CAPÍTULO XIX: REACCIONES NUCLEARES

EL 10 de septiembre de 1945, Edith Sitwell leyó la descripción hecha por un testigo ocular de los inmediatos efectos de la bomba atómica sobre Hiroshima. Su reacción es escalofriante. «Ese testigo», escribió, «contempló cómo un tótem de polvo, testigo del asesinato de la humanidad, se elevaba hacia el sol... Un tótem: el emblema de la creación, el emblema de la generación. En ese momento surgió el poema».

Aquel poema era La sombra de Caín, el primero de sus «tres poemas de la Era Atómica», inspirado en «la fisión del mundo en partículas enfrentadas, destructoras y autodestructivas; inspirado en la gradual migración de la humanidad, después de la Segunda Caída del Hombre...en el desierto del Frío, hacia el desastre final, cuya primera señal cayó sobre Hiroshima».

We did not heed the Cloud in the Heavens shaped like the hand

Of Man...

the Primal Matter

Was broken, the womb from which all life began.

Then To the murdered Sun a totem pole of dust arose

in memory of Man.

(No hicimos caso a esa Nube del Cielo moldeada como la mano / del Hombre. La Materia Primera / se destruyó, el útero de donde procede toda vida. / Entonces, hacia un Sol asesinado, un tótem de polvo se alzó / en memoria del Hombre).

Las imágenes del poema son tan estremecedoras como el tema de que tratan. «Las dos primeras páginas», explicó Sitwell, «eran, por una parte, una descripción física del mayor grado de frío posible; y, por otra, una descripción espiritual del mismo». La sombra de Caín estaba marcado por el signo de la profecía y reflejaba el temor de muchos ante un mundo que, recién salido de una guerra mundial, quedaba inmerso en la guerra fría. Aprés le déluge (en francés en el original: «Después del diluvio» -N. de la T.) ... el Frío.

La sombra de Caín fue publicado en junio de 1947. En el número siguiente de Horizon, Kenneth Clarke escribió acerca del poema ele Sitwell que «quienes entienden de poesía han reconocido en él un auténtico grito poético que no se escuchaba en Inglaterra desde la muerte de Yeats».

El horror de Hiroshima también fue fuente de inspiración para Siegfried Sassoon -autor de algunos de los mejores poemas bélicos del conflicto anterior-y le llevó a alcanzar nuevas cotas de creatividad. En 1945 escribió «Letanía de una pérdida», un poema que, haciéndose eco de la temática abordada por Sitwell, empleaba parecidas imágenes de resonancia religiosa como contrapunto al pesimismo y la alienación de la posguerra:

In breaking of belief in human good;

In slavedom of mankind to the machine;

In havoc of hideous tyranny withstood,

And terror of atomic doom foreseen;

Deliver us from ourselves.

Chained to the wheel of progress uncontrolled;

World masterers with a foolish frightened face;

Loud speakers, leaderless and sceptic-souled;

Aeroplane angels, crashed from glory and grace;

Deliver us from ourselves.

In blood and bone contentiousness of nations,

And commerce’s competitive re-start,

Armed with our marvellous monkey innovations,

And unregenerate still in head and heart;

Deliver us from ourselves.

(De acabar con la fe en la bondad del hombre / de hacer a la humanidad esclava de una máquina / de soportar los estragos de una horrenda tiranía / y del terror de esta destrucción atómica que ya hemos contemplado; líbranos de nosotros / De encadenarnos a la rueda de un progreso incontrolado; / de amos del mundo de rostro terrible y desquiciado; / de esos que hablan sin convencer a nadie y con corazón escéptico; / ángeles de aeroplanos, caídos de la gloria y la gracia; / líbranos de nosotros. / Del deseo de pelear que llevan las naciones en la sangre y en los huesos; / del resurgimiento de la competencia del mercado; / de armarnos con nuestros maravillosos inventos de monos; / de nuestras cabezas y corazones contumaces; / líbranos de nosotros).

Un tema que se repite de un modo más prosaico -pero no por ello menos profético- en la obra de Ronald Knox Dios y el átomo, publicado por Sheed & Ward en noviembre de 1945. El capítulo inicial llevaba el título de «Un trauma: Hiroshima»:

Cuando toda nuestra capacidad de sorpresa parecía agotada, un día de finales de agosto, al abrir el periódico, descubrimos que estábamos equivocados. Al lado de lo que acababa de ocurrir, las elecciones generales, e incluso el Día de la Victoria, parecían carecer de importancia. Una ciudad japonesa cuya población superaba la de Southamplon había dejado de existir.

Sabíamos que los científicos estaban trabajando con el átomo; que este había perdido el privilegio de ser infinitesimal para ser sometido, como cualquier otro objeto, al análisis. Pero ¿acaso no se trataba de un conocimiento meramente teórico...? Todo aquel tiempo, a nuestras espaldas, los hombres de ciencia habían estado trabajando febrilmente en una investigación inmencionable...

Como epígrafe del libro, Knox había escogido estos versos de Wordsworth:

To let a creed, built in the heart of things,

Dissolve before a twinkling atomy!

(¡Dejar que un credo, forjado en el corazón de las cosas, / desaparezca ante el parpadeo de un átomo!).

Para Evelyn Waugh, Dios y el átomo era «una obra maestra en cuanto a estructura y formas de expresión en la que no queda ninguna señal de la prisa con que fue escrita». A Knox, sin embargo, le desalentó su escaso éxito; y el propio Waugh admite que, a pesar de sus valores literarios, «no fue bien acogido»:

Las conciencias estaban embotadas por la guerra y las mentes excitadas por una paz problemática... no fue editado en el momento conveniente... más de cinco años antes de que el público al que iba dirigido fuera consciente de que también él sufría la amenaza del invento que tanto había aplaudido; y diez años antes de que los escritores comenzaran a explotar el pánico.

A pesar de que Waugh compartía el desánimo de Knox ante la tibia respuesta obtenida por Dios y el átomo, seguramente también se sentiría reconfortado por el éxito de su recién publicada novela Retorno a Brideshead. Publicada en 1945 -pero escrita un año antes de la bomba sobre Hiroshima-, la obra, que suscitaba la esperanza aun entre las ruinas de una civilización, no por ello carecía del pesimismo y la angustia de posguerra que impregnaban la poesía y la prosa de Sitwell, Sassoon y Knox. La novela se vendió extraordinariamente bien a ambos lados del Atlántico y The Tablet la aclamó como «un libro al que se le podía augurar con total seguridad un puesto entre las mejores obras de ficción». En América, el Time manifestaba que era difícil que otros novelistas contemporáneos superaran el estilo de Waugh.

Tantas alabanzas se vieron ensombrecidas por una ruidosa minoría disgustada por el enfoque político y religioso de Retorno a Brideshead. Algunos, aparte de considerar políticamente incorrecto el nostálgico canto del cisne a un modo de vida aristocrático que llegaba a su fin, acusaron a Waugh de reaccionario y esnob. La respuesta del escritor fue desafiante: «Hoy en día, la conciencia de clase, de modo particular en Inglaterra, se halla tan enardecida que mencionar a un noble es como hace sesenta años mencionar el nombre de una prostituta... Me reservo el derecho a moverme entre el tipo de gente que mejor conozco».

En el mismo artículo, Waugh contestaba a Edmund Wilson, que había criticado la dimensión religiosa de la novela: «Le ha ofendido (lo cual es perfectamente legítimo, dadas sus convicciones) encontrar a Dios en medio del relato. Yo creo que a Dios solo se le puede dejar de lado si conviertes a tus personajes en puras abstracciones». Los novelistas modernos, continuaba Waugh, «intentan representar al ser humano en su totalidad, con su alma y su mente, pero mantienen al margen su característica más definitoria: la de ser una criatura de Dios con un fin concreto. De modo que mis próximos libros siempre contendrán dos aspectos impopulares: la preocupación por el estilo y el intento de representar al hombre más plenamente, lo que para mí solo puede significar una cosa: el hombre en su relación con Dios».

La publicación de Retorno a Brideshead completó la metamorfosis de Waugh de ultramoderno en ultramontano, con lo cual, el escritor pasó de estar de moda a no estarlo en absoluto. Esta transformación suscitó las comparaciones de su obra con la de la debilitada vieja guardia del renacimiento literario católico. En Retorno a Brideshead, la influencia de Chesterton es evidente. El tema central de la redención de las almas mediante «un anzuelo y un sedal invisibles... [y] dando un tirón del hilo» está tomado de uno de los relatos del padre Brown. Mientras daba los últimos retoques a su novela, Waugh comentó con Nancy Mitford que le habría gustado encontrar una edición con todos los relatos del padre Brown; y el memorándum que redactó para la MGM cuando esta expresó su deseo de llevar la obra al cine, muestra claramente la intensidad de la influencia de Chesterton:

Solo la Iglesia católica tiene el poder de dirigir por control remoto a las almas que alguna vez han formado parte de ella. G.K.Chesterton lo comparaba con el sedal de un pescador, que permite al pez hacerse la ilusión de estar moviéndose libremente cuando el anzuelo ya lo tiene atrapado; en el momento oportuno, el pescador «da un tirón del sedal» y saca al pez del agua.

Al leer la obra, a Ronald Knox no dejó de llamarle la atención la metáfora chestertoniana: «Huelga decir que, cuando llegas al final, todos los personajes -incluido Beryl- encajan en su sitio, y el tirón del hilo que se da en las mismas entrañas de Metroland resulta extraordinariamente eficaz».

La combinación del catolicismo con la alta sociedad aristocrática presente en Retorno a Brideshead, fue objeto de inevitables comparaciones con la obra de Maurice Baring, quien falleció el mismo año de publicación de la novela. No por menos obvia resultaba menos intensa la sutil influencia de Hilaire Belloc, uno de los héroes de Waugh desde sus años de colegio en Lancing. Aparte de la atracción que ejercieron sobre él la agresiva militancia de Belloc y su catolicismo tradicional, a Waugh siempre le impresionó el modo pragmático, casi rutinario, con que el escritor practicaba su fe. Era precisamente esta fe sencilla y espontánea de católicos de nacimiento como Belloc, tan distinta del celo de los conversos, la que caracterizaba a los Flyte, protagonistas de Retorno a Brideshead. Hubo otro escritor católico, Compton Mackenzie, cuya obra Sinister Street, que Waugh había leído en Lancing, y su evocadora descripción de la vida en Oxford dejaron también su huella en Retorno a Brideshead, sobre todo en la recreación de la atmósfera que rodeaba la vida universitaria oxoniana.

En plena controversia religiosa y política, Waugh encontró un aliado inesperado en la persona de George Orwell, cuya Rebelión en la granja se publicó prácticamente al tiempo que Brideshead. El 30 de agosto de 1945, Waugh escribió a Orwell felicitándole por su «inteligente y deliciosa alegoría»; a este, por su parte, la novela de Waugh también le había causado una excelente impresión. Aunque, durante los años treinta, Orwell anduvo coqueteando con el marxismo, una vez acabada la guerra, su sentimiento era de profunda decepción: un cambio que, según quedó demostrado, serviría de inspiración para sus dos mejores novelas. Tanto Rebelión en la granja como 1984 se convirtieron -por encima de cualquier otra obra- en el paradigma del pesimismo de posguerra. En el momento de su muerte, en 1950, Orwell había concebido el proyecto de escribir un estudio sobre Waugh, con cuyo ejemplo pretendía demostrar la falacia marxista de que el arte solo puede ser bueno si es progresista.

Aunque la onírica visión de Orwell en 1984 ocupa un lugar preferente entre la literatura del desencanto de posguerra, su voz solo fue una de las muchas que se alzaron en señal de protesta. En esa misma línea, en julio de 1945 se publicó también la obra de Lewis Esa horrible fortaleza, última entrega de su «trilogía Ransom» de ciencia-ficción. Su idea del NICE -el Instituto Nacional de Experimentación Coordinada que se apodera de una pequeña población universitaria hasta destruirla parcialmente- surgió a raíz de la polémica en torno a la construcción de una central nuclear cerca de Blewbury, a unas quince millas de Oxford. El bombardeo de Hiroshima y Nagasaki ocurrido a las pocas semanas de la publicación de su novela añadió aún más patetismo a sus efectos, aunque -en palabras del propio Lewis, quien así se lo decía por carta a un amigo- «todos los críticos han coincidido en vapulearla». A pesar de todo, Lewis, impertérrito, continuó considerando Esa horrible fortaleza su libro «favorito», quien acto seguido distinguía entre «favorito» y «mejor».

La opinión de sus amigos estaba dividida. En una carta dirigida a Lewis con fecha 3 de diciembre de 1945, Dorothy L. Sayers manifestaba que la obra se hallaba «llena a rebosar de cosas buenas»; mientras que Tolkien la calificaba de «porquería» y echada a perder por la influencia de Charles Williams. La opinión de Tolkien reviste un interés especial: por aquellas fechas, el escritor se hallaba inmerso en la redacción de El señor de los anillos, y el hecho de que Lewis dotara de poderes diabólicos a los científicos de Esa horrible fortaleza delataba algo más que una marcada similitud con el tratamiento dispensado por Tolkien a temas como aquel. La interpretación de Esa horrible fortaleza ofrecida en 1954 por Lewis ante un periodista americano podría ser perfectamente aplicada también a El señor de los anillos: «Creo que Esa horrible fortaleza trata de un triple conflicto: la Gracia contra la Naturaleza y la Naturaleza contra la anti-Naturaleza (la moderna industrialización, la ciencia y las políticas totalitarias)». Este triple conflicto entre lo sobrenatural, lo natural y lo no natural constituye, probablemente, la clave de una y otra novela.

Si ciertas mínimas diferencias de estilo conseguían enmascarar la profunda unidad de pensamiento entre Lewis y Tolkien, algo parecido podría decirse de Lewis y Eliot. El primero, que nunca había mostrado interés alguno por la poesía o la prosa de Eliot, despreciaba, además, el elitismo de este. Por otro lado, ambos se habían convertido al ala tradicionalista de la Iglesia anglicana y presentaban la misma oposición al modernismo teológico. De modo que no resulta sorprendente que uno y otro compartieran idéntico pesimismo ante la posguerra europea.

Eliot no experimentó ninguna euforia tras la rendición de los japoneses a raíz de la bomba de Hiroshima, y se negó a participar en los actos conmemorativos del Día de la Victoria. Tanto la política exterior británica como la norteamericana provocaban en él cierta inquietud, y, por otro lado, desconfiaba también de las intenciones ele los rusos. En enero de 1946 describió un mundo que, en lo público, era cada vez más «increíble», y más «intolerable» en lo privado; un mundo que, a pesar de la victoria aliada, le parecía menos «ético» ahora que antes de la guerra. En su opinión, Alemania y los japoneses eran los causantes de la enfermedad que había contagiado a toda una civilización hasta provocar su crisis, y la victoria sobre ambas naciones no había logrado atajar la enfermedad, sino, más bien, ayudado a perder su control. El relativo optimismo de los años previos a la guerra, cuando Eliot hiciera un llamamiento a la reestructuración de la sociedad de acuerdo con los principios del cristianismo, se había visto reemplazado por el intento desesperado de mantener con vida la propia civilización europea. Ya antes de que la guerra hubiese concluido, le preocupaba que la paz se asociase únicamente al concepto de «eficacia», y en sus conferencias radiofónicas de 1946 puso de manifiesto la necesidad de mantener tanto la «organización espiritual» de Europa como su «organización material». Cualquier fracaso en este sentido conduciría a «siglos de barbarie» acelerados por el poder de la tecnología. Por otro lado, Eliot, alarmado ante el predominio de los Estados Unidos en aquella Europa de la posguerra, comenzó a darse cuenta de que asistía al deterioro de la cultura por la que, treinta años antes, había abandonado América. Para su consternación, parecía como si el mundo renunciara a la tradición en favor de la modernidad, a la cultura a cambio del dinero y a los consuelos espirituales por el lujo material.

Resulta irónico, pues, que esta evolución de las cosas acabara fomentando, en la segunda mitad del siglo, el mayor número de conversiones al catolicismo y que quienes se sentían alienados por el vacío del consumismo buscaran el refugio, la sensatez y la solidez de la fe, la cultura y la tradición de la Iglesia.

En febrero de 1946 culminaba en la catedral de San Patricio de Nueva York la polémica conversión de Clare Boothe Luce, célebre escritora, política y anfitriona habitual de numerosas reuniones sociales, quien fue recibida en la Iglesia católica por monseñor Fulton Sheen. Clare Boothe Luce era muy conocida por su brillante carrera teatral, desarrollada en el Broadway de antes de la guerra con obras como Mujeres y Kiss the Boys Goodbye; entre 1942 y 1945 también desempeñó el cargo de portavoz del Partido Republicano en la Cámara de Representantes. No obstante, el aspecto más controvertido de su conversión fue el hecho de estar casada con Henry Robinson Luce, acaudalado editor de las revistas Time, Fortune y Life. Como Luce estaba divorciado de su primera esposa, eran muchos los que pensaban que la posición económica y social de Clare Boothe Luce «le habían dado derecho a vivir con un divorciado con la aprobación de la Iglesia...lo que confirmaba la teoría de que esta no utilizaba el mismo rasero para ricos y pobres». La realidad es que, varios años antes de la conversión de Clare, la pareja había renunciado a la vida conyugal, y fue precisamente esta separación física uno de los factores que la guiaron hacia el catolicismo; los factores restantes eran muy parecidos a los de otros conversos de la posguerra. Hacía mucho que a Clare «no le satisfacían las respuestas -o la falta de respuestas- a su búsqueda de la felicidad»:

Contemplaba el vacío de un sistema carente de ideales cristianos. Tanto el divorcio, tan común en su entorno, como la insensata carrera tras el dinero y el placer que caracterizaba al desarrollo, no provocaban en ella más que desasosiego. Los años de depresión a los que siguió la guerra solo lograron confirmar su impresión de lo poco que los grupos religiosos o semi-religiosos eran capaces de ofrecer a un alma en busca del sentido de la vida».

En las Navidades de 1943, Clare Boothe Luce perdió a su hija Ann Clare, fallecida en un accidente automovilístico, y, a partir de ese momento, los pasos que dio «de un modo gradual, pero seguro, fueron guiándola hasta el umbral de la Iglesia católica».

En febrero de 1947 comenzó a publicarse en la revista McCall's un detallado relato de su conversión bajo el título de La auténtica razón; y al año siguiente recorrió Estados Unidos pronunciando un ciclo de conferencias sobre «El cristianismo en la era atómica». En noviembre de 1948, tras una cena en compañía de Evelyn Waugh, este la describió como «exquisitamente elegante, lista como un mono y ególatra». En 1953 fue nombrada embajadora de Estados Unidos en Italia.

El domingo de Pascua de 1946, dos meses después de la conversión de Clare Boothe Luce, en Oxford, Elizabeth Longford fue recibida en el seno de la Iglesia católica. Hacía seis años que su marido, Lord Longford, había dado ese mismo paso ayudado por la paciente labor del padre Martin D’Arcy y la impaciente insistencia de Evelyn Waugh. Lady Longford se enfadó mucho al enterarse de la noticia de la conversión de su esposo y reaccionó con un vehemente anticlericalismo que la impulsaba a calificar sus libros religiosos de «cámara de los horrores» y a empeñarse en relegarlos al último estante de la librería del pasillo, lejos de su vista y de su mente. Su furor inicial se fue apaciguando al ser testigo del papel desempeñado por el catolicismo en la vida de su marido, y, en 1941, la temprana muerte de su hermano, víctima de un tumor cerebral, le inspiró más de un pensamiento acerca de la otra vida. Aquel hecho la guió hasta la «cámara de los horrores» de Lord Longford y a la lectura esporádica de sus libros religiosos, entre cuyos autores preferidos se encontraba Jacques Maritain.

A principios de 1944, Lady Longford llevó a sus dos hijos mayores, que habían recibido el Bautismo en la Iglesia anglicana, a la iglesia anglocatólica de St. Paul, en la zona sur de Oxford, con el fin de que los prepararan para la Primera Comunión. Todos los domingos, la ya ex-agnóstica los acompañaba a la iglesia. En otoño comenzó a recibir instrucción y, antes de Navidad, ingresó en la Iglesia anglicana. A partir de aquel momento, cuando los domingos toda la familia salía de casa para asistir a la iglesia, a Lady Longford se le partía el corazón al ver cómo su marido se dirigía hacia el templo católico, mientras ella y sus hijos se encaminaban a St. Paul. La sensación de que, en realidad, se había quedado a mitad del camino, y unas cuantas discusiones con su marido sobre teología y oración, la llevaron, por fin, a solicitar del padre Gervase Mathew instrucción para convertirse al catolicismo. Después de la recepción de su esposa, Longford no pudo ocultar la enorme alegría con que recibió aquella transformación en una «familia de fe».

El año siguiente fue testigo de la conversión de Anne Green -autora de éxitos de ventas como Los Selby y de otras muchas novelas-, que fue recibida en la Iglesia en julio de 1947. Este hecho puso una rúbrica tardía a la decisión tomada en 1915 por su padre y su hermano -el célebre Julián Green- de abrazar la fe católica. Ese mismo año, a raíz del trabajo realizado en Francia para obtener el doctorado en filosofía, también fue recibida en la Iglesia la novelista, poetisa e investigadora literaria Elizabeth Sewell: «un buen modo -aunque algo raro- de alcanzar» la meta.

El 14 de junio de 1947 se unía a la Iglesia católica otro especialista en literatura: George B. Harrison, autor de los Diarios de Isabel I y Jacobo I, Shakespeare at Work, Elizabethan Plays and Players, Shakespeare: the Man and his Stage, John Bunyan: A Study in Personality y The Life and Death of Robert Devereaux, Earl of Essex. Fue en el curso de su investigación sobre la reina Isabel cuando se sintió inspirado por los mártires ingleses:

Era evidente que los misioneros jesuitas llegados a Inglaterra en las décadas de 1580 y 1590 solo se preocuparon de propagar la fe... jesuitas como Edmund Campion y Robert Southwell aceptaron el martirio gustosa y voluntariamente. El hombre que en época de Isabel buscase y se enfrentara contento a la tortura o a la horrible muerte reservada a los traidores, debía poseer la absoluta certeza de algo que yo era capaz de imaginar, pero no de compartir.

Llevado de la misma admiración por Campion y Southwell que logró mover a Benson, Waugh, Greene y muchos otros, Harrison se fue convenciendo paulatinamente de la integridad de la fe católica. Junto con su mujer, conoció al arzobispo de Kingston, Ontario, quien les prestó un ejemplar de El Credo de los católicos, de Knox, y les pidió que regresaran a hablar con él si aún seguían interesados. A los quince días, los Harrison comenzaron a recibir instrucción.

Sin embargo, resultaría demasiado simplista sugerir que la investigación acerca de la reina Isabel desempeñase el único papel importante en su conversión. Su interés por la filosofía le había llevado a rechazar a los «líderes del pensamiento moderno», la mayoría de los cuales «fracasaban de modo llamativo al poner en práctica sus propias teorías».

En la década de 1920 se habló por extenso de las diversas guías hacia la felicidad expuestas por Bertrand y Dora Russell, quienes colaboraron a la hora de propagar la idea de que la felicidad consiste en liberarse de toda restricción y que, puesto que el sexo es el mayor placer humano, hombres y mujeres, casados y solteros son absolutamente libres de dormir donde ellos quieran. A los pocos años, hasta aquel paraíso inventado por Russell parecía haber sido invadido por una serpiente.

La gota que hizo colmar el vaso de la incredulidad de Harrison fue la muerte de sus dos hijos, que prestaban servicio activo en el ejército británico. El mayor falleció en julio de 1942 durante la guerra; y el más pequeño fue asesinado en Palestina en enero de 1947 mientras cumplía una guardia. Durante las semanas que siguieron a esta segunda tragedia, Harrison y su mujer «sufrieron un estado de aturdimiento físico y dolor espiritual demasiado amargo para ser compartido e incluso mencionado». Fue este sufrimiento el que les hizo comprender que, «en los momentos de desolación, su vaga filosofía no servía para nada».

Mientras los Harrison culminaban de modo tan penoso su acercamiento a la Iglesia, Evelyn Waugh se hallaba empeñado en un intento nada sutil de sacar a su amigo John Betjeman del anglocatolicismo. El 9 de enero de 1947, Waugh le informaba de que «se te ha permitido vislumbrar la verdad lo suficiente como para culparte si ahora la rechazas».

Me saca de mis casillas esa excusa del deber hacia el barco que se hunde. Si tu batallón en Wantage es la Iglesia católica, no se hunde: está con los ángeles y los santos triunfantes. Si se está hundiendo, es porque nunca debería haber embarcado...

No puedes depender de una conversión en tu lecho de muerte. Cada hora que se pasa fuera de la Iglesia es una hora, perdida...

... deberías dedicar algún tiempo a estudiar los fundamentos teológicos. No te dejes llevar por tus sentimientos, sino por la razón. El último paso tendrás que darlo en el vacío, porque no se puede saber lo que es la Iglesia, hasta que se ve desde dentro.

Aunque no puede dudarse ni de la sinceridad ni de la seriedad del deseo de Waugh de ver a su amigo «dentro de» la Iglesia, la brusquedad de su tono no parece lo más apropiado. Incluso admitiendo que su evidente rudeza se basaba en el certero conocimiento de lo profunda que era su amistad, y en la convicción de que Betjeman no se sentiría ofendido, la falta de tacto de Waugh no resultaba demasiado recomendable. Su franqueza, sin embargo, iba acompañada de cordialidad, y era difícil sustraerse al leve matiz humorístico que ocultaban sus palabras, que rezumaban a un tiempo cariño y aspereza:

¿Estarías dispuesto a participar conmigo y a mis expensas después de Semana Santa en una expedición por Irlanda en busca de casa? No puedo dormir. ¿Y tú? Me espanta tu contumacia en el cisma y la herejía. Infierno, infierno y más infierno. Condenación eterna.

Recuerdos a Penélope.

Pero Waugh se equivocaba al suponer que Betjeman no se ofendería, porque a vuelta de correo recibió una carta de Penélope Betjeman en la que esta le informaba de la postura de su marido: «Piensa que el catolicismo ROMANO es una religión extranjera que no tiene ningún derecho a extenderse por este país, y mucho menos a hacer conversos a costa de la auténtica iglesia católica de nuestra nación. Así se lo han hecho ver tus cartas de modo ostensible».

En la carta de Penélope se advertía también un primer indicio de sus propias ideas sobre aquel tema y del dilema al que se enfrentaba, afirmando que su marido «dice que me dejará de inmediato si me paso al otro lado».

El 4 de junio, Waugh le contestaba con espíritu conciliador: «Soy agresivo por naturaleza y un antipático, y la insistencia en el error por parte de John consigue que aflore lo peor que hay en mí. Lo siento mucho. A partir de ahora le dejaré en paz». Luego los invitaba a los dos a Piers Court y les prometía que, si iban, no «sacaré a colación temas religiosos»: «ESTARE CALLADO». La carta concluía con una humilde disculpa: «Por favor, dile a John que lamento muchísimo haberle acosado de este modo y que no volveré a hacerlo».

Su reconciliación con John Betjeman aparece reflejada en la anotación de fecha 4 de agosto realizada en su diario: «En Farnborough para hacer las paces con Betjeman. Un éxito. Excursión en coche con John para visitar iglesias de 1860. Penélope parece decidida a ingresar en la Iglesia en otoño».

Aunque, dadas las objeciones de su marido, Penélope pospuso su instrucción, en el mes de marzo siguiente fue recibida en la Iglesia. Es comprensible que Waugh estuviera encantado con la noticia; así se lo decía por carta el 7 de marzo:

Vas a entrar a formar parte de la Iglesia con muchos más conocimientos que la mayoría de los conversos, pero lo que no puedes saber hasta el martes es el gozo que se siente de pertenecer a esta familia, de poder sentarse a su mesa, de tener en ella un sitio y una cama preparada para ti, del amor y la confianza -a pesar de las riñas familiares- de toda la cristiandad. Es esta unidad familiar la que acerca al católico, incluso al más débil, a los ángeles y a los santos antes que al hombre más recto que, sin embargo, no se encuentre dentro de ella».

Diez días después de la conversión de Penélope Betjeman, otra muy distinta ocupaba los titulares de los periódicos. En 1948, el 19 de marzo (festividad de san José) las portadas de gran parte de la prensa nacional ofrecían la noticia de que el director del Daily Worker, Douglas Hyde, uno de los principales dirigentes comunistas británicos, dimitía de su cargo y abandonaba el Partido Comunista para convertirse al catolicismo. Hyde recordaba así el máximo interés con que los medios de comunicación recibieron la noticia:

El teléfono no paraba de sonar y fotógrafos y periodistas merodeaban alrededor de la casa... Las tornas se habían vuelto en venganza contra el director de periódico, por lo que tuve que celebrar una rueda de prensa «aquí y ahora»...

A lo largo de la tarde fueron llegando periodistas, primero, de la prensa británica y, luego, también de la extranjera. A la una de la, mañana del día siguiente aún continuaba hablando con un norteamericano, y cinco o seis horas después recibía un nuevo aluvión de visitas y llamadas telefónicas.

Durante los días siguientes viví en un frenesí de intervenciones radiofónicas, artículos periodísticos e interminables entrevistas. El domingo (domingo de Ramos), la British Movietone News vino para filmarnos en nuestra propia casa.

De allí en diez días, Hyde recibió más de novecientas cartas procedentes de todos los rincones del mundo: «Era evidente que había desencadenado algo de mucho más alcance de lo que yo esperaba».

Hubo una carta que le agració especialmente: la enviaba un hombre que «había sido comunista y, disgustado por la política del Partido, me escribía para decirme que se había estado planteando hacer lo mismo que yo. Y ahora estaba decidido a seguir mi ejemplo».

La lenta conversión de Hyde al cristianismo -y además desde el comunismo- se inició durante la guerra, cuando recibió la consigna de presentar la Weekly Review como un periódico fascista. Era esta una publicación heredera del O.K. Weekly que Chesterton había dirigido hasta el momento de su muerte y que consistía, fundamentalmente, en un periódico católico defensor de la causa del distribucionismo. Hyde escribió tres artículos en los que acusaba a quienes colaboraban con el periódico -como Hilary Pepler o R.D. Jebb- de relacionarse con el fascismo. Dichos artículos se convirtieron en objeto de una demanda por difamación que Hyde acabó perdiendo. Entretanto se dedicó a estudiar las páginas de la Weekly Review en busca de pruebas que la delataran como fascista y, para su consternación, en el periódico que se suponía había de condenar descubrió ciertos aspectos con los que estaba bastante de acuerdo.

La primera vez que me di cuenta fue a raíz de una cita de William Morris. Me pareció una blasfemia que gente como aquella citara a mi Morris.

Luego descubrí que algunas secciones del periódico, a las que -por no ser políticas y no afectar a mi caso- deliberadamente no había prestado ninguna atención, estaban en bastante sintonía con Morris. Era casi hasta humillante encontrarse con que aquella gente fuese -como yo- medievalista.

Durante años, mis únicos momentos de relax habían consistido en leer a Chaucer y a Langland, visitar iglesias anteriores a la Reforma, escuchar canto llano o gregoriano o pasarme horas en el Museo Victoria y Albert analizando la espléndida iluminación con que en los siglos XIII y XIV se decoraban los libros, así como el perfecto diseño de los objetos de uso diario.

Y, al parecer, todo aquello era lo que atraía también el interés de la Weekly Review... Resolví aquel problema, almacenando en un compartimento estanco de mi mente la atracción medievalista de la Weekly Review, y sus ideas políticas en otro.

La compartimentación de sus lealtades políticas y culturales derivó en una existencia psicológicamente dividida que recuerda a la de Jekyll y Hyde. Mientras Hyde el marxista participaba en multitudinarias concentraciones comunistas («subirse al pedestal de la Columna de Nelson y contemplar desde allí 50.000 rostros; ver el símbolo de la hoz y el martillo, exhibido abiertamente y con orgullo por todos los presentes; oír grandes masas de gente cantando «La Internacional» o «Sovietland»...; todo aquello provocaba en mí una intensa emoción»), el doctor Jekyll, su alter ego, se autoadministraba en secreto su dosis de antídoto cristiano:

Cada jueves por la mañana deseaba fervientemente recibir mi ejemplar de la Weekly Review. Aún aborrecía sus ideas políticas, pero aguardaba con anhelo los versos algo chaucerianos de H.D.C.Pepler, los artículos impregnados del amor por la Edad Media...

Ahora sabía que quienes estaban detrás de ella representaban lo más opuesto al totalitarismo. Eran distribucionistas, y comencé a sentirme atraído por algunos aspectos del distribucionismo.

La lectura de la Weekley Review dirigió sus pasos hacia Chesterton y Belloc, cuya obra «no se encontraba entre mis lecturas del pasado». El único escrito de Belloc de que disponía era un pequeño folleto sobre santo Tomás Becket que había cogido hacía algunos años del estante de libros de una iglesia católica y que se encontró mientras hacía hueco en su biblioteca para su literatura comunista:

Di con él una noche y lo leí por primera vez. Me llamó la atención su estilo vigoroso y polémico, que guardaba cierta semejanza con el de algunos escritores marxistas.

El hecho de que tratara de la Edad Media avivó aún más mi interés, pero no me afectó para nada su faceta religiosa. Esta era algo muerto -o que debería haber muerto- con el feudalismo: estupendo para aquella época, pero no para la nuestra.

Entonces, Hyde se puso a registrar su biblioteca y halló en ella otros dos libros de Chesterton: su biografía de Charles Dickens y El hombre que fue jueves, «que siempre me había encantado». También recordaba haber leído y disfrutado con Chaucer -un libro que seleccionó para su lectura al día siguiente de la muerte de Chesterton- y cómo este «arrojó nuevas luces sobre el poeta medieval que tan bien conocía».

Al leer aquellos libros o la Weekly Review, a altas horas de la noche y después de un día frenético en la oficina, casi experimentaba el mismo sentimiento de culpabilidad que el adolescente que se entrega a algún vicio solitario.

Mientras leía la Weekly Review, a veces me hacía estremecer la idea de que Chesterton la hubiera dirigido durante algún tiempo. Lo preocupante era que, cuanto más la leía, mayor era mi interés.

Odiaba las grandes ciudades, tan alejadas de la sensatez de la vida rural. El carácter impersonal de los suburbios y sus escasas ventajas me provocaban náuseas. La tierra ejercía sobre mí una fascinación que nunca había desaparecido del todo.

Pasados unos meses, mientras leía la Weekly Review, de pronto le asaltó una idea «tan obvia que hasta resultaba ridicula». El hecho de que la desigual distribución de la riqueza generara injusticia no necesariamente significaba que la propiedad privada, tal y como los marxistas defendían, fuese mala: lo que estaba mal era, simplemente, la desigual distribución de ella. Esta era la idea que impregnaba el mensaje distribucionista de la Weekly Review, pero hasta entonces Hyde no había alcanzado a ver todas sus consecuencias, que ahora caían sobre él como una revelación: «Si durante mis años de marxismo sus principales puntos clave habían estado basados en una falsedad como aquella, ¿cómo aceptar ahora, casi con la misma fe que una verdad del Evangelio, la superestructura... erigida sobre dicho fundamento?».

Hyde se puso a leer todo lo que de Chesterton y Belloc llegó a caer en sus manos, intentando descubrir más aspectos del distribucionismo y de la filosofía que sustentaba su obra. Ortodoxia desempeñó un papel preponderante, y tras ella vinieron las obras de otros muchos autores católicos: entre ellas, la de Eric Gill y El Credo de los católicos, de Ronald Knox.

Hyde siempre había pensado que la cultura católica dejó de crecer cuando el nuevo sistema económico capitalista acabó con los grilletes del feudalismo, y que podía ser explicada en términos económicos. Ahora, con la ortodoxia marxista suplantada por la católica, creía no que hubiera dejado de crecer, sino que «había sido víctima de un intento fallido de asesinato».

Durante sus últimos meses en la dirección del Daily Worker, le encargaron redactar la crítica de La Iglesia Católica frente al siglo XX, de Avro, junto con un folleto del Rev.Stanley Evans. El primero era un voluminoso libro empeñado en demostrar que la política del Vaticano después de la Primera Guerra Mundial delataba el fascismo de la iglesia católica; el segundo intentaba probar la oposición de la Iglesia a todo «progreso».

«En otro tiempo», escribió Hyde, «me habrían parecido entretenidísimos y servido de arma arrojadiza contra católicos y fascistas. Pero, cuando intenté hacer lo mismo de siempre, me sentí incapaz de ello e incluso llegué a odiarme por haberlo siquiera intentado».

En su lugar, me preguntaba a mí mismo: ¿la. Iglesia Católica, frente al siglo XX? ¿Y qué pasa? También yo estoy en contra del siglo XX si este trae consigo el enloquecido mundo que me rodea, víctima de dos guerras mundiales y sabe Dios cuántas revoluciones, y esos nuevos nubarrones aparecidos recién acabada la última guerra.

...Y, en cualquier caso, ¿estábamos tan seguros como pensábamos de que el mundo debía inevitablemente «progresar», que el pasado es necesariamente peor y menos civilizado que el presente, y el presente menos que el futuro?.

Su postura como destacado miembro del Partido Comunista se hacía cada vez más incongruente; sin embargo, no había mencionado sus dudas a nadie, ni siquiera a su esposa, quien también pertenecía al Partido desde hacía tiempo. Una noche, después de las noticias de la BBC, su mujer explotó y comenzó a decir que le ponía enferma la pésima diplomacia de Molotov y que «el comportamiento de Rusia desde el final de la guerra le desagradaba cada vez más». Hyde, extrañado, le preguntó si aquella forma de hablar era digna de la esposa de un dirigente del Partido Comunista, pero ella no se arredró y continuó despotricando contra todo lo sucedido en Europa del Este después de la guerra; confesó su temor de que Rusia provocara una tercera guerra mundial; y terminó soltando una andanada contra los dirigentes comunistas británicos, de los que se declaraba completamente harta.

Por entonces, Hyde había logrado recobrarse de la impresión inicial causada por el estallido de su esposa: «Hablas como el Universe», la reprendió sin demasiado entusiasmo. «¿Qué diablos te crees que haces? ¿Acaso te vas a hacer católica o algo por el estilo?».

«Pues no me importaría», contestó ella.

A Hyde el corazón le dio un brinco: «Bien sabe Dios que a mí tampoco».

Por primera vez desde hacía meses pusieron las cosas en claro entre los dos. Hyde le explicó a su mujer lo lejos que había llegado en su viaje; su convicción de que la cultura medieval no había muerto con el feudalismo, sino que pervivía en el mundo moderno, «una cultura católica viva»; su hartazgo del odio y la lucha de clases, y su búsqueda de algo más positivo; de lo mucho que la lectura de Chesterton, Belloc y la Weekley Review le había afectado; de lo incontestables que le parecían las cinco pruebas de la existencia de Dios de santo Tomás de Aquino. Luego fue su mujer quien le confesó su deseo de que su hija no creciera en un hogar comunista: «¿Qué será de ella, con los principios morales que mantiene el Partido?».

Después de leer los documentos católicos que yo iba dejando por casa, Carol se había hecho a la idea de lo que deberían ser un hogar y una familia: un cuadro contrario en todo a lo que habíamos conocido como comunistas.

... Los dos coincidíamos en que la experiencia demostraba lo equivocados que estaban los marxistas, tanto si lo considerábamos a la luz de nuestras propias vidas, como si contemplábamos los hogares rotos de los camaradas que conocíamos.

La Iglesia católica, sin embargo, se mantenía en pie, firme como una roca, intransigente con aquella cuestión. ¡Qué razón tenía!.

Poco tiempo después de aquella conversación, Hyde vio el anuncio de una reunión de la Espada del Espíritu, convocada por la sección de Wimbledon, que se iba a celebrar en su localidad. Nunca había asistido a ningún acto católico ni conocía personalmente a nadie que profesara aquella fe; tampoco había estado presente jamás en una Misa, pero no por ello era menor su deseo de establecer contacto. Casi avergonzado, expuso su propósito ante su mujer, a quien le pareció una buena idea. En aquella reunión participaron Richard Stokes, miembro laborista del Parlamento; un antiguo miembro conservador; Letitia Fairfield, Robert Speaight y dos sacerdotes jesuitas. Al término de ella, Hyde se presentó al padre Francis Devas, uno de los dos jesuitas, y lo acompañó dando un paseo hasta la estación.

En aquellos pocos minutos, Hyde confesó su pasado y el culpable y mísero rastro que había ido dejando tras de sí. ¿Un hombre así podía ser católico? El padre Devas le contestó que la Iglesia era para los pecadores, cosa que dejó a Hyde atónito y bastante desconcertado, porque en la terminología del Partido Comunista no había lugar para la palabra «pecado». «Con los ojos brillantes, me dijo que, si uno no podía ser un buen católico, al menos podía ser uno malo; y que hasta un mal católico tenía mucho de lo que un comunista carecía».

Con esas palabras resonando en su cabeza, Hyde reanudó su doble vida: la de director del Daily Worker durante el día, y de clandestino cristiano practicante por la noche. Asistió a misa por primera vez, «deslizándome furtivamente, sentándome en el último banco y empezando a entender, poco a poco, lo que sucedía en el altar». Por aquel entonces ya había leído suficiente documentación católica para conocer «todo el significado... de cada uno de los pasos que conducían al Sacrificio», y comenzó a enamorarse de la liturgia latina.

Resulta irónico que fuese este nuevo sentimiento suscitado en él el motivo que le llevaría a involucrarse en un debate interno de la Iglesia antes de haberse convertido. Mientras se documentaba sobre el catolicismo, había conocido la nueva encíclica papal Mediator Dei, que -entre otras cosas- se refería a la extendida petición del incremento del uso de las lenguas vernáculas en la Iglesia. Hyde se mostró en franco desacuerdo con aquellos requerimientos: «Al volver los ojos hacia los días en que toda Europa disfrutaba de una fe común y poseía una lengua común -el latín- para su vida cultural y religiosa, yo me declaro partidario de que la Iglesia utilice esta antigua lengua». Y entró en acción enviando una carta anónima al Catholic Herald.

Esta apareció publicada en el ejemplar de 9 de enero de 1948 bajo el título «Del comunismo al catolicismo»

En Nochebuena, a las once y media encendí la radio. No me era posible asistir a la Misa de Gallo, así que quería al menos acercarla al calor de mi chimenea. Y, mientras pasaba de una emisora europea a otra, fui sintonizando distintas Misas de Gallo. Bélgica, Francia, Alemania, Irlanda... sí, incluso Praga, al otro lado del Telón de Acero. Como si todo lo que una vez había sido la cristiandad celebrase lo que en potencia constituye el acontecimiento más unificador de la historia de la humanidad. Lo importante era que se trataba de la misma misa. A pesar de haberla descubierto hacía poco, fui capaz de seguirla de emisora en emisora porque empleaba una lengua común.

La decepción de Hyde respecto al comunismo había llegado a su punto culminante, y su viaje a tientas camino de la Iglesia estaba a punto de terminar. El 16 de enero llamó por teléfono al colegio de jesuitas de la localidad para concertar la fecha del bautismo de sus dos hijos y del inicio de su instrucción junto con la de su mujer. Según Hyde, «esta conversación telefónica puso fin a veinte años de comunismo».

Aquel final fue también un principio: «Era imposible coger un ejemplar del Daily Worker -aun hoy es imposible- sin ver el nombre de alguien a quien yo mismo había arrastrado hasta el Partido y todavía continuaba trabajando por la Causa... Hice la promesa de intentar atraer en los próximos diez años más conversos a la Fe que los que había acercado al comunismo en los últimos veinte».

Una promesa que se hizo realidad a lo largo de los tres años siguientes gracias a la publicación de Yo creí, la autobiografía de Hyde. Editado en 1951, este evocador relato de su vida y su conversión fue todo un éxito de ventas y sirvió como catalizador en la conversión de muchos de los que se sentían tan desilusionados como él.

Antes de la publicación de Yo creí, en un artículo titulado «De Marx a Cristo» aparecido en 1949, Hyde escribió que «la conquista del comunismo tendrá que ser obra de la acción positiva de los católicos, y no solo de un anticomunismo negativo; y mucho menos de una bomba atómica, porque el bolchevismo se nutre de la miseria y la devastación».

En 1952, Hyde, que pasó a formar parte de la plantilla del Catholic Herald, se refería a su «fe en esa verdad absoluta de la que tanta gente de nuestra generación ha renegado o ha olvidado... Creo que el catolicismo tiene la respuesta a las necesidades sociales y políticas».

En aquellas palabras había algo de proféticamente patético, porque más tarde Hyde perdería su «fe en esa verdad absoluta» y se uniría a las filas de quienes habían «renegado u olvidado». Y es más: dejó de creer que el catolicismo tenía la respuesta a los males de la sociedad. El 13 de agosto de 1996 escribió:

Hace bastantes años que no practico el catolicismo... A ello ha contribuido el fracaso del Vaticano II en responder a las esperanzas y legítimas expectativas de muchos, sobre todo, tras la muerte de Juan XXIII. En particular, mi activo compromiso personal en un proceso promovido por el Papa Juan XXIII para una profunda transformación de Latinoamérica, y el modo en que el Papa Juan Pablo ha frenado dicho proceso, empleando para ello métodos en mi opinión inaceptables, han derivado en una situación para la que no soy capaz de encontrar justificación ni ante mí ni ante los demás.

Hyde falleció el 19 de septiembre de 1996, tan solo cinco semanas después de escribir estas palabras.

Irónicamente, los avatares de la vida condujeron a Hyde desde Marx a Cristo, para acabar desviándolo hacia el nebuloso mundo de la teología de la liberación, a caballo entre uno y otro. Su funeral incluyó una alocución de Bruce Kent y el canto del «Himno del Pueblo»; tras recitar el poema de Bertolt Brecht «A los nacidos más tarde», el acto concluyó con la reproducción de la canción protesta socialista «Joe Hill» interpretada por Paul Robeson. La vida de Hyde podría resumirse con la patética ambigüedad de las dos palabras que formaban el título del libro por el que perdurará su memoria: «Yo creí».

Casi simultáneamente a la conversión de Douglas y Carol Hyde se producía, al otro lado del Atlántico, otra muy similar. En 1948, William y Joy Gresham, ambos ex comunistas, se hacían cristianos -aunque no católicos- y narraban sus respectivas historias en un congreso titulado These Found the Way. William Gresham, un novelista con talento cuya obra Nightmare Alley fue llevada al cine, ya se había casado una vez antes de que él y Joy Davidman coincidieran, en 1942, en un mitin del Partido Comunista. En 1938, Joy Davidman logró un éxito notable con su libro de poemas Carta a un camarada; además publicó dos novelas, una anterior a su conversión y otra posterior: Anya, en 1940, y Weeping Bay, en 1950. La conversión de Joy Davidson se debió en parte a la admiración que sentía por la obra de C.S.Lewis. Más tarde, y una vez divorciada de Gresham, Joy conoció a Lewis y se casó con él: la historia dramatizada de su relación ha sido adaptada para el cine y la televisión a partir de la obra teatral Tierras de penumbra.

El final del año trajo consigo otro converso a quien la era atómica afectó de un modo directo y devastador. En diciembre de 1948, el capitán de batallón Leonard Cheshire fue recibido en la Iglesia católica después de leer Un solo Señor, una sola fe, de Vernon Johnson.

Cheshire fue uno de los héroes más famosos de la Segunda Guerra Mundial. Destacado piloto y líder nato, en 1940 fue condecorado con la Medalla al Mérito Militar; en 1941 recibió la Cruz al Mérito en Aviación, y la Cruz de la Victoria en 1944. Cheshire llevó a cabo cerca de un centenar de misiones de bombareleo, a menudo a gran altura, sobre algunos objetivos alemanes fuertemente defendidos. En 1945 fue uno de los dos observadores oficiales británicos de la destrucción causada por la bomba atómica sobre Nagasaki. Con aquella dantesca visión grabada en su memoria de modo indeleble, Cheshire conoció la fe cristiana y decidió dedicar el resto de su vida al cuidado de enfermos. El primer «Hogar Cheshire» para enfermos crónicos se inauguró en Le Court, una mansión victoriana de Hampshire. A mediados de la década de los cincuenta, existía ya media docena de hogares, y, hoy en día, estos se encuentran repartidos por países de todo el mundo.

Quizá la compasiva respuesta de Leonard Cheshire a la era nuclear constituya el ejemplo más notable del bien generado por un mal. Hubo, no obstante, más gente que respondió de manera positiva, aunque no tan espectacular. La reacción poética de Sitwell y Sassoon a los horrores de Hiroshima supuso un paso importante en sus respectivos progresos hacia la plena aceptación de la fe cristiana, que llegaría una década más tarde. Entretanto, otros escritores, sintiendo que el nihilismo de la era nuclear ponía en peligro la civilización, intentaron resucitar la cultura cristiana como un antídoto contra la moderna falta de esperanza.