Capítulo XI LA GUERRA Y LA TIERRA BALDÍA
EL desarrollo, la conclusión y las repercusiones de la Primera Guerra Mundial estaban destinados a ejercer un efecto devastador sobre quienes la vivieron; y, claro está, sobre quienes no sobrevivieron a ella. La guerra no actuó solamente como verdugo de una generación entera; a lo largo de sus cuatro años de duración, cuando no logró aniquilar los cuerpos, sí consiguió, sin embargo, aniquilar el espíritu, encargándose de exterminar no solo a inocentes, sino también a la inocencia misma.
Las agridulces relaciones entabladas entre la inocencia y aquel exterminio aparecen reflejadas en una carta, escrita en Francia, por Maurice Baring el 25 de octubre de 1914, en los inicios de la desolación, y dirigida a su amiga Ethel Smyth:
La llegada de las tropas a Mauberge entonando «It ’s a long, long way to Tipperary» después de atravesar a marchas forzadas la oscuridad ha sido uno de los momentos más duros de mi vida... ¡parecían tan jóvenes, tan ágiles y tan inquebrantablemente alegres, tan genuinamente ingleses, tan cansados y tan lozanos...! La idea, de estos hombres conducidos hacia un horror inimaginable -todo el ejército alemán— se abatió sobre mí como el filo de una espada, y tuve que irme y esconderme dentro de una tienda para que nadie viera las lágrimas que rodaban por mis mejillas...
Aquella, mañana, en Misa, fue reconfortante pensar que estaba oyendo las mismas palabras, dichas del mismo modo y con los mismos gestos, que escucharon Enrique V y su «pequeño y desdeñable ejército» antes y después de Agincourt, flanqueado por un hombre vestido de caqui y un French Poilu (en el argot de la época, soldado de infantería del ejército francés), y la historia cruzó por mi mente como un sueño adornado de joyas».
Dos años más tarde, a medida que la lista de amigos de Baring víctimas de ese «horror inimaginable» iba en aumento, aquel sueño adornado de joyas se habría convertido en una pesadilla repleta de cadáveres. El 20 de septiembre de 1916 escribía de nuevo a Ethel Smyth desde Francia, esta vez desolado por la noticia de la muerte de otro amigo:
Qué dura es la vida ahora, ¿verdad?, contemplando a diario cómo los viejos amigos de uno y los nuevos amigos de otro mueren en el cadalso o desaparecen como moscas; es como si nos faltara el suelo de nuestra vida, como si viviéramos en un eclipse permanente o en un mundo sin estaciones: un mundo sin verano ni invierno; tan solo un limbo largo, gris, teñido de colores neutros.
El último ha sido Raymond Asquith. Estaba seguro de que moriría. Cené con él la víspera de su regreso al regimiento; y supe que nunca volvería a verle..
El célebre abogado Raymond Asquith, primogénito del Primer Ministro, era también un buen amigo de Knox y de Belloc.
En los meses previos a su conversión, Knox ya había perdido a algunos de sus más íntimos amigos, pero lo peor estaba aún por llegar. El 21 de noviembre de 1917 se enteró de la muerte de Edward Horner -compañero suyo tanto en Eton como en Oxford- víctima de las heridas recibidas en la batalla. Aunque ya entonces Knox pensara que eran pocos los amigos que le quedaban por perder, la guerra aún no había agotado todo el veneno de su aguijón. El 28 de agosto de 1918, durante la «última embestida», Guy Lawrence cayó cerca de Arras, a punto de llegar a la Línea Hindenburg. Golpeado en lo más hondo, Knox escribió a Urquhart, un amigo de Balliol: «Hubo un tiempo en que llegué a temer contemplar tu letra, porque verla podía significar tener malas noticias. Bueno, pues ahora te toca a ti, si es que aún no lo sabes: sí, la peor noticia... Estoy demasiado conmocionado para pensar en ello, y más aún para escribir...».
Aunque no se conserva correspondencia entre ellos posterior a la carta en que Lawrence felicitaba a Knox por su recepción en el seno de la Iglesia, es evidente que ambos amigos habían recobrado su intimidad después de reunirse bajo una misma fe. «Cada vez que le veía, me sentía siempre como si estuviese empezando a conocerle mejor», escribió Knox.
Pasada la conmoción inicial, Knox quedó marcado no por una herida, sino por una cicatriz: un profundo sentimiento de lo que había perdido antes que de la pérdida misma. Según Evelyn Waugh, «la muerte ele Lawrence supuso la aniquilación de toda la felicidad humana de que Ronald disfrutaba. Ahora era un extranjero en medio del mundo, pero la fortaleza espiritual que acababa de encontrar le hizo capaz de aceptar la desaparición de todos sus afectos humanos con una entrega que incluso a él mismo le sorprendía».
En otra carta dirigida a Francis Urquhart escribía: «Debe haber fragmentos de nuestro corazón que no son capaces de arrastrar una fuerte corriente de emoción, y simplemente se funden (como ocurre con la luz eléctrica). O quizá exista otra razón más espiritual. Pero la realidad es que lo de Guy no me ha causado ninguna preocupación. Mis pensamientos no corren tras él a menos que yo me lo proponga».
Esta fortaleza recién encontrada le permitió ofrecer su apoyo a quienes sufrían otras pérdidas. Cinco meses más tarde, se dirigía en estos términos a Lawrence Eyres, compañero suyo durante la época que pasó en Trinity como fellow y profesor de la Universidad, para condolerse por la muerte de uno de sus hermanos más queridos:
Cuando me enteré de lo de Guy Lawrence, pasé tres o cuatro días insensible a cualquier emoción, pero esperando todo el tiempo venirme abajo en cuanto recuperara la sensibilidad. De hecho, al desaparecer aquel entumecimiento, fue como si me hubieran operado, como si tuviera una llaga dolorida que no había llegado a sentir nada más ser infligida... Supongo que Dios vio que, siendo yo la criatura, que soy, no podría soportar aquel dolor... si le encuentras en ese estado de entumecimiento, no creas que has perdido la fe.
Es esta una carta en la que se contiene un presagio de la vocación sacerdotal de Knox, bajo cuya guía su destinatario fue recibido en la Iglesia en marzo de 1921.
No todo el mundo tenía la fortuna de poseer tanta fortaleza en la fe como para descubrir un sentido a ese desgaste psicológico que fue la herencia de la guerra. «¿Qué nos ocurre?», escribía Knox después de que un amigo suyo, profesor en Magdalen, apareciera muerto de un disparo en sus habitaciones. «¿Qué ha hecho la guerra con nosotros?».
Otra víctima de los mortales rescoldos de aquella guerra fue el propio Cecil Chesterton, fallecido en un hospital de campaña en Wimereux, en el norte de Francia, a los pocos días del armisticio. Su mujer fue testigo de sus últimas horas de vida:
Me hallaba en medio del patio cuando la voz de Cecil llegó hasta mí tan clara y potente como el día de su boda.
«¡Chiquilla!», dijo. «Has venido».
Estuvo hablando y riendo, y dijo que estaba mucho mejor. Pero no mencionó el futuro y preguntó con algo de melancolía por Fleet Street y por el Cottage, por su madre y por nuestros amigos.
Al cabo de un rato se sintió cansado y cerró los ojos. Poco a poco se fueron apagando las luces, hasta que solo quedó el tenue brillo ele una lamparilla...
«Se ha dormido», dijo la enfermera, quien me pidió que me fuera a otro cuarto.
Antes de que amaneciera estaba yo de regreso. Se había producido un cambio... a peor. Y cuando los primeros débiles rayos del sol atravesaron las ventanas, supe que aquello era el fin.
«Esto es un adiós, chiquilla», dijo con una sonrisa mientras me apretaba la mano.
Cecil alzó la vista y sonrió. El y yo estábamos rodeados de vida: una vida que iba desapareciendo poco a poco de aquel rostro que aún conservaba todo su valor, hasta agotarse tras un último y débil suspiro.
Súbitamente se desplomó sobre mí la certeza de que todas nuestras esperanzas y sueños, nuestros prometedores planes, nuestras ambiciones ya no existían. El futuro —nuestro futuro- había llegado a su fin. Nunca volvería a oír su voz. Nunca me volvería a tocar ni volvería a ver el brillo de sus ojos cuando le sorprendía mirándome.
Cecil Chesterton fue enterrado el 6 de diciembre de 1918 en un cementerio militar en Francia. Debido a los insuperables obstáculos que hacían imposible viajar nada más acabar la guerra, su reciente esposa y aún más reciente viuda fue el único miembro de su familia presente cuando su cuerpo fue depositado en una de las estrechas tumbas alineadas en una colina junto al mar. Su hermano estaba completamente destrozado. Invadido por una amargura que la misma desesperación alimentaba, G.K.Chesterton dejó que un sentimiento parecido al odio saliera a la superficie. Considerando una cruel injusticia que su hermano estuviera muerto cuando sus acusadores durante el juicio del caso Marconi aún continuaban con vida, escribió una rencorosa carta abierta contra Rufus Isaacs: «Sería absurdo pedirle a usted que me diera el pésame, pero yo le ofrezco el mío de corazón. Usted es mucho más desgraciado que yo, porque su hermano aún sigue vivo». Semejante exabrupto se hallaba tan lejos del carácter, por lo general, afable y cariñoso de Chesterton que uno se ve obligado a repetir las mismas preguntas que Knox se planteaba: «¿Qué nos ocurre? ¿Qué ha hecho la guerra con nosotros?». O a recordar las propias palabras de Chesterton cuando comentaba que tanto su hermano como su viejo enemigo Godfrey Isaacs habían muerto como católicos: «Es la reconciliación por excelencia, capaz de unir a cualquiera. Requiescat in pace».
No cabe duda que el torbellino emocional que se apoderó de Chesterton tras la muerte de su hermano jugó un papel decisivo en su conversión, acaecida cuatro años más tarde. En el momento de la muerte de Cecil, Chesterton se sintió totalmente responsable del recuerdo de su hermano e impelido a continuar el trabajo iniciado por este. Algo fácilmente comprobable gracias a la promesa formulada el 13 de diciembre de 1918, una semana después del funeral, con la que se comprometía a retomar la tarea que Cecil «nos ha dejado. Muchos de nosotros habremos de abandonar otras cosas y aceptar que no hay deber mayor que este». En términos prácticos, aquello significaba hacerse cargo de la dirección del New Witness, un trabajo que había aceptado en un principio con carácter temporal mientras su hermano se encontraba en el servicio activo. Fue esta una labor que, a pesar de los enormes sacrificios que requería, no abandonó jamás hasta el momento de su muerte. Y, en cuanto a los términos espirituales, no podemos sino pensar que Chesterton vio su recepción dentro de la Iglesia como un reencuentro con su hermano y un acto de servicio en honor de su memoria: esto último Chesterton, sin duda, lo negaría, para destacar una vez más como motor de su decisión de convertirse la primacía de consideraciones racionales. Pero, incluso admitiendo la razón como el factor fundamental, no se puede negar la sublime y subliminal influencia de los elementos emocionales. Y uno de ellos debió ser el deseo de comunión con su hermano.
La muerte de Cecil también provocó en Chesterton una conversión artística, sobre todo, en su poesía. Antes de los horrores de la guerra, sus poemas bélicos como «Lepanto» o la Balada del caballo blanco se habían caracterizado por su pompa y su triunfalismo, Resulta irónico que se hicieran tan populares durante la guerra, pero lo cierto es que su espíritu alentador sirvió de antídoto contra la miseria de las trincheras. Una corta nota redactada por John Buchan con fecha 21 de junio de 1915 y enviada a Chesterton describe cómo «el otro día en las trincheras cantamos “Lepanto”». Muchos llevaban consigo la Balada del caballo blanco para que les sirviera de consuelo e inspiración, y la viuda de un marinero le contó a Chesterton que «con el R.38 cayó al Humber un ejemplar de la Balada del caballo blanco. A mi marido le entusiasmaba». Un espíritu alentador al que se recurrió también durante la Segunda Guerra Mundial cuando The Times, bajo el titular de «Sun-sum Corda», tras dar cuenta de la derrota de los aliados en Creta, incluía las palabras que, en el curso de una visión, la Virgen María dirigía al Rey Alfredo:
I tell you naught for your comfort,
Yea, naught for your desire,
Save that the sky grows darker yet
And the sea rises higher.
Night shall be thrice night over you,
And heaven an iron cope.
Do you have joy without a case,
Yes, failh without a hope?.
(No digo nada para tu consuelo / si, nada para complacer tu deseo / a menos que el cielo se oscurezca aún más / y el mar suba más alto // La noche lo será tres veces sobre tí / y el cielo, hierro encapotado. / ¿Acaso tienes alegría sin causa, / sí, fe sin esperanza?).
The Times acudió de nuevo a la Balada meses más tarde, cuando Winston Churchill habló de «el fin del principio», comparando las palabras del Primer Ministro con las del Rey Alfredo en la batalla de Ethandune:
«The high tide!» KingAlfred cried.
«The high tide and the turn!»
(«¡Marea alta! exclamó el rey Alfredo, / ¡marea alta, ya llega el cambio!».
Aunque a Chesterton le habría encantado saber que su poesía era tan bien recibida entre sus compatriotas, al acabar la guerra la aflicción le hizo adoptar un tono muy diferente. Su «Elegy in a Country Churchyard» («Elegía en un cementerio de pueblo») no refleja esa paz del famoso poema de Thomas Gray, y no porque el desolado Chesterton no se sintiera en paz. Sin embargo, la falta de sutileza y tacto se ve compensada por su energía:
The men that worked for England
They have their graves at home:
And bees and birds of England
About the cross can roam.
But they that fought for England,
Following a falling star,
Alas, alas for England
They save their graves afar.
And they that rule in England,
In stately conclave met,
Alas, alas for England
They have no graves as yet.
(Hombres que trabajaron por su patria / tienen su tumba aquí, en su suelo natal. / Las abejas, los pájaros, las nubes de su patria / sobre su cruz vienen y van. / Pero los que lucharon por su patria, / por su patria siguiendo una estrella fugaz, / tienen -oh, pobre, pobre patria- / su tumba en ultramar / Y aquellos que gobiernan a la patria / siempre reunidos en la oscuridad / tienen -oh, pobre, pobre patria- / sus tumbas a estrenar).
Es este un Chesterton muy diferente: un Chesterton marcado por la guerra que se expresa en el lenguaje de la nueva generación de jóvenes poetas como Wilfred Owen y Siegfried Sassoon. Las semejanzas entre este amargo poema transido de dolor y «Fight to a Finish» («Lucha encarnizada») de Sassoon, o la «Apologia pro Poemate Meo» son evidentes. También son obvias las diferencias: este Chesterton obeso y en plena madurez, que nunca llegó a tomar parte en la acción, no podía emplear el lenguaje de un veterano de guerra. Sus versos no están inspirados por la experiencia adquirida en el combate, sino por la de la pérdida: una amarga experiencia que le hacía capaz de compartir la amargura de las tropas que acababan de volver.
Claro que no todas las tropas habían regresado ni tampoco todos los poetas. Al igual que Cecil Chesterton, Wilfred Owen falleció la mañana del 4 de noviembre de 1918, el último día de la guerra, durante el asalto al Canal del Oise-Sambre, cerca de Ors. Su muerte no solo supuso una trágica pérdida para sus familiares y amigos, sino también para la literatura. Poemas como «Dulce et Decorum Est», «Exposure» o «Anthem for Doomed Youth» le han ganado un lugar preeminente entre los más grandes autores ingleses. Pero su talento, tan prematura y cruelmente frustrado, nunca hubiera llegado a brillar de no ser por su relación con Siegfried Sassoon: otro de los poetas que lograron salir indemnes de la guerra y cuya vida se convirtió en una larga y contemplativa búsqueda de la verdad, en el peregrinaje a Roma de un poeta.
Sassoon había disfrutado -quizá fuera mejor decir «soportado»- de una meteórica y activa carrera militar, y su participación en la guerra le había convertido a un tiempo en famoso e infame, en héroe y villano. En junio de 1916, tenido por un héroe, se le condecoró con la Cruz Militar por el valor mostrado en combate al rescatar bajo fuego enemigo a un cabo que yacía herido cerca de las líneas alemanas. Esta y otras hazañas por el estilo le valieron el apodo de «Jack el loco». Robert Graves, un oficial de los Fusileros Reales de Gales más tarde convertido en célebre escritor, recordaba a Sassoon leyendo tranquilamente The London Mail justo antes de «entrar en combate» durante el crucial ataque a Fricourt. En 1917, tras tomar sin ayuda algunas trincheras alemanas en la Línea Hindenburg, se quedó en posición enemiga leyendo un libro de poemas, impávido ante el peligro. Este arrogante acto de valentía le valió ser propuesto para la Cruz de la Victoria.
Sassoon resultó herido en combate en la Línea Hindenburg y enviado de vuelta a casa. Fue entonces cuando comenzó a reflexionar sobre la carnicería humana de la que había sido testigo, sobre la que había sufrido e infligido él mismo. Unos momentos de reflexión que lo convirtieron de héroe en villano: el soldado perfecto pasó a ser ahora un pacifista rebelde. Robert Graves describió con gran acierto este cambio de postura en su obra autobiográfica Adiós a todo eso: «El entorno hizo cambiar de dirección el inconquistable idealismo de Siegfried, que se transformó de satisfecho combatiente en acérrimo pacifista».
El acérrimo pacifista se vio así inmerso en un desesperado dilema. Evitar volver al frente y aceptar un puesto administrativo sería tenido por una cobardía; si rendía las armas públicamente, cosa que requería mucho valor, todo el mundo le consideraría un cobarde; y la idea de convertirse en instructor de otros que lo reemplazaran le parecía la más repulsiva de todas. Así pues, la única elección plausible era la de regresar a aquel baño de sangre, pero no sin antes pronunciarse públicamente en contra de la continuidad de la guerra: cosa que hizo en dramáticas circunstancias.
En julio de 1917, Sassoon dirigió a su comandante una «declaración de un soldado», cuya copia envió simultáneamente al Bradford Pioneer:
Hago esta declaración en acto de evidente desafío a la autoridad militar porque creo que esta, guerra está siendo prolongada deliberadamente por quienes tienen poder para ponerle fin. Soy un soldado convencido de actuar en beneficio de otros soldados. Creo que esta guerra, en la que comencé a tomar parte por considerarla una guerra defensiva y de liberación, ahora podría convertirse en una guerra de agresión y conquista. He visto y he padecido el sufrimiento de las tropas, y no puedo continuar participando en la prolongación de este sufrimiento con fines que considero perversos e injustos.
En años anteriores, Sassoon había logrado cierta fama con algunos poemas bélicos publicados en el Cambridge Magaziney en otros periódicos, pero esta declaración le hizo aún más conocido. Llevando todavía más lejos su gesto de desafío, arrojó al río Mersey la Cruz Militar, y su celebridad alcanzó nuevas cotas cuando Lees Smith, diputado liberal por Northampton, leyó su declaración en la Cámara de los Comunes. El texto original pasó a ser del dominio público y fue citado en el Times del 31 de julio: el fragmento concluía con la acusación de Sassoon ante «la insensible complacencia con que la mayoría de los que se han quedado en casa contemplan la continuación de una agonía en la que ellos no participan ni tienen imaginación suficiente para ser conscientes de ella».
Fueron muchos los que esperaban que aquella abierta rebelión acabara ante los tribunales, pero finalmente -en el más puro estilo de Orwell- a Sassoon le fue diagnosticado un «trastorno mental» que le impedía ser responsable de sus actos. Trasladado al hospital militar de Craiglockhart, en Edimburgo, recibió tratamiento psiquiátrico por neurosis de guerra. Allí conoció y trabó amistad con Wilfred Owen, a quien animó a escribir sus mejores poemas. Según Jon Stallworthy, biógrafo de Owen, «el encuentro con Sassoon fue el más importante de su vida»: de no haberse producido, muchos de aquellos versos, en los que queda resumida la Primera Guerra Mundial, jamás se habrían escrito; y uno de los más célebres poetas británicos de la guerra habría permanecido en el anonimato.
Durante los primeros meses que siguieron al final de la guerra, Sassoon iba a conocer a un poeta muy diferente. Su encuentro con Hilaire Belloc, fuera este inevitable o fortuito, hizo que Sassoon se acercara a la fe a la que Belloc pertenecía: la misma que, cuarenta años después y tras una vida entera de búsqueda, él mismo acabaría abrazando. A primera vista -al menos si se tiene en cuenta su respectivo acercamiento al mundo de la poesía- uno y otro no podían ser más diferentes. Las espeluznantes descripciones de hasta los más «degradantes detalles» de la guerra, junto con esa valiente introspección que le hizo ver el Gólgota en el infierno, contrasta con las jocosas y despreocupadas baladas de Belloc en honor del vino, el agua o el canto. Por otro lado, mientras Sassoon pasó la guerra en el servicio activo, Belloc permaneció en la seguridad de su casa pontificando en los dominicales y proporcionando a las autoridades su «experto» consejo sobre el mejor modo de ganar la guerra: unas diferencias aparentemente insalvables; de hecho, un simple vistazo superficial a estos datos nos llevaría a una conclusión inevitable; y, sin embargo, la realidad -como los hombres mismos- era mucho más compleja.
Las diferencias externas ocultaban lo mucho que ambos tenían en común, sobre todo, una sólida espiritualidad moldeada por el sufrimiento y la devastación de la guerra. Esta característica, evidente en el caso de Sassoon, difícilmente se le podía atribuir a Belloc, cuyo tono ampuloso y festivo escondía un silencio interior que, aunque no se viera, estaba ahí: un intenso silencio más cercano a su corazón que todas aquellas baladronadas retóricas, cuyo origen residía en una mezcla agridulce entre el pesar del duelo y el amor de Dios.
La muerte de su esposa, ocurrida en 1914, provocó en él una gran aflicción unida a un sentimiento de culpa y al auto-reproche por sus carencias como esposo y su incapacidad para corregirse en ausencia de ella. Belloc, que conservó el luto durante toda su vida, no entraba jamás en su cuarto, se santiguaba cada vez que pasaba ante su puerta e iba siempre vestido de negro en señal de duelo. Como ocurriera con el luto que, tras la muerte del Príncipe Alberto, la Reina Victoria prolongó toda su vida, quizá la reacción fuera excesiva y desproporcionada, pero no por ello menos auténtica, y lo cierto es que la exuberancia y la alegría de las que siempre ha ido acompañado su recuerdo se deben a un Belloc más joven y más feliz. No en vano, sus libros más divertidos, como Cuatro hombres, Camino de Roma o sus poemas admonitorios, fueron todos escritos antes de 1914.
Tampoco él iba a escapar del dolor de la guerra. Durante aquellos años, ninguno de los que se quedaron en casa se mantuvo a salvo, y como tantos otros, Belloc sufrió la pérdida de sus seres queridos: además de la de otros íntimos amigos, la de Cecil Chesterton. Sin embargo, la herida más dolorosa fue la provocada por la muerte de su hijo, el 26 de agosto de 1918. Louis Belloc falleció tan solo unas semanas antes de cumplir los veintiún años durante un bombardeo del Real Cuerpo Aéreo sobre el frente enemigo. Su cuerpo nunca fue encontrado.
Sassoon y Belloc se conocieron durante el verano del año siguiente. El primero estaba invitado en casa del poeta Wilfrid Scawen Blunt, quien le propuso visitar a Belloc, su «vecino más apreciado». Según Sassoon, Belloc llevaba muchos años deleitando a Blunt con sus «brillantes dotes de conversador y el placer de su compañía». Así pues, Blunt le sugirió que anduviera dos millas campo a través hasta King’s Land para invitar a Belloc a visitar al anciano aquel mismo día. Hacía un calor sofocante cuando Sassoon llegó a casa de Belloc, «una antigua granja de forma irregular con un molino caído en desuso». Belloc le recibió «con calurosa hospitalidad» y le acompañó hasta una «fresca sala de ventanas estrechas... de aspecto rural, con techo de vigas, chimenea y muebles de roble». Después de apurar una copa de borgoña, Belloc le llevó a contemplar las vistas desde lo más alto del molino. Luego le estuvo señalando los límites de las tierras y hablando con elocuencia del folclore de Sussex, todo lo cual dejó una huella indeleble en su joven huésped:
Con su robusta y corpulenta figura vestida de negro, habló mucho del Weald y de sus costumbres y tradiciones locales. Al contemplar su agradable expresión, firme y rubicunda, me di cuenta de que no podía haber nada más encantadoramente bellociano que su elogio del paisaje de Sussex. El borgoña, sin embargo, había conseguido achisparme un poco, y temí que fuera a formarse una opinión poco favorable de mí, tomándome como un ejemplo negativo y rechazable de la nueva generación.
Sassoon, lejos de mostrarse negativo o digno de rechazo, era ya un gran admirador de Belloc. Veinticinco años después, dejó escrito que su propia generación de escritores «podía darse por contenta con escribir una décima parte de su resonante prosa. Pocos años antes compuso un extenso poema que sobrevivirá a muchos de los versos publicados por sus contemporáneos». Sassoon alabó también los «pareados de perfecta factura» del poema «In Praise of Wine», «que no soy capaz de leer sin emocionarme».
Esta primera impresión se vio confirmada aquella noche, cuando Belloc llegó a casa del anciano y acompañó a este y a su joven huésped al prado para ver los nuevos sementales de Blunt. En una prosa evocadora, Sassoon recordaba ese momento y describía cómo se sentaron tranquilamente a «disfrutar del fresco de la tarde mientras las nubes iban creciendo y los rayos del sol embellecían las copas de los árboles»:
Blunt, que estaba cansado pero se negaba a volver a casa, le pidió a Belloc que cantara algo. Yo nunca había oído música de su país y me quedé sorprendido cuando, con toda naturalidad, Belloc entonó una cancioncilla con su potente voz de tenor. Era «Ha ’nacker Mill», compuesta por él mismo, y las palabras parecían llegar hasta nosotros después de atravesar varias generaciones hace tiempo desaparecidas. De hecho, yo creí que se trataba de una balada de Sussex, aunque si se lee se reconocen características de la poesía, moderna, excepto quizá en la primera estrofa.
Sally is gone that was so hindly.
Scilly is gone from Ha ’nacker Hill.
And the briar grows ever since then so blindly
And ever since then the clapper is still,
And the sweeps have fallen from Ha ’nacker Mill
(Sally se ha ido, ¡qué amable era! / Sally se ha ido de Halnacker Hill. / Y desde entonces crece salvaje el brezo /y desde entonces guarda silencio la tarabilla /y las aspas se han caído del molino).
Hay algo misteriosamente apocalíptico en la imagen de aquellos tres hombres a la luz del crepúsculo: el anciano sumido en sus recuerdos, un hombre maduro vestido de luto y ese joven en busca de algo. La unidad en una trinidad melancólica.
En aquella canción se hallaba encarnada toda la tristeza de Belloc, cuya intensidad sondean aún más las otras dos estrofas que Sassoon prefirió no recoger en su libro:
Ha ’nacker Hill is in Desolation:
Ruin a-top and a field unploguhed.
And Spirits that call on a fallen nation
Spirits that loved her calling aloud:
Spirits abroad in a windy cloud.
Spirits that call and no one answers;
Ha ’nacker down and England’s donde.
Wind and Thistle for pipe and dancers
And never a ploughman under the Sun.
Never a ploughman. Never a one.
(Desolación en Halnacker Hill: / todo en ruinas, campos sin labrar. / Y espíritus que invocan a una nación vencida, / espíritus que la amaban llaman con voz potente, / espíritus en país extraño envueltos en temor. / Espíritus que claman y que no obtienen respuesta; / Halnacker está triste, Inglaterra agotada. / Vientos y cardos para flautas y bailes / y nunca un labrador bajo el sol. / Nunca un labrador. Ni uno siquiera).
Quizá sin quererlo, Belloc recogía en estos versos el estado de ánimo de un amplio sector de la Inglaterra de posguerra. Esa tierra de héroes a la que los soldados habían anhelado volver no era más que un sueño, y la realidad, una pesadilla. El pesimismo, el cinismo se habían apoderado de un territorio asolado y devastado donde «espíritus en país extraño envueltos en temor» eran «espíritus que claman y no obtienen respuesta». La clave del poema se encuentra encerrada en esa solitaria palabra, «desolación», que si no a otros, bien se le podía aplicar a Belloc. En una carta dirigida el 28 de julio de 1920 a Edward G. Browne, catedrático en Cambridge, Belloc se refería en estos términos a su cincuenta cumpleaños, que acababa de celebrar: «Todos mis cumpleaños son bien recibidos, porque en ellos veo más próxima mi tumba...pocos hombres buscan la muerte, pero a partir de cierta edad uno desea librarse de vivir».
Palabras estas de desolación, no de desesperanza: Belloc conocía muy bien la diferencia entre una y otra, y la naturaleza teológica y pecaminosa de la segunda. La vida ha de continuar: en la medida de lo posible, se debe disfrutar de su algarabía exterior, incluso cuando se esté sufriendo en silencio. Externamente, a Belloc le enriquecían sus muchos amigos, cuya compañía era un constante consuelo. Y aunque lo pasaba bien con sus contemporáneos, como Baring o Chesterton, también le agradaba la vivacidad de la nueva generación. Aparte de Sassoon, a su alrededor se reunían jóvenes acólitos como D.B.Wyndham Lewis y. B.Morton. Debido, en buena parte, a su influencia, estas dos florecientes estrellas de Fleet Street se convertirían al catolicismo, el primero en 1921 y el segundo, un año más tarde. En 1924, Morton reemplazaría a Wyndham Lewis en su célebre columna del Daily Express, «Beachcomber» («El raquero»), y este último se convertiría en el «Timothy Shy» del News Chronicle. Juntos consolidaron un estilo periodístico basado en la sátira que jamás dejó de contar con el favor del público, a pesar de los ataques de George Orwell y de tantos otros que les acusaban de utilizar sus columnas para difundir propaganda católica. Mordazmente, Orwell escribió que, «tanto en el aspecto literario como en el político, los dos son únicamente las sobras del plato de Chesterton», pero lo cierto es que eran más bien las sobras de Belloc. Ambos conservaron toda la vida la amistad con su mentor, a cuyo sesenta y ochenta cumpleaños no dejaron de asistir.
Al tiempo que aquella evangelización a bombo y platillo llevaba a la Iglesia a los dos jóvenes periodistas, Belloc realizaba un acercamiento mucho más sutil en su esfuerzo por lograr que el octogenario Wilfrid Scawen Blunt regresara a la fe de la que había renegado.
En 1916, Belloc le presentó al padre Vincent McNabb, ese excéntrico apóstol dominico de la comunidad de Ditchling al que tenía en gran estima y cuyo panegírico en honor de Cecil Chesterton durante la misa de réquiem le parecía la más bella pieza de oratoria jamás escrita. Aunque Blunt era perfectamente consciente de los motivos que le llevaron a presentarle a McNabb, no dejó de aceptarlo entre su círculo de amigos. Según Elizabeth Longford, biógrafa de Blunt, «la amistad con el padre McNabb fue para él una creciente fuente de luz en medio de la oscuridad».
El 22 de octubre de 1921, Blunt se sentía tan enfermo que escribió la que creía iba a ser la última anotación de su diario, la cual contenía un sollozo en busca de auxilio espiritual, un grito en la oscuridad: «Me gustaría morir en paz, pero creo que es imposible. Me dirijo hacia una oscuridad donde la sabiduría no vale de nada. Desearía creer en la vida del más allá, porque mi vida aquí ha sido feliz. Desearía creer en un Dios bueno que nos ama a todos».
Aunque su salud continuaba empeorando, su sentencia de muerte recibió un aplazamiento. Tanto física como espiritualmente, Blunt se tambaleaba, y el día de la festividad de San Patricio de 1922 dejó anotado que Belloc se había trasladado a Roma para ofrecer en su honor un homenaje al Papa Pío XI: «Creería de buena gana si pudiera, pero, ¡pobre de mí!, no puedo».
Al cabo de una semana, Belloc estaba de regreso con un crucifijo bendecido por el Papa para Blunt. Aquel fue un momento decisivo. «Me halló», recordaba Blunt, «en buenas disposiciones para la conversión y convencido de la necesidad de recibir los sacramentos antes de morir».
Belloc le aseguró que, siendo católico y sin estar en conflicto con la Iglesia, tenía perfecto derecho a pedir los sacramentos. Pero lo que acabó convenciéndolo fue la confidencia hecha por Belloc de que también él se acercaba muchas veces a los sacramentos «sin sentir nada». Para Blunt, aquello actuó como una revelación, un instante místico brotado de una escéptica afirmación. Hundido en lo más seco del polvo. De repente se dio cuenta de que la débil y titubeante vela de aquel pecador sincero necesitaba el oxígeno de la gracia tanto como la encendida fe de los santos. A pesar de que también la fe de Belloc parecía solamente una vela vacilante, en aquel momento era él el llamado a ayudar a un anciano inseguro en medio de la oscuridad. Es fácil imaginar los vínculos creados entre estos dos escépticos natos al hilo de la discusión sobre las objeciones a la fe. La línea argumental adoptada por Belloc podría haber sido similar a la utilizada en una carta enviada a Chesterton algunos meses más tarde:
Tengo por naturaleza una mente escéptica, y también por naturaleza un cuerpo extremadamente sensual. Tan sensual que las virtudes que limitan la sensualidad para mí solo son frases. Pero tengo por ciertas estas frases y actúo de acuerdo con ellas hasta el punto que puede hacerlo un hombre luchador. Y en cuanto a las dudas del alma, he descubierto que son falsas: un estado de ánimo, no una conclusión. Mi conclusión -y la de todos los hombres que lo hayan visto alguna vez-es la fe. Corporativa, organizada, con personalidad, maestra. Una cosa, no una teoría. Algo.
A ti, que has sido bendecido con un profundo sentimiento religioso, quizá, esta afirmación te parezca demasiado seca... Pero tras ella, si salvo mi alma, vendrán en su momento la carne y los huesos: esos que ahora, solo soy capaz de describir y enseñar. Conozco -sin sentimientos (algo extraño en esta, relación)- la realidad de la bienaventuranza: la meta de la vida, de un católico.
Estas líneas fueron escritas el 1 de agosto de 1922, dos días después de que la recepción de Chesterton en la Iglesia actuara como un oasis en el desierto de Belloc. El otro oasis fue contemplar la vuelta de Blunt a la fe de su niñez. Convencido por Belloc de que la fe es un acto de la voluntad sujeto a la gracia de Dios que no requiere de ningún «sentimiento», Blunt pidió que le trajeran al padre McNabb. En el relato que ha dejado Shane Leslie de esta reconciliación aparece revivida la imagen del «gran momento» en que se encuentran el jeque de Sussex (Sir Wilfrid Scawen Blunt ,1840-1922, sirvió doce años como agregado diplomático en diferentes países y recorrió en compañía de su mujer todo el mundo musulmán -Argelia, el Sáhara, Egipto, el Sinaí, Siria, etc.-. Profundo conocedor del modo de vida del beduino, acabó convirtiéndose en el primer paladín del nacionalismo árabe frente al imperialismo británico -N. de la T.) y el dominico irlandés, «ambos vestidos de blanco».
Tras tomar la decisión, Blunt empezó de inmediato a rezar diariamente ante un pequeño altar improvisado sobre su propio lecho que incluía el crucifijo del Papa, una tabaquera y agua curativa de St.Winifred. Se sentía otra vez «en peregrinación hacia un santuario». Físicamente, su fe recién recobrada aliviaba sus dolores y le permitía volver a hablar; pero espiritualmente su regreso a lo que Blunt denominaba «la piedad de mi juventud» provocó en él dolor de contrición. Los pecados de su pasado -arrepentido de ellos, pero no olvidados- regresaban una y otra vez», y, en cierta ocasión, el sentimiento de culpa se hizo tan intenso que tuvo que escribir aterrado al padre McNabb. La respuesta del sacerdote, de fecha 14 de agosto, resultó tranquilizadora: «No se angustie. Ha recibido usted todos los sacramentos de la Iglesia».
Blunt falleció la mañana del 10 de septiembre de 1922 y su cuerpo fue enterrado bajo el suelo de su propiedad. El monumento erigido sobre su tumba incluye seis versos tomados de su soneto «Chanclebury Ring»:
Dear checker-work of woods, the Sussex Weald!
If a name thrills me yet of things of earth,
That name is thine. How often have I fled
To thy deep hedgerous and embraced each field,
Each lag, each pasture, -fields which gave me birth
And saw my youth, and which must hold me dead.
(¡Amado capricho de los bosques, el Weald de Sussex! / Si hay aún un nombre sobre la tierra capaz de hacerme estremecer, / ese nombre es el tuyo. ¡Cuántas veces me he refugiado / en tus frondosos setos, y abrazado cada campo, / cada madero, cada pasto!: campos que me dieron a luz / y contemplaron mi juventud, y que habrán de cobijarme una vez muerto).
Las semejanzas entre este poema y otros compuestos por Belloc en honor de Sussex son sorprendentes. Existen, en concreto, seis versos de este último que parecen escritos en respuesta a los que se pueden leer en la tumba de Blunt:
He does not die that can bequeath
Some influence to the land he knows,
Or dares, persistent, interwreath,
Love permanent with the wild hedgerows;
He does not die, but still remains
Substanciate with his darling plains.
(No muere el que es capaz de dejar / algún legado a la tierra que conoce, o se atreve -perseverante-a entrelazarse / en amor eterno con los salvajes setos; / no muere, sino que permanece / hecho uno con sus amadas llanuras).
La afinidad existente entre ambos poetas ha quedado reflejada mediante la prosa poética de Siegfried Sassoon en sus recuerdos de la primera noche que pasó con ellos:
Lo que recuerdo a la luz del crepúsculo es la figura grande y corpulenta -pero infantil- del autor del canto, sentado en un banco junto al viejo amigo al que intentaba agradar, y a Wilfrid Blunt escuchando con los ojos semicerrados y expresando en su rostro la ternura y el pesar provocados por el profundo patetismo de las palabras. Así los vi a los dos, juntos; y así los veré siempre...
Sassoon, oriundo de Kent, sabía que esta relación era, evidentemente, mucho más profunda que el suelo de Sussex, y que su verdadera esencia quedaba mejor reflejada en su poema favorito de Blunt:
Love me a little, love me as thou wilt,
Whether a draught it be of passionate wine
Poured with both hands divine,
Or just a cup of water spilt.
On dying lips and mine
(Dame un poco de amor, o cuanto tú dispongas, / como si fuera un trago de ardiente vino / vertido por divinas manos / o una copa de agua derramada / en mis moribundos labios).
Belloc se despidió de Blunt, envidiando tal vez a su amigo, quien no volvería a sentir ese deseo de «librarse de vivir» que a él le corroía, y -sediento viajero que avanza tenazmente a través de un desierto espiritual- llevó el peso de la pena con voluntaria resignación. Tal y como confesara a Chesterton, el dolor había acabado por extraerle a la vida todo su jugo. Y no solo a su vida, sino también a las de una generación entera. Después del combate, se le había arrancado a Inglaterra toda esperanza y todo deseo. ¡Qué ironía que fuese un joven poeta americano, sin experiencia de la guerra, quien expresara la angustia colectiva de una nación!