Capítulo XXX DESENLACES Y CABOS SUELTOS

EL 27 de noviembre de 1982, Malcolm y Kitty Muggeridge eran recibidos en la Iglesia católica en la capilla de Nuestra Señora Auxilio de los Cristianos, en la localidad de Hurst Green, Sussex, no muy lejos de Robertsbridge, donde vivían. La ceremonia fue oficiada por el obispo de Arundel, el Rev. Cormac Murphy-O’Connor, a quien ayudaron el padre Paul Bidone -conocido de los Muggeridge por su labor a favor de los discapacitados mentales- y el padre Maxwell, párroco de la localidad. Actuaron como padrinos sus íntimos amigos Frank y Elizabeth Longford.

Para muchas de sus amistades, la noticia de la recepción de Muggeridge fue un auténtico mazazo. Según Richard Ingrams, «Muggeridge no habló con nadie de su conversión», que ignoraban hasta sus familiares más cercanos. A su hijo John, que les visitó tres meses antes del acontecimiento, tampoco «le dijeron nada»; por su parte, Iain T. Benson, de visita en Robertsbridge por esas mismas fechas, recuerda que «precisamente estuve hablando con ellos del catolicismo...y sus respuestas me sorprendieron; su conversión, ocurrida a los pocos meses, me dejó completamente atónito». En abril de 1981, durante una entrevista realizada por John Mortimer para el Sunday Times en la que le preguntaban si le hubiera gustado ser católico, Muggeridge no proporcionó indicio alguno de ir a dar ese paso y derivó la conversación hacia Graham Greene.

Pero, si era poca la gente que conocía de antemano la noticia, el mismo día del acontecimiento, Muggeridge se aseguró de que lo supiera el mayor número posible de personas. «Malcolm y Kitty Muggeridge serán recibidos en la Iglesia Católica Romana apadrinados por Lord y Lady Longford. Así describe Muggeridge el largo proceso que le ha conducido de modo inexorable a tomar esta decisión».

Seguía a continuación un extenso artículo de Muggeridge titulado «Por qué me hago católico» en el que confesaba «llevar muchos años rumiándolo, deseoso de dar este paso, pero misteriosamente frenado». En él manifestaba también su gratitud hacia la madre Teresa, quien hacía mucho que le había animado a unirse a la Iglesia:

No se puede expresar con palabras la deuda que tengo con la madre Teresa. Ella me ha enseñado una visión totalmente nueva de lo que significa ser cristiano, de la asombrosa fuerza del amor, y de cómo este es capaz de brotar en un alma entregada hasta abarcar al mundo entero.

La madre Teresa me enseñó... que todas las mañanas la Eucaristía le ayudaba a seguir adelante; que sin ella hubiese flaqueado y extraviado el camino. Así que ¿por qué rechazar este alimento espiritual?

Entre los factores que le empujaban a aceptar la fe se incluía la «tortuosa pervivencia» de la Iglesia. Durante dos mil años, «a pesar de los fallos y las torcidas intenciones, cada día, quizá incluso cada hora, alguien en alguna parte estará repartiendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo en su forma sacramental». Además, Muggeridge parecía hacerse eco de todos los conversos anteriores a él que habían visto en la Iglesia el antídoto contra los males de la sociedad moderna. El, igual que ellos, estaba pro Ecclesia contra mundum:

San Agustín vivió en una época en muchos aspectos similar a la nuestra, en la que el Imperio Romano se hundía visiblemente, y la decadencia -lo que nosotros llamamos permisividad- era patente en todas partes. Cuando llegó a Cartago la noticia de que los bárbaros habían saqueado Roma, aconsejó a su rebaño que volviera la espalda a las ciudades que, como Roma, construyen los hombres y los hombres destruyen, y se fijara en la Ciudad de Dios, que no ha sido levantada por los hombres ni estos pueden tampoco destruir.

A finales del siglo XX, como en los últimos años del Imperio Romano, la decadencia de la civilización no era debida, «como los medios de comunicación y los políticos quieren hacernos creer, a factores políticos o económicos, sino a una absoluta crisis moral; y siempre me ha atraído la respuesta católica a esta crisis».

De este modo, Muggeridge se hacía eco de las mismas ideas expresadas un año antes durante la entrevista con Iain T. Benson. El aborto y la eutanasia constituían un holocausto «humano, que superaba con creces el número de asesinados por Hitler». La sociedad moderna había transformado la imagen tradicional de la familia cristiana «en la de una granja industrial cuyo único objetivo es el bienestar del ganado y el beneficio de la empresa».

En su biografía sobre Muggeridge, Richard Ingrams ha escrito que, «aunque la noticia hecha pública por The Times fue una sorpresa, para cualquiera que hubiese seguido la trayectoria de Muggeridge todos esos años aquel desenlace era el lógico». Lo mismo se desprende del modo en que su protagonista describe su conversión como «la sensación de estar en casa, de recuperar las riendas de una vida perdida, de responder a una campana que llevaba mucho tiempo sonando, de ocupar en la mesa un puesto demasiado tiempo vacío». Sirviéndonos de la analogía empleada un año antes en la entrevista de Benson, su recepción dentro de la Iglesia no era solo el desenlace lógico, sino la consumación del drama. No había más remedio que retomar las riendas, atar los cabos sueltos, contestar al tañido de la campana y ocupar el lugar vacío en la mesa. De hecho, y de acuerdo con la propia visión teatral de Muggeridge, su sumisión a la Iglesia católica no constituía solo la consumación del drama, sino su objeto. Su conversión era el fin de su vida en el doble sentido de la palabra: el físico y el metafísico.

Por otro lado, por lo que se refiere al aspecto físico, y por mucho que en aquella época Muggeridge pensara lo contrario, su vida aún no estaba próxima a su fin. Bien avanzado ya su octogésimo año de existencia, al principio del artículo publicado en The Times bromeaba acerca de su «recepción en la Iglesia para abandonarla en breve dentro de un ataúd». Pero lo cierto es que aún le quedaban ocho años más de vida.

«He descrito mi conversión al catolicismo como si se tratase de una experiencia en solitario», escribía Muggeridge al final de su artículo. «La verdad es que, durante estos cincuenta y cuatro años, mi esposa nunca se ha apartado de mi lado. Tampoco hemos tenido necesidad de discutir el tema en cuestión, sino que hemos actuado como una sola persona».

De hecho, como en otros tantos aspectos durante aquel medio siglo de matrimonio, el papel de Kitty Muggeridge fue el de una heroína en la sombra. Autora de varios libros entre los que se incluye una biografía sobre Beatrice Webb, y convertida en una figura literaria por derecho propio, hacía ya algún tiempo que estaba dispuesta y decidida a hacerse católica. Si no actuaron hasta entonces «como una sola persona», fue solo porque ella aguardó pacientemente a que su marido la alcanzara por el camino. «Nadie que conociera a Kitty durante aquellos años», ha escrito Gregory Wolfe, «dudó jamás de que, aunque siempre parecía ir por detrás, en realidad iba la primera».

En los días y semanas posteriores a la profesión de fe manifestada por Muggeridge en The Times, llegaron a Robertsbridge toneladas de cartas. Muchas procedían de católicos que habían rezado por su conversión; otras, de gente que se limitaba a felicitarle y ofrecerle su apoyo y gratitud. Algunas fueron motivo de especial alegría, como la de una mujer mayor que llevaba veinte años encomendándolo a diario en la Santa Misa, o la de otro hombre que, mientras le daba vueltas a la idea del suicidio, se sintió reconfortado leyendo algo de lo que Muggeridge había escrito. También acogió con enorme alegría una carta de Alec Guinness:

Esta mañana, la noticia del Times acerca de su reconciliación con la Iglesia me ha alegrado el día. Estoy seguro de que recibirá, usted, centenares de cartas felicitándole y quizá unas cuantas de gente malévola y fanática. Estos garabatos míos se su man a las de quienes se regocijan -que serán muchos. A su mujer y a usted les deseo paz y felicidad.

En general, los deseos de Alec Guinness se vieron cumplidos. Malcolm y Kitty Muggeridge pasaron los años siguientes disfrutando en paz de su mutua compañía y de la de un pequeño número de amigos.

Dos de los visitantes habituales durante aquellos últimos años fueron Lord y Lady Longford, quienes, desde 1950, se reunían con los Muggeridge «casi semanalmente». En su biografía, Avowed Intent, Longford rinde tributo a ambos: «Durante más de medio siglo», escribe Longford, «he sido un católico practicante, y estoy más agradecido a mi familia y a la Iglesia de lo que soy capaz de expresar. Sin embargo, no me describiría a mí mismo como profundamente religioso. Un término que sí puede aplicarse a Malcolm y Kitty Muggeridge al final de sus vidas, cuando bien se les podría calificar incluso de místicos».

Lady Hedwig Williams recuerda haber acompañado a su esposo y a los Longford durante una de las visitas efectuadas a los Muggeridge después de su conversión: «Conocí a los Muggeridge en 1982, durante una reunión en la que Longford, Muggeridge y mi esposo hablaron sobre cómo obtener fondos para el padre Bidone...Cuando los cuatro nos quedamos solos, Malcolm estuvo hablando con mi marido y yo con Kitty, interrumpiéndonos a menudo para que Kitty pudiera escuchar a su marido y avivar -cada vez con más frecuencia- su memoria».

Otro visitante habitual a lo largo de los ochenta fue el reverendo Cormac Murphy-O’Connor, obispo de Arundel y Brighton, quien había oficiado la ceremonia de recepción de los Muggeridge:

Siempre que les visitaba en su casa de Robertsbridge, Malcolm y yo hablábamos de nuestros mutuos conocidos y de otros asuntos, y nos reíamos mucho. Pero siempre acabábamos rezando. Kitty y él solían recitar vísperas juntos y yo me sentía humildemente agradecido cuando por la tarde me unía a su oración.

Malcolm era un hombre extraordinario...

El 21 de marzo de 1983, The Times traía un reportaje a toda página sobre Muggeridge para conmemorar su octogésimo cumpleaños, que incluía una entrevista entre este y Alan Watkins, y una versión corregida del prólogo de Muggeridge a Tread Softly for you Tread on my jokes (su mejor recopilación de ensayos y críticas. Título inspirado en un verso de Yeats: «Tread sofly for you tread on my dreams» («Pisa con tiento, porque pisas mis sueños»-N. de la T), publicado en 1966. Cuatro días después, y bajo el título de «Festividad de San Mug», The Times publicaba el anuncio de la reunión que se iba a celebrar aquella tarde en el Garrick Club con motivo del cumpleaños de Muggeridge:

Una mezcla de la derecha y la izquierda católicas, de lo sagrado y lo profano, se reúne esta noche para celebrar el ochenta cumpleaños de Malcolm Muggeridge, el único santo a tiempo completo de la nación. La fiesta, ha sido organizada por Richard Ingrams, director de Private Eye, y entre quienes agasajarán al sabio de Robertsbridge en el Garrick Club se cuentan Alec Vidler, Lord Longford, Wally Fawkes, James Cameron, Hugh Cudlipp, A.J.P. Taylor; Andrew Boyle, William Deedes, Auberon Waugh, John Wells, Christopher Booker, Alan Watkins y nuestro Frank Johnson. A ella asistirá también el padre Paul Bidone, confesor de Mug. Se exige corbata negra para disuadir a alborotadores y aficionados de arrojar bolitas de pan.

Es inevitable recordar el precedente de aquellas reuniones de escritores con que se celebraban los cumpleaños de Belloc y Baring y en las que los «alborotadores y aficionados a arrojar bolitas de pan» estaban a la orden del día. Al final de su vida, Muggeridge llegó a sentir gran admiración por Belloc y le encantaba citarle literalmente cuando decía que «la Iglesia tiene que estar en manos de Dios porque, de ser por quienes la han gobernado, jamás habría podido sobrevivir sin contar con ayuda de arriba». Siempre conservó su admiración por Chesterton, mientras que la que sentía por C.S.Lewis fue creciendo con el tiempo, tal y como aparece reflejado en el prólogo que escribió en 1983 para el trabajo de Michael D. Aeschliman titulado La restitución del hombre: C. S. Lewis y los argumentos en contra del cientificismo. Las Cartas del diablo a su sobrino, escribió Muggeridge, «están tan consolidadas como, por ejemplo, Los viajes de Gulliver, de Swift, o la obra de Orwell Rebelión en la granja, y en las últimas décadas deben ser muy pocos los cristianos conversos de habla inglesa que no reconozcan su deuda con -sobre todo- Mero cristianismo, que no lo citen con entusiasmo o que no aprueben sus palabras, sus ideas y sus imágenes». En ese mismo prólogo, Muggeridge mantenía que Lewis veía en Chesterton «el prototipo del buen cristiano» de su época, mientras que él, por su parte, alababa su obra periodística, con la que «había logrado infundir el Espíritu Santo, el Consolador, en el torrente de palabras que requiere su profesión: como si se tratase de una gárgola que escribiera un guión para una torre».

Aunque retirado de facto, Muggeridge continuó hablando abiertamente a favor de la vida: el 25 de junio de 1983 protagonizó una de las principales intervenciones durante una concentración celebrada en Hyde Park en contra del aborto. Su salud y su memoria, no obstante, comenzaban a fallar, y con el paso de los años cada vez se ausentaba menos de Robertsbridge. Poco a poco, Kitty y él buscaron refugio en ese misticismo al que alude Longford. «Siempre me he sentido como un extraño aquí en la tierra», escribió Muggeridge en 1988, «consciente de que nuestro hogar se encuentra en otra parte. Ahora que está próximo el final de mi peregrinaje, he encontrado mi descanso en la Iglesia católica, desde donde puedo ver las puertas del cielo, abiertas en los muros de Jerusalén, con más nitidez que desde cualquier otro sitio; si acaso, como a través de un cristal oscuro».

Al mismo tiempo, Longford fue «testigo de la capacidad demostrada por Kitty para desprenderse del mundo y centrarse en el espíritu»:

A medida que van pasando los años, cada vez piensa menos en este mundo y más en el que está por venir... El mundo sobrenatural le parece cada vez más real. Señalando los sofás y las sillas de su sala de estar, suele decir: «Están perdiendo su textura y comienzan a convertirse en un pálido reflejo de la realidad espiritual».

Pero ni su frágil salud ni su creciente misticismo les privaron de su sentido del humor. En cierta ocasión en que Muggeridge anunció a su mujer que había invitado a comer a «uno de esos tipos psiquiatras», Kitty le contestó: «Muy bien; pues tomaremos pescado a lo Freud con patatas Jung». A Muggeridge le encantaba una fotografía enmarcada que tenía en el cuarto de estar, encima de la chimenea: en ella se podía ver el fuego provocado por un rayo en una de las naves de la catedral de York en 1984, cuatro días después de la controvertida consagración del obispo anglicano de Durham, David Jenkins, quien había provocado el escándalo dentro y fuera de la Iglesia anglicana por cuestionar la maternidad de María y la Resurrección. A una de sus visitas, mientras señalaba aquella fotografía, le dijo riendo: «La cólera de Dios, amigo mío, la cólera de Dios».

Muggeridge era profundamente tradicionalista en la práctica de aquella fe recién encontrada y le movía un intenso amor al Santísimo Sacramento. En el Catholic Herald de 18 de marzo de 1988 se recogían sus críticas contra el uso de la guitarra y lo que él llamaba «himnos pop»; Muggeridge prefería las misas solemnes y quienes le veían participar en ella -entre quienes se incluían su hijo John y su nuera Anne- dan fe de su piedad y su reverencia. Cuando su escasa salud no le permitía asistir a misa, pedía que le llevaran la Comunión a casa. En cierta ocasión se presentó ante él un joven en vaqueros y jersey que, después de preguntarle si quería comulgar, sacó el Santísimo de un recipiente guardado en el bolsillo trasero del pantalón. Muggeridge le echó de su casa, indignado por una falta de cuidado y una despreocupación ante la Eucaristía que le parecieron «horriblemente abominables».

A lo largo de 1989, la salud de Muggeridge comenzó a deteriorarse rápidamente. La lenta degeneración de sus facultades mentales hizo pensar en un principio de Alzheimer, hasta que se descubrió que lo que había padecido era una serie de episodios de lo que se conoce como AIT («ataque de isquemia transitoria»), que provoca la muerte de algunas células del cerebro y conduce a una «demencia por infarto cerebral múltiple», caracterizada por la pérdida progresiva de memoria, la desintegración de la personalidad y una depresión creciente.

Para desconsuelo de familiares y amigos, tales fueron los síntomas manifestados por Muggeridge al final de su vida. Los reporteros que se desplazaban a Robertsbridge en busca de una entrevista no obtenían más que incoherencias; los extraños eran despedidos con cajas destempladas y hasta su hijo John fue expulsado de su casa en un colérico episodio de pérdida de memoria; al final, no reconocía a nadie y acabó perdiendo todo interés por la higiene personal, al filo mismo de una muerte carente de dignidad: paradójica o radical respuesta a esa última oración -recogida y empleada como prólogo a su Conversión: A Spiritual Journey- con la que suplicaba a Dios que «humillara su soberbia».

De hecho, es la visión personal de la vida y la fe en la eficacia de la oración lo que nos mueve a considerar aquella respuesta radical o paradójica, o si hubo realmente alguna respuesta: y fue esta una cuestión presente en el núcleo mismo de la búsqueda del sentido de la vida experimentada por Muggeridge. Sobre su conversión actuó de forma decisiva el convencimiento de que, en el insondable drama de la vida, todo tiene un propósito, aunque este sea aparentemente absurdo, injusto o grotesco. En su Conversión, Muggeridge escribió que lo que él había tomado por un «teatro del absurdo» demostró «contener, tras un examen más cuidadoso, un “teatro de terrible simetría” revelador del significado oculto en lo que no tiene sentido, del orden que existe tras la confusión, del amor indestructible en el corazón mismo del holocausto del odio, de la débil voz de la verdad que se hace oír por encima de una falsedad atronadora».

Es posible que esta indecorosa despedida del mundo resulte «terrible» -con todos los matices implícitos en el término- y reavive nuestro recuerdo de la visita que el propio Muggeridge le hizo casi cuarenta años antes a Belloc, estando próxima la muerte de este en circunstancias muy parecidas. A principios de diciembre de 1950, Muggeridge viajó acompañado de Auberon Herbert hasta Shipley (Sussex); la visita quedó registrada en su diario y, visto a la luz del progresivo debilitamiento que él mismo sufriera pasados cuarenta años, bien podría tomarse por un autorretrato:

La casa de Belloc es bastante espaciosa, pero cochambrosa y desoladora... Belloc ha aparecido arrastrando los pies -desde el infarto cerebral le cuesta mucho caminar- e increíblemente desaliñado... murmurando para sí y olvidando lo que acaba de decir hace un momento; con barba y ojos iracundos y enojados... Nada que ver con un hombre sereno. Aunque se ha pasado la vida hablando de religión, no parece que quede mucha en él... me ha recordado al rey Lear.

Otro ejemplo de lo que Muggeridge hubiera llamado «terrible simetría» es el tiempo y el esfuerzo dedicados -antes de que sus facultades mentales comenzaran a abandonarle- a los discapacitados mentales a través de su amistad con el padre Bidone y bajo la influencia de su mentor Jean Vanier. Él mismo describió su «inquietud» cuando, el día de su recepción y la de Kitty en el seno de la Iglesia, el padre Bidone apareció acompañado por algunos niños con síndrome de Down acogidos en el centro de Hampton Court de cuya fundación era responsable, y su temor de que echaran a perder tan solemne ocasión si se ponían a «enredar, a moverse de aquí para allá o a emitir sonidos extraños». Y sin embargo, y aunque eso fue exactamente lo que sucedió, Muggeridge se sintió «inesperada y misteriosamente» embargado por una inmensa satisfacción que hizo de la ceremonia «una experiencia espiritual inolvidable». Al comentarlo con Kitty, descubrió que a ella «le había pasado exactamente lo mismo». Más tarde, dándole vueltas al tema, llegó a la conclusión de que aquellos niños con síndrome de Down desempeñaban «un papel especial en el mundo al hacer patentes las deformaciones físicas y mentales que todos tenemos en nuestro interior y que permanecen invisibles».

El 27 de julio de 1990, Muggeridge sufrió un nuevo infarto e ingresó en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de St. Helen, en Hastings. Su hijo Leonard, que se trasladó a la clínica para acompañarle por la noche, le oía decir en voz alta: «¡Padre, perdóname! ¡Padre, perdóname!».

Inesperadamente, Muggeridge se recobró en parte del infarto y, al poco tiempo, John, su otro hijo, fue testigo de un suceso que parecía compensar sus torturadas súplicas de perdón. Poco después de ver cómo -a pesar de la paciente insistencia de su enfermera, de la auxiliar de enfermería y de la enfermera jefe- su padre se negaba obstinadamente a tomarse una píldora apenas mayor que un grano de pimienta, apareció por allí el capellán del hospital para darle la Comunión. John, que acababa de presenciar el drama de la píldora, pensó que todo intento por parte del capellán resultaría infructuoso. «Pero el sacerdote encendió una vela, pronunció las oraciones habituales y dio de comulgar primero a mi madre y a mí, y luego a mi padre, que cerró los ojos y recibió la Comunión con reverencia».

Muggeridge falleció el 14 de noviembre de 1990 habiendo recibido los últimos sacramentos. El funeral, oficiado por el obispo Cormac Murphy-O’Connor, se celebró cinco días después en Salehurst Church. Lord Longford comenzó su discurso citando las mismas palabras pronunciadas en 1890 -exactamente cien años antes- por el cardenal Manning durante el funeral del cardenal Newman: «Hemos perdido al principal testigo de nuestra fe, y esta pérdida nos deja más pobres y desolados». Imposible encontrar palabras más apropiadas que estas con las que un eminente converso de su siglo se refería a otro converso igualmente importante; y aún más apropiadas a causa del «afecto hacia el cardenal Newman» que Muggeridge experimentó al final de su vida. Las últimas palabras del panegírico de Lord Longford fueron estas: «Todos los que conocíamos a Malcolm desde hace tiempo sabemos que siempre creyó en el otro mundo y en otra clase de existencia futura».

El 26 de febrero de 1991 el cardenal Hume presidió la misa de réquiem celebrada en la catedral de Westminster; el panegírico lo pronunció William Deedes, amigo de Muggeridge desde su época de periodista en Fleet Street. Al final del discurso, Deedes aludió al tono condescendiente con que los mundanos colegas de Muggeridge opinaron sobre su conversión, recordando a veces con malicioso regodeo sus pasadas fechorías:

Reflexionando sobre ello, he llegado a la conclusión de que quizá sea, precisamente ahí, donde radica la importancia del legado que nos deja. Porque, en mi opinión, lo que nos ofrece es un excelente recordatorio de que Cristo no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se arrepientan. En realidad, la vida de nuestro amigo Malcolm no está tan lejos del núcleo mismo de nuestras creencias.

Tras la muerte de su esposo, Kitty se trasladó a Canadá para quedarse a vivir con su hijo John y su nuera, Anne, y en los años siguientes padeció una confusión mental semejante a la sufrida por Muggeridge, «como obligada a compartir la misma experiencia de Malcolm, en las alegrías y en las penas». En el momento de su muerte, ocurrida en junio de 1994 a los noventa años de edad, se encontraba consciente y en paz. Su cuerpo fue trasladado a Inglaterra para ser enterrado junto al de su marido, en el cementerio de Whatlington.

Uno de los más emotivos testimonios en honor de Muggeridge, publicado en el Sunday Telegraph, se debió a Paul Johnson, quien lo consideraba un hombre, prototipo del siglo XX, nacido con el progreso, alimentado en la modernidad y deificado por la televisión, que, sin embargo, termina encontrando su plena realización personal en las formas más sencillas del cristianimso, en el que creía con toda la pureza y el fervor de un niño.

Su vida y su ejemplo nos ayudan a explicar por qué, a finales de este siglo XX, la religión, lejos de desaparecer, continúa viva y floreciente en los corazones de los hombres y mujeres más avanzados.

Gregory Wolfe, por su parte, concluye así su biografía sobre Muggeridge:

En cuanto apologista del siglo XX, Malcolm Muggeridge está a la altura de G.K.Chesterton y C.S.Lewis. Su sensibilidad -más satírica y siniestra, más deseosa de equilibrar la duda y la fe, más intensamente impregnada del enorme caudal de su experiencia del mundo- complementa, el romanticismo de Chesterton y Lewis. Su vida ha sido demasiado rebelde y tortuosa para convertirse en objeto de culto, como ha ocurrido con Lewis.

David Gill, sobrino de Eric Gill y cámara cinematográfico durante muchos años, también encontraba muchas cosas en común entre Muggeridge y Chesterton:

Muchas veces comparo a Muggeridge con Chesterton poniéndolos como ejemplo: yo trabajaba en televisión en temas de actualidad junto a un montón de curtidos periodistas profundamente imbuidos de escepticismo que no perdían tiempo en patrañas; sin embargo, el respeto que sentían por Muggeridge permaneció intacto después de su conversión; también Chesterton sirvió a menudo de faro luminoso a pesar de ser católico... Chesterton siempre estuvo considerado con inmenso respeto como un auténtico modelo de integridad e inteligencia...

Incluso si -como mantiene Wolfe- la vida de Muggeridge fue «demasiado rebelde y tortuosa» para ser comparada con las de Lewis o Chesterton, lo cierto es que las conclusiones a las que llegó y su objetivo fueron los mismos. A pesar de lo intrincado de su existencia, esta terminó con la mayoría de sus cabos sólidamente atados. Como Chesterton afirma al concluir su autobiografía, la historia de su vida finalizó «como terminaría cualquier relato de detectives, con la respuesta a una serie de preguntas concretas y la solución al problema fundamental».

Si esto es perfectamente aplicable tanto a Muggeridge como a Chesterton, no resulta tan fácil en el caso de Lewis, cuya apologética cada vez se manifestó más enfrentada a la Iglesia anglicana, en cuyo seno murió. La anómala naturaleza de su postura, tan evidente en su obra, se hizo aún más patente tras la conversión al catolicismo de Walter Hooper, ocurrida en 1988. Hooper, el discípulo más leal a Lewis y principal exponente de sus ideas en los años posteriores a su muerte, acabó considerando incompatible la doctrina de su maestro con el modernismo de la Iglesia de Inglaterra. Sin entrar a juzgar el acierto de la decisión de Hooper, no hay duda de que la discusión todavía continúa ahí y que son muchos los cabos que quedan sueltos. Poco después de su muerte, el filósofo americano Russell Kirk añadía leña a la polémica con sus dudas sobre si hoy en día Lewis y T.S.Eliot continuarían siendo fieles a la Iglesia anglicana. Durante un congreso celebrado en Seattle en 1990, a la pregunta formulada por Iain T. Benson de si, «en caso de vivir aún, T.S.Eliot y C.S.Lewis permanecerían dentro de la Iglesia de Inglaterra», Kirk, quien conoció personalmente a Eliot y es autor del prestigioso estudio titulado Eliot y su época, respondió así: «Creo que es muy poco probable en uno y otro caso, pero especialmente en el de Eliot».

Sin embargo, ni Eliot ni Lewis, ni otros tradicionalistas anglicanos, son los únicos a quienes la posteridad ha acabado colocando en una posición anómala. La difícil y crítica relación mantenida por Graham Greene con la Iglesia católica, especialmente en los años anteriores a 1991, fecha de su muerte, dejó sueltos algunos flecos que hoy aún continúan siendo motivo de polémica y alimentando el debate. Si la vida de Muggeridge terminó en noviembre de 1990 «con la respuesta a una serie de preguntas concretas y la solución al problema fundamental», la de Greene, que se prolongó aún cinco meses más, dejaba muchas preguntas sin responder y sin resolver el problema fundamental.