca se repartía Prozac para los arrepentidos.
Tal vez la pasión de Marcos por la literatura hizo que la mejor casa de madera de Aguascalientes se destinara a la Biblioteca. Por hacer algo, abrí el I Ching que estaba en la mesa de la bibliotecaria y me topé con el hexagrama 49-Ko, La Revolución. Leí: "En el lago hay fuego"; supuse que mi karma me llevaba a repasar esas líneas sobre "el cambio cuando ya no hay otro remedio"; luego llegué a una consideración más sólida: el I Ching de la selva se había consultado tantas veces por motivos políticos que ya estaba condicionado a abrirse en esa página.
"En el lago hay fuego." Con esta letanía me senté en las gradas. Los olvidados ultras gritaron: "¡La lucha proletaria no es parlamentaria!" y fueron avasallados por las consignas de "¡Unidad, unidad!"
Oscurecía y las cámaras en la tarima de prensa parecían cubrir los pits de una carrera fórmula uno. Nadie quería perder el arranque del Gran Premio de Aguascalientes.
Un locutor invisible anunció la llegada de los zapatistas y la prensa móvil, que no dependía de un triple, corrió en torno al estrado. A mis espaldas, unos campesinos comían pepitas y un veterano del 68 hablaba del "nuevo espontaneísmo".
Cuando la informal vitalidad del momento parecía al borde del caos, el comandante Tacho y el subcomandante Marcos tomaron el podio.
En Oxolotán, Tabasco, había visto al Teatro Campesino borrar los límites entre el drama y el pueblo; la representación del Evangelio empezaba a la orilla de un río, pasaba a las calles y a las casas donde la gente proseguía sus tareas y desembocaba en un claro en la maleza donde se cumplía la crucifixión. Algo similar ocurrió en Aguascalientes. El comandante Tacho anunció el desfile de la "fuerza secreta" del EZLN. ¿Milicianos con bazookas? Todo lo contrario: hombres, mujeres y niños, con los rostros cubiertos por pañuelos y un palo en la mano, avanzaron con teatral lentitud. "Ellos son los que guardaron nuestro secreto, los que nos llevaron las tostadas y los frijoles mientras estábamos ocultos", dijo Tacho. Luego desfilaron los combatientes, con listones blancos en los cañones. Marcos explicó el gesto: "Significa, como todo aquí, una paradoja: rifles que aspiran a ser inútiles."
El EZLN tiene una estatura promedio de 1.55, una edad media de 20 años y obsoletos rifles de cacería. "No has visto a las tropas de élite", me comentó un experto que tampoco las había visto.
Es difícil imaginar un ejército más precario. Tal vez el 31 de diciembre llegaron a los poblados de Chiapas en autobuses comerciales, vestidos de civiles, para iniciar la más casera de nuestras rebeliones. "Pensaban morir —afirma Hermann Bellinghausen, quien desde enero vive en el cerco zapatista— y de pronto se descubrieron vivos y famosos; entonces sintieron que representaban algo."
El levantamiento se hubiera sofocado como tantos otros de no ser por la capacidad de comunicación de Marcos. La multitud aguardaba su discurso con una expectación que en la cultura de masas sólo puede competir con una reunión de Los Beatles. Su mensaje sería genial o no sería.
El subcomandante Se sabía en su noche más alta y con voz pausada ofreció una pieza maestra de la retórica política. El fondo moral del zapatismo se finca en su renuncia al poder: "Luchen para hacernos innecesarios, para cancelarnos como alternativa." Su más alto cometido es su propia extinción, el regreso a la noche, al mundo sin rostro de los muertos. "No es nuestro tiempo, no es la hora de las armas; nos hacemos a un lado, pero no nos vamos. Esperaremos hasta que se abra el horizonte o ya no seamos necesarios, hasta que ya no seamos posibles... Luchen sin descanso. Luchen y derroten al gobierno. Luchen y derrótenos." No se trata de un típico discurso de izquierda porque sus postulados son mucho más genéricos: democracia, justicia social, dignidad humana. Un ideario anterior y posterior a la utopía socialista, que rescata parábolas indígenas y cristianas y las inserta en la fragmentaria realidad del fin de milenio. La elocuencia zapatista detesta los lugares comunes (ni siquiera se vale del ritual "compañeros") y opera con eficacia simultánea en indios choles y tojolabales, periodistas y políticos curtidos en mil mítines.
Pero también hay que matizar el entusiasmo que despierta el Tucídides de la jungla. El culto a la personalidad del subcomandante pasa por la literatura. Verlo sobre todo como un escritor, secuestrarlo al terreno de la ficción, significa un doble atentado: a sus objetivos políticos y a la literatura. Marcos no es un poeta lírico ni un representante del realismo mágico; su beatificación literaria sólo contribuirá a alejarlo de la zona en la que tiene que rendir cuentas; los muertos y la guerra son reales; no se trata de un bohemio en la niebla que fuma su pipa en las montañas del sureste. Por lo demás, el discurso que funciona con eficacia desde el podio puede ser mala literatura; incluso en el excepcional texto de Aguascalientes hubo arrebatos de dudosa poesía, como "la insensata y tierna furia de los sin rostro". En la veneración literaria del subcomandante se cumple la misma operación reductora de la "literatura comprometida". Una novela que se limita al proselitismo es tan inútil como una arenga política que se percibe como un caudal de metáforas.
Al terminar el discurso parecía difícil descender a la tramitada realidad de las asambleas. ¿Cómo harían los expertos en mociones y pugnas internas para proseguir la transformación retórica de México? El presídium buscaba la forma de proceder cuando empezó la lluvia. Las alusiones de Marcos al arca de Noé y al barco en la selva de Fitzcarraldo, su descripción de las cien sillas del presídium como "puente de mando" y su saludo de "bienvenidos a bordo", habían preparado a los convencionistas para transformarse en la tripulación que ahora gritaba: "¡Este barco no se hunde!"
Luego arreció el viento, la lona se hinchó como un velamen de delirio y las linternas se orientaron hacia arriba, como si quisieran sostenerla con pilares de luz. Lo que siguió fue el estrépito, el desplome del cielo, el huracán en la selva. Después de Marcos, el diluvio. La tierra recién removida se convirtió en una avalancha de lodo, los troncos que servían de bancas se zafaron y hubo gente que rodó veinte metros entre mochilas y sleeping-bags.
En la Biblioteca, un centenar de refugiados escuchamos la metralla en el techo de lámina. De repente, dos enmascarados aparecieron en la ventana. Uno de ellos se colocó la linterna en el pecho y alumbró su pasamontañas:
—¡Marcos! —gritó alguien.
Los enmascarados desaparecieron.
—Es un profeta —comentó por lo bajo un hombre de cabellos empapados—, hace cinco días prometió que Aguascalientes sería un barco pirata.
Del poeta cum laude habíamos pasado a otra idolatría: el profético San Marcos. El carisma es siempre una simplificación, un adelgazamiento de la contradictoria persona que lo sustenta. En Aguascalientes el subcomandante creció como el ciclópeo monumento a Kim II Sung. La máscara y la apertura de su discurso permiten que cada quien le asigne su destino favorito. El problema es que la única válvula de seguridad contra ese exceso es el propio Marcos. ¿Dispone de un temple excepcional para soportar el peso de su leyenda y desaparecer como llegó, sin sucumbir a los flashes del reconocimiento?
Quienes creíamos que la Biblioteca era nuestro hábitat natural fuimos corregidos por los elementos; la lluvia no cesaba y una voz convencida de que el chantaje es la forma más eficaz del proselitismo preguntó:
—¿No les da vergüenza estar acostadotes mientras los ancianos tiemblan de frío? ¿Cómo quieren cambiar al país ahí tirados? Hay gente que necesita ese lugar.
Unos ocho o diez voluntarios nos incorporamos para cambiar al país. Salimos a buscar gente en el lodo. En el galpón que hacía las veces de cocina encontré a Óscar Oliva, al borde de la neumonía. Su camisa se secaba junto a las brasas ("me pusieron ropa de tres personas"). Al cabo de un rato recuperó el ánimo, contó historias y refrendó el valor estratégico de los poetas junto al fuego.
Una maestra de Querétaro preparó café con canela. Los peroles ardían, y entre las muchas sorpresas de la jornada resultaba increíble que alguien hubiera decidido llevar tanta canela a la selva.
Pasamos la noche en blanco, revisando las tiendas de campaña, llevando gente a los autobuses. Los momentos decisivos, como supimos los brigadistas después del terremoto de 1985, rara vez se presentan con declaraciones grandilocuentes. El "partido del temblor" que surgió de los escombros hizo que el PRI perdiera las elecciones en la capital tres años después; la inasible red de gestos solidarios fue el inicio de un movimiento político.
¿Cómo entender los actos nimios que nos constituyen en la guerra y en la paz? Tolstoi buscó una "aproximación infinitesimal" para recrear la batalla de Borodino en su caótica riqueza. No los desplantes ni las palabras de bronce, sino los guiños cómplices, las manos que entregan algo en el momento decisivo, las cucharas, los anteojos sucios, la ropa regalada, las cosas y los ademanes menores que secretamente deciden las contiendas.
Desde que empezó a llover, los zapatistas desaparecieron. Pensamos que volverían al escampar pero Aguascalientes siguió abandonado a su suerte. El campamento dormía, húmedo, en una confusión de plásticos y lonas. De vez en cuando se veía una linterna: alguien revisaba los caminos, alguien cuidaba su porción de lodo. En torno a la fogata se hacían planes para recoger el tiradero. Algunos seguían de pie, sin otra misión que estar ahí, con los ojos abiertos para que los demás durmieran, imponiendo un orden precario y central: la linterna en la noche, la certeza de que donde hay centinelas no hay catástrofe.
El cielo pasó del negro al violáceo. Era el momento de los gallos, pero estábamos lejos de los animales del hombre. Se oyó un sapo. Amanecía en Aguascalientes.
La franqueza del enmascarado
La tormenta tuvo una clara utilidad política; sirvió: de posdata al discurso de Marcos y aceleró los trabajos del día siguiente. En la Convención se habían hecho muchas cosas pero ninguna rápida. Esta vez la asamblea sesionó con la calculada celeridad de un programa de radio; no hubo lagunas de silencio y los oradores respetaban sus cinco minutos de micrófono. Se acordó luchar por la paz y la democracia. Muchas cosas quedaron por discutirse (entre otras las 140 resoluciones que recibió el presídium).
El saldo más favorable de Aguascalientes fue que el EZLN se sometió a un órgano civil, de insólita pluralidad, que será decisivo en la transición a la democracia ("ya no nos mandamos solos", dijo el subcomandante).
Mientras la asamblea sesionaba a cielo abierto recordé que tenía cabeza y que llevaba dos días sin verla. En esa parte de México los espejos son un lujo excesivo. Al cabo de un rato encontré una camioneta y me asomé a un espejo retrovisor que llevaba una leyenda oracular: Los objetos estén más cerca de lo que aparentan.
Un poco después, en un discurso excepcional, el ex rector de la Universidad, Pablo González Casanova, resumió las enseñanzas de Aguascalientes-, aprendimos que no es lo mismo ser solidarios que ser pobres; por unas horas vivimos sin las cosas secundarias de las que dependemos.
En la mesa de prensa que siguió a la Convención, Marcos compensó el "embargo informativo" y la disciplina que dificultaron el trabajo de los reporteros. Si en los discursos el líder zapatista tiende al lirismo, en el tiroteo de preguntas y respuestas recurre con eficacia a la ironía y al albur:
—¿Cuál fue el punto más débil de la Convención?
—La lona —respondió.
La conferencia de prensa fue una divertida picaresca hasta que una voz preguntó:
—¿Cuándo se va a quitar la máscara?
El subcomandante volvió a hacerse el sorpresivo:
—Ahorita.
Entonces recordó que sus iniciativas debían someterse a la Convención y propuso un raro plebiscito:
—¿Me quito el pasamontañas?
Un pavor de fin de mundo recorrió a los asistentes. La votación se hizo en forma de alarido:
—¡No!
Marcos sonrió, disfrutando la última paradoja de Aguascalientes. Su disfraz se había transformado: la máscara es ya su identidad.