La tempestad superligera

¿Y qué tiene que ver aquella guerra con ésta?

Julio César, Comentarios de la guerra de las Galias.

El campeón está enojado

"Me cae mal", Julio César lo repitió una y otra vez. En las noches soñaba con la risa burlona y la mirada oblicua de Greg Haugen. La pelea por el campeonato mundial superligero era un acto de pasión: los rivales se odiaban con franqueza.

Haugen había lanzado un desafío excéntrico que desesperó a un campeón amigo del sentido común: "Julio César sólo ha peleado con taxistas." ¡¡¡¡¡Queeeeeeeé!!!!! Ochenta y cuatro combates sin derrota y tres títulos mundiales se veían reducidos a un ajuste de cuentas con ruleteros. El retador asumió a fondo su papel de villano de vodevil: se presentaba con una barba y unos bigotes que incluso en una foca se hubieran visto descuidados; tenía un ojo más alto que el otro y actitud de "también ustedes son taxistas". Por lo visto, en su escala de valores no hay nada tan funesto como manejar con el taxímetro encendido.

Los taxistas suelen aficionarse al deporte en forma muy intensa, como lo prueba el caso del chofer de Florida que un día de 1974 vio la mano terrible de su esposa que apagaba el partido de béisbol en la televisión y escuchó esta condena bíblica: "Te me vas a trabajar."

El taxista se fue a trabajar, se perdió el histórico home run 715 de Hank Aaron y, como es lógico, se suicidó.

Las declaraciones de Haugen provocaron que numerosos coches de alquiler se-ofrecieran a llevarlo gratis al cadalso. Para el 14 de febrero el retador ya se había hecho acreedor al mismo regalo de San Valentín que el Ayatolah le hizo a Salman Rushdie en 1989. Las amenazas llegaban a su campamento por correo certificado y un módico grito salía de las gargantas de la afición mexicana: "¡Que-lo-ma-te! ¡Que-lo-ma-te!"

Haugen se ganó a pulso su condición de enemigo público número uno. Además del calvario del entrenamiento y el régimen alimenticio, el favorito Julio César tenía que soportar la sonrisita de superioridad de su enemigo.

El 19 de febrero, después del pesaje, el sismógrafo ambiental alcanzó un 9 en la escala de Mercalli. El campeón mundial superligero estaba realmente encabronado.

Poblado próximo: 130 mil habitantes

A las tres de la tarde un helicóptero sobrevolaba el estadio. Lo mismo ocurría más arriba, en la discreta estratosfera: los satélites vigilaban que no hubiera detonaciones nucleares. Un sábado cualquiera. Al menos, mientras durara el día.

En la noche del 20 de febrero, lejos de las tentaciones sentimentales del Día de los Enamorados y antes de los idus de marzo —tan fatales para la estirpe de los Césares—, comenzaría la pelea que nadie se atrevía a llamar "del siglo" por la sencilla razón de que el siglo ha visto demasiadas promociones cometidas en su nombre y porque el atractivo era otro: la segura destrucción de Greg Haugen.

Derribar al retador era una causa nacional, y nadie dudaba que se vendría abajo entre vítores y cohetes, como el redundante Stalin de Stalingrado: con sus 70 metros de alto y sus botones de 50 centímetros.

La pasión había inflado al enemigo, pero en Las Vegas las apuestas estaban 40 a 1 a favor de Chávez. A las seis de la tarde, el encabezado de un periódico vespertino era tan triunfalista que pedía piedad: "Julio, no lo mates".

Un nítido guión para la película: si el Olimpo no intervenía, sólo un héroe podía ganar. Ya sabemos que Fortuna es una diosa escurridiza, que sólo visita México para cambiar de avión, pero antes de la medianoche tenía que llegar a la esquina de Julio César, y si no lo hacía, 130 mil mortales estaban dispuestos a inclinar la balanza en favor del Elegido.

En los grandes días, la ciudad revela sitios que tal vez sólo existen para salvarnos de una crisis nerviosa. A las 6:30 de la tarde en los alrededores del estadio había suficientes coches para satisfacer la demanda automotriz de Costa Rica. Ya nos veíamos manejando rumbo a Cuernavaca cuando se abrió una reja misteriosa. "Parque ecológico", decía un letrero. A cambio de un billete amparado por el general Cárdenas pasamos a un paisaje italiano, una calzada de arcilla festoneada de cipreses.

Dejamos el coche en el jardín secreto y nos encaminamos hacia el vapor de las tortas y las pepitas tostadas. En el estacionamiento una solitaria limusina buscaba sitio. La expresión debe ser incorrecta pero se trataba de una "limusina pobre", no sólo por no tener un lugar reservado dentro del estadio, sino porque era un aparato vetusto, con demasiadas calcomanías y más de tres verificaciones. Durante toda la noche veríamos los lujos que suelen rodear al boxeo, algunos auténticos y delirantes (jamás contuvo el Azteca tantas piezas de oro) y otros venidos a menos, como ese coche que no encontraba dónde ponerse.

En la entrada principal me enfrenté con la Ley, que esa tarde encarnó en una mujer vestida de azul. No me revisó (hubiera podido pasar con un revólver), pero su sagacidad policiaca evitaba lo obvio y descubría lo extraño:

—No puede pasar con eso.

Eso era un ejemplar de Macrópolis, con Julio César Chávez en la portada.

Me remitió con un capitán al que no fui a ver y entré con la revista peligrosa.

En el túnel 8 encontramos a un tipo de aire lunático que nos dijo: "¡Aquí está la acción!" Parecía un compendio de los cómicos nacionales: bigote de Cantinflas, rostro de Tin-Tan y voz de Resortes.

—Soy representante de boxeadores y les ayudo en lo que sea.

Su parecido con tantos iconos del cine mexicano lo hacía simpático. Nos ofreció un Mercedes '59 por cuatro millones de pesos y dijo que llevaría a Julio César a pelear a Quintana Roo. Usaba un traje pobretón, con un trozo de tela roja asomado del bolsillo a manera de pañuelo. García Márquez ha escrito que en los pueblos pequeños el bobo sustituye a los servicios públicos. Es el único enterado de todo, el que lleva los chismes y los recados con más eficacia que el teléfono. El bigotón de Quintana Roo estaba en su salsa en todas partes, sin padecer el menor sentido del ridículo.

Para quien haya ido al Azteca muchas veces, estar en el centro de la cancha es un cambio radical; sólo entonces puede saber esta sencilla verdad: la acústica viaja hacia dentro, los gritos de la tribu se concentran justo donde Pelé inició la final de la Copa del Mundo en 1970 y donde ahora estaba el ring.

Como corresponde a los excesos mexicanos, el verdadero récord del 20 de febrero fue demográfico. Nunca tanta gente había visto una pelea de box. La razón es sencilla: en la parte superior de un estadio se necesita visión infrarroja para distinguir un jab de un gancho.

El boxeo es atractivo, entre otras cosas, porque representa una de las últimas oportunidades del épico Mano a Mano. En opinión de Tom Wolfe, la carrera del espacio fue tan apasionante porque dos pueblos dirimieron sus rencillas con guerreros selectos. En la Edad Media los monarcas con sentido del ahorro evitaban la mortandad masiva haciendo que unos cuantos bravos lucharan en nombre de los otros. En los años sesenta las armaduras de caballería encontraron una nueva versión en los cromados trajes con pañales de los astronautas. Como es sabido, la carrera del espacio perdió interés y el Mano a Mano ya sólo se produce en las películas del Oeste (aunque los vaqueros son héroes individualistas que rara vez representan a la grey) o en las peleas de box.

¿Es posible atestiguar un duelo de Uno a Uno desde la fila 29 del tercer piso de un estadio? Por supuesto que no. En el caso del Azteca, el problema se solventó en parte gracias a cuatro pantallas gigantes. A algunos les puede parecer curioso ir a un coliseo para ver la televisión, pero no a esas 130 mil almas dispuestas a usar más las gargantas que las pupilas: "¡¡Mé-xi-co, Mé-xi-co, Chá-vez, Chávez!!", una redonda Ciudad del Ruido.

De Kid Azteca a Kid Proquo (el fajador latino ideado por Cabrera Infante), los boxeadores verídicos e imaginarios se han afanado en romperse la crisma. Los buenos combates terminan como los malos negocios, con saldo rojo. "¡La sangre es tu trabajo!", grita la porra brava. Ahora sólo los que llevaran telescopio podrían ver la piel abierta.

Pero desde que el trío Tropicosas salió a cantar quedó claro que el espectáculo no iba a estar entre las 16 cuerdas tricolores. Una sonora rechifla recibió a las rubias de sombrero texano. "¿Quieren que sigamos cantando?", preguntaron en tono candoroso. "¡¡¡¡¡Nooooo!!!", respondió la unánime voz de la patria. Como es natural, siguieron cantando.

El público se entretuvo por su cuenta. Un sinfín de cerillos y encendedores crearon una constelación rápida. Luego vino la Ola. Los reflectores sólo iluminaban el cuadrilátero y la gente se movía como una marea oscura, imprecisa, a punto de arrasar la precaria isla en la que se había convertido el ring.

La "masa en anillo" es una de las categorías centrales que Elias Canetti estudia en Masa y poder. Sin embargo, Canetti piensa en un anillo quieto, absorto en lo que ocurre en la cancha, que descarga sus emociones hacia abajo. Por desgracia no pudo tomar en cuenta al círculo móvil que se estimula a sí mismo. El público qué hace la Ola espera la corriente que regresa, su propio impulso potenciado por los demás. Se trata del pasatiempo ideal de multitudes que no tienen equipos poderosos ni tiranos elocuentes ni shows de primera categoría. El Azteca estaba tan enfebrecido que dos rusos solemnes hubieran podido jugar ajedrez en pleno ring sin que decayera el entusiasmo.

Es posible que para el sultán de Brunei, que recibe intereses de medio millón de dólares cada hora, el ring-side no signifique nada. Para los aficionados al box tiene un aura, tal vez ficticia, de riqueza: el sitio donde nadie se molestaría en agacharse a recoger un billete de cien mil. Esta vez no había mucha gente con aspecto de haber llegado en Cadillac pero sí esa mezcla de estrellas de telenovela y secretarios de Estado que son nuestra versión de los Ricos & Famosos. Algunos managers y locutores norteamericanos llevaban pañuelos rojos en el bolsillo del saco (el bigotón de Quintana Roo conocía la etiqueta boxística). Otro signo de la elegancia de ring-side: los anillos de pedrería en el dedo meñique.

De cuando en cuando, un tipo con rostro de mala catadura reconocía a alguien a diez filas de distancia y le enviaba un beso volado con la ternura que sólo puede tener un capo de la mafia.

¡Mucha atención, señoras y señores! En la esquina roja del cuadrilátero aparece un mechón de pelo cano. La impresión es tan decepcionante como encontrar a Frank Sinatra con laringitis: ¡¡¡¡¡el promotor Don Ring acaba de ir a la peluquería!!!!!

En su código particular aquella discreta pirámide equivalía a un casquete corto. La cabeza más historiada por la prensa desde los cabellos de la Pompadour, era una ruina. ¿Qué Dalila había trasquilado el vello más público del box?

La verdad sea dicha, a Don le importaba un bledo su menguada cabellera. Sonreía de un modo lento, con gran plenitud, como si disfrutara de un masaje. Pocas veces un par de horas de golpes darían tanto dinero.

—¿Qué esperas de la pelea? —le pregunté a Ramón Márquez, sentado junto a mí.

Con el aplomo de quien ha cubierto 98 peleas de campeonato del mundo, contestó:

—Absolutamente nada.

El diagnóstico resultó preciso. La primera pelea terminó en nocaut, a un segundo de que sonara la campana. Danny Morgan, un bofe irlandés con un cangrejo tatuado en el bíceps, cayó a los dos minutos con 59 segundos, victimado por Michael Nunn. Se levantó con ojos de letargo, en un profundo Finnegans Wake.

El anunciador de las peleas era Jimmy Lennox, hijo del más célebre anunciador de la historia. El boxeo tiene en común con las películas de gángsters y con ciertas asociaciones cristianas el creer en el trabajo en familia. El rollizo hijo de Don King supervisaba el cuadrilátero y cada contendiente parecía tener al menos un hermano en su esquina.

La segunda pelea fue tan aburrida que nos entumió las nalgas durante 12 asaltos. Después de cada campanada aparecía una mujer en bikini, con plumas que por estar en México debemos interpretar como "aztecas". Dos mujeres que se turnaban para alzar los números nones y los pares. Atrás de mí se oyó este diálogo de expertos:

—Es la misma, ni modo que tengan las mismas piernas flojas.

—Oh. Fíjate en el lunar. Estábamos a un par de metros del ring, una distancia salpicable en caso de pelea. Como los boxeadores no se pegaban nos entretuvimos buscando lunares.

El mexicano Gabriel Ruelas perdió con justicia ante el ganés Azumah Nelson, pero una rubia platinada, envuelta en piel de nutria, se subió a su silla para gritar en el espíritu sudafricano del ring-side: —Negro feo, negro feo. La pelea número tres fue una masacre tan veloz como la primera. A los 49 segundos del segundo asalto, Norris noqueó a Blocker, un veterano con un rostro cosido como una pelota de béisbol. Lo único memorable fue que al finalizar hubo una trifulca entre ambas esquinas. Una mujer trató de golpear a un second, que parecía el doble del cantante country Willie Nelson pero fue contenida por un rastafari de pupilas amarillentas que muy difícilmente hubiera pasado el antidoping.

El bigotón de Quintana Roo apareció misteriosamente en el ring, con su sonrisa de Tin-Tan. Se las arregló para quitarle los guantes al vencedor. Nadie sabía qué hacía ahí pero lo dejaban ayudar. Todo esto fue golosamente registrado por un fotógrafo (llevaba una camiseta con una leyenda especial para esa noche: Mike Tyson is innocent).

A las 10:05 el corresponsal de UPI que estaba frente a mí escribió en su lap-top que las peleas transcurrían entre el clamor de "130 000 enthusiastic Mexicans". A las 10:12 el adjetivo era demasiado pálido. Un odio profundo acompañó la llegada de Greg Haugen al ring.

Se hizo la oscuridad y con la oscuridad vino la música: Born in the USA de Bruce Springsteen. La canción que es una crítica del genocidio americano en Vietnam se usó corno himno del archivillano Haugen. Luego, desde el Panteón de la Mitología, surgió la voz de Jorge Negrete; México lindo y querido tuvo de coro a una nación que había ido "a cortar a la epopeya un gajo". De ring-side a gayola todos eran Ramón López Velarde:

Diré con una épica sordina: la patria es impecable y diamantina.

Se busca un enemigo

La reconquista mexicana del sur de Estados Unidos avanza por vías insospechadas. El domingo de Superbowl se comieron cinco millones y medio kilos de guacamole y esta noche el casino Cesar's Palace de Las Vegas, era un involuntario monumento a nuestro monarca del box. ¿Alguien se acuerda de los otros doce Césares de los que escribió Suetonio? Los tiempos, señoras y señores, son del César número 13, el único que hoy por hoy puede decir como el Optimo y Máximo Calígula: "Pruébame tu poder o teme el mío."

Por un segundo, ante el encuentro de las banderas (una rubia y una morena sostenían las enseñas respectivas), cristalizó la posibilidad del Mano a Mano. Chávez o el vengador de las afrentas nacionales. El momento de recordar que antes Texas quedaba de este lado o de concentrarse en la agraviante actualidad: once mexicanos esperan su muerte en las cárceles de Estados Unidos. Sin embargo, la música lo arruinó todo. Un sonido tecnonáhuati vino a recordarnos que entre nuestro acervo cultural se encuentra el cuchillo de obsidiana. La comparecencia de Greg Haugen tenía un aire de sacrificio. Las apuestas de Las Vegas eran una profecía. Así lo entendió el público que empezó con el " ¡Que-lo-ma-te! ¡Que-lo-ma-te!"

Chávez no es un ídolo como el Púas Olivares o el Ratón Macías. Es el mejor boxeador que ha dado México pero carece de la picardía de los héroes populares. Algunos lo ven como un peleador oficioso que peregrina con demasiada fe a Los Pinos o a Televisa San Ángel, y su asociación con Don King ha sido criticada por Sports Illustrated, ("nos tienen celos", dijo el campeón después de la pelea); sin embargo, lo que está fuera de duda es que se trata del único boxeador mexicano capaz de llenar el Estadio Azteca.

Julio César se despojó de la bata y mostró un calzoncillo espantoso, lleno de anuncios del Banco del Atlántico y la cerveza Tecate. Haugen y Chávez fueron llamados al centro del ring y no se insultaron porque los protectores bucales les frenaban la voluntad. El campeón se negó a saludar al retador y fue amonestado por el réferi.

"Denme un héroe y les daré una tragedia", escribió F. Scott Fitzgerald. La tragedia de Julio César ha sido, paradójicamente, que ya no le quedan enemigos. El viento sopla en un desierto donde nadie se puede medir con él.

Haugen cayó a la lona en el primer round y dio la impresión de que Julio César lo dejó vivir para evitar que el alboroto de meses acabara en dos minutos. En el quinto asalto, a las 10:47 de la noche, el campeón se dio el lujo de bajar la guardia. Haugen ya no era una amenaza. Tres minutos después el retador tenía la mirada perdida y el rostro cubierto de sangre. Es la situación que justifica la presencia de un tercer hombre en el cuadrilátero. El réferi no vaciló en suspender la pelea.

Hubo una estampida para llegar a la conferencia de prensa. Un grupo de periodistas terminamos contra los escudos de vinilo de la policía. No había forma de convencerlos de que nos dejaran pasar. Quiso la suerte que el hermano de Julio César buscara la misma ruta que nosotros: "¡Dame chanza!, gritó, mostrando los guantes de su hermano.

A través de los cascos de los policías vi al bigotón de Quintana Roo que había logrado pasar sin ningún problema al otro lado.

Los guantes del campeón activaron algún resorte en la mente policiaca: un escudo cedió el tiempo suficiente para que pasáramos tres o cuatro personas. Ignoro cómo fue que los demás llegaron al túnel. Míster T., el actor que aparece en la saga de Rocky, se paseaba afuera de los vestidores. A juzgar por su barriga y su doble lonja lleva mucho sin filmar. Tenía la mitad del cráneo rapado y un atuendo de turista con deseos de ser asaltado: pantalón corto, sandalias playeras y suficientes joyas para abrir una tienda (pulseras en los tobillos, medallones, un collar del que pendían tres cubiertos de oro). Hablaba solo y veía a las mujeres descomunales que llegaban a los vestidores (en general predominaba el género Mae West —rubias oxigenadas con curvas que hacen pensar en el Museo de Cera de Madame Tussaud— pero también había algunas bellezas naturales).

En el túnel que separa los vestidores se mezclaban periodistas, agentes de tránsito, médicos de bata blanca y negros que gritaban "let's the fucking go". Como corresponde a toda reunión que aspire al caos, no podía faltar un actor eterno (Chabelo) ni una tambora zacatecana.

El bigotón de Quintana Roo apareció providencialmente para decirnos que la "acción" estaba arriba. Subimos a la mesa de prensa y vimos al campeón Azumah caer de espaldas, con mucho mayor riesgo que en el ring. Su silla estaba rota.

—Eso sólo le pasa a los negros —protestó un negro.

Don King elogió a Dios, a su socio en Televisa y a los mexicanos (en ese orden):

—Ha sido el mejor espectáculo en la historia del boxeo.

Julio César llegó a los pocos minutos, muy sonriente, con sarape de Saltillo y tres niños que procedieron a jugar con sus cochecitos en el mantel verde de la mesa, del todo ajenos al momento histórico del que hablaba Don King.

—Mi money —Julio César se dirigió a Don King.

Habían cruzado una apuesta de cien mil dólares en caso de nocaut. Y ya en plan monetario, el campeón pidió 10 millones de dólares para pelear con Norris.

—Que baje de peso y me mido con él —dijo Julio César.

—Diez millones. Es un hecho —dijo Norris.

Desde el público, Julián Jackson, quien no pudo pelear en la función por estar lesionado, dijo que él bajaría de peso y pelearía con Norris por 10 millones. A continuación, el promotor Don Gosseen ofreció 10 millones para organizar la pelea Julio César-Norris. Trataba de comerle el mandado a Don King.

—Nunca te había visto sudar tanto —le dijo.

—Denme diez millones —gritó Jackson, y luego le comentó por lo bajo a su acompañante—: hay que seguirlo envenenando.

Esta subasta enloquecida terminó cuando Julio César se puso de pie, y ya nadie supo quién pelearía con quién ni a dónde irían a dar esos 10 millones en apariencia tan fáciles de conseguir.

El reposo del guerrero

A la salida del estadio encontramos de nuevo al bigotón de Quintana Roo. Él iba a pie y nosotros en coche. Creímos que esta vez sí llegaríamos antes que él, pero cuando entramos al salón del Hotel Paraíso Radisson ya se había servido dos veces del bufet y tenía socios para sus presuntas peleas.

Durante dos horas escuchamos al Mariachi 2000 tocar Yellow Submarine y otras versiones imposibles de los Beatles. Eran las dos de la mañana y Julio César no se asomaba por ahí. En una mesa del fondo comía, solitaria, una pareja de agentes de tránsito.

Finalmente, cuando sólo el bigotón de Quintana Roo creía que eso fuera posible, llegó el campeón. Llevaba un traje negro de gamuza, botines grises y camisa roja. Dijo que había tenido que poner su mano en hielo y nos saludó con dedos débiles, que nada tenían que ver con las pedradas que trabajaron el rostro de Haugen. El pómulo derecho se le había hinchado. "Un cabezazo", explicó. Desviaba la mirada a todas las mesas, tratando de cerciorarse de quiénes estaban ahí y de ser amable con todo mundo. Luego tomó el micrófono para pedirle a Don King que, ahora sí, le pagara la apuesta.

Don sonrió mucho, como si se tratara de una broma recurrente. En forma distraída, sacó un fajo de billetes. Cien mil dólares. Por esa morralla no se iba a molestar en firmar un cheque.

Julio César le dio el dinero a uno de los suyos. El capitán de meseros le sirvió cerveza, luego champaña (le retiraba las copas a medio vaciar y le ponía otras). Julio César parecía algo ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Estaba más contento pero menos controlado que en el cuadrilátero. Lo abrazaban, lo besaban, le pedían autógrafos, le presentaban a un familiar. Era el último episodio de la batalla, el obligado round 12 al que no había querido llegar. El campeón sonreía y contestaba con entusiasmo maquinal: "Después de todo es valiente, pero le demostré que el taxista es él."

En los momentos en que podía zafarse del acoso su mirada saltaba de una mesa a otra. De repente sus ojos se detuvieron. Había encontrado lo que buscaba. Julio César se concentró en algo o en alguien que ya formaba parte de su otra vida, la zona privada a la que entraría como si fuera un país extranjero. Pero por el momento aún tenía que soportar la ronda de los otros, la obligada felicidad del triunfo.

Salimos a las tres de la mañana, mientras un empresario pasional abrazaba al campeón.

Detrás de los ujieres y la puerta giratoria del hotel, estaba el Periférico sin coches. Un perro cojeaba en la penumbra, el viento empujó un periódico. Por alguna razón pensé en la mano torcida de Julio César, la mano frágil con que nos saludó y tomó los cien mil dólares de la apuesta.

En esos momentos el bigotón de Quintana Roo abordaba un taxi. De seguro seguiría hablando del campeón superligero.

A donde fuera llegaría antes que nosotros.