Rusos en Gigante
Según declaraciones recientes de William Webster, jerarca de la CIA, la sede mundial del espionaje se desplazó de Viena a la ciudad de México. ¿Será cierto? ¿O será otra de las muchas especies soltadas por los gringos para justificar que el temido embajador Negroponte afile sus lápices en Reforma?
La primera pregunta de contra-inteligencia es "¿cómo se ve un espía?" Que yo sepa, sólo he conocido a uno, que por supuesto me pareció todo lo contrario a un espía. En aquellos tiempos previos a la caída del Muro, los diplomáticos de México en Berlín juzgábamos a la gente del Ministerio de Relaciones Exteriores de la RDA con criterios que no siempre dependían de la geopolítica. M. nos caía bien porque se parecía a Paul Newman (aunque era más chaparro); nunca faltaba a nuestros cócteles, hablaba un español perfecto y las secretarias alemanas lo oían con rostros arrobados, como si de su boca saliera La sinfonía alpina. Estuvo varias veces en mi casa y le hice una reunión de despedida cuando lo trasladaron a Uruguay. Unos años después pidió asilo político en la Embajada de Estados Unidos en Buenos Aires: era el responsable de un vasto operativo de espionaje en América Latina. Esta noticia sirvió para resolver el caso del diablo de Ocumichu desaparecido en mi sala (de inmediato culpé al agente doble) y para que un colega creyera que todos los sucesos, de Latinoamérica tenían que ver con aquella noche en que invitó a M. a comer enfrijoladas. Por lo demás, nos pareció obvio que alguien tan desenvuelto y con tan poca pinta de espía fuera precisamente un espía.
Después de esta experiencia uno no sabe a qué atenerse. ¿Qué facha tienen los numerosos agentes que preocupan al señor Webster?' Esos hombres solitarios que miran pasar la tarde recargados en un poste, ¿espían algo? Tal vez la violencia capitalina tenga que ver con una estrategia que desconocemos. El hombre ultimado a navajazos en un paso a desnivel, ¿era un agente balcánico? De seguro me equivoco, pero creo que la única patente de la criminología mexicana es el tehuacanazo con chile piquín. ¿Se aplica para mantener nuestras fronteras?
John le Carré ha dedicado sus mejores páginas a despertarle culpas a sus personajes. Están ahí, en el puente final, a punto de entregarse al enemigo, cuando repasan sus muchos microfilms y abominan de la moral alterna del espionaje: unos matan, roban y torturan en secreto para que los demás duerman tranquilos. ¿Quién se la rifa para que Benita Enríquez pueda soñar que vuela y es invisible? Si esa carta no fuera interceptada, ¿Benita despertaría? Por desgracia, como descubren los mejores espías antes de suicidarse, el sueño de los otros es profundo.
Nada impide que los capitalinos echemos un pestañazo. Baste ver nuestro dominio de la siesta en el caos: el policía dormido entre diez mil usuarios de la estación Pino Suárez del Metro; el hombre que descansa sobre los costales de azúcar de un camión en movimiento. Aun sin espías dormiríamos a pierna suelta. ¿Por qué están aquí? Una cosa hay que reconocer, el terreno se presta para el escondite: ni siquiera sabemos cuántos somos, y nos vale. Cuando Günter Grass pasó por la ciudad y supo que éramos "entre 16 y 18 millones" entró en un vértigo matemático: el margen de error era del tamaño de Berlín, la ciudad donde él vive. "¿Cómo pueden existir sin saber su cantidad?" La pregunta merece un ensayo metafísico que seguramente hará otro alemán.
Algo similar ocurre con las direcciones. Estamos acostumbrados a que ningún taxista conozca, ya no digamos todas las calles, sino las 264 que se llaman Hidalgo (según la Guía Roji de 1986). Sólo Rafita Vargas, el más categórico de mis amigos, asegura haber estado en cada punto de la ciudad, pero ha olvidado cuándo.
Nuestro populoso laberinto es un escenario perfecto para escapar hacia dentro, a la vida secreta de quienes dejan papelitos en un ahuehuete de Chapultepec, olvidan un cesto lleno de naranjas en una banca del Parque Hundido, transbordan tres veces sospechosas en Balderas. El espionaje es la opción ideal para cambiar de ciudad sin moverse. De repente te emociona estar en la Terminal del Norte, buscando al vendedor de muéganos que te dará "la seña". Vas a la tintorería con la nota que una morena te deslizó en el Vips del Altillo; recoges un saco desconocido: tiene un objeto pesado en la bolsa interior. El grafiiti Esta barda era fresa hasta que llegó la banda se vuelve un anagrama para resolver de aquí a seis meses.
¿Qué anima al espía? ¿Un ideal superior, un mensaje de fuego, las Tesis sobre Feuerbach? ¿La recompensa, el chalet y el Mercedes en Suiza o la dacha y el Chaika en una estepa privada? ¿La noción de riesgo? ¿La venganza secreta? Tu mujer te deja por un canalla que se cree lo máximo porque dicen que se parece a Gonzalo Vega. ¡Pero tú eres espía! Supongo que esto compensa las cosas.
Como en tantos asuntos que ocurren en el México de puertas abiertas, los protagonistas deben ser extranjeros. Ni siquiera como enemigos somos meritorios. ¿Qué secretos tenemos? Las valijas de nuestra diplomacia se despachan como carga aérea y cada vez que se pierden recibimos los 25 dólares correspondientes a una maleta extraliviana. Desde el cero maya no hemos dado muchas patentes tecnológicas, de modo que el espionaje industrial también queda descartado. En cuanto a la milicia, no hay manera de que nuestras tropas se vuelvan peligrosas, a no ser que todos los cornetas soplen al mismo tiempo Se levanta en el mástil mi bandera.
Al compararnos con Viena, Webster implicó que aquí se barajan las nuevas cartas de la guerra fría, el mismo juego estelar de siempre: CIA vs. KGB. La ciudad de México es el set, un escenario de alquiler semejante a los estudios de Durango. Pero, ¿de veras, de veras no hay modo de participar? ¿Qué podemos hacer los defectors en potencia?
Ahora que Gorbachov es el indiscutible líder del planeta no deben escasear los colaboradores de la inteligencia-soviética. Si la KGB reclutara a todos los gorbimaniacos, sería el mayor fan-club del mundo. Obviamente es más selectiva.
La peor manera de enrolarse es ir a la embajada soviética. En el mano a mano CIA-KGB, la agencia norteamericana se anotó un triunfo en nuestro país. Sólo una inmobiliaria infiltrada por la CIA podía convencer a la URSS de que instalara su legación en esa casona draculesca, un verdadero monumento a la propaganda antisoviética. Ni la perestroika ha logrado que corran las persianas. La embajada que se yergue en Chicontepec 34 es tan amenazante, tan hermética, que mis tías se santiguan al pasar por ahí, felices de que la virgen se haya aparecido en Yugoslavia, en medio de esos marxistas que usan chamarras de piel de disidente. El edificio estimula pesadillas incluso entre los numerosos adeptos de Gorbachov. Aunque todos sabemos que no es la conciencia la que determina el ser, he soñado que entro a esa casa de espanto y veo un retrato del gran Mijail: de pronto, la mancha en su cabeza se abre y chorrea una sangre lenta, espesa. El sueño, por supuesto, acaba en la fortaleza de Trotsky en Coyoacán y me las arreglo para no despertar antes de que el piolet se clave por vez 17 en su cabeza.
Es demasiado obvio —y aterrador— pedir chamba en la embajada. El chiste está en encontrar un contacto en otra parte, dar con uno de los agentes que se desperdigan con eficacia y desaparecen pálidamente en los confines donde alguna vez estuvo Rafita Vargas.
Y sin embargo, no hay rusos en El Tizoncito, ¿o nos habrán infiltrado tan totalmente que ya tienen de oreja al tipo que rebana la piña y la atrapa al vuelo? Salvo la mejor opinión de W. Webster, el sitio con mayor densidad de rusos fuera de la embajada es el Gigante de Tacubaya, a unos metros de Chicontepec. Siempre hay algunos empujando carritos con mercancías; es fácil reconocerlos por los trajes de planchado eterno, la piel cerúlea y los zapatos que rechinan. También porque no compran productos Marca Libre.
Un día del cuarto invierno de la perestroika, me aposté en un pasillo de Gigante con ánimo de entrar al redset. Una voz de azafata informó: "Viva un 30 por ciento de descuento en nuestro departamento de salchichonería." Observé a los rusos vivir un 40 por ciento de descuento en lácteos y un 30 por ciento en carnes frías. Ninguno me echó un lazo; a pesar del ejemplar de The Russia House que llevé de contraseña. Pasaron ante tapiocas y fideos, impasibles, hasta que empecé a temer un operativo de Webster: esos rusos tan rusos sólo podían ser agentes de la CIA, puestos ahí para cazar a quien deje un mensaje en alfabeto cirílico entre dos latas de pollo con tallarines. Salí corriendo. A salvo. Y otra vez la ciudad, las calles infinitas, el vasto anonimato de los hombres sin cantidad.