Infancia en la Tierra
A Álvaro Quijano, inolvidable atlantista.
El cardiaco número 12
Para el auténtico fútbol no bastan jugadores. En el entrenamiento los equipos pueden cansarse hasta "hacer deporte", pero sólo ante el público descubren que sus goles tienen ruido: cada tiro al ángulo despierta el grito ceremonial, la voz de todos y ninguno que llamamos Maracaná, Camp Nou, Estadio Azteca.
Los futbolistas son los reyes del abuso físico; los domingos cenan con bolsas de hielo en los tobillos, entran al quirófano para que les abran la rodilla por doceava vez, están acostumbrados a las inyecciones de cortisona, los analgésicos, los ejercicios de delirio (discípulo de Ionesco, Helenio Herrera llenó la cancha de sillas para practicar los quiebres de cintura). Las temporadas de hockey, béisbol, fútbol americano o basquetbol no abarcan más que una parte del año. De los juegos de conjunto, que incluyen lesiones por encontronazos, el fútbol tiene el calendario más extenso.
Una liga de fútbol es una ciudad del dolor, un hospital repleto de fracturas y desgarres musculares.
En ocasiones las drogas fuertes y el alcohol ayudan a sobrellevar los cuerpos historiados por las heridas y los soles de los estadios. Ni la severa Bundesliga se aparta de' este riesgo, como lo demuestra Harald Schumacher, ex portero de la sección alemana, en su libro Anpfiff (Silbatazo inicial).
Pero todo esto le importa muy poco a la afición. Basta que Maradona salte a la cancha para que su leyenda se apodere de las gradas. Su figura delata los años de siesta y espaguetis, los botines que lo han arrollado en cinco continentes, la farmacopea y la fatiga; sin embargo, para el público es un mutable Robocop, una máquina que se regenera al engullir una papilla, el monstruo gordo con la zurda nítida, el semidiós que anota con la mano goles legales, burla a ocho ingleses, da un pase decisivo en los desiertos de Australia.
¿Quiénes son los exagerados que llenan las tribunas? Una de las más certeras inspiraciones de los cronistas de fútbol es la del "jugador número 12". El público no sólo brinda color y estruendo al espectáculo; influye en el resultado. Quien crea que todas las canchas son iguales tiene que conocer la canícula de Veracruz y las tribunas enrojecidas por la porra ultraescualo.
El aficionado de raza es un modelo de parcialidad. La justicia es un vapor que se queda en las regaderas. Una vez en la cancha, no hay mejor jugada que la que beneficia al Necaxa.
Curiosamente, los jugadores no pueden ser tan insensatos como su público. En los vestidores del Estadio Azteca me sorprendió que entre las recomendaciones de buena conducta escritas en la pared, hubiera una destinada a inhibir el júbilo: "Absténgase de hacer manifestaciones exageradas después de anotar un gol."
Como es de suponerse, el anotador no tiene tiempo de pensar si al tirarse de panza o bailar lambada se convierte en desmedido. En todo caso, su festejo está bajo control: el árbitro puede amonestarlo por retrasar el juego y los directivos pueden recordarle las tablas de buenos modales que adornan los vestidores.
En cambio, ¿quién frena los arrebatos del número 12? El tifoso sabe que la magia y los ritos carecen de sensatez y confía en el valor expresivo de las matracas, las sirenas de ambulancia, las injurias, los timbales, las porras herméticas y quebrantalenguas: ¡¡¡¡Síquitibum a la bim bom bam!!!! ¿Hay prueba más clara de que ese territorio sólo es emocional? El espectador objetivo, si existe, es una de las encarnaciones del tedio; el fan auténtico se persigna cuando los enemigos llegan al área chica, disfraza a sus hijos de chivas rayadas, usa un sombrero que le tapa la vista a las tres filas superiores, le invita una cerveza al experto que acepte la superioridad planetaria del Irapuato y considera que su alarido es un vendaval que roba y entrega balones, o por lo menos le nuble la vista al árbitro. ¿Quién se atreve a marcar un penal en la caldera al rojo blanco del River Píate?
Uno de los recuerdos más desoladores que conservo en materia de fútbol es un juego a puerta cerrada entre el Real Madrid y el Nápoles. Se había anticipado mucho ese partido de la copa europea de clubes, pero los merengues tenían una sanción pendiente con la FIFA y fueron obligados a jugar sin público. Nada más triste que ese homenaje al vacío; la televisión mostró a los doctores del dribling hacer jugadas inapreciables: el Santiago Bernabeu se había convertido en un hueco silencioso, el gran mausoleo de Paseo de la Castellana.
Los estadios están hechos para llenarse. Las tribunas semivacías en las que corretean los niños (y a veces los perros) son una confesión del fracaso; en ese campo sin eco, los locales juegan como si llevara granizo en los calzones.
Las gradas en anillo hacen que el público se vea a sí mismo y cobre conciencia de su fuerza, según apunta Canetti en Masa y poder:
Hacia afuera, contra la ciudad, la Arena ofrece una muralla inanimada. Hacia adentro levanta una muralla de hombres. Todos los presentes dan su espalda a la ciudad. Se han desprendido del orden de la ciudad, de sus paredes, de sus calles. Durante su estancia en la Arena no les importa lo que sucede en la ciudad. Dejan allí la vida de sus relaciones, de sus reglas, de sus usos y costumbres. Su estar juntos en gran número está garantizado por determinado tiempo, su excitación les ha sido prometida, pero bajo una condición muy especial: la masa debe descargar hacia adentro.
¿Qué pretenden quienes concentran su emoción en la Arena? El aficionado le da poca importancia a los sufrimientos de los jugadores porque apenas puede con los suyos. No es casual que el Azteca esté tan cerca de Cardiología ni que el estadio del Flamengo tenga vista al Hospital Miguel Couto. ¿Cuántos goles de último minuto puede sobrevivir un corazón adicto?
La eternidad dura un gol
Aunque van al estadio por unas horas, los tifosos anticipan y prolongan el partido en la mente. La infección comienza el lunes, cuando los periódicos vienen dichosamente abultados de goles y sigue hasta el domingo en la hierba. Los pronósticos son formas de calentar el juego; el martes la diosa Fortuna parece favorecer al Cruz Azul y el miércoles algo nos dice que la Máquina Celeste está oxidada.
El tiempo del fútbol es un factor tan subjetivo que no existen las "jugadas efímeras". Hay un testigo eterno para cada lance. En un artículo excepcional, "La noche que pudo cambiar la historia" (Umbral, verano-otoño, 1992), Jaime Tubo Gómez narra la célebre jugada en que abandonó la portería del Guadalajara para subir a rematar al área del Oro, y agrega una anécdota que revela el temple de los aficionados: cada 20 de diciembre, durante muchos años, una voz anónima le habló por teléfono para felicitarlo por su arriesgado cabezazo.
Un vicio irrenunciable de la especie es el de memorizar cosas inútiles. Algunos datos se quedan ahí sin que queramos. Un gol decisivo dura lo mismo que un aficionado: ningún brasileño que haya estado en Maracaná en 1950 olvidará la anotación de Uruguay que les robó la Copa del Mundo.
La longevidad psicológica de ciertas jugadas contrasta con su vida "real". En un partido promedio los goles ocupan un tiempo brevísimo. Los 88 minutos restantes son un trabajo de especulación. El fútbol es, generalmente, algo que podría pasar. Pelé, Platini, Cruyff o Beckenbauer fueron ejemplos del peligro inminente. Aun sin balón, creaban una tensión magnética; con el mareaje arrastraban la amenaza, eran siempre anticipo, futuro inevitable. Es difícil pensar en otro juego tan cargado de fuerza potencial y donde la meta se alcance tan poco.
Si el público futbolero alarga lo que ve, en ocasiones cree en lo que no ve. Antes de la televisión, los radioescuchas "ideaban" el partido, como en la canción Tempo, de Lucio Dalla:
Parece que fue ayer cuando nos encerrábamos los domingos con la radio y vetamos partidos en la pared no en el estadio.
La capacidad de ver "partidos en la pared" es esencial a la imaginación futbolística. Incluso en el estadio o ante el televisor, el aficionado concibe cosas que no ocurren; enriquece el partido con signos, apodos, gestos de epopeya. La fantasía puede alcanzar a todo un equipo o a una selección. Obviamente los comentaristas son esenciales a estos mitos. Narrar un partido es reinventarlo; en fútbol, el periodista "científico" es siempre un hígado. Lo que se necesitan son mitógrafos y cada país tiene los suyos: Brian Glanville en Inglaterra, Gianni Brera en Italia, Ignacio Matus en México, Joao Saldanha en Brasil. El fútbol es inseparable de su representación en las rosadas páginas de la Gazzetta dello Sport o en la tinta café del Esto.
En la tradición oral, este carácter mítico se ha acentuado con virtuosos como Ángel Fernández, capaz de describir el salto de un defensa soviético como "Chesternev vía Sputnik a Rusia", o delirantes amateurs como el catalán Lluis Colet, quien en mayo de 1993 habló en la calle durante 24 horas para celebrar el triunfo del Barcelona como campeón de la copa europea de clubes, luciendo una corbata de moño de 111 centímetros (en homenaje al minuto en que Koeman marcó el gol de la victoria). Se trata del discurso más largo de la historia (el segundo lugar pertenece al propio Colet, que impartió una conferencia de diez horas y 34 minutos sobre Salvador Dalí, y el tercero, obviamente, a Fidel Castro, cuya marca máxima llega a ocho horas).
Como apunta Canetti, la masa del estadio se sustrae al orden de la ciudad y altera su sentido del tiempo. La frase de Fernando Marcos, "el último minuto también tiene sesenta segundos", revela las parcialidades de este juego donde lo breve se alarga hasta ocupar 111 centímetros de corbata o 24 horas de conferencia.
"O no sabemos rezar o Dios no le va al Necaxa"
Definir al balompié como "deporte" equivale a definir a la perdiz en pipián como "alimento". No es extraño que el lema del Barcelona sea "Más que un equipo", pues el fútbol está atravesado de asociaciones ajenas al juego. El equipo blaugrana ha sido un abanderado del catalanismo del mismo modo en que el Atlanta de Buenos Aires fue hasta hace poco estandarte de los judíos argentinos: en el fútbol siempre se disputa algo más. Los clásicos Boca Juniors-River Plate o Guadalajara- América suelen ser percibidos como la nación contra la élite. Hay escuadras con filiaciones empresariales (como el Juventus, que pertenece a la Fiat), universitarias (de la Universidad Católica de Chile a los Tigres de la Universidad de Nuevo León) y aun eclesiásticas (el Aston Villa, en Inglaterra).
Escoger un equipo es una forma de decidir los fines de semana. Los que buscan domingos fáciles le van al campeón, los románticos se ilusionan con oncenas inestables, los estoicos soportan su pasión por el colero y los masoquistas se quejan de que sólo perdieron 4 a 1.
El fútbol necesita tiempo y motivaciones exteriores para que los equipos se odien con precisión histórica. Aunque todo público sazona la contienda con detalles imaginarios, resulta difícil encontrar otro más inventivo que el mexicano. Cuando cubrí el Mundial de Italia '90 pocas sorpresas superaron a la de llegar al estadio de Nápoles para ver las pancartas de mis paisanos: México, número 1, Hugo Sánchez, el mejor e incluso ¡Viva Ciudad Juárez! Nuestra selección estaba a diez kilómetros de distancia, eliminada por el asunto de los cachirules, pero una vez más los porristas demostraron su capacidad de no dejarse afectar por la realidad.
La fanaticada mexicana ha recibido en recompensa los relámpagos de Enrique Borja, la tijera de Hugo Sánchez, los taconazos de Ramiro Navarro, la bicicleta de Aarón Padilla, la puntería de Héctor Hernández, el toque de Manuel Manzo, las barridas del Halcón Peña, las atajadas de Jorge Campos, pero en conjunto nuestro fútbol tiene una historia tan poco épica y tan llena de arbitrariedades que sorprende que sus devotos no sé hayan convertido al béisbol.
Durante muchos años la liga mexicana tuvo un perfil claro. Enrique Krauze ha trazado su mapa histórico:
El Atlante era un club cardenista no sólo por la biografía de su legendario dueño —mi General Núñez— sino por la raigambre popular de su público y sus jugadores: los prietitos. El América, en cambio, era un viejo club callista (campeón de 24 a 28) que en los cincuenta adoptaba un creciente prestigio alemanista: los millonetas [...] Aunque proteccionista, esa organización no era xenófoba: había muchos jugadores argentinos y hasta un refugio final (San Juan de Ulúa futbolístico) para los españoles: el loluca de Nemesio Diez.
Los oficios también estaban representados: el Oro jugaba en nombre de los joyeros de Jalisco, el Necaxa de los electricistas, el Zacatepec de los cañeros.
Como el Boca Juniors, el Guadalajara era el Campeonismo que rebasaba el localismo ("la mitad de los mexicanos, más uno, le va a las Chivas"). Otros cuadros se definían estilísticamente. Según ha observado Juan José Doñán, los Niños Catedráticos del Atlas derrocharon un fútbol "a ras de pasto", de "bola cosida a los botines". En este fútbol de toque cum laude un balonazo era visto como una prueba de barbarie.
En la liga no podía faltar el equivalente a los toreros gitanos que tienen una tarde de gloria por diez de silencio. El Necaxa perdía con el colero y le ganaba 4 a 3 al Santos de Pelé. Pero además de ser verdugo de gigantes y pichón de advenedizos, sabía anotar con dramatismo: después de 80 minutos sin brújula, estallaba en una tormenta de goles. Escoger al "Equipo de los diez minutos" era escoger el riesgo.
En las carreras de caballos no hay nada más aburrido que apostarle al favorito, como bien sabe Fernando Savater, que suele filosofar en los hipódromos. Entre los muchos caballos que han intrigado su mente, se encuentra Desert Rose, un corcel grisáceo que a veces corre como un huracán y casi siempre llega a la meta sumamente orgulloso de su séptimo lugar. Según informa Savater, en Inglaterra "hacer el dessie" equivale a ganar contra las apuestas. Lo mismo ocurre con el Necaxa, que surgió para alterar las regularidades del destino ydel938al995 no incurrió en la gloria redundante de ser campeón de liga; generalmente sus hazañas pertenecen al dominio de los prodigios sin premio.
Nuestra liga tenía para todos los gustos, pero la especulación acabó con su carácter distintivo. En Inglaterra, Argentina, Brasil o Italia sería escandaloso que los equipos cambiaran de nombre, colores y apodo. En México la venta de franquicias hizo que el Oro se convirtiera en el Jalisco, tan insulso que sus dueños trataron de revivirlo con un traje de arlequín (el carnaval terminó en segunda división). Según documenta Doñán en "Mis universidades: el fútbol en primer plano", luego de mil avatares, la franquicia original del Oro, campeón del fútbol mexicano, fue a dar en 1990 a unos empresarios de Acapulco.
Por su parte, el volátil Necaxa se convirtió en los años setenta en Atlético Español y ahora pertenece a otro club de primera división, los antiguos Canarios, travestidos con el pretencioso plumaje de Águilas. A estas alturas ya sabemos que Job fue el primer hombre capacitado para irle al Necaxa.
Son muchos los agravios que soporta el aficionado mexicano, pero es mayor su furia inventiva. Ningún otro público ha refutado tantas veces la evidencia. En La fenomenología del relajo, Jorge Portilla buscó las claves para esta algarabía sin control ni causa aparente, la singular "suspensión de la seriedad" que sólo logramos en forma colectiva: "Siguiendo el hilo conductor de la expresión echar relajo puede decirse que en soledad no hay dónde echarlo". El relajiento busca a sus almas gemelas y, una vez en compañía, borra el motivo de la fiesta: se convierte en su propia razón y su propio espectáculo. Durante la Copa América se volvió costumbre que la fanaticada celebrara los triunfos de la selección en el Ángel de la Independencia. ¿Se suspendió la fiesta después de que Argentina nos derrotó en la final? Por supuesto que no. Sería un facilismo melancólico decir que "celebramos la derrota". Al pie del Ángel, la afición mexicana logró lo que siempre ha buscado: celebrarse a sí misma.
Enemigos de la pasión
No sólo los mexicanos ven amenazada su devoción futbolera. A nivel mundial, el juego tiene otros adversarios. Cuatro de ellos:
1. La defensa de hierro. Desde la famosa "zona uruguaya" de 1930 hay muchos dispositivos para evitar goles. Los más conocidos son la marca y la guadaña. En fútbol el ideal helénico es cuestionable porque deriva de Helenio Herrera, táctico del candado y el contragolpe; su libro Memorias de un genio es una prueba de lo que el coeficiente intelectual puede hacer para aniquilar la emoción. Otros entrenadores han pasado de la estrategia a la refinada marrullería. Oswaldo Zubeldía hizo que Estudiantes de la Plata (donde jugó Bilardo) demostrara las muchas artimañas que pueden llevar al 1 a 0.
Si el fútbol sobrevive es porque ha tenido abados del ataque como Sacchi, Menotti, Michels, Cruyff o Zagallo. Sin embargo, hay contiendas donde predominan los esclavos del resultado.
2. El comercio del gol. Los directivos ocupan un palco negro en la historia del juego. El eterno jerarca de la FIFA, Joao Havelange, ha subordinado el fútbol a la caja registradora. Los mundiales se celebran en verano para no afectar los intereses de los clubes y se programan a horarios de infierno porque así le conviene a la televisión. Las propuestas de Havelange para hacer más rentable el fútbol van de ampliar la portería a eliminar la barrera en los tiros libres, pasando por descansos cada quince minutos para abrir espacio a los comerciales de televisión. Recientemente informó que pensaba organizar el primer mundial del siglo XXI en Japón o Corea del Sur "porque ahí hay un gran mercado para nuestros dos principales patrocinadores" (los mismos argumentos condujeron a Estados Unidos '94, un negocio formidable y el primer Mundial secreto para el país sede).
3. El poder y el área chica. Para los políticos en apuros (¿hay otros?) un juego que congrega a millones de espectadores es una tentación irresistible. El fútbol no ha estado libre de las corruptelas que suelen caracterizar al ejercicio del poder. Un primer indicio de la operación "Manos limpias" que depuraría el sistema político italiano fue la investigación en torno a las obras del Mundial; los negocios de Italia '90 llegaron a niveles fellinescos; hasta la cancha del Olímpico de Roma fue vendida en trozos, como si fuese la lasaña más grande del mundo.
Sin duda el resultado más dramático de un partido ocurrió en 1969, cuando Honduras y El Salvador pasaron de los balonazos a la "guerra del fútbol", documentada por Ryszard Kapuscinski en su libro Botas.
El Mundial de 1978, en Argentina, fue casi un "experimento controlado" de manipulación política. Se ha discutido mucho el posible soborno que permitió la goleada Argentina 6-Perú 0. En lo que toca al uso del fútbol en la política exterior argentina, pocos análisis son tan precisos como el de la comunicóloga canadiense Joyce Nelson. En Sultans of Sleaze, Public Relations and the Media, Nelson rastrea el trabajo que la compañía West Nally Ltd, con sede en Montecarlo, realizó para mejorar la imagen pública de los militares durante el Mundial. Antes de la contienda, la prensa había insistido en el tema de los desaparecidos y los derechos humanos. En 1978 una hábil campaña de presiones y cabildeo en los medios transformó el panorama: en los 60 periódicos más importantes de Estados Unidos, las noticias de Argentina se relacionaron en 25 ocasiones con el fútbol y sólo en tres con los desaparecidos.
4. Los aficionados de la sangre. Si el fútbol puede ser manipulado para insuflar nacionalismos y darle oxígeno a los dictadores, también puede ofrecer una causa épica a los cuchilleros. Los hooligans son lo opuesto al porrista que está con su equipo aunque pierda. El mejor libro escrito por alguien que no entiende el fútbol es Entre los vándalos, de Bill Buford. Buford nació en Estados Unidos; durante años vivió en Inglaterra (donde dirigió la revista Granta) y se interesó en los excesos de sangre del fútbol inglés. Su reportaje es un documento imprescindible sobre los salvajes de la sociedad posindustrial; Buford tiene pulso de camarógrafo de Sam Peckinpah: no tiembla ante las salpicadas de sangre, sigue a los hooligans a sus guaridas neofascistas y a las giras donde se comportan como celebridades al revés (la policía los escolta a los estadios, donde el dueño les regala boletos para los asientos más seguros; por la noche, sus navajas abren un crédito sin fondo en el bar del hotel).
El sueño de Menotti
Aunque son muchos los desastres que amenazan al fútbol, es el juego más popular del planeta. Abundan las explicaciones al respecto. Para Desdmond Morris se trata de "la ceremonia más importante del siglo XX", una "guerra sin sangre", la forma de expresar lo que aún tenemos de tribu. En otras palabras: una refutación del tiempo, la oportunidad de revertir nuestras biografías y la historia de la especie.
El poeta Antonio Deltoro describió al soccer como "la venganza del pie sobre la mano". El verso se refiere a la técnica de juego, y de un modo más profundo, al temperamento de los espectadores: enemigos de la evolución, los fanáticos no quieren crecer.
Lo mismo puede decirse de una reveladora anécdota de César Luis Menotti. Sin duda, Menotti es la mayor fuerza retórica que ha dado el fútbol. Más allá de sus logros y descalabros como entrenador, ha hecho del juego una vasta forma de la conversación. En la entrevista que concedió a Canal 13, un poco antes de salir de México, dijo que en sus sueños nunca se veía como táctico sino como jugador, o más exactamente, como niño que quería ser jugador. Éste es el secreto último de lo que ocurre en la hierba: una irregateable opción de infancia.
No es difícil resaltar el valor de la niñez en nuestra hora, desde la pedagogía retrospectiva de Baudelaire ("tenemos de genios lo que conservamos de niños") hasta la idea del juego como crítica del progreso. Pero antes de volver demasiado serio un tema que se niega a serlo, conviene recordar lo que Fernando Savater escribe en El contenido de la felicidad-.
En cuanto objeto conceptualizable la felicidad es opaca, resulta refractaria a la tarea reflexiva. Su expectativa o su nostalgia nos da qué pensar, pero ella misma —en cuanto presencia recordada— no.
La felicidad, como los milagros, no admite teorías.
Los estadios son aparatos para retrasar el tiempo hasta que los héroes sean posibles. Los mundiales intensifican el proceso; cada cuatro años, un hombre vestido de negro silba en el verano y la multitud siente la indescriptible energía del regreso. La infancia no siempre es dichosa y su recuperación tardía puede deparar numerosas decepciones. Lo singular, en todo caso, es el atrevimiento colectivo, la suspensión en bloque de la sensatez, el pacto entre el balón y el alarido: "¡No dejen de gritar, muchachos, que sólo nos van ganando 7 a 0!"