Monterroso, libretista de ópera

A Guillermo Sheridan

Vivimos en un país con suficientes desaguisados para tener temas operísticos. Además, la ópera ofrece la ventaja impagable de confundir al máximo lo real con lo ficticio: "En la ópera —escribió W. H. Auden— lo único verosímil es que alguien cante." Al compás de la orquesta uno puede bucear, morir o rallar queso. Se vale que el tenor flaquito se enamore de la rotunda soprano que se lanza de un castillo haciendo gorgoritos. Las libertades son tantas que asombra que México aún siga abismado en la canción ranchera. ¿Acaso el registro de nuestras emociones se agota en la reiteración del despecho: ya que tejuites, púdrete?

La ópera es el único género donde un yuppie puede cantar su amor por teléfono celular hasta el pueblecito donde vive una tehuana sobrealimentada. Salvo el sosiego y la lógica terrestre, todo está permitido. ¿Por qué prescindir de semejantes combinaciones? "Es que no es lo nuestro, tícher", clama un reivindicador de los derechos de Aztlán. Este argumento chovinista ya fue rebasado por los tiempos: si Yugoslavia logró convertirse en el segundo país productor de mariachis, ¿por qué no habremos de adoptar aires napolitanos? Por lo demás, no se descarta la posibilidad, para los amantes de la catacumba y el año 2-Conejo, de escribir óperas para teponaztlis, con poesía en náhuatl e insultos en tlaxcalteca.

El poderío musical de México está fuera de duda: disponemos de la más vasta dotación de tunas y estudiantinas; de la orquesta mixe de Tlahuitoltepec, el pueblo de la sierra de Oaxaca donde los niños aprenden a leer las notas antes que las letras; de los espléndidos cuartetos para cuerdas de Manuel Enríquez y las maravillas contemplativas de Mario Lavista; del kitsch de Juan Gabriel; de un prócer (Benito Juárez) que fue flautista... con todo este arsenal, ¿no será posible una ópera? Los compositores se rascan la cabeza: "¡Es que no hay libretistas!" Verdad absoluta. No es de extrañar que escaseen en un país donde la ópera se ha cultivado menos que las flores de migajón. Se abre, entonces, la primera pregunta: ¿quién se atreve a acometer un libreto? ¿Un poeta, un dramaturgo, un periodista de arrestos, un evangelista de Santo Domingo, un guionista de telenovela templado en el arte de destilar sensiblería?

Por desgracia, cada vez que se canta una ópera en español el público recuerda las excelencias de la canción ranchera.

Jorge Ibargüengoitia solía olvidar que no le gustaba la ópera. En 1961 este descuido lo llevó a enfrentarse a una trama donde un personaje llamado Severino era una mujer vestida de hombre. "Yo supuse, partiendo de mi conocimiento de las convenciones operísticas, primero, que una señora es una señora, aunque se vista de hombre, y segundo, por la insistencia e inocencia con que nos decía llamarse Severino, que ignoraba su verdadero sexo. Como a continuación sucedieron varios episodios no muy inteligibles, creí que el tema de la obra sería cómo Severino descubrió que era señora. Nada tan dramático pudo ocurrírsele al autor de esta ópera. Después me enteré, gracias al programa, que: 'Severino decide dejar su tierra, en el interior del país, para ir a mejorar su vida en alguna gran ciudad del litoral.' Dice el programa, entre otras cosas, que Severino estuvo a punto de suicidarse sin que yo me enterara."

La verdad sea dicha, a Ibargüengoitia no le fue tan mal: sólo supo que aquello era una fantasía sobre el desempleo y la capilaridad social cuando cayó el telón. Mientras tanto, su mente pudo comprometer claves más ingeniosas para la trama.

Las dificultades estrictamente musicales para componer una ópera deben ser muchas. Concentrémonos en las dificultades para escribir un libreto:

1) Weltschmerz. El mundo le duele al libretista. Como la ópera ha sido confinada al reducto de lo hiperculto, siente la obligación de tomarse en serio. Con una seguridad de plomo, elimina el sentido del humor, el drama extremo, el aprovechamiento del ridículo, la épica desbocada, los arrebatos circenses y otros excesos esenciales a la ópera.

2) Los símbolos educados. Ya se sabe: el tema es sumamente serio; en consecuencia, aparecen personajes que no, representan al señor patilludo que vemos sino a un arquetipo. A veces son fantasmas, a veces símbolos, a veces símbolos de fantasmas. Así, la rubia de la derecha es La Vida y el chaparro del fondo El Destino. Los símbolos ambiguos no son mayor reto para una nación forjada en el Libro de texto gratuito, donde La Patria siempre parece un indio triqui trasvestido. El problema es que hablen. Por lo general, los símbolos no hacen declaraciones —su mera presencia es ya una prueba de absoluto—, pero como estamos en una ópera, el libretista se siente obligado a abrirles la boca. Surge la pregunta escalofriante: ¿cómo habla un símbolo? Para ahorrar problemas se les brindan frases de cortesía: "Muy buenos días, señor" (La Vida); "A sus pies, noble dama" (El Destino), y así hasta agotar las fórmulas del Manual de Carreño. El espectador queda indefenso ante estos fantasmas supereducados que se ceden el paso y pelean por pagar la cuenta. Un primer avance sería evitar los personajes alegóricos, o al menos hacer que se insulten.

3) El re-ci-ta-ti-vo. A nadie le extraña emocionarse hasta la médula con cuatro horas wagnerianas en las que no se entiende una palabra. Sin embargo, cuando se trata de una ópera vernácula, el libretista sucumbe a la tentación de que le entiendan todo. No hay ópera sin parlamentos "de trámite", necesarios para continuar la trama o aprovechar giros musicales; sin embargo, en habla hispana estas partes intrascendentes se convierten en auténticas clases de prosodia: "Per-mí-ta-me des-pe-dir-me, do-ña Te-ó-fi-la." ¿No sería mejor farfullar "ai n's viiiidr'os", que sólo los expertos entenderían como "ahí nos vidrios", expresión en lingua franca no muy distinta de las usadas por el veneciano Da Ponte y que se presta para ser cubierta por una ráfaga musical?

4) Words, words, words. El mayor exponente de la lengua inglesa supo desconfiar de las palabras. Sin embargo, los libretistas parecen cobrar por palabra usada. Guillermo Sheridan escuchó este elogio en un concierto de una pianista en el norte del país: "¡No dejó de tocar una mendiga nota!" Los libretistas recalcitrantes no dejan intacta una méndiga palabra. El silencio, la mera alusión, la síntesis y otras virtudes brillan por su ausencia. Son capaces de someter a tenores y mezzos a giros oficiosos: "no obstante", "mas sin embargo", "por medio de la presente..."

Pero de nada sirve diagnosticar la plaga sin ensayar un remedio. La primera inyección a los libretos de ópera en México podría llevar el sello de Augusto Monterroso. Maestro del ritmo verbal y la concisión, Monterroso ofrece el texto perfecto para un libreto, El dinosaurio, impecable saga de siete palabras.

Una de las Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino, es la rapidez. En un mundo donde el libro ha sido derrotado por la imagen se requiere de una nueva literatura, dueña de una enorme capacidad de síntesis. "Quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, o de una sola línea, si fuera posible. —escribió Calvino—, pero hasta ahora no he encontrado ninguno que supere al del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: 'Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí'."

¿Qué tiene que ver la rapidez con la ópera, la más dilatada de las artes? Un argumento basta para abrir boca: la noción calviniana de rapidez es tan peculiar que incluye la lentitud: "Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua máxima latina Festina lente, apresúrate despacio." Una idea de velocidad cercana a la física cuántica: máximo efecto en menor espacio. En un buen cuento breve se logra una condensación de tal naturaleza que las exiguas palabras ocupan durante mucho rato la mente del lector. La riqueza de El dinosaurio estriba en que su duración es variable, según ha constatado el propio Monterroso con los lectores que le hacen el siguiente comentario acerca de su cuento: "Apenas lo estoy empezando." Las siete palabras proponen, en efecto, una travesía que puede ser inmediata o lentísima. En una ocasión hablé de El dinosaurio con Monterroso y cometí la torpeza de agregarle una palabra: "'Y cuando despertó..."

—Carajo —comentó Tito—, ¡lo hiciste sonar como una obra de Tolstoi!

Cualquier añadido a la despojada perfección de este cuento hace que se vuelque la zona ampulosa de La montaña mágica o La guerra y la paz. De ahí su potencialidad para convertirse en ópera.

En El dinosaurio, Monterroso sólo narra el desenlace del relato. El lector debe imaginar lo que ocurrió antes: el acoso de la bestia, la desesperación del héroe que' finalmente despierta y se encuentra con el terrible objeto de su imaginación. Se trata, pues, de un cuento con dos duraciones: el fogonazo de la lectura y el proceso de recreación de la anécdota previa que justifica ese final de espanto.

Obviamente en la ópera se eliminaría la duración imaginaria del relato, pues todo tendría que ocurrir en escena. Es verdad que así se pierde sutileza pero, a fin de cuentas, ¿quién espera que la ópera —de las vallarías enardecidas a la Lulú topless— sea un arte sutil?

En cierta noche memorable, el propio Tito ideó y actuó, la primera escena del primer acto, que podría llamarse "Prolegómeno del huevo". La ópera se remonta a orígenes prehistóricos, un tiempo anterior a las grandes glaciaciones; el huevo circula en un escenario de una exuberancia que desafía a la botánica de los últimos milenios; helechos de hojas ciclópeas, pantanos, vapores fragantes que llegan hasta la fila 24. Los espectadores, sobrecogidos en la oscuridad del teatro, sienten el mismo vértigo que suscita este párrafo de Hugo Hiriart: "La geometría mira al huevo como a un irresponsable: para la ciencia de la claridad y la hermosura el óvalo incurre en horrores de arbitrariedad e imprecisión. ¿Qué puede esperarse -del voluptuoso huevo si nuestros modelos son el asentado cubo o la perfecta esfera equidistante? El huevo es un monstruo que no puede ni rodar cumplidamente ni alcanzar la serenidad del reposo." En el huevo inmenso que vacila en el escenario se adivina un dibujo inquietante, la bestia mágica que romperá el cascarón. Se escucha un coro sin palabras definidas, una especie de plancton del idioma, y luego una furia asordina, al escritor guatemalteco Augusto Monterroso: 'Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí'."

¿Qué tiene que ver la rapidez con la ópera, la más dilatada de las artes? Un argumento basta para abrir boca: la noción calviniana de rapidez es tan peculiar que incluye la lentitud: "Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua máxima latina Festina lente, apresúrate despacio." Una idea de velocidad cercana a la física cuántica: máximo efecto en menor espacio. En un buen cuento breve se logra una condensación de tal naturaleza que las exiguas palabras ocupan durante mucho rato la mente del lector. La riqueza de El dinosaurio estriba en que su duración es variable, según ha constatado el propio Monterroso con los lectores que le hacen el siguiente comentario acerca de su cuento: "Apenas lo estoy empezando." Las siete palabras proponen, en efecto, una travesía que puede ser inmediata o lentísima. En una ocasión hablé de El dinosaurio con Monterroso y cometí la torpeza de agregarle una palabra: "Cuando despertó...''''

—Carajo —comentó Tito—, ¡lo hiciste sonar como una obra de Tolstoi!

Cualquier añadido a la despojada perfección de este cuento hace que se vuelque la zona ampulosa de La montaña mágica o La guerra y la paz. De ahí su potencialidad para convertirse en ópera.

En El dinosaurio, Monterroso sólo narra el desenlace del relato. El lector debe imaginar lo que ocurrió antes: el acoso de la bestia, la desesperación del héroe que finalmente despierta y se encuentra con el terrible objeto de su imaginación. Se trata, pues, de un cuento con dos duraciones: el fogonazo de la lectura y el proceso de recreación de la anécdota previa que justifica ese final de espanto.

Obviamente en la ópera se eliminaría la duración imaginaria del relato, pues todo tendría que ocurrir en escena. Es verdad que así se pierde sutileza pero, a fin de cuentas, ¿quién espera que la ópera —de las valkirias enardecidas a la Lulú topless— sea un arte sutil?

En cierta noche memorable, el propio Tito ideó y actuó, la primera escena del primer acto, que podría llamarse "Prolegómeno del huevo". La ópera se remonta a orígenes prehistóricos, un tiempo anterior a las grandes glaciaciones; el huevo circula en un escenario de una exuberancia que desafía a la botánica de los últimos milenios; helechos de hojas ciclópeas, pantanos, vapores fragantes que llegan hasta la fila 24. Los espectadores, sobrecogidos en la oscuridad del teatro, sienten el mismo vértigo que suscita este párrafo de Hugo Hiriart: "La geometría mira al huevo como a un irresponsable: para la ciencia de la claridad y la hermosura el óvalo incurre en horrores de arbitrariedad e imprecisión. ¿Qué puede esperarse del voluptuoso huevo si nuestros modelos son el asentado cubo o la perfecta esfera equidistante? El huevo es un monstruo que no puede ni rodar cumplidamente ni alcanzar la serenidad del reposo." En el huevo inmenso que vacila en el escenario se adivina un dibujo inquietante, la bestia mágica que romperá el cascarón. Se escucha un coro sin palabras definidas, una especie de plancton del idioma, y luego una furia asordinada, contenida por las paredes grisáceas del huevo. Este acto no dice: convoca. Un inicio lírico, ritual, de aguas cargadas de mitos, donde los habituales de Beyreuth evocarán el Oro del Rin.

La segunda escena del primer acto ofrece un corte a lo Harold Pinter, o sea que tras la alegoría viene una escena con sofás en un condominio cualquiera: muchos milenios después un hombre duerme en su recámara. No lo atormentan las variadas amenazas de su siglo sino el ojo acuoso que ocupa la ventana de su cuarto. La fascinación que provoca un saurio pulverizando refrigeradores como si fuesen terrones de azúcar está más que probada con Godzilla. Esta segunda escena entra de lleno en la cultura popular de nuestro tiempo o, mejor dicho, en las fantasías que los japoneses tienen de nuestro tiempo. Al final se produce un distanciamiento brechtiano, la pesadilla se disipa pero sólo para dejar su sitio a una más cruenta y real: unos ejecutivos japoneses entran a escena con un portafolios lleno de dólares y compran los objetos de utilería, siguen con la Torre Latinoamericana que se ve a través de la ventana y terminan adquiriendo el propio teatro de Bellas Artes. Telón.

El segundo acto estaría basado en Un rey escucha, el texto de Italo Calvino que inspiró la ópera de Luciano Berio. El rey, inmóvil en su trono, se entera de lo que ocurre en el reino por los sonidos que le llegan: "El palacio es la oreja del rey". El acto complementario de El dinosaurio plantea la siguiente situación: ya no sólo vemos la recámara del protagonista, sino todo su edificio; el hombre duerme de día en la empresa donde trabaja de velador. Las horas hábiles de los otros son su noche.

Para el velador, el mundo exterior es una fragmentación de rumores; ha aprendido a distinguir el avance de la jornada por los sonidos que se cuelan al cuarto; sin embargo, si la oficina fuera asaltada o subarrendada a una compañía de circo, él sólo percibiría una interferencia sonora, como un barullo de cucharas y tenedores interrumpiendo una sinfonía. Su única certeza es la de una voz que se destaca entre las demás. En su ámbito inconexo distingue a los otros por el aire que sale de sus gargantas, y esa garganta lo señala.

La iluminación debe separar claramente las tres fases de la acción: sueño, vigilia y duermevela. En otras palabras: el desaforado acoso de la bestia, la rutina del edificio y la mezcla de pesadilla y realidad.

El segundo acto también se divide en dos escenas. Después de plantear el amor del durmiente por la mujer —¿o habrá que decir "por su voz"?—, desembocamos en una laguna de oscuridad. Ha terminado la escena. Un intermezzo a oscuras para oír "La suite de la mosca". Luego la iluminación recupera su dominio crepuscular y llega el peor momento de la pesadilla: el dinosaurio introduce su pezuña por una ventana y atrapa a la bella oficinista (la cita de King Kong es intencional). La orquesta se prodiga con una furia volcánica. "Nada más desaforado que esa siesta. Finalmente, bajo una bóveda de suficientes violines, el héroe cumple su hazaña: despierta.

Una tarde como cualquiera. Se escucha la chicharra de la oficina, seguida de los movimientos presurosos de quienes recogen sus enseres para volver a casa. La jornada ha terminado. La mujer, esa voz impar en el mundo de los ruidos, está libre de las garras del monstruo. El edificio se vacía. El protagonista puede vivir despierto. Entonces llegan las famosas siete palabras que ya han durado tres horas y 45 minutos. El héroe paga el arriesgado precio de su amor: salvó a la mujer, pero sólo a costa de sí mismo. "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí." Telón.

El programa de mano de El dinosaurio, ópera en dos actos debe ser un digno tributo a Monterroso. La falsa cita y la referencia oblicua forman parte de su repertorio: en Lo demás es silencio, la frase de Hamlet adquiere un tono bufo al ser atribuida a una obra de estruendo, La tempestad-, en La oveja negra, el epígrafe cobra otro sentido al revisar el índice de nombres y descubrir que quien no distingue al animal del hombre es un antropófago. De manera semejante, el programa ofrecería un juego de ingenios capaz de estimular al menos tres tesis.de doctorado en la Universidad de Columbus, Ohio.

Terminada esta frenética extravagancia, recordé un consejo de Monterroso a sus alumnos: ¡evitar los sueños! ¿Es la ópera El dinosaurio una transgresión a las estrictas normas del maestro? Un paciente análisis sugiere que no. Monterroso jamás ha desdeñado un sueño que parezca literatura (La metamorfosis, para acabar pronto). Conviene recordar que su legendario taller transcurrió en tiempos psicodélicos: Tito trataba de evitar el alucine con disfraz de stream of consciusness y otros inmoderados trabajos de la mente.

La fuerza onírica de la literatura de Monterroso está fuera de duda; nadie, como él, ha desatado las posibilidades dramáticas del sueño: leer El dinosaurio es soñarlo, encontrar la pesadilla que lo justifica, extraviarse, como quería Góngora, en el magnífico teatro que ocurre en el viento:

El sueño, autor de representaciones, en su teatro sobre el viento armado, sombras suele vestir de bulto bello.