Las piedras tienen la edad del fuego
El día anterior
Pedro tiene anteojos de soldador pero no trabaja con metales. Es uno de los muchos encargados de armar las tribunas para el espectáculo de los Rolling Stones. Los anteojos son un adorno. "Desde el 20 de diciembre vine a pedir trabajo; toda la raza quería entrarle; algunos ya habían estado con Madonna y Pink Floyd; ésta es mi primera tocada." Falta un día para el primer concierto y los guantes amarillos aprietan las últimas tuercas; el sol denso hace pensar en los estibadores de un puerto; pero hay suficientes detalles para saber que se trabaja en favor del rock: aretes, pañuelos en la cabeza, tatuajes. Empieza a oscurecer y los fotógrafos buscan un último ángulo del escenario diseñado por Mark Fisher, una fantasía metálica, presidida por una cobra de treinta metros que si no estuviera tan pulida podría decorar algún rincón de Blade Runner.
Steve Howard, coordinador de la gira, habla con la cansada amabilidad de quien ha encanecido repitiendo "el grupo quiere darle lo mejor a sus fans, pocas veces los he visto tan entusiasmados". En las declaraciones de Steve (una convención del show business: sólo hay nombres de pila), la palabra fan cae como un mantra. Los Rolling Stones son una metáfora del poder tan eficaz como la Ciudad Prohibida de Pekín. En los asientos estarán los feligreses (incluidos quienes pagaron unos 300 dólares por sentarse en la Sección Dorada, a distancia ideal para contar las arrugas de Keith Richards). Detrás de una frontera insalvable, se encuentra el imperio de los Stones.
El Hombre Ilustrado es una figura clave en los preparativos del viernes; su trabajo parece concebido para exponer el códice tatuado en su espalda: dirige el tráfico de baúles negros que contienen instrumentos. Otro personaje esencial es el Copiloto: no lo vemos pero su voz nos llega por las bocinas; hace la prueba de sonido en el tono grave de alguien curtido en turbulencias. Sólo antes de un concierto de rock puede darse esa forma de la vanidad vocal que consiste en repetir durante dos horas: “Sssssssssswet ssssssssssugar". Si el Copiloto es invisible, Quince Pescados circula por todas las rampas. Tiene una melena ceniza, de veterano del primer Woodstock, y acompaña sus órdenes con un rápido aplauso. Me mareo contando los peces en su camiseta.
Aunque el Hombre Ilustrado, el Copiloto y Quince Pescados actúan con la deliberada urgencia de la Gente Básica, ninguno ha compartido los desayunos de cerveza Guiness de Ron Wood" Sólo unos cuantos departen con sus Satánicas Majestades.
Steve es uno de ellos. Cuando dice "estos muchachos son increíbles" no se refiere a los Caifanes (aún no escucha al grupo abridor). Para el Círculo de Iniciados, el mundo consta de cuatro muchachos que deben protegerse como una especie en extinción; el resto es el extenso plancton de los fans.
Desde hace 15 años Pedro pertenece a la legión de admiradores del conjunto pero no tiene ninguno de sus discos. Construir tribunas y limpiarlas después de cada concierto es la forma de verlos. Me habla de los amigos que le han pedido que los cuele: "Lo van a ver desde allá", señala la avenida Río Churubusco, donde la Localidad Preferente es un puente de peatones y la Galería, las copas de cinco o seis árboles. "Ya escogieron sus ramas", Pedro sonríe. Sus lentes de soldador recogen un último brillo del sol naranja, químico, que desciende tras los árboles de los fans rampantes.
Godot fue puntual
Sábado de gloria: en una curva del autódromo las camionetas de la radio compiten para pulir el mito: "El sonido de los Stones equivale a 20 mil tocadiscos encendidos al máximo volumen"... "Virgin Records, que alguna vez fue una empresa marginal de la contracultura, pagó más de 50 millones de dólares por Voodoo Lounge"... "Después de veinte años como invitado, el guitarrista Ron Wood es ya un Stone oficial"..., "Andy Warhol diseñó la portada de Sticky Fingers, con bragueta corrediza, pero Escher se negó a colaborar con un grupo tan comercial"... "El escenario llegó en tres aviones 727, el acero se fundió en Bélgica y fue ensamblado por casi 200 trabajadores"... "Hay un container con 20 docenas de toallas por si llueve durante el concierto"... Los altavoces transmiten los caprichos y las singularidades que convierten al grupo en un fenómeno estadístico: "¡¡¡Los Stones usan 16 kilómetros de cable!!!"
Hubo una época en que el cableado era lo de menos, pero si algo caracteriza al grupo en su fin de siglo es el exceso; la altanería siempre formó parte de su estética y la principal condición para que un informe sobre los Stones resulte convincente es la desmesura.
En la reja de entrada arrecian los pregones de la economía informal: "¡Lleve la gorra, la playera, la revista!" Un muchacho con espejuelos a lo Walter Benjamín observa la memorabilia, como si se dispusiera a disertar sobre el arte en la época de la reproducción industrial. "¡Picsa, picsa!", grita una de las numerosas brigadistas de Domino's Pizza. "¡Es increíble que no haya tortas!", se queja un nacionalista antojadizo. En un puesto de tatuajes provisionales, tres muchachas deciden decorarse las mejillas con lenguas rojas. "¡Chale!", comenta un policía.
Aunque se había previsto un "concierto de la tercera edad", hay pocos fans de pelo blanco, con binoculares para combatir la miopía. En cambio, abundan los cincuentones deseosos de compartir el rock con sus hijos de veintitantos. Pero el puente generacional sale muy caro; el profesor Cervantes, del CCH Naucalpan, se acerca a una de las camionetas de radio: "Quiero mandarle un saludo a mis hijos, no me alcanzó para traerlos."
A las ocho, el guión que parecía concebido por Samel Beckett cambia de tono: el mito tiene prisa por llegar a escena. Los Caifanes disponen de 45 minutos para saludar a la raza y "calentar" el coliseo. Les toca un privilegio demasiado parecido al martirio; lo que ocurra antes de los Stones sólo cumple un propósito: matar el tiempo. Unas semanas después de su avasallante concierto en el Palacio de los Deportes, los Caifanes estaban en la mayor sala de espera de la ciudad. Aunque el tour manager prometió que tendrían el 70 por ciento del sonido, su música parecía transmitida por am. Había que disponer de oídos superfinos para que eso cobrara la intensidad de sus discos. El 15 de septiembre de 1963, los Stones estuvieron en una situación similar, de la que prefieren no acordarse: fueron el acto abridor del Royal Albert Hall. El grupo principal empezaba con B.
Pese a todo, algo de la lánguida elegancia de los Caifanes flotó en la noche de luna llena. Un viento extraño había limpiado el cielo y era posible ver el cinto de Orión.
Luego, en plena oscuridad, estalló la batería de Charlie Watts y el escenario se llenó de llamas (nada más típico de los Stones que el incendio como decoración). Jagger apareció con una casaca color borgoña y los borceguíes de duende que parecen quemarle las plantas de los pies. En las siguientes dos horas y cuarto no dejó de moverse." ¡Y tiene 51 años!", repetían las bocas admiradas, como si participaran en un anuncio de vitamina E. La rutina de Jagger es un triunfo deportivo (no en balde es hijo de un maestro de educación física), pero no sólo eso. Durante décadas, Martina Navratilova recorrió arcillas, pastos y tartanes sin despertar el mismo furor tribal. En Jagger cada movimiento tiene sello de marca: el paso redoblado con el que corre mientras camina, el índice con que apunta a la multitud, los labios expuestos aun cuando no canta. Hasta en sus parodias logra una síntesis personal: su cadera oscila como quinceañera imitando a Elvis o quinceañero imitando a las Supremes. Jumping Jack es espontáneo en la medida en que se interpreta a sí mismo. Sin embargo, aunque el público lo sigue como una horda hipnotizada, este histórico ejemplar de Leo no se siente en la cima; en una entrevista en la que John Mortimer lo forzó a hablar de sus lecturas, dijo que le interesaban las biografías (de colegas célebres, por supuesto): "Acabo de leer una de Rasputín, ¡ahí tienes a un tipo con carisma!" Mick no provoca orgasmos a distancia pero ha recibido toda la idolatría de la que es capaz el paganismo. Su única debilidad proviene del éxito mismo. Charles Bukowski fue de los primeros en diagnosticar el problema. Aunque prefería el hipódromo o la música clásica, Bukowski aceptó cubrir un concierto de los Stones para Los Ángeles Free Press: "Jagger lo intentó. Estuvo maravilloso. Derramó más sangre en aquel escenario que un ejército de diez mil hombres, pero no lo logró. Había caído en una trampa: lo habían sometido a la aceptación." Algo parecido iba a pasar el sábado: Jagger tenía que triunfar; era dueño de 50 mil biografías, de la tarde remota en qué escuchaste The Last Time en la calle de San Borja, de la camisa roja con motas negras con la que creíste imitar a Brian Jones, de la mujer que no quiso jugar contigo a la portada de Sticky Fingers, de la frenética persecución que leíste en Se está haciendo tarde, con Jumping Jack Flash en el auto de los fugitivos, de las complacencias que solicitaste al programa Rock a la Rolling. La grey ordenaba su vida en siglas: un EP de Píntalo de negro + un LP de Déjalo sangrar + un CD de Salón Vudú = infancia, adolescencia y desempleo reciente.
El único obstáculo de Jagger en escena es que no puede fallar ni hacerse el sorpresivo, eso pertenece a la región de los mortales y los grupos abridores.
Si el cantante corre como diablo en pastorela, Watts permanece quieto en el altar de los tambores. Su aspecto es el de un hombre de negocios en vacaciones: "Nunca he cumplido con los estereotipos del rock. En los setenta, Bill Wyman y yo nos dejamos la barba y el esfuerzo nos dejó agotados."
Ron Wood desempeña discretas tareas musicales; es un guitarrista muy inferior a Brian Jones o Mick Taylor, pero ha demostrado ser el cuate del alma que necesitaba Keith Richards. En los 20 años que lleva con los Stones, su tarea humanitaria ha consistido en acompañar a Richards en sus reventones para salvarlo de excesos peores.
Cuando alguien pretende describir a Keith las metáforas toman las curvas a 180. Es difícil no desbarrancarse al comentar su rostro de gárgola medieval, de demonio exorcizado en piedra. De todos los Stones, es el único que se mueve en forma errática: olvida ir al frente para la reunión de las cuatro guitarras, le arrebata el noveno cigarro a Ron Wood, encarna con franca ternura el título que canta (The Worst), parece genuinamente sorprendido de que haya tanta gente, regresa a dar las gracias sin camisa, envuelto en un sarape que asombrosamente no se le ve mal. Por sí mismo, Richards no llenaría un estadio, pero los rincones que ocupa son esenciales: allí un hombre fuma un cigarro y toca el rock más sólido del planeta.
La pantalla al fondo del escenario ofrece varias claves. La primera, y más extraña, es que Jagger luce más natural en video. Incluso los que estamos a una distancia apedreable, no acabamos de aceptarlo en tercera dimensión. Hay un desajuste entre él y sus demasiadas fotografías. El momento estelar ocurre cuando el cantante sube al borde de la pantalla y canta como lo que en rigor es: un icono extrañamente suelto, escapado de posters, caricaturas, portadas de discos, películas, nichos sin relieve.
Luego la imagen pasa al blanco y negro y adquiere los rayones de una película antigua: los Stones transforman el presente en pasado remoto. "Estamos tan viejos que lo que miras ya pertenece a los archivos". Mick Jagger se lanza a otra de sus carreras y la pantalla lo reproduce con un deterioro de años y demasiadas funciones en rancias filmotecas. Los autores de Motel de los recuerdos no alquilan cuartos para la nostalgia. Al contrario, celebran su triunfo sobre el tiempo. Si alguien duda de su gusto por las cicatrices, sólo tiene que desviar la vista a la pantalla donde envejece el 14 de enero de 1995.
Con tantos hits a cuestas, los Stones pueden darse el lujo de tocar Satisfaction entre las primeras canciones y confiar en que Brown Sugar y Honky Tonk Women abran las puertas de la catarsis. Miss You, una machacona variante del tedio, adquiere otro sentido al ponerse en escena; Jagger se aproxima a la corista negra (toda lencería y poses de table dancing) y después opta por su actividad favorita: cortejarse a sí mismo.
La cobra revestida de fuselaje de avión había escupido fuego desde el comienzo, un alarde suficiente para la mayoría, pero no para los Mefistos de la Quinta Avenida. "¡Ya sabemos que Pink Floyd tiene a su marrano!", esta frase se ha pronunciado en todos los tonos de la envidia en los campamentos de Madonna, U2, Prince y los Stones. El marrano volador es el non plus ultra de los efectos especiales- y los otros megagrupos padecen urticaria. Sólo este afán competitivo explica que hacia la mitad del concierto el escenario se llene de muñecos tamaño zepelin: un Elvis (más esbelto que en sus años finales), una Madre Teresa, una cabeza de chivo. Se trata de un error costoso que obliga a recordar... ¡el inalcanzable marrano de Pink Floyd! Por si fuera poco, cuando el grupo toca Peleador callejero, las figuras se mueven con la gracia de gigantes nutridos con Nembutal. El tema más aguerrido de los Stones, su respuesta al mayo francés y a la guerra de Vietnam, se convierte en un gran guiñol. Al acabar la canción, los muñecos se desinflan junto con las memorias del 68.
Aunque Es sólo Rock and Roll recuerda que no hay que pedirle milagros a los evangelios de siete notas, los Rolling Stones nunca serán tasados en exclusiva por sus atributos musicales. Después de dos horas sabemos que estamos ante la más estruendosa demostración del darwinismo. Han sobrevivido a los demás y a su propia leyenda. Las piedras tienen la edad del fuego.
Festín del carisma, las altas finanzas, el atletismo y la tecnología, el espectáculo significa, sobre todo, treinta años de rock indestructible. En forma casi redundante, al final estallan los fuegos artificiales.
Cuando se apagan las últimas bengalas, en la avenida Río Churubusco las sombras bajan de los árboles. Los que vieron el concierto desde las ramas vuelven a las calles. A sus espaldas quedan la cobra de acero de los Rolling Stones y el caparazón del Palacio de los Deportes, los fósiles de una época futura.