Conversación con Ángel Fernández
No podría detallar ni describir tal multitud aunque gozara de diez lenguas, diez bocas, una voz infatigable y pulmones de bronce.
La Ilíada
La voz del Azteca
Durante décadas, Ángel Fernández puso apodos indelebles a los futbolistas mexicanos y convirtió sus crónicas en épicas donde todo exceso y todo delirio eran bienvenidos; trapecista sin red protectora, se lanzó en maromas verbales extremas, inventó un lenguaje tan eficaz que hacía ameno el peor partido y ofendía a los académicos.
Si el Mago Septién es el narrador de radio por excelencia, Ángel Fernández es el narrador de la televisión. El Mago es un virtuoso del estadio imaginario: "Estamos en la parte baja de la séptima entrada. Cuenta llena: tres bolas, dos strikes y dos outs en la pizarra. El estadio está a reventar, no cabe un alfiler... ¡y sigue llegando gente! Ultimo lanzamiento... pelota rumbo a la goma, toletazo... la pelota se va... se va... ¡se fue! ¡¡Automovilistas que circulan por el Viaducto... hay un bólido en su camino!!" El Mago describe con minucia acciones que no se ven, cuenta remotas hazañas de beisbolistas con intensidad de radioteatro, crea un estadio donde la gente sigue llegando como una permanente marea, convierte al "Viaducto en la invisible frontera de los violentos pelotazos.
Aunque Ángel Fernández ha sido un notable cronista de radio, su verdadero sello surgió en la televisión, donde hay mayor espacio para la imaginación. Cuando el espectador ve la acción ya no hace falta decir que un fortísimo defensa alemán avanza a velocidad, basta la metáfora: "Hans Peter Brigel, que en alemán quiere decir: Ferrocarriles Nacionales de Alemania." Cristóbal Ortega debuta con el América: "¡América descubrió a Cristóbal!"
Además de la imaginería y los juegos de palabras Ángel Fernández busca nudos dramáticos para potenciar la narración. Un delantero se escapa a profundidad y Ángel Fernández recurre a palabras emblemáticas: "Pique... freno... amague... ¡¡¡FOGONAZO CEGADOR!!!... (((((¡¡¡Enorme BANG!!!))))), ¡sobre un trazo versallesco de Ubirajara, el Hijo del General no perdona y horada la portería del Cruz Azul con un gol de excepcional coraje!, ¡la Pandilla no se rinde! ¡Goooooooooooool!", hasta que llega la repetición y la voz de Ángel recrea la jugada con emoción delirante: "¡Qué manera de cucharear el envío de Ubirajara, de destroncar al Confesor Cornero, de jalar el gatillo cuando ya Supermán Marín achicaba el ángulo, kriptonita pura!... ¡¡el Hijo del Coronel manda al Confesor al Concilio de Trento!!... esto es ¡el juego del hombre!"
Los niños lo imitaban con una cuchara a manera de micrófono, los futbolistas de todos los estratos, del Tornero de los Barrios a la Liga Española, hablaban su idioma, los radios de transistores eran golosamente escuchados en pleno estadio: el partido se desdoblaba en otro, inventado por Ángel Fernández.
Desde 1983 Ángel Fernández no narra un partido de televisión. Televisa consideró su cambio al Canal 13 como "alta traición" y el 13 no le ha ofrecido un nuevo contrato. En 1986 volvió al radio para cubrir el Campeonato Mundial.
No muy lejos del Estadio Azteca, en Tulyehualco, Ángel Fernández vive sus años de silencio. Lo espero en su sala un martes en la mañana. Me entretengo viendo un afgano de peluche de metro y medio de estatura y un retrato al óleo donde Ángel parece pegar un alarido como una versión moderna del fabuloso Sténtor, que atraviesa La Ilíada lanzando un grito superior al de cincuenta hombres. Desde la cocina, un radio difunde música ranchera.
—¡Bajen ese radio!
Aun en persona, la voz de Ángel parece transmitida desde algún sitio; no pierde el timbre del micrófono; Sténtor en XEWTV, el homérico pulmón que gritaba las hazañas de los héroes.
Arde el Asturias
Además del retrato del locutor, hay otro cuadro significativo: los tres hijos menores de Ángel Fernández vestidos como infantes de palacio; uno sostiene un sombrero de tres picos, otro un papalote y el tercero está sentado en un caballito de palo.
El óleo tiene extrañas huellas esféricas. "Son balonazos", me explica su hijo Ari, "de chicos no sabíamos que era una obra de arte y lo usábamos de portería".
Ángel Fernández se sienta en la cabecera de la mesa, lleva puesta una gorra de beisbolista que dice "Colorado", camisa azul celeste, pantalones blancos con rayas rojas y azules, calcetines blancos, zapatos negros de charol. Debe tener unos sesenta años ("nací un 2 de agosto de hace como mil lunas"), pero no aparenta más de cincuenta. Se sirve huevos revueltos con salsa roja. Desvío la vista de su gorra al Sagrado Corazón que preside el comedor.
—¿A usted se le ocurrió ese cuadro? —señalo el retrato de los infantes.
—Sí, la idea es mía; sobre todo me gusta el detalle del caballito de palo. Hay que restaurarlo —hasta las frases más serenas surgen con un poderío inusual. En su presencia, todo tiene una dimensión de eco. Los nombres de sus hijos (Andrea, Armando, Aldo, Alí y Ari) son la quíntuple resonancia de su inicial. Ari desayuna con nosotros. En un momento en que Ángel se levanta a contestar el teléfono, Ari habla de los partidos narrados por su padre; lo admira sin reservas: "Mi papá lee muchísimo y en el fútbol te habla de los troyanos y cosas increíbles; para mí, el partido que mejor ha narrado es la final del Mundial del '78, Argentina- Holanda."
Armando llega a saludar mientras su padre habla de sus inicios como locutor. "En mis épocas de la Secundaria 4 era muy aficionado al béisbol y seguía con entusiasmo las crónicas de radio del Mago Septién. No iba al fútbol; yo vivía en la colonia Guerrero y el Estadio Asturias quedaba lejísimos, ahí por Chabacano, donde las calles empezaban a tener nombres exóticos, la verdad es que ni me atrevía a hacer una excursión tan bárbara. En 1936, si no me falla la memoria, fui de metiche al Parque Asturias. De pronto la tribuna de sol, donde yo estaba, se empezó a incendiar y corrimos a la de sombra-, lo que más me llamó la atención fue la gente tan bien vestida, con sus trajes y sus sombreros y sus corbatas, un mundo totalmente desconocido, el de los asientos numerados. El incendio no me importó para nada, me concentré en la reacción de la gente." (Ahí se dio cuenta de que la cancha sólo era una porción del espectáculo. Ante las tribunas de madera devoradas por las llamas, pasó del deporte a una forma dé la épica.)
—No tenía ningún interés periodístico, lo que pasa es que mi madre era muy amiga del señor Becerra Acosta y de Rodrigo de Llano, de Excélsior, y me dijo "vente a trabajar aquí con estos amigos". Estuve un año en sociales. Te estoy hablando de cuando tenía 15 años. Luego pasé a la sección deportiva. En aquellas épocas Excélsior se había apoderado de los medios de comunicación más poderosos, y entre lo que le sobraba había un espacio de información deportiva en Radio Mil, así es que me embarcaron. Me acostaba a la una, después de trabajar en el periódico, y me levantaba a las siete para ir a Radio Mil. Debo haber hecho muchas víctimas entre la gente que me escuchaba.
Narré mi primer partido en 1961, un Atlante- América, en el Torneo Jarrito de Oro. En esa época nadie improvisaba ante el micrófono y los locutores decían el nombre entero de los jugadores. ¡Perdías unas diez jugadas al recitar todos los apellidos de un brasileño! Por eso empecé a usar apodos: es más rápido decir un nombre guerrero; además, como que le pones un emblema a un escudo en blanco, y a los jugadores les fascina. Hace irnos días me encontré a aquel al que le puse Mister Joe, el Gran Tiburón, Quijadón Goyo Cortez, y me dijo: 'Ya nadie hace famosos a los jugadores.' A algunos no les quise decir nombres guerreros porque su nombre ya era muy grande, como un Carlos Reinoso. Á Enrique Borja a veces le decía el Cyrano por su tremenda nariz, pero muy poco, porque su fama era demasiado grande como Enrique Borja.
—En ocasiones usted rebautizaba a todo un equipo: las Chivas Rayadas se convirtieron en el Rebaño Sagrado.
—Eso del Rebaño Sagrado es un poco sacrílego pero en el fútbol sí son sagrados.
—0 Cruz Azul, la Máquina que pita y pita.
—En ese caso tenía muy presente el corrido de 1901 que habla de una máquina que va "pita y pita y caminando"; éste es un nombre bonito para un club como Cruz Azul; en lugar de Cementeros, que suena a pesadote, pienso que una máquina es más impresionante porque está llena de sonido y el cemento no tiene ningún sonido, no vibra.
Lo peor que le puede pasar a un cronista, y de hecho le pasa a casi todos, es perder la concentración en el juego por estar platicando de 20 mil temas que no vienen al caso. Hay que saber soldar los datos. Los datos no son misterio, están al alcance de toda la gente, pero no todos logran que sean inherentes a la acción. De nada sirve decir "mide 1.96, pesa 80 kilos", eso no sirve así., tiene que haber una cierta armonía; si le llega un balón a Dazaev, el portero ruso, lo ves en su magnífica estatura, entonces dices: "¡Caray, los de Comunicaciones le tienen envidia a esta torre, nada más de ver eso, señores, se entristece la RKO Pictures, éste sí es el Hombre de los Rayos Arriba! Los cronistas actuales no son buenos mezcladores, usan adornos deshilachados que no se ligan con el partido. Casi todos tienen temor de que no gusten los puntachos. La primera vez que transmití una pelea de box, llegó un productor y dijo: "¡Que hablen la mitad!" Entonces nadie sabía cuál era la cantidad; los antiguos locutores de radio transmitían como los modernos de televisión, se tragaban los detalles, pero nadie puede hacer un trabajo pensando en si va a gustar o no, no puedes transmitir con miedo, hay que entrarle fuerte. Mucha gente está en contra de que alguien hable con fuerza, pero una cosa es chillar, emitir unos gritos tipo mono de la jungla o Tarzán, y otra cosa es hablar vehementemente. Y esto no todos pueden hacerlo; necesitas posesionarte, que la emoción se meta por cada uno de los poros... ¡y se mete la emoción!, mucha gente no comprende esto porque sus estados de ánimo son calmos, en cambio quien puede provocar una erupción dentro de sí mismo se impregna de la emoción y habla vibrando. En esos momentos es un actor.
La cajuela mágica del Rey Pelé
—Su predilección por Brasil es abierta, ¿tiene otros equipos favoritos?
—Más que en equipos que me gusten, pienso en equipos que trascienden, como el América, que creó la época del fútbol moderno al encarársele fuertemente a las Chivas, creó otra era que también fue la de la televisión. El América lo hizo requetebién y no ha perdido su personalidad del Poderoso, el Desafiante, es el antihéroe. Cuando era niño el gallón era el Necaxa, pero yo no sabía de fútbol. En mis tiempos de locutor todo mundo decía que era americanista, pero las Chivas dicen que soy chiva. Si a los jugadores se les preguntara "¿A qué club te gustaría ir?", habría solamente cuatro equipos en el fútbol mexicano, donde está el dinerote.
—Sus narraciones de billar son muy técnicas, en cambio en el fútbol no se preocupa tanto de las estrategias; todo apunta a la épica.
—En el fútbol resulta alarmante, casi repulsivo, que un entrenador se pase días ensayando formaciones y movimientos para que un cronista "adivine" a los dos minutos todo su planteamiento. Yo jamás me atreví a estos "prodigios". Se sabe que el mareaje personal murió en el Mundial del '70 y que el basquetbol es el papá del fútbol de rotación y marca de zona, pero como cronista no sirve de nada que lo digas de una manera técnica; pienso que lo técnico suscita una especie de repulsa; la mecánica es maravillosa pero los datos científicos son para correr, algo de terror. A mí me interesan los deportes por su dimensión feérica, todos tienen un algo, han sido diseñados para provocar emociones.
—Usted viajó mucho con la selección nacional, ¿cómo era su relación personal con los jugadores?
—En Europa pensaban que yo era el director técnico de la selección, lo cual me daba mucho gusto; también decía los discursos en las embajadas. Debo haberles caído en la panza a algunos, pero me llevaba bien con la mayoría. El Chololo Díaz, que luego fue alcalde, me regaló un sarape con la leyenda: "Al amigo del futbolista". Algunos se quejaban... a veces te extralimitas, es natural que como locutor digas: "Para mí que la inyección que le pusieron a Pata Bendita en el Mundial del '74 fue una inyección paralizante porque ya no hace nada", y Pata se enojó, pero no guardó rencor. Me lo acabo de encontrar y somos amigos de abrazo, compañeros de armas.
—En ocasiones decía usted: "Créanme que es el hombre más feo que he visto en mi vida..."
—Pero nunca a los de aquí. Por cierto que con los jugadores extranjeros trataba de enterarme de ellos antes de que llegaran. Por ejemplo, alguien me dijo que Demianenko, un lateral de la Unión Soviética, era el jugadorazo estrella, así es que lo bauticé como el Demonio Rojo, antes de que nadie lo conociera, y me dio un gusto terrible porque estando yo en el Canal 13 todos los de Televisa le empezaron a decir al segundo partido el Demonio Rojo.
—¿Qué recuerdos tiene de Beckenbauer, de Pelé, de Cruyff?
—El príncipe Franz era en realidad un dictador, una especie de kaiser o de fuhrer (que quiere decir "líder"), por la manera en que dominaba al resto del equipo; era el político, la fuerza demoledora de opinión en la selección de Alemania. El Príncipe Beckenbauer es de una altísima educación, pero lo que él dice es el trueno; nadie tose y todos dicen "sí, Franz".
Pelé fue mi compañero en transmisiones y lo acompañé en sus famosas clínicas. Pelé es el hombre siempre dispuesto a servir, tiene un don maravilloso de dar su tiempo a toda la gente. Tú vas en las calles de Río de Janeiro con Pelé, los niños lo identifican y para su automóvil, que usualmente es un fuera de serie (si le va mal trae un Mercedes Benz), abre la cajuela y saca pequeñas lembrangas, recuerdos, llaveritos, fotografías. Si es el santo del capitán Carlos Alberto, de la cajuela mágica de Pelé salen los regalos y el pastel. Es la única institución auténtica del fútbol.
Cruyff es un caballero, haz de cuenta que estás hablando con un tranquilo hombre de negocios. El 99 por ciento de las grandes estrellas posee un alto grado de educación y de humildad. Amando se dio una media vuelta y le pegó a Toño Munguía en un juego que celebramos en España. Munguía salió lesionado y lo llevaron en ambulancia a un hospital. Amando fue a verlo antes que ningún otro; ése es un gran estrella.
De lo versallesco a lo imperial
Ángel Fernández vive en un conjunto de varias casas por las que transita como un Luis en Versalles; ahí están el cháteau, el belvedere, el petit trianon. Sería imposible imaginarlo en una casa; el hombre del grito superior a las 50 voces vive para lo múltiple, rodeado de sus borbónicas colecciones: muebles de hoja de oro, jarrones y tibores, copas y copas de cristal cortado, vajillas de porcelana. Las construcciones están separadas por un jardín con dos fuentes, alberca, una pequeña cancha de fútbol con portería reglamentaria.
Pasamos de la casa donde desayunamos al cuarto de billar: una mesa de campeonato, muñequeada a mano, con plaquitas en el borde que llevan los nombres de Juan Navarro, Joe Chamaco, Gabriel Fernández y otros astros de las tres bandas. En la pared, un sinfín de fotografías de Ángel; vestido de mariachi en un par de ellas, con sus sacos de proverbial solapa en la mayoría, al lado de Isela Vega, Carlos Lico y Marco Antonio Muñiz, Pelé, la selección nacional.
Seguimos la conversación en el jardín, en una mesa con sombrilla. A nuestra izquierda, una fuente circundada de estatuas —el David en miniatura, un cocker spaniel de porcelana—; al fondo, la casa que alberga el estudio, la biblioteca y el cuarto de Ángel y su esposa; dos mosqueteros dorados protegen la entrada. Le pregunto por su afición a lo versallesco.
—El jefe don Luis —la voz de Ángel se alza, sobre el zumbido de los camiones que circulan por la calzada México-Tulyehualco— construyó el Versalles en lo que antes era una porqueriza y quiso rodearse de toda la pompa increíble, llamó a jardineros y diseñadores de todo el mundo; los italianos han dominado siempre en esto, les encanta recargar las cosas; el italiano es todo él recargado en su manera de hablar y de decir, por eso la sorpresa más grande de mi vida es haber conocido al narrador italiano Nando Martelini, que es el jefe de deportes de la RAI. Nando todavía vino al Mundial de México pero sufrió una volcadura del corazón, se asustó y ya no narró desde las canchas mexicanas. Se evitó la pena de ver una Italia muy pálida. Bueno, pues yo esperaba que ese hombre tuviera la vehemencia de los sicilianos y que dijera cosas fascinantes, y no. Todo lo que le agregó al fútbol fue un "golpe de testa" de fulano. Me pareció decepcionante; un italiano seco no cabe en la estructura de lo que debe ser el italiano. Cuando los italianos hicieron Versalles le pusieron espejos y candiles, logrando algo que da la impresión de ser magnífico, aunque es chocoso por recargado. De los estilos de diseño que el mundo creó, el que más me gusta es el de Bonaparte, el estilo Imperio. Tiene una combinación excelente de bronces con maderas; hay lujo, hay esculturas, pero con más armonía, aunque a Bonaparte también le gustaba recargarse y fuerte, muy fuerte.
—Si hasta los italianos son parcos al narrar fútbol, ¿qué impresión causaba usted en el extranjero?
—En España, debe haber sido en 1968 en la despedida de Gento, estaba narrando el primer tiempo y Matías Prats interrumpió su narración para decir: "Quiero que escuchen a Ángel Fernández" y atravesó todo el estadio para saludarme. Es uno de los más grandes homenajes que me han hecho en mi vida porque Matías Prats era el ídolo de los locutores de los viejos tiempos en España. En Gijón, en 1964, cuando yo estaba transmitiendo un juego de Chivas, la gente volteaba a verme a mí en vez del juego. Yo estaba realmente apenado ante tanta gente que me veía platicar el fútbol.
—¿Y en Wembley qué reacción tuvo?
—Los ingleses son los más locos del mundo para transmitir el fútbol. Esa fue otra de las grandes sorpresas de mi vida. Yo esperaba que los ingleses fueran muy pulcros, que se fueran muy despacito. No. Parece que están transmitiendo la guerra; pegan unos gritos que sacuden en serio. Golpean las cabinas, patean, son terribles. Creo que ahí me empataron.
La playa de Hugo y la guerra total
—En una entrevista que le hizo Cristina Pacheco usted definía al público como su "coro formidable".
—Con un estadio lleno estás en el punto maravilloso, en el centro de tu sueño. Con un estadio vacío, estás en el centro de los vendedores que vocean cervezas, refrescos, cigarros; estás muy emocionado transmitiendo y de pronto se oye una voz en el fondo que dice "chicles, palet's", es decepcionante, como para bajar y pegarle a alguien; prefieres el silencio total a esos gritos que te recuerdan que estás solo en un estadio, haciendo tu guerra solo. Los estadios vacíos son desoladores. Si yo fuera gerente de un club regalaría boletos por millones, no permitiría un estadio vacío, invitaría cincuenta, cien escuelas y llenaría las tribunas de niños, del precioso alborozo que debe existir en las expresiones populares. Hay clubes que se han acostumbrado a jugar en estadios vacíos, o semivacíos cuando están de fiesta. Esto es terrible para el jugador porque entonces él tiene que meterse un coro dentro, tiene que autosugestionarse, como Hugo Sánchez cuando fue a jugar a Múnich, vio la nieve caer y dijo "estoy en Cancún y la nieve es una arena blanca"; la autosugestión es necesaria para el narrador y para el jugador. Siempre tienes que pensar que vas a ver una batalla de gente que quiere ser algo-, este principio lo es todo, hay que ser muy respetuoso con los jugadores, y los jugadores deben saltar a la cancha pensando "¿qué tengo que hacer para pagar mis ilusiones?" Los partidos de eliminatoria para la copa del mundo son la guerra total, el total de lo que uno sueña, debes salir a morir ahí, a ofrecer una resistencia inaudita. Cuando los réferis tienen un poquitito de manga ancha y arbitran, como ellos dicen, "a la europea", las guerras se vuelven sordas y terribles, ya no hay color rosita.
—¿Qué sentía Ángel Fernández en el minuto 90, después de la batalla fragorosa?
—Sales en medio de la gente y de los gritos y de los cornetazos. No hay nada más hermoso que ver a la gente colgada de los puentes de los peatones después del partido. Si el fútbol lograra que la gente se divirtiera así en cada partido, estaríamos ante una felicidad deportiva que poco a poco se iría traduciendo en una felicidad total.
—¿Es el fútbol una imagen de otro mundo posible?
—Es el mundo irreal que gozamos durante 90 minutos en los grandes días.
—¿Alguna vez sintió que había fracasado al narrar un juego, como si hubiera fallado un penalty?
—No siempre estás contento con tu trabajo, pero te contagia el entusiasmo de la gente, sientes el orgullo de narrar la fiesta. A veces te sientes triste, al final de un Mundial, por ejemplo, y lloras por la nostalgia, porque eso ya se volvió como la Montalván o la Conesa: son escenas del pasado, aunque te las repitan ya están en nostálgico blanco y negro.
—¿Qué tan nostálgico es usted?
—Todos estamos llenos de nostalgia, nos gusta imaginar la manera en que la felicidad le llegaba a la gente de otras épocas. No pensamos tanto en los sufrimientos pasados, el ser humano extrañamente mira hacia abajo, nadie ha escrito poemas de los topos, el ser humano admira a las hormiguitas, pero rara vez hará un poema a las trabajadoras hormigas; en cambio, algo que vuela y da la sensación de libertad, como las abejas, te lo pones hasta en el manto; los emperadores se ponían abejas en los mantos porque representan el trabajo de un gran conjunto en pos de la libertad.
A un Johann Strauss lo relacionas con una época de sueño, bellísima, azul con oro, con los hombres magníficos, de frac, y las mujeres derrochando hermosura por todos lados. Estamos hechos de todas las épocas; somos el Nautilus de Julio Verne, somos Miguel Strogoff y su sacrificio maravilloso, somos un poco Errol Flynn y un poco Mojica o Negrete o Solís o Vicente Fernández. Aunque la vida también tiene sus lados oscuros, sus oprobios, tiene a los soldados pegando su boca en el lodo de las trincheras. Pero en medio de la adversidad y del smog seguimos volando, somos los verdaderos supermen de la América.
—El locutor no puede dejar de narrar con entusiasmo aunque pierda su selección, ¿alguna vez se sintió desesperado, incapaz de transmitir contra sus emociones?
—No, ya hablamos de lo que son las guerras. A los jugadores que hicieron historia en España nunca se les llamó los Científicos o los Maestros, simplemente se les llamó la Furia, una descripción total. A veces te duele rumiar una derrota; ante las debacles de todas las dimensiones que me han tocado, a veces el impacto me ha dejado tembloroso. Pero no puedes dejar de seguir creyendo. Una vez me invitaron a platicar unas personas que me dijeron que "ya no creían en el fútbol mexicano" y les contesté: "Ustedes están como pudiera estar Cario Ponti, el esposo de Sofía Loren, si se muere Sofía, ¿volvería a creer en el amor, pensaría que existe otra mujer tan subyugante y atractiva, que irradie tanto como ella? ¡Pues sí!, porque el amor tiene una virtud maravillosa: renace. El hombre siempre tiene que reencarnarse, que volverse a hacer.
—Comparó la pasión por el fútbol con Sofía Loren, ¿qué importancia le da a la mujer?
—La mujer es esencia, lo demás es paisaje.
Narración en la biblioteca
A un costado de la casa donde Ángel Fernández tiene su estudio y su dormitorio hay una jirafa de latón de Sergio Bustamante; Ángel le palpa el cuello, como el orgulloso propietario de un pura sangre y vamos a la puerta, flanqueada por dos mosqueteros dorados que sostienen rollizas antorchas. Ángel cuenta que a uno le faltaba un brazo; los pájaros anidaron en su axila hasta que el brazo apareció en La Lagunilla.
Ya dentro, Ángel Fernández muestra sus cuadros favoritos: Roberto Montenegro, María Izquierdo, Sergio Bustamante; una vitrina con memorabilia futbolera (el silbato que el Mayor Mario Rubio usó en el Mundial y otros regalos); un Cristo de marfil; una charola de plata, regalo de las Chivas Rayadas "para pasar las galletas"; más porcelana, más cristal cortado. Sobre los libreros hay una parvada de pájaros de madera. Ángel Fernández pasa con rapidez de un anaquel a otro, habla de los autores con la celeridad de quien analiza a los integrantes de un equipo:
—Aquí está uno de los nombres sagrados: García Márquez. Encuaderno en piel todos sus libros. Lo tengo un peldaño abajo de William, para guardar las proporciones; si no William se me chivea —pasa la mano sobre las obras de Shakespeare y de repente se detiene, como si descubriera la escapada de un delantero—: ¡aquí está Mario! —saca los tomos de Vargas Llosa y antes de devolverlos al estante pregunta— ¿conoces a John Dos Passos, mi gran ídolo? Éstas ya son palabras mayores: Keats, Kipling, Milton —se mueve de prisa a otro librero—; ahora estoy leyendo a Monsiváis (Escenas de pudor y liviandad), me lo llevé a Acapulco, es muy bueno, pero como cronista prefiero a Novo, eso sí que era pura jiribilla. Mira, estos libros no son tan conocidos, pero son excelentes: El universo de Posada de Hugo Hiriart, Crónica de la poesía mexicana de José Joaquín Blanco, Los recursos de la nostalgia de Alfonso Morales. Aquí están las enciclopedias, al lado de un libro sobre gatos, para que haya buena mezcla. Y claro, los libros de deportes. Tengo un libro sobre los diez mejores de Inglaterra donde está la estructura sólida del fútbol inglés. Ve nada más qué título tan horrible: Mi amante el fútbol de Fernando Marcos —lo hojea, me señala un pie de foto—: ¡qué redacción tan pendeja!: "En una vecindad como ésta vivimos Luis Spota y yo. Nuestros hijos tendrán un futuro mejor", ¡ay, chus, parece que estaban casados! También he comprado todos los libros de Pepe Alameda, pa' que no diga; qué increíble que a una gente del nivel de Pepe le hagan ediciones tan pinches. Ahí enfrente está el Ulises-, el que haya leído a Joyce puede considerarse bien nacido.
—¿Nunca ha escrito?
—No, soy muy respetuoso de los Alberti y los Jiménez. Los he leído a todos. De joven tienes que caer en Bécquer, pero para caer en Keats ya necesitas bastantes trapecios.
—¿No le escribía a las novias?
—Sí, escribía miles de servilletas a las muchachas, no una, sino miles, pero cosas simplonas, no como las cartas a Nora Barnacle de Joyce. Si no tienes el don, nadie te cree lo que escribes, es difícil que una novia te crea que puedes desarrollar temas tan peliagudos, por eso mejor le pones lo simple:
Anoche soñé contigo Soñé y soñaba Que tu boquita besada Y me desperté llorando...
Si no, no te creen... —Ángel Fernández ríe con fuerza—. En estas carpetas guardo lo que escribo de fútbol —lee la minuciosa descripción del gol con el que Hugo Sánchez rompió el récord de Alfredo Di Stefano—. Tengo cientos de momentos registrados —coloca la carpeta en el estante. A unos treinta centímetros de Keats y García Márquez, reposa la épica personal de Ángel Fernández. Volvemos al jardín.
Ahora sí no me medí: el gol más largo
Un coche entra a la casa. "¡Es Alí, el Vengador!" Nos acercamos a saludar al hijo de Ángel, que juega en el Atlante, y a su novia Florence. Ángel los abraza, pregunta por el entrenamiento y los ojos le brillan cuando Alí dice que metió nueve de doce goles en el inter escuadras.
Continuamos la conversación en el jardín: —¿Tenía rivalidades con sus compañeros de locución?
—No hay rivalidades, pero algunos se quieren lucir con tus fallas. Tú dices: "A mí me han gustado mucho los piques de Zague" y llega tu compañero, que es Fernando Marcos, para dar el ejemplo más palpable de un anticompañero, y dice: "40 piques, mucho retemblar de la defensa, ¿y goles? Terminó 0-0 el primer tiempo, no sé qué le vio a Zague", porque es contreras de nacimiento. Por eso tuve gran placer un día en que me dijo frente a las cámaras: "Me encantó cómo jugó el Pato Baeza, del Necaxa", y le dije: "Qué bueno que le gustó, pero hay un pequeño detalle: Baeza no jugó, ni siquiera está en la banca." Entonces se levantó y me habló como mujer rusa: "La próxima vez que me lo hagas te mato." Sin embargo, quiero decir que Fernando Marcos también ha peleado en favor del fútbol con una pasión desmedida. Tiene repulsa hacia todo lo que es la humildad, pero no puede ocultar su admiración por el fútbol y esto lo exime de sus pecados.
—En el Mundial del '86 usted volvió a narrar partidos, esta vez por radio.
—Sí, gané un premio nacional de periodismo por esas transmisiones. Ninguno de los integrantes de mi equipo había narrado antes un partido. Cuando los entrevisté se me vino a la mente el Ángel Fernández de hace mucho, diciéndole a Lalo Orvañanos, que era el hombre del béisbol, "¿por qué no me dejas hacer un comentarito?" Los muchachos lo hicieron maravillosamente bien, es lo más notable que me ha pasado en mi vida. Nosotros fuimos una especie de Club Edison, todos nos volvimos inventores, los muchachos se inventaron a sí mismos.
—¿Sigue yendo al estadio?
—Sí, todavía puedo compartir con los aficionados de sol, como en mis viejos tiempos. Ahora ya no soy cronista (oficialmente, vamos a decir). Me meto entre la gente y me la paso de maravilla, luego luego me invitan de todo lo que estén tomando o de todo lo que estén comiendo, me echo mis buenos tacotes de las canastas que las señoras llevan al fútbol. Aunque también estoy un grado al margen del verdadero aficionado que se la raja por sus colores. Me ven como un narrador que a lo mejor va a decir algo del partido; me admiten dentro del club, pero no soy del club, no estoy totalmente integrado, además se vería mal que agitara una bandera y gritara "¡arriba Toluca!", la gente diría: "Mira al Ángel, de toluqueño porra."
El otro día incluso narré en el estadio de Oaxaca, me senté entre el público y empezaron a gritar "¡Que narre, que narre!" Nunca había narrado juegos de la segunda división y me solté narrando un pedacito; me tocó el gol del Oaxaca y luego le cedí el micrófono a mis compañeros. Salí del estadio con mi gol, muy suave.
—¿Cuál ha sido su grito más largo?, ¿el gol deja ir a Gordon Banks?
—No, di mi grito más largo en el partido Rusia- Brasil, en el Mundial de España. Fue un gol de Eder, aquel extremo izquierdo. Ahí yo me dije: "Caray, entre los exagerados del mundo estoy yo." Siempre alargaba el grito para esperar la repetición y volver a narrar la jugada, pero esa vez me seguí toda la repetición sin parar. Ahí sí me mandé, fue un gol que no acababa; terminó el partido y seguía el gol.
—¿A qué se dedica ahora?
—En los últimos cinco o seis años he trabajado con grupos musicales. Alcancé resonantes éxitos con los Vázquez y con el grupo Audaz. Es muy lindo que le hables a la gente en un baile, eso no se usaba. Ahora llega el Ángel y les platica de mil cosas. Por ejemplo, una historia de una señora que me encontré a la entrada del baile y me dijo que le habían robado su dinero. Le pregunté: "¿Dónde lo tenía?", "No p's escondido en el seno", "¿Y entonces cómo se lo robaron?", "Es que creí que el joven venía con buenas intenciones." Invento chistes y me la paso muy divertido haciendo coros. Con el grupo Audaz, fundado por el ex luchador Doménico el Audaz, yo cantaba "Mi gran Veracruz", y lo raro es que no me jitomatearon. Ahora estoy con un grupo de Oaxaca que se llama Siluetas.
—¿Por qué salió de Televisa?
—Porque me hicieron una muy buena proposición de dinero en Canal 13 y trabajé reteagusto, pero reteagusto en el 13. Soy como un doctor que a veces opera en el Humana y a veces en el Hospital General. La única lealtad que existe es la del trabajo bien hecho. En Televisa... ¿cómo se llamaba el gordo éste?, uno que ya ni sale, ¡Fernando Alcalá!, él me hacía la vida imposible en el noticiero, faltaban dos minutos para terminar y aún no entrábamos a deportes, los jueves tenía que ir de Televicentro al Estadio Azteca, rifándomela pero en serio, zigzagueando en el coche como verdadero demente. Mis jefes me dijeron: "No te preocupes, Alcalá no dura ni cinco años", y ése no era el tipo de respaldo que esperaba. Todo eso se empezó a combinar; me la rifaba para poder hablar durante un minuto en el noticiero.
Un deseo para Aladino
—Antes de los partidos, se encomendaba a Dios como lo hacía Nacho Calderón. —¡Claro!
—¿Tiene algún santo de su devoción? —Lo peligroso de pedirle deseos a un santo es que se pueden cumplir. Hay que tener mucho cuidado con lo que uno pide. Prefiero no pedirle a los santos.
—¿Y a una figura menor, digamos a Aladino, qué?
—Mi deseo sería... —hace una pausa, reflexiona, parece recordar instantes de una vida larga: sus días de cantante ranchero, el primer partido que narró "por accidente", aquella pelea de box en que le pidieron "que hablara la mitad", la enorme caminata de Matías Prats para felicitarlo, el gol interminable de Eder, la invención de un nuevo género narrativo: el cronista de bailes, tantos actos malabares frente al micrófono—, mi deseo sería vivir el tiempo que tengo destinado sin padecer enfermedades; el final es el mismo pero no quiero enfrentarme a una de esas monstruosas enfermedades.
—¿No le gustaría narrar otro partido?
—Para mí sería maravilloso —hace otra pausa, se quita la gorra que dice "Colorado", se acaricia el pelo—. He luchado, no creas que no. Sigo con el letrero de "vacante" en la puerta, lo cual me parece extraño cuando trabajan más de ochenta o cien gentes en las crónicas de fútbol. Me ofrecen trabajos en el radio, pero no es lo que yo quiero. Si vuelvo a narrar será un día de inmensa felicidad para mí, será redondear un ciclo que se truncó de pronto, por razones inexplicables —entrecierra los ojos, como un delantero que mide un pase a profundidad... el balón va cayendo, el delantero cierra la pinza y de pronto todo mundo sabe lo que va a ocurrir: se hace un silencio que es ya una anticipación del griterío—. Sí, pedir un deseo es peligroso, pero yo ya froté la lámpara.