El patio del mundo

Que vengan aquí a jugar a la pelota con nosotros, para que con ellos se alegren nuestras caras, porque verdaderamente nos causan admiración. Así, pues, que vengan, dijeron los señores.

Y que traigan acá sus instrumentos de juego, sus anillos, sus guantes, y que traigan también sus pelotas de caucho.

Popol Vuh

En mayo de 1990 cualquier aficionado al fútbol sabía que el Mundial iba a depender, en gran parte, de que la rodilla de Gullit sanara a tiempo. Mientras tanto, al norte de México, en la canícula de Sinaloa, se preparaba otro Mundial del que no se sabía casi nada. Los mexicanos, tan atentos a los detalles del Estadio San Siró, ignorábamos que el deporte ritual del Nuevo Mundo seguía vivo. De un modo soterrado, casi diría secreto, el juego de pelota ha superado extraordinarias barreras del tiempo y el espacio: desde hace tres mil años se practica en canchas que se dispersan del sur de Estados Unidos a Centroamérica.

En el "Mundial" de Sinaloa se reunieron jugadores y antropólogos para tratar de explicar la supervivencia de un juego que sintetiza la visión del mundo prehispánico. Como suele ocurrir con otras "novedades", el primer despacho informativo salió del Popol Vuh.

Los gemelos prodigiosos

La segunda de las cuatro partes del Popol Vuh contiene los elementos fundamentales de la literatura fantástica y la épica; sin embargo, quien piense que todo libro sagrado está "completo", se quedará con la impresión de una saga detenida. Obra de salvamento, escrita para fijar tradiciones con un mínimo de recursos, el Libro de la Comunidad maya quiché ofrece sólo el corazón de la historia: más que una escritura a la que no se le puede quitar un signo sin cambiar el sentido del mundo, es el guión, el repertorio de contraseñas para que otros cuenten la historia. Las palabras aguardan, descarnadas, secas, la voz que las encienda.

¿Qué dice, pues, la segunda parte? Sin los relámpagos de los relatores orales mayas, la historia es la siguiente.

"Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú se ocupaban solamente de jugar a los dados y a la pelota todos los días". Vivían en un jardín de lances exactos y combinaciones numéricas. Mientras tanto, sus hijos tocaban las flautas y sometían a las fieras con la puntería de sus cerbatanas. Un día, los señores de Xibalbá, el inframundo, se quejaron del alboroto que se hacía sobre sus cabezas: la pelota de hule retumbaba en el patio de juego. Hartos de la algarabía ajena, los señores de Xibalbá enviaron un mensaje con cuatro búhos: retaban a un partido a los hermanos Hunahpú.

Los hermanos cometieron un error al partir a Xibalbá: dejaron la pelota en casa de su madre. Después de descender las escarpadas escalinatas del submundo, atravesaron el río de los guijarros afilados y el río de aguas de sangre hasta llegar al cruce de los cuatro caminos. El Rojo, el Negro, el Blanco, el Amarillo. Tomaron el camino Negro. Con su manera escueta de presentar los nudos dramáticos, el Popol Vuh dice: "Y allí fueron vencidos." Los señores del inframundo jugaban en su propio patio y con su propia pelota. Más que a un partido, los hermanos habían ido al sacrificio. Sus cuerpos fueron mutilados y la cabeza de Hun-Hunahpú colgada de un árbol.

Aquel árbol nunca había dado frutos. Entre las ramas secas, la cabeza era una atroz reminiscencia de la pelota dejada en casa. De pronto el árbol empezó a dar frutos redondos, tantos que fue imposible distinguir la cabeza entre ellos. Los señores de Xibalbá prohibieron que la gente recogiera aquellos frutos enemigos.

La desobediente se llamaba Ixquic. Cuando llegó al árbol una voz le dijo que los frutos eran calaveras. "¿Por ventura los deseas?" "Sí, los deseo", contestó, y una calavera escupió en su mano. "En mi saliva y mi baba te he dado mi descendencia", dijo el árbol.

Así fue como Ixquic quedó embarazada de los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué. Obviamente nadie creyó la historia del árbol: fue repudiada por los suyos y heredó a sus hijos el estigma de su origen sobrenatural. Según conviene a la épica, Hunahpú e Ixbalanqué crecieron como los descastados de la tribu. Muchos años después, un ratón les contó la historia de su padre y de su derrota en el patio del inframundo.

El ratón los condujo a la pelota que seguía colgada en casa de la abuela y cortó la cuerda con los dientes. Una mañana, para espanto de los familiares y disgusto de los de Xibalbá, el hule botó en el patio: "¿Quiénes son esos que vuelven a jugar sobre nuestras cabezas y que nos molestan con el tropel que hacen?", preguntaron los señores del inframundo. Los gemelos, que hasta entonces llevaban una oscura existencia, dijeron sus nombres en voz alta. Fueron retados a jugar dentro de siete días. De nada sirvió recordar la legendaria muerte de Hun-Hunahpú, de nada enumerar las virtudes de sus enemigos. Los gemelos tenían que cumplir su destino. Como en las grandes contiendas, jugarían contra las apuestas.

Los hermanos, los dobles y los gemelos atraviesan la mitología y la historia del deporte como raudos arquetipos. El juego de pelota es una puesta en escena de la dualidad; los hermanos Vucub y Hun-Hunahpú ejercían la fascinación de la sangre compartida, pero no eran idénticos. En cambio, los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué se presentaron como insensatos reflejos de sí mismos.

Al final del camino Negro, exigieron jugar con su pelota. De nuevo, el Pópol Vuh escatima la partida. Podemos suponer que los gemelos jugaron como un solo cuerpo desdoblado hasta que la pelota de hule atravesó el anillo de Xibalbá. "Y he aquí cómo ensalzaron la memoria de sus padres, a quienes habían dejado y dejaron allá en el Sacrificadero del juego de pelota: 'Vosotros seréis invocados', les dijeron sus hijos, cuando se fortaleció su corazón. 'Seréis los primeros en levantaros y seréis adorados los primeros por los hijos esclarecidos, por los vasallos civilizados. Vuestros nombres no se perderán'."

La venganza se había consumado, pero sólo en el juego. Los gemelos fueron torturados en la Casa del Frío, la Casa de los Tigres, la Casa de las Navajas, la Casa de los Murciélagos y no escaparon a la muerte en el inframundo. Al subir al cielo uno se convirtió en el sol y otro en la luna. Desde entonces se persiguen en el juego de pelota: un anillo conduce al día y otro a la noche. El hule salta y sus botes son latidos: amanece, oscurece. Hunahpú e Ixbalanqué no han dejado de jugar.

El juego

Del 9 al 12 de noviembre de 1990 las pelotas cruzaron el aire en Sinaloa. Se improvisó un taste, o cancha, en un deportivo donde normalmente se juega fútbol llanero. Del otro lado estaba el zoológico, la jaula de los hipopótamos, para ser precisos.

Uno de los más notables ejemplos de resistencia cultural es el de los mixtécos, que han llevado sus tradiciones de Oaxaca a la ciudad de México, y de ahí a sus siguientes puntos de emigración: Tijuana y Estados Unidos. La pelota mixteca es de hule vulcanizado y se golpea con un grueso guante de cuero. Los guantes están adornados con tachuelas y el sincretismo no deja de hacerse presente: uno de los mejores golpeadores llevaba un emblema de Batman. De un lado se coloca el equipo de "saque"; del otro el equipo de "resto". Los capitanes seleccionan a su gente y son los primeros en tocar la bola.

La pelota mixteca es un juego decididamente aéreo; la pelota se lanza a unos treinta metros de altura y debe ser contestada de aire. Un deporte rápido, con tiros tan largos que redefinen el tamaño de la cancha: mientras pase por el analco (la línea divisoria que hace las veces de la red en el tenis) el juego es legal; aparte de esto, los lances pueden tener de tres a doscientos metros de profundidad.

La ulama de cadera es la modalidad más arcaica del juego de pelota, la más fácil de asociar con las canchas en las zonas arqueológicas. El juego de los aztecas y los mayas. Seis jugadores alinean por bando y golpean con la cadera una pelota de hule de cinco kilos. Gomo en la pelota mixteca, el campo está dividido por el analco. Antes de empezar, cada jugador anuncia con qué lado de la cadera va a golpear la pelota y no puede cambiar su decisión (un partido puede durar seis horas extenuantes). Algunos tantos deben ser anotados "por arriba" (rebasando la barrera de jugadores) y otros "por abajo" (barriéndose cerca del analco y pasando la pelota entre las piernas de los contrarios). El marcador se rige por un código más cercano a los pasos de un rito que a un deporte; nunca hay empate y algunos tantos son mucho más importantes que otros: si el marcador está 5-4 y el equipo que va perdiendo gana ese punto, toma la delantera por 0-5. Los jugadores no llevan otro atavío que un calzoncillo de gamuza y un yugo de cuero; al final, todos tienen los muslos ensangrentados. Esta modalidad de juego es aun anterior a la del periodo Clásico (1500 d. C.), pues no incluye anillos por los que deba pasar la bola.

A diferencia de la pelota mixteca, que ha logrado coexistir con los Mac Donalds de Fresno y los ejes viales de la ciudad de México, la ulama ya sólo se practica en el estado de Sinaloa.

Cada patio de juego tiene un "dueño" encargado de apisonar la tierra y alisarla con una piel de venado. La pelota de ulama también requiere de cuidados especiales, hay que botarla todos los días para mantenerla "viva".

La ruda elegancia de los jugadores remite a ritos de sangre y polvo. Sin embargo, no todos aprueban esto. El dueño de una famosa marisquería de la ciudad me dijo: "¡Qué tiros tan espectaculares!, se lo digo yo, que juego softball, pero siquiera le hubieran puesto tenis a los indios para no verles las patas mugrosas." Varios siglos separaban a la cancha de las tribunas.

El juego sagrado de los indios mexicanos pervive a pesar de numerosas adversidades, desde la persecución religiosa de la época colonial hasta la moderna supremacía de los deportes televisivos.

En la región lacustre de Michoacán, los purépechas practican pelota de piedra y bola prendida, golpeando con bastones a la manera del hockey; en la Tierra Caliente michoacana se juega pelota tarasca-, en Oaxaca, pelota del valle, pelota de forro y pelota mixteca-, los tarahumaras patean una pelota de encino en sus extensas correrías por la sierra.

¿Es posible rastrear la historia de estos juegos? ¿Qué dicen las pelotas en sus veloces travesías?

Noticias de las piedras

En su cosmología, los mayas dieron un lugar central al juego de pelota. Sin embargo, probablemente se trata de un rito incluso anterior a los olmecas. En el Golfo, el hule se usó con fines medicinales, religiosos y lúdicos. Las cabezas de La Venta parecen ataviadas con cascos de jugadores; el primer pelotero del nuevo mundo debe haber nacido entre 1 500 y 1 200 a. C.

"Para la mente prehispánica", dice el antropólogo Alfredo López Austin, "el juego de pelota no era un elemento más, sino una síntesis de su concepción de la vida y el universo". Encontrar el sentido del juego es encontrar, en una nuez, el sentido del mundo prehispánico. Para trazar este mapa de significados disponemos de un caudal avasallante y al mismo tiempo inconexo de testimonios. Ahí está el juego con anillos de Xochicalco; la cancha gigante de Chichén Itzá; el cráneo de jabalí de Copán, Honduras, roturado con una escena de juego; los marcadores guatemaltecos en forma de cabezas de perico; las estelas mayas donde el cuello de un jugador decapitado arroja siete surtidores de sangre; las rodilleras encontradas en El Opeño, Michoacán; las gráciles jugadoras de Jaina; el campo ovalado de Snaketown, Arizona; la leyenda de Huémac, que apostó en un juego el destino de los toltecas; los jugadores de Tical, enterrados con sus yugos de madera.

Según Lévi-Strauss, el sacrificio distingue al rito del juego; en el juego de pelota siempre gana el equipo de los muertos; la muerte otorga sentido último a la ceremonia. "No se sabe con certeza si se sacrificaba al ganador o al perdedor", afirma Lee Parsons, coautor de Ulama, The Ballgame of the Mayas and Aztecas, "sólo podemos decir que se escogía al más apto para el sacrificio". Sin embargo, además de rito propiciatorio para la guerra, las siembras y la armonía del mundo, el juego de pelota era deporte. La alegría de los espectadores (mostrada en numerosas terrácotas), la relación entre música y juego y la apasionada recreación plástica de las jugadas dan cuenta del placer que despertaba el juego. Para Huizinga el hombre deviene homo ludens al transformar un movimiento utilitario (el acto de cazar) es un movimiento gratuito (la imitación de la cacería): el horizonte ya no es la presa sino el propio cuerpo.

"Los cronistas españoles vieron dos tipos de juego, el sagrado y el secular", dice Felipe Solís, subdirector del Museo Nacional de Antropología e Historia, "el primero tenía un carácter ceremonial y terminaba en el sacrificio; el segundo se jugaba por apuesta". Coexistían, pues, el rito y el deporte...

La mente moderna tiende a buscar el sitio donde no se hacían sacrificios, la Olimpia prehispánica donde se peloteaba en paz; sin embargo, de algún modo o de otro, todos los juegos de pelota son pactos de la vida y la muerte.

En los murales de Tepantitla, Teotihuacan, Teresa Uriarte ha encontrado numerosas relaciones entre el juego y la muerte: un personaje patea una pelota y señala una cabeza separada de su tronco; un cuerpo pintado con rayas rojas revela haber sido elegido para el sacrificio.

Más difícil y misterioso es averiguar lo que ocurría en la capital de los aztecas. "La ciudad de México es como una caja de Pandora que puede estar cerrada durante años y de repente se abre", dice Felipe Solís. Entre las cañerías y los sótanos, atravesado por los túneles del Metro, está el oculto bastión de Anáhuac; las alcantarillas donde arrojamos nuestras semillas y cáscaras diarias son los respiraderos de la ciudad sumergida. Cada vez que un zapapico se clava en el Centro, aparece la reliquia, el insólito comunicado azteca.

Algunos poderosos de la Colonia ignoraron los decretos arzobispales e incorporaron a sus fachadas piedras de los edificios indios (la mansión de los condes de Calimaya ostenta una cabeza de serpiente en una de sus esquinas), pero la mayor parte de la ciudad azteca se hundió en el subsuelo y quedó ahí, en espera de que la línea 2 del Metro la sacara a flote.

¿Qué noticias ha dado Tenochtitlán del juego de pelota? El 13 de diciembre de 1890, en la calle de República de Guatemala, Leopoldo Batres encontró una estatua que por su coloración llamó "El dios rojo" y que representa a Xochipilli, deidad de la música y el juego. Con ella había dos esferas de piedra del tamaño de las usadas en el juego. Casi un siglo después, durante las excavaciones del Metro, fueron encontradas una pelota negra de obsidiana y una blanca de roca marmórea. "Según las evidencias arqueológicas", dice Felipe Solís, "el juego de pelota estaba en lo que ahora es la calle de República de El Salvador; sin embargo, debe haber otras zonas de juego dispersas en la ciudad".

En México D.F. la arqueología es un trabajo de engaste, semejante al de las esferas chinas de marfil: se escarba una ciudad dentro de otra. Los cuatro barrios de Tenochtitlán arrojan frases sueltas de un discurso que no ha terminado de trabajarse: bajo nuestras noches de neón están las otras figuras, el mapa de la ciudad oculta.

Como otros componentes de la cultura prehispánica, el juego de pelota aparece como un tapiz fragmentario, donde los huecos se cargan de varios sentidos posibles. Siempre estamos ante la presencia insoslayable de hilos que se entrelazan y sin embargo no alcanzan a formar un dibujo nítido. En este momento alguien encuentra otra piedra de sentido, ata otro cabo, avanza en la escritura del infinito Libro de la Comunidad, y al hacerlo, borra zonas que ya se creían resueltas.

El hilo y la madeja

Las informaciones de los museos mexicanos suelen ser homenajes a la oscuridad. Ante 16 estatuillas con complejos atavíos, que acaso representan dioses, semidioses, guerreros o adivinos, el espectador encuentra una lacónica explicación: "Figuras antropomorfas". El juego de pelota no escapa a las tarjetas que difunden la perplejidad. Unas pesadas herraduras de piedra son acompañadas de esta cédula: "Yugos usados en el juego de pelota". Sabida es nuestra propensión a infligirnos molestias, a probar siempre el chile más picoso, a pasar por el purgatorio de náuseas del peyote, a beber los seis litros de pulque que garantizan la embriaguez, pero no hay cultura del aguante que justifique hacer deporte con 30 kilos de piedra en la cintura.

¿Qué sucedía entonces con los yugos? Se piensa que eran réplicas en piedra de los yugos de madera o cuero utilizados en la cancha. Los de piedra se usaban en los entierros y quizá en los sacrificios de los jugadores.

Otro enigma para el espectador son los aros a ambos lados de la cancha. Casi todos los campos de juego están desprovistos de aros, pues se trata de un elemento simbólico añadido en el periodo Clásico (al que pertenecen algunos de los más conocidos, como el de Xochicalco o el de Chichén). Además de "canastas" o "porterías" son signos. Representan los agujeros de la Tierra, al este y al oeste, por donde sale y se mete el sol. Las pelotas blanca y negra encontradas en la ciudad de México aluden a los aspectos diurno y nocturno del juego.

Otro aspecto singular es la contigüidad del tiempo real y el tiempo mítico. No sólo los legendarios gemelos del Popol Vuh jugaron sobre los señores del inframundo; según la cosmogonía nahua, los campos estaban entre los nueve dobleces del cielo y los nueve pisos del inframundo, en la delgada superficie que corresponde a los hombres. Los agujeros eran bocas a otro espacio y otro tiempo, a las regiones sobrenaturales donde los dioses pueden ser despertados. "¿De dónde proceden los dioses? De los pisos celestes y de los del inframundo, según lo repiten constantemente las fuentes que hablan de las tradiciones mesoamericanas. Son los sitios en los que los dioses esperan el turno de su actuación" (López Austin, Los mitos del tlacuache). La pelota se movía en el tiempo lineal, que rige los afanes humanos en la Tierra, y en el tiempo cíclico donde pasado, presente y futuro son uno. También en dos espacios, el profano y el divino: el patio del mundo y la rueda de los dioses.

En opinión de Jeff Kowalski, historiador de la Universidad de Illinois, la alegoría del cosmos tenía fines prácticos: el juego era rito de fertilidad; se jugaba, literalmente, por el agua. La sangre de la víctima fecundaba la tierra.

También hay frecuentes asociaciones entre el juego de pelota y la guerra. "El marcador del juego de La Ventilla es, sin duda, un estandarte de guerra", señala John B. Garlson, de la Universidad de Maryland. "Los mayas iban a la guerra de acuerdo con los ciclos de Venus, y el glifo de Venus suele aparecer en conexión con el juego de pelota." En los murales de Tepantitla, Teresa Uñarte ha encontrado una sugerente relación entre las mariposas, símbolo de los guerreros, y el juego de pelota.

No es muy claro el papel de las mujeres en el juego. En varias terracotas aparecen como espectadoras, pero hay indicios de que también jugaban, como lo muestran las jugadoras halladas en Xochipala y en Jaina, y las crónicas de Oviedo y Valdés, quien vio partidos "de vírgenes contra casadas" hacia 1552-62.

El juego abarca los más diversos aspectos de la vida prehispánica. "En Mesoamérica", comenta Alfredo López Austin, "no hay una misma religión puntual, pero sí una misma estructura de creencias. Hay ciertos nódulos culturales que sintetizan el conjunto de valores; el juego de pelota es uno de esos nódulos: ahí están la guerra, el sexo, la agricultura, la continuidad día-noche, la oposición de dos contrarios que nunca empatan y cuya alternancia brinda el hijo, el día, el fruto, el triunfo en el juego o en la guerra. Para los mesoamericanos el juego de pelota era una imagen diaria del cosmos. Hemos avanzado mucho en el estudio, tomando en cuenta que se trata de un tema que se desarrolla en un espacio muy vasto y en un tiempo extenso, por lo menos de 1200 a. C. a 1500 d. C. Ya tenemos el hilo, nos falta la madeja".

La costumbre

La búsqueda de los orígenes del juego de pelota atraviesa los siglos. Las Casas, Motolinía, Sahagún, Cervantes de Salazar y otros cronistas españoles del siglo XVI dejaron numerosas referencias al respecto.

En 1528 Hernán Cortés llevó jugadores a la Corte de Carlos V y Christoph Weiditz los dibujó en acción; su único error fue asumir que la pelota era inflada, pues en Europa se desconocía el hule macizo.

De no ser por el etnólogo holandés Ted J. J. Leyenaar, ya se habría firmado el acta de defunción de la ulama. Por sus connotaciones religiosas, el juego había sido perseguido, y casi erradicado, por la Inquisición. En el siglo XVII ya no se jugaba en el centro ni en el sur del país; muy de cuando en cuando llegaban noticias de que se seguía practicando en los desiertos del norte. Las crónicas sobre el deporte ritual se volvieron más y más escasas. Del siglo XIX sólo se conoce la referencia de Chavero de Muñoz Camargo, quien informó que en 1850 aún se jugaba en Sonora y Sinaloa. A principios del siglo XX se escuchaban rumores muy semejantes al olvido: "Dicen que en Mocorito todavía se juega". Historias esperanzadoras pero insuficientes, como encontrar una pluma brillante en la selva y suponer que ahí viven quetzales.

En 1969 Ted J. J. Leyenaar pidió una licencia al Museo de Leiden y se dedicó a recorrer México a bordo de un Chevy. "Nací en una tierra ganada al mar y sentía una especial atracción por el Trópico de Cáncer, por esos pueblos tan distintos a mi país", dice Leyenaar.

Recorrió en vano todos los pueblos de Nayarit. En el norte de Sinaloa no tuvo dificultad en hallar la más común de las modalidades de ulama, la de antebrazo. El verdadero reto era encontrar la forma más arcaica y complicada del juego, la ulama de cadera. Leyenaar dormía en el Chevy con su mujer y sus dos hijos. "A veces llegaba a un lugar y lo primero que me decían era 'yo no siembro'; pensaban que andaba buscando mariguana. En Mocorito encontré a unos muchachos muy dispuestos 'a jugar pelota', por desgracia se trataba del béisbol."

El 14 de febrero de 1970 la maestra de la escuela de El Habal le dijo que ahí habían jugado hacía unos años. El comisario local, nuevo señor de Xibalbá, tenía la pelota. Leyenaar lo convenció de que la prestara para un juego. Varios hombres entraron a una choza, salieron fajados con una gamuza y una banda de cuero protectora y se dirigieron al taste, una extensión de tierra cernida de unos 60 metros de largo por cuatro de ancho. Cuando Leyenaar los vio en acción lanzó un grito que significaba el final de su pesquisa: "¡Weiditz!" Cuatrocientos cuarenta y un años después, estaba ante el espectáculo descrito por el cronista y dibujante alemán.

En 1974, Leyenaar regresó a México, compró pelotas y transportó jugadores de un pueblo a otro; luego realizó una exposición en Leiden, escribió un libro sobre el tema y se convirtió en el principal promotor internacional del juego.

Casi todas las comunidades indígenas de México se refieren a su acervo cultural como "la costumbre" o "el costumbre". Signo de identidad y de resistencia, la costumbre suele aparecer embozada, muestra un rostro inofensivo, de adaptación total al medio. Sin embargo, bajo la máscara palpitan otras tradiciones.

En opinión de Marta Turok, un denominador común de los juegos de origen prehispánico es que hay un "dueño" de la cancha. Generalmente se llama "coime", como el que controla las pelotas en los billares o mantiene el orden en los prostíbulos. A veces se trata del dueño legal de terreno, pero su principal función es conservar la cancha en buen estado y correr las apuestas. Desprovistos de su sentido ritual originario, los juegos prosperan en buena medida gracias a las apuestas. "A veces nos jugamos hasta 20 melones", me dijo Chebo Rojo, astro de la ulama de mazo y contador público de profesión. Cuando dos comunidades se enfrentan, la apuesta se vuelve signo de identidad: "En la carrera de bola tengo la obligación de apostarle al pueblo más cercano a donde vivo; sólo los chaqueteros le apuestan a los extraños", dice Jesús Manuel Palma, de la sierra tarahumara. "Los billetes sustituyen a las piedras verdes", comenta Alfredo López Austin, "antes también se apostaba; el mundo de los dioses no era tan hierático como podría pensarse; sería absurdo satanizar las apuestas; desempeñan un papel decisivo en la perpetuación del juego".

Las voces del patio

Una de las variantes más singulares del juego es la "bola prendida", de las orillas del lago de Pátzcuaro. La pelota se enciende en las noches de día de muertos o de la Candelaria y se golpea en las calles; se fija una meta —la iglesia, el palacio municipal, la plaza— y dos equipos armados de bastones luchan por llevar el fuego en direcciones contrarias. La bola está hecha de madera de colorín; se remoja en petróleo durante dos días hasta que queda totalmente negra, y una vez prendida es difícil que se apague. Los jugadores golpean la lumbre, ríen mucho cuando la bola los toca, el aire se impregna de olor a combustible. José Luis Aguilera Ortiz es uno de los principales animadores de la bola prendida. "Mis padres hablan purépecha. Nacieron en Zacán pero se fueron a vivir a Uruapan después de la erupción del Paricutín; todo el pueblo se cubrió de una arena negra. Los purépechas no son como los mixtécos, que dondequiera que van llevan sus tradiciones. En Uruapan nunca oí hablar de la bola prendida. Mis padres buscaban adaptarse a su nuevo ambiente como una forma de superación personal. Cuando fui a su pueblo conocí la bola prendida. Zacán se ha vuelto un pueblo fantasma (sólo quedan unas dos mil personas), pero el día de San Lucas llegan los que antes vivieron ahí; se hace una fiesta y se juega a la pelota. Se escoge el día de San Lucas para no ofender a San Pedro, que es el auténtico patrono del pueblo", José Luis hace una pausa, en sus ojos relumbra el-juego que se disputa a la distancia. "La verdad es que sólo cobré conciencia étnica cuando estudié sociología en la UNAM. Ahora estoy ayudando a difundir el juego, pero hay que avanzar con mucho cuidado; los purépechas no tienen prisa, su ritmo es otro, y sobre todo desean protegerse, no quieren que sus tradiciones se distorsionen." Don Dionisio, de Santa Fe de la Laguna, gran jugador de bola prendida, tiene los ojos inyectados de sangre y habla con una voz arrastrada, rufiana: "Me acuerdo de un señor que a la edad de 95 años nos hablaba de cómo se jugaba en el año 26; yo era chiquillo y él me dijo que lo recordara, por eso ahora juego, el deporte que traemos es como una historia de esas gentes que ya no viven."

Otro tenaz recordador es el profesor Pantoja, de Nativitas, Oaxaca. Hablé con él durante los juegos simultáneos de pelota mixteca. Las pelotas de colores hacían altas curvas en el aire y el público se golpeaba los antebrazos para espantar a los "rodadores", unos voraces insectos. A sus 75 años, Pantoja tiene la memoria y las energías intactas; fuma un cigarro Kent tras otro y no deja de hablar de su tema favorito: "Una de mis máximas satisfacciones fue organizar un juego de pelota mixteca en la Calzada de los Muertos, allá en Teotihuacan. ¡Cuatrocientos cincuenta años, 53 días y tres horas después de la Conquista! El mejor jugador que recuerdo es Fortino Bartolano, el Primo. Si todavía vive tendrá como 90 años; era soldado y parece que también músico; colocaba la pelota justo entre las piernas del contrario y sabía pegarle de medio bote, nunca he visto nada igual. Esto era allá en Nativitas, mi pueblo, antes de que al presidente municipal le diera por encarcelar jugadores. ¡Casi acabó con el juego!, pero los mixtécos somos muy unidos y cuando nos fuimos a vivir a la ciudad de México empezamos a jugar en el Deportivo Venustiano Carranza; llegaban las señoras con tortillas calludas, y como entre mixtécos nunca falta el mezcal, los juegos acababan en pachanga, ¡la de botellas que quedaban regadas por todas partes! Yo traté que los jugadores se vistieran de blanco para dar mejor impresión, pero uno me dijo: 'No soy puto: ¡si yo fui presidente de mi pueblo!' No hubo manera. Al hacer el saque uno se anima insultando al contrario: 'Vas a ver, hijo de la chingada...', al cabo que casi nadie nos ve jugar, puros paisanos. Yo no fui buen jugador, pero nadie me quita mi lugar como promotor. Durante 18 años me encargué de los carros alegóricos de pelota mixteca en los desfiles del 20 de noviembre. Traté de fomentar el juego en el ejército, para que los soldados no anduvieran de vagos los domingos. Los generales se impresionaron con un partido de demostración, pero no los convencí. También fui a la policía de mujeres; les dije que según las figuritas de Jaina antes había jugadoras: 'Denme unas machorras y aquí las amansamos', pero no me hicieron caso. ¡Hasta fui a la plaza de toros! Me recibieron y toda la cosa, pero tampoco nos apoyaron. Una vez El Nacional me dedicó un encabezado que decía: 'El luego de pelota mixteca dura gracias a Pantoja'. Luego vinieron las envidias. Así pasa siempre, ahorita usted ve mucho alboroto, señaló el campo de juego, 'para mañana... sepa la chingada'."

Mientras tanto, los jugadores de pelota mixteca lanzaban tiros de asombro. "Y eso que no vinieron los Ahijados, de allá de Nochistlán, son los mejores; les dicen así porque tienen un muy buen padrino para las apuestas", me dijo Elfego Chávez Quevedo, quien empezó a jugar en 1934, con pelota de hule macizo, y hasta la fecha sigue golpeando de aire con buenos reflejos. Tiene dos dedos torcidos, pero ésta es una lesión menor: "Hay quienes se fracturan cuando no le pegan a la pelota con el guante." Los gritos del juez sentenciador o "chacera" tienen el barroquismo típico de los deportes: "¡Cuarenta y su raya, por treinta el que viene al resto!" Los partidos pueden durar hasta diez horas. "Se acaban con la luz", dijo don Elfego.

¿Cuál es el futuro de los juegos prehispánicos? ¿Se adaptarán a los tiempos que corren y los veremos saltar en sus Nike y sus Adidas? ¿Serán burocráticamente redimidos por un fideicomiso, una federación, una de las "instancias" donde se conjuga el verbo "coadyuvar"? Por el momento, un grupo de entusiastas se ha reunido en la Asociación de Juegos de Origen Prehispánico, que preside Alida Zurita. Jesús Manuel Palma, representante tarahumara de la asociación, tiene sentimientos encontrados respecto al fomento oficial del juego: "Nunca voy a pedir que me acepten en una cultura en la que no nací; me pregunto si tiene sentido entrar a lo que se llama 'civilización', a veces se destruye más de lo que se crea; desde que hay carreteras, la carrera de bola ya casi no se practica entre nosotros los rarámuris. Las carreras han sido muy importantes en nuestra vida; nos llevamos de seis a siete meses en la organización, se recorren distancias de unos 200 kilómetros y hasta diez mil personas se juntan para ver la carrera." Generalmente corren tres por equipo, la pelota se puede perder en la oscuridad y está prohibido tocarla con la mano. En la soledad del monte, sería fácil hacer trampa. "Pero nos damos cuenta", dice Jesús, "la confianza es muy importante para nosotros, por eso no hemos querido escribir las reglas del juego; un gobernador rarámuri dice: 'Si escribimos las reglas ya no nos vamos a tener confianza'."

Todas las voces coinciden en que sólo hay una forma de jugar: dentro de la costumbre. De Yuriria llegó donjuán, quien habla en un lenguaje articulado, preciso: "Según nuestra tradición purépecha, hay un lugar donde se ocultaron todos los valores. Ahí están guardados para que no se haga mal uso de ellos. Cuando las comunidades indígenas tengan autonomía, los volveremos a sacar. Los valores son como las pelotas de piedra que encontramos en los barbechos: no las 'rescatamos', simplemente volvemos a jugar con ellas."

El juego milenario vive a pesar de sucesivas evangelizaciones, de los misioneros que prohibieron el rito cósmico, de los presidentes municipales que se adueñaron de las pelotas, de quienes pusieron canchas de basquetbol en los tastes. Erradicar el juego es tan difícil como entender su significado profundo. Ésta es la terrible lección que recibe el cronista. En el patio del mundo, los dioses esperan su momento. La pelota sigue botando, para asombro de nosotros, los que escribimos, los que hemos perdido la confianza.