Capítulo XXV SASSOON Y KNOX
LA certera impresión de Elizabeth Salter acerca del actor Alec Guinness como la de «un hombre con vocación, y genial en ese aspecto, pero cuyo inquieto temperamento le hacía sentirse insatisfecho», bien podría aplicarse a Siegfried Sassoon y a su vocación de poeta. Al mismo tiempo que Alec Guinness era recibido dentro de la Iglesia, el propio Sassoon, después de una vida entera de búsqueda contemplativa -tan elocuentemente expresada en sus versos-, se hallaba a las puertas de la conversión.
Resulta algo irónico que Sassoon entrara a formar parte de la Iglesia pisándole los talones a su vieja amiga Edith Sitwell. Ambos poetas se habían ido distanciando progresivamente el uno del otro durante las décadas transcurridas desde los días felices de su amistad, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Según Sassoon, la actitud de Edith Sitwell hacia él se había «enfriado» porque los críticos le llamaban «anticuado». Por eso sintió cierta satisfacción cuando, a principios de 1954, leyó en el New Statesman las andanadas dirigidas por la crítica contra Sitwell: las mismas que tanto la ofendieron y le indujeran a quejarse ante Kingsley Amis de que «ninguna de las personas que ha tenido la impertinencia de atacarme posee ni una sola gota de talento poético». A Sassoon, por su parte, el artículo le pareció «un divertido e inteligente resumen de su carrera como personaje público y de su insistencia en asumir el papel de Reina de la Literatura»:
Esto me ha recordado lo artificial de las reputaciones forzadas y me ha hecho agradecer el haber elegido evitar llamar la atención. Ahora mismo, el prestigio de E.S. se sostiene sobre inseguros cimientos. Si se hubiera mantenido discretamente callada... sería conocida y apreciada por su obra, la de una magnífica escritora de talento... especialmente sensible a la sonoridad y el efecto de las palabras. En su lugar, bajo la influencia de Yeats y Eliot, se ha revestido con la toga de una profetisa, o de un oráculo; y creo que sus solemnes y apocalípticas frases responden a un pretendido poder que, en realidad, no posee.
Curiosa crítica si tenemos en cuenta que también Sassoon había asumido el papel de oráculo. Nada más ser arrojadas las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, tanto él como Sitwell escribieron funestas advertencias sobre el destino de la humanidad -Sitwell en «La sombra de Caín» y Sassoon en «Letanía de una pérdida»-; y ambos se sentían en el exilio de esa era atómica en la que vivían. Lo cierto es que compartían muchas más cosas de lo que su distanciamiento y su enemistad podrían hacer pensar. Y fueron esas cosas las que, de un modo individual e independiente, los condujeron hasta las mismas conclusiones fundamentales acerca de la fe y la filosofía.
Otro de los exiliados de aquella era atómica fue Ronald Knox, quien escribió su ensayo Dios y el átomo más o menos por las mismas fechas en que Sassoon y Sitwell difundían sus profecías poéticas. Knox iba a jugar un papel decisivo en el acercamiento final de Sassoon al catolicismo; mientras que Sassoon, por su parte, se convirtió en un buen amigo de Knox durante los tres últimos años de la vida de este. Después de uno de sus primeros encuentros, «una maravillosa tarde de 1955, en Mells», Sassoon comentó con un amigo: «Adoro a Ronnie; pero para mí es como si estuviera al otro lado de una ventana de cristal. ¡No me atrevería nunca a hablar con él de religión!». «Evidentemente», confesaba Sassoon en abril de 1960, tres años después de su conversión, «el que estaba al otro lado de la ventana era yo».
Parece ser que, en torno a julio de 1956, el cristal ya no existía, porque Sassoon fue uno de los pocos amigos a los que Knox pidió consejo acerca de una nueva obra de apologética sobre la que estaba trabajando. En el mes de junio, Knox dudaba entre dos formas de enfocarla: bien desde un punto de vista puramente argumentativo, bien en forma de diálogo; y más tarde, en julio, se declaraba completamente «atascado». Así pues, seleccionó a dos amigos a quienes mostrar ambas versiones: uno de ellos era el escritor y editor católico Frank Sheed, y el otro, Dom Sebastian Moore, de Downside. También recabó la opinión de Sassoon, quien, evidentemente, se decantó por el primer enfoque. El hecho de que Knox valorara el juicio de Sassoon lo suficiente como para solicitar su opinión sugiere que debían mantener por entonces una estrecha relación y que discutían entre ellos los más sutiles aspectos religiosos. Por eso parece razonable suponer que Knox sería responsable de la desaparición de muchas de las dudas de Sassoon. Pasado el tiempo, Sassoon confesó su inmensa deuda con los escritos religiosos de Knox. «Las charlas que les daba a las niñas del colegio», admitía, «me gustan tanto como sus libros más profundos. Además, es muy divertido oírle en cada cosa que ha escrito». El 17 de febrero de 1962 le decía a un amigo en una carta: «Acabo de llegar al último capítulo de Para deleite de los profesores, que he releído por quinta vez desde 1938... Lo extraño es que me gustase tanto ya antes de 1957, cuando las discusiones acerca de temas religiosos me importaban tan poco».
Aquella obra apologética de Knox quedó sin terminar: Knox interrumpió su redacción para dedicarse a traducir del inglés la Historia de un alma, la autobiografía abreviada de santa Teresa de Lisieux; y más adelante su delicado estado de salud le impidió continuar trabajando en ella. A pesar de estar inconclusa -lo cierto es que no había hecho más que empezarla-, Knox sí escribió una invocación destinada a servirle de prólogo, cuya copia mecanografiada entregó a Sassoon; y el poeta, que la calificó de «maravillosa», hizo a su vez una copia con la que quedarse. Su sucinto contenido es tan importante que Sassoon lo consideraba «el principio de la inconmensurable enseñanza obtenida a través de su obra religiosa». De hecho, sirve como testamento de Knox y, según Evelyn Waugh, «bien podría valer como epitafio de su vida». En cualquier caso, constituye un claro indicio tanto del estado de Sassoon previo a su conversión, como del de Knox:
Dios mío, cuando dedico lo que escribo a una criatura humana, estoy regalando algo que no me pertenece; estoy entregándolo a quien no le corresponde.
Nada de lo que he escrito es mío. Si es verdad, entonces es la «verdad de Dios»; y sería verdad aunque las mentes de todos los hombres lo negaran; o aunque ninguna mente humana lo reconociera como cierto... Si está bien escrito, no es porque Hobbs, Nobbs, Noakes y Stokes coincidan en alabarlo, sino porque contiene esa excelencia interior que es como un extraño reflejo de tu perfecta belleza; y de esa excelencia solo Tú eres juez. Si resulta provechoso para otros, es porque Te ha parecido conveniente emplearlo como frágil instrumento con que hacer realidad en ellos algo de ese fin sobrenatural que es su destino y Tu secreto.
Tampoco existe criatura humana digna de recibir el más pobre de nuestros tributos. Cuando dedicamos un libro a alguno de los nombres que en el mundo han sido, es debido -o eso decimos nosotros- al amor que le profesamos, o bien a la admiración que suscita en nosotros, o a la colaboración que nos ha prestado para escribirlo. Pero todo cuanto podamos amar y admirar en él será, solo un destello de Tu gloria que asoma entre los raídos harapos de la humanidad; toda su contribución no es más que una parte -una parte muy pequeña- de lo que Tú nos regalas...
A tus manos, pues, devuelvo este libro sin dedicar... Pero algunos de nosotros -y quizá, en lo más profundo de nuestro ser, todos nosotros- somos incapaces de renunciar a esa búsqueda de la verdad cuya plena satisfacción no hallaremos aquí. Sabemos que no existe ningún encuentro con la realidad, ni interna, ni externa, que no refleje el eco de tus pasos. Al examinar su valor; solo podemos apreciarlo como expresión de lo divino. Algunas de estas vagas ideas han encontrado su sitio en mi libro. Y Tú, que no necesitas de nadie, quieres servirte de nosotros. Por eso ruego que, entre los millones de almas a las que Tú quieres, al leerlo unas pocas aprendan a entenderte mejor y a amarte más.
Si esta invocación fue «el principio de la inconmensurable enseñanza» obtenida por Sassoon a través de la obra religiosa de Knox, parece natural que fuese él el primero en conocer su decisión de recibir instrucción para hacerse católico: «Fue el primero -él y Katherine Asquith- en enterarse de mi decisión. Nunca he dejado de dar gracias por que tuviese «tiempo» de poder alegrarse de ello, y lo cierto es que le hizo muy feliz».
El 5 de julio de 1957, Sassoon visitó a Knox por última vez en compañía de Edmund Blunden. Estuvieron hablando unas tres horas y media. A pesar de encontrarse gravemente enfermo, Knox les dijo que estaba «encantado de vernos: hasta el punto de hacerme olvidar casi el dolor de aquella despedida».
Knox falleció el 24 de agosto, siete semanas después. La necrológica de The Times manifestaba que «hombres de todos los credos y de ninguno han disfrutado de esta personalidad capaz de combinar una fe espontánea con una mente tan afilada como un cuchillo, y lo han tenido por uno de los más grandes entre los de su generación». Y mencionaba también que «a lo largo de toda la vida se ha movido en círculos restringidos, sean religiosos o intelectuales». A muchos de sus miembros se les pudo ver el 29 de agosto en la misa de réquiem celebrada en la catedral de Westminster, donde los miembros de las jerarquías religiosas y seculares se codearon con los literati. Junto al recién nombrado Primer Ministro, Harold Macmillan, que había conocido a Knox en Eton y Oxford, entre los asistentes se contaron también Evelyn Waugh, Lord Longford, Dougias Woodruff, Christopher Hollis, Maisie Ward, Frank Sheed y multitud de dignatarios de la diplomacia. El padre Martin D’Arcy pronunció el panegírico desde el mismo lugar en el que Knox leyera cerca de veinte años antes el de Chesterton. El padre D’Arcy calificó a Knox de defensor de la cultura inglesa y lo comparó con santo Tomás Moro: «esa cultura inglesa basada en la Biblia y en las humanidades que, habiendo encontrado su expresión en santo Tomás Moro, continuó fluyendo hasta manifestarse de nuevo a través de Ronald Knox... su intención nunca fue la de defender las últimas modas filosóficas, artísticas o literarias, sino que se valió de esa fuerza satírica suya tan del estilo de Dryden para ridiculizar lo pretencioso, lo mistagógico o lo sofisticado».
«Ronnie Knox me encomendó escribir su biografía», escribía Evelyn Waugh al padre Hubert van Zeller el 25 de septiembre, «una misión para la cual solo me cualifica el afecto». Aparte de ser muchos los aspectos que le hacían merecedor de aquel encargo, Waugh sentía un profundo aprecio por Knox y, durante sus últimos meses de vida, le sirvió de importante apoyo. Sin embargo, las opiniones en torno a si su biografía hace o no justicia a Knox son muy variadas. En la crítica publicada en el Observer por Graham Greene, este se refería a los muchos problemas que la íntima vida de oración de una persona religiosa plantea a su biógrafo:
Para el biógrafo es mucho más difícil escribir sobre un sacerdote que sobre un escritor: Como en un iceberg, es poco lo que se muestra comparado con lo que queda debajo: para profundizar hay que cavar, pero al cavar surge la sensación de estar entrando en una vida mucho más privada y excluyente que la vida de alcoba... El biógrafo... se ve obligado a escribir acerca de un héroe sin incluir la principal actividad de ese héroe.
Esto es lo que hace Waugh con un estilo que hubiera entusiasmado al protagonista de su biografía y un tacto exquisito que, evidentemente, el padre Knox supo prever de antemano cuando Waugh le pidió ser su biógrafo.
Christopher Derrick, quien coincidió con Knox «en muchas ocasiones, pero no puede afirmar que le conociese», quedó muy impresionado por la biografía de Waugh:
ha hecho lo que ha podido y muchos dicen que su retrato es demasiado oscuro, porque presenta un Knox anciano mucho más quisquilloso y neurótico de lo que era. Lo cierto es que era un anciano neurótico y quisquilloso... A finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, mucha gente le oyó predicar en Oxford. Era muy popular... En él se sumaban todas las modas y estilos. El dandi eduardiano. Y el sacerdote cuyo manierismo literario deleitaba a todos... Conocer a este sacerdote, cultivado gentleman, culto e ingenioso, era como beber una copa de vino en medio de un desierto sediento.
Un punto de vista sobre la biografía de Waugh y la personalidad de Knox que Siegfried Sassoon no compartía en absoluto. «Te agradezco sinceramente tu comentario sobre la biografía de Ronald», escribió a un amigo a poco de publicarse el libro. «En su introducción, E. W. deja muy claro que se limita a ofrecer un retrato externo. Como bien dices tú, el hombre de mente y espíritu tan apreciado por nosotros queda reducido a un simple personaje. Y me atrevo a decir “nosotros” porque a través de sus escritos se ha dirigido a mí con una voz tan viva como nadie más ha sido capaz de hacerlo». Knox -continuaba Sassoon-
ha estado junto a mí día tras día... el cabo que me ha conducido hacia la luz en mis meditaciones crepusculares. Y yo soy solo uno entre miles. Se nos habla de sus virtudes y su idiosincrasia, pero ¿en qué página de E.W. se refleja su santidad?... Tenía en cierto modo una doble personalidad: el Ronald increíblemente brillante y su gran talento siempre han estado ahí, unidos al ejemplo incomparable, cercano a la santidad, de una religión hecha vida. Y todo —consejo espiritual, erudición y distracción- lo daba a dos manos.
Si eran muchos los reparos de Sassoon a la biografía de Waugh, lo cierto es que solo tenía elogios para la que Robert Speaight escribió sobre Belloc, publicada en 1957. Su relación con Belloc -iniciada a través de su mutuo amigo W. S. Blunt- se remontaba a finales de la Primera Guerra Mundial. Aunque Sassoon admiró siempre la poesía, la prosa y la personalidad de Belloc, no comprendía su fe católica, de la que se encontraba muy alejado. Al leer la biografía de Speaight, una de las cartas dirigidas por Belloc a Katherine Asquith produjo en él una profunda impresión. Esta carta en concreto -le explicaba a un amigo el 29 de marzo de 1960- tuvo una importancia crucial y fue uno de los principales hitos en su particular camino hacia Roma:
«Los marginados y desprotegidos contornos del alma»: esto no es mío, sino de mi querido Belloc. Hace unos tres años, en plena vorágine de mis forcejeos con la sumisión, me encontré en la biografía de Speaight con el siguiente pasaje tomado de una carta a K. Asquith: «La fe, la Iglesia católica se descubre triunfante, se reconoce, se presenta como tierra firme en medio del mar, en aquello que al principio parecía solo una nube. Cuanto más cerca se ve, más real es, menos imaginaria: cuanto más directa y externa es su voz, más indudable es su carácter representativo, su «persona», su voz. La metáfora no es que los hombres se enamoran de ella: la metáfora es que descubren su hogar. «Esto era lo que buscaba. Esto era lo que necesitaba». Es el auténtico molde del alma, la matriz a la que pertenece cada línea del marginado y desprotegido contorno del alma. Es el «Oh! Rome, Oh! Mere» de Verlaine. Y no solo para quienes la conocieron de niños y regresaron luego, sino para mucho más -y existe buena prueba de ello- para quienes la encontraron en medio de las colinas de la vida y se dijeron: «Ahí está la ciudad».
Después de leer este pasaje, Sassoon se quedó sentado toda la tarde, mirando por la ventana. Su mente -metafísico reflejo de lo que es «un día tormentoso»- «se vio invadida por algo parecido a un fantasmagórico trastorno climático: nubes en conflicto, indicio de un debate espiritual». «Las magníficas palabras de Belloc lo disiparon todo, de una vez y para siempre. “Ya está”, me dije. Todo mi ser se ha liberado. ¡Dios mío, si él lo hubiera sabido; si hubiera sido capaz de preverlo cuando estuvo aquí hace veinticinco años!».
En esa misma carta, Sassoon explicaba que otro de los jalones de su camino hacia la fe fue la experiencia de visitar iglesias en compañía de Max Beerbohm durante su estancia en Italia. Recordaba su ascenso por un empinado camino que se iniciaba detrás de la casa de Beerbohm, en Rapallo, hasta una iglesia en lo alto de una colina; o «la encantadora y antigua iglesia de San Pantaleón, en un promontorio junto a la carretera de La Spezzia: ambas provocaron en mí un nostálgico deseo de piedad que ansiaba compartir. Sabía que eran diferentes de la iglesia de Heytesbury-¡a cuyos servicios nunca había asistido!-». Es fácil hallar un eco de las palabras de Knox al referirse a la «ausencia real» de las iglesias anglicanas, o de la confidencia de Sitwell acerca de que fue «el sereno rostro de las campesinas rezando en las iglesias italianas» lo que la guió hasta la Iglesia.
Sin embargo, una de las principales diferencias entre Sitwell y Sassoon se refiere a su respectiva actitud ante toda esa parafernalia de que se rodea la sociedad secular. Frente al modo en que, en 1954, Sitwell expresó públicamente su regocijo cuando fue distinguida con la Orden al Mérito, contrasta la débil respuesta de Sassoon al recibir, el 28 de junio de 1957, la Medalla de Oro de la Reina a la Poesía. En este caso, fueron sus admiradores -como, por ejemplo, el periodista que escribía en la edición de The Times de la mañana siguiente- quienes lo celebraron por él:
El anuncio de Buckingham Palace de la Medalla de Oro de la Reina a la Poesía concedida a Siegfried Sassoon será motivo de satisfacción general entre quienes, desde hace cuarenta años, han seguido con alentó interés los vaivenes de su muy personal musa... Habría sido fácil encontrar un poeta mucho más de moda que el señor Sassoon, cuya inclinación por la moda es mínima... Pero lo que se buscaba -y se ha encontrado- era un poeta cuya voz haya hallado su propio tono y vigor, al margen de las distracciones que intentan invadir su terreno. Sequences, publicado a finales del año pasado, demuestra que su voz aún está repleta de energía.
Hacia finales de junio de 1957, el vigor de su voz -según Sassoon- se puso al servicio de algo aún más grande que la Reina y la nación. Fue por estas fechas cuando comenzó a recibir instrucción para unirse a la Iglesia católica. Sassoon fue recibido en septiembre de 1957, recién cumplidos los setenta y un años.
El poeta pretendía mantener su recepción en privado, así que se quedó horrorizado al leer una entrevista no autorizada con él que se publicó en el Sunday Express. Primero escribió un documento quejándose de la intromisión en su vida privada y, como este no fue publicado, envió una copia a The Times:
Aun reconociendo el comprensivo tratamiento dispensado a mi sumisión a la fe católico-romana, me veo obligado a declarar que la entrevista del Sunday Express nunca ha sido autorizada. Mi protesta contra el hecho de que mi intimidad más inviolable aparezca exhibida como si se tratara de publicidad afecta a todo cuanto se afirma que he dicho.
A la mañana siguiente de salir publicada en The Times la carta de Sassoon, aparecía la respuesta del director del Sunday Express, John Junor: «No es mi deseo poner en un compromiso al señor Sassoon», comenzaba Junor, antes de negar que «el Sunday Express le haya tratado injustamente o citado de modo inexacto. El periodista del Sunday Express que entrevistó al señor Sassoon estuvo con él una hora y media. El señor Sassoon tuvo incluso la amabilidad de invitarle a tomar el té. Nunca dudó de la naturaleza de su visita. El periodista no dejó de hacer un uso visible de su cuaderno de notas...».
Tres días después, el 5 de octubre, se publicaba la respuesta de Sassoon:
Tal y como el director del Sunday Express, el señor Junor, afirma en su carta de hoy, «nunca dudé de la naturaleza de su visita». El periodista me asedió sin previo aviso mientras estaba sentado en mi granero. Las primeras -y casi frenéticas—palabras que le dirigí al respecto fueron que cualquier «noticia sobre el tema» significaría un ultraje a mis más delicados sentimientos. Después de haberle -aparentemente- convencido de ello, le entregué una carta para el señor Junor; rogándole se abstuviera de toda publicidad. A partir de ese momento, mi relación con el reportero fue absolutamente cortés y confidencial.
Jamás pasó por mi mente la idea de que se pudiera pensar que había concedido una entrevista autorizada.
Los esfuerzos «casi frenéticos» de Sassoon por evitar sacar a la luz sus «más delicados sentimientos» son un indicio de la discreción de su carácter y de su deseo de pasar lo más desapercibido posible. Algo visible también en la relación con su hijo. Cuando, en 1954, Memorias de un cazador de zorros, primera parte de la autobiografía semificticia de Sassoon (Memorias completas de George Sherston), entró a formar parte del programa de estudios para obtener el Certificado de Enseñanza Secundaria, en el examen, su hijo se vio obligado a responder a la pregunta: «¿Qué clase de hombre era George Sherston?», a lo que el muchacho respondió: «Como da la casualidad de que es mi padre, prefiero reservarme mi opinión». Al margen de la diversión que tal respuesta pudo procurar a sus examinadores, la reticencia de George Sassoon se muestra como un reflejo heredado de la personalidad eminentemente reservada de su padre. Otro buen ejemplo de ella lo constituye la confesión de George de que su padre «nunca habló conmigo de sus sentimientos religiosos». Si Sassoon evitaba discutir de religión con su propio hijo, no parece demasiado sorprendente que desease hacer lo mismo con los periodistas.
Consecuencia de esta reticencia de Sassoon es el pequeño número de documentos que acreditan su desarrollo intelectual y espiritual: una escasez de material que impide que el estudioso de su vida y obra escarbe en busca de preciadas joyas capaces de arrojar luces sobre él. Incluso Rupert. Hart-Davis, amigo y albacea literario de Sassoon, recurre a meras generalidades cuando se trata de su conversión: «De un modo inconsciente, Siegfried Sassoon se pasó toda la vida buscando a Dios, y no fue un hombre religioso hasta la última etapa de su vida».
Los deseos de Sassoon se han cumplido. Su testamento y su autobiografía han de buscarse entre sus introspectivos versos, tan intensamente personales, que desde los primeros sonetos de juventud hasta la poesía religiosa de sus últimos años constituyen un sublime reflejo del viaje de toda una vida en pos de la verdad. Estos versos -y no sus diarios, ni sus cartas, ni su prosa- son esas preciadas joyas que iluminan el interior del hombre. Y este parecía ser también el punto de vista de Sassoon cuando, en 1960, seleccionó treinta de sus poemas para incluirlos en un volumen titulado El camino hacia la paz, que es en definitiva una autobiografía en verso. Incluso en este caso da la impresión de preferir un público íntimo y limitado, pues el libro, publicado por la Stanbrook Abbey Press en dos ediciones privadas y muy restringidas -tanto por el número de ejemplares como por el precio-, estaba confeccionado a mano y tan solo se imprimieron de él 500 ejemplares numerados de forma individual: veinte de ellos, en papel Millbourne, encuadernados en pergamino, escritos a mano y dorados por Margaret Adams; y los 480 restantes, en papel W.S.H., parcialmente encuadernados en pergamino y con las iniciales también a mano. Como epígrafe, Sassoon escogió el fragmento de la carta que Belloc dirigió a Katherine Asquith, tan decisivo para su conversión, y dedicó la obra a «María Inmaculada, Madre de Dios, cuya protección invoca la madre Margaret Mary, religiosa de la Asunción». La hermana Juliana Dawson, hija de Christopher Dawson y también ella religiosa de la Asunción, recordaba la influencia que la madre Margaret Mary ejerció sobre su conversión; al parecer, Sassoon mantuvo una estrecha relación con las hermanas de la Asunción. La hermana Juliana le recordaba llegando «al convento de Kensington Square para leer su poesía». Su sobrina también acabó convirtiéndose y es hoy madre superiora de las Hermanas ele la Asunción.
Durante su primera Cuaresma como católico, Sassoon escribió sus «Luces cuaresmales», un inocente relato de su conversión que invita, inevitablemente, a la comparación con el «Miércoles de Ceniza» de Eliot. El resto de sus días -al margen de unos pocos y excelentes poemas religiosos- estuvieron caracterizados, ante todo, por el silencio, como en un eco de las palabras de Goethe: «Una vez que se descubre lo que realmente importa, se tiende a dejar de hablar». La última década de su vida, como las últimas decenas de ese rosario que tanto llegó a amar, fue una callada meditación sobre los misterios gloriosos de la fe. No es mera coincidencia que eligiera uno de esos misterios como broche final a su autobiográfico Camino hacia la paz. «Oración en Pentecostés» era la despedida del poeta:
Master musician, I have overheard you,
Labouring in litanies of heart to word you.
Be noteless now. Our duologue is done.
Spirit, who speak’st by silences, remake me;
To light of unresistant faith awake me,
That with resolved requiem I be one.
(Señor de la música, te he podido escuchar / entre las letanías del corazón con que me dirijo a Ti. / No me llames más. Nuestra conversación ha concluido. // Espíritu que hablas en silencio, transfórmame; / despiértame y que se encienda mi fe, / deja que me una a ese réquiem final. -N. de la T.).