¡Hombre en la inicial!
Hasta hace unos años los libros fueron custodios de la fe y la ciencia. El cine y la televisión ya se habían apoderado del gran público pero la reserva del saber seguía en las bibliotecas (las computadoras aún eran aparatos imprácticos, del tamaño de un Aula Magna). Ahora, la cibernética se ha apoderado del último bastión de la letra impresa. Es cierto que cada comunidad religiosa conserva un Libro, pero en calidad de talismán: la escritura del Dios se alza como él negro basalto del Código de Hammurabi, establece un contacto con un tiempo distante, perdido en los primeros desiertos, donde el hombre tenía que leer para actuar.
La infancia debería ser el terreno del encuentro con la lectura; sin embargo, al ver a Chepo y Yeyo, eminentes yuppies de ocho años, jugar a las tortugas ninja, cuesta trabajo concebir la alteración mental para que lleguen, ya no digamos al a El Quijote, sino a Asterix el Galo. ¿Qué prodigio hará que esos ávidos succionadores de Pepsilindros apaguen el Nintendo y abran un libro?
Mi itinerario no fue menos arduo. Pasé una infancia sin otras ambiciones que ser centro delantero del Necaxa o requinto de un grupo de rock. Los libros me resultaban tan amenazantes como la Biblia, la Constitución y otros tratados de castigos y recompensas que esperaba no conocer nunca.
En sexto de primaria tuve que debutar ante la literatura. La señorita Muñiz decidió que ya estábamos en edad de merecer un clásico. Casi todos eligieron El lazarillo de Tormes, por ser el más breve, y el matado de la clase volvió a caernos en el hígado al escoger un tedio de muchas páginas y título insondable: La Eneida. Unos días antes de este rito de iniciación, había visto El Cid, la película con Charlton Heston y Sophia Loren. Las hazañas del Campeador me entusiasmaron tanto que le pedí a mi abuela que me hiciera un traje de cruzado. En esa época los niños de Mixcoac mostraban su vocación épica disfrazándose de indios o vaqueros; a veces, algún desesperado se vestía de Supermán. No necesito decir que mi aparición en la calle de Santander fue atroz: la cruz destinada a amedrentar moros y la cota de malla hecha con un mosquitero me dejaron en ridículo. Aun así, Rodrigo Díaz de Vivar siguió siendo mi héroe secreto y ante la oferta de la señorita Muñiz no vacilé en escoger El cantar del Mío Cid. El encontronazo con los clásicos me dejó pasmado: era increíble que una película excelente se hubiera hecho con un guión tan malo.
Como tantos maestros, la señorita Muñiz pensaba que debíamos ingresar a la literatura por la puerta gótica. Hubiera sido más sensato empezar por Mark Twain, J. D. Salinger o algún crimen apropiadamente sangriento, y avanzar poco a poco hasta descubrir que también El cantar del Mío Cid era materia viva. Como esto no ocurrió, pasé los siguientes años evitando todo contacto con la literatura. Salí de la secundaria con un récord de dos libros en mi haber, uno en contra, otro a favor. Me sometí a la tiranía sentimental de Corazón, diario de un niño, me enjugaba las lágrimas, preguntándome si alguien leería eso por gusto (yo al menos estaba llorando para pasar Español). El segundo libro me cautivó como un sueño oscuro; durante semanas sólo pensé en el Capitán Hatteras y su arrebatado viaje al polo norte. La novela de Verne era una inmejorable invitación a la literatura, pero algo me detuvo; la epopeya en el hielo se impuso en mi imaginación como un cataclismo excesivo; salí del libro como quien sobrevive a un huracán.
Los momentos que cambian el curso de una vida son difíciles de rastrear. Muchos años después, ante el pelotón de fusilamiento o en el diván del psicoanalista, tratamos de otorgarle una lógica a los actos que no obedecieron sino a un profundo azar. Yo también he olvidado el nombre de la niña maravillosa que en quince minutos de un recreo me descubrió la belleza del mundo y me embarró su gelatina en la cara. Sin embargo, como un raro privilegio de la memoria, recuerdo la tarde en que mi vida cobró forma en las páginas de un extraño autor sin apellido. José Agustín logró el rapto predilecto de los escritores; ganar a alguien para la literatura: el lector ideal es el que hasta ese momento no ha leído un libro por gusto.
El verano de 1972 me encontró en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, en un planeta miserable donde Los Beatles se habían separado y el mejor equipo que jamás saltó a la cancha se convertía en el Atlético Español. Un infierno de tardes eternas, muchachas inalcanzables, calles que conocía en todas sus cuarteaduras. En aquel marasmo, ocurrió el milagro: sonó el timbre y Jorge Mondragón, cuyo nombre de guerra era El Chinchulm, entró a mi casa ¡con un libro! Los ojos le brillaban como si contemplara la legendaria jugada de pizarrón entre el Yuca Peniche y el Morocho Dante Juárez. El ideal de Mallarmé se consumó en la recámara: para Jorge, el mundo se había convertido en libro: De perfil, de José Agustín. No le hubiera hecho caso de no ser porque habló con un morbo fascinante. Se quedó viendo la foto del autor y dijo:
—Francamente no sé cómo le hizo para ligarse a Queta Johnson.
De inmediato quise saber cómo le hizo.
Jorge y yo ignorábamos que se podía escribir ficción en primera persona; leímos De perfil como trozo de vida. Con la enorme vanidad de la adolescencia, la novela me gustó tanto como si yo la hubiera escrito. ¿Cómo había hecho el autor para conocer hasta mis tribulaciones más íntimas? El protagonista no tenía nombre porque José Agustín quería evitarme el quemón de que me reconocieran en la calle. La novela transcurría en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria y era demasiado semejante a mis días sin brújula. Hasta ese momento decisivo yo creía que un romance era "literario" si el beso lo daba un griego; los escenarios novelescos estaban tan lejos que se necesitaba un barco y un capitán desquiciado para llegar a ellos. De perfil ejercía la fascinación de la territorialidad: de un espacio familiar, mil veces pedaleado en bicicleta, surgía un cosmos infinito; los detalles cotidianos, fugitivos, se ordenaban en una realidad que superaba a su modelo: no estábamos en la colonia Narvarte sino en una utopía que también se llamaba Narvarte. La gozosa reinvención de lo conocido proseguía en el lenguaje: la lingua franca de Agustín era tan eficaz que seguramente estaba prohibida en las escuelas; un lenguaje de primera intención, hecho con el presuroso código del patio y de los baños, nunca del salón de clase. Mientras los pizarrones se llenaban de lenguas muertas, De perfil se abría con un rumor de estadio, un estruendo con reflectores encendidos, donde un corredor frenético se robaba todas las bases. No podía ser de otro modo con un novelista que fue el primer bateador en conectar un jonrón en la Maya Pony League.
Durante esas vacaciones no hice más que leer De perfil. Fuera de sus páginas todo me parecía ficción. Desde la ventana del departamento veía las azoteas, los pájaros que volaban de unas antenas de televisión a otras y me preguntaba qué se estaría escribiendo en las casas de enfrente, de golpe percibía mi colonia como una colmena de escritores, resultaba inconcebible que alguien se dedicara a otra cosa, la realidad se había vuelto un enorme pretexto para escribir novelas.
En 23 años no he vuelto a leer el libro que decidió mi vocación, pero no he perdido un detalle de su copioso mundo: el dedo gordo-flaco de Queta Johnson, la mano de Violeta que se retira cuando su marido trata de tocarla, el nacimiento del protagonista en el capítulo final. Casi todas las expresiones artísticas circulan en la orilla de la memoria; sólo la literatura se hunde de lleno en el tiempo perdido: un libro nos puede gustar más o menos al cabo de los años sin necesidad de releerlo. La música trae recuerdos mientras la escuchamos pero los libros gravitan sin cesar en nosotros, trabajan por los días fugados, y acaso ésta sea la razón por la que, aun en la era de la imagen y sus ingenierías, no podamos prescindir de ellos.
"Detrás de la gran piedra y el pasto, está el mundo en que habito", comienza el libro de Agustín. Muchos años después, mientras escribo estas palabras, alguien que nunca ha leído un libro por gusto apaga la televisión y se encierra en su cuarto. El mes de mayo ha sido nefasto, una sudorosa soledad entre exámenes que no llevan a ninguna parte; ya todo parece posible, incluso leer una novela. ¿Realmente se puede caer tan bajo, estar ahí, ante un libro que no sirve para pasar materia? ¡Y todo porque su mejor amigo, que hasta hace poco era un espíritu confiable, sin otra pretensión cultural que ver El vengador tóxico por octava vez, le dijo que De perfil lo había transformado! La palabra "transformación" siempre suena sospechosa —en los sesenta tenía que ver con los telépatas del Tíbet, en los noventa con los mutantes bajo un cielo químico—; sin embargo, más allá de las esoterías y la ciencia ficción, las transformaciones ocurren, como lo comprueba el lector en ciernes al ver a su amigo francamente alterado. No tiene otro remedio, que leer el libro. Un acoso total, como ir perdiendo en la parte baja de la séptima entrada, con dos outs y dos strikes en la pizarra. Abre De Perfil con recelo y lee las primeras páginas. La pelota está en el aire. Un segundo después gritan los cronistas: "¡Hombre en la inicial!" Otro lector ha llegado a primera base, la zona fabulosa que ya corresponde al resto de su vida. Desde ahí, contempla las bases que le quedan por robar. ¿Quién lo impulsará a segunda, el próximo bateador, que se prepara abanicando el aire? ¿Cómo pasamos de un libro a otro, quién tiene el mapa de todo el archipiélago, las bases dispersas que forman nuestro juego?
De perfil o la fuerza iniciática, la insólita capacidad de patentar lectores. Si José Agustín recibiera las regalías de todos los libros que leímos gracias a él, estaría nadando en la alberca de Elvis Presley. De cualquier forma, ninguna recompensa iguala a la magia del primer encuentro: "¡Hombre en la inicial!"
El juego continúa.