Capítulo XVI CHESTERTON Y BARING

CUANDO, a principios de los años treinta, Arnold Lunn, «el más incansable apologista católico de su generación», hacía su entrada en escena, el más incansable apologista de la generación anterior estaba a punto de hacer su última reverencia. En septiembre de 1933, dos meses después de la recepción de Lunn en la Iglesia, Chesterton publicó su biografía sobre santo Tomás de Aquino: su último libro y el más largo (aparte de su postuma Autobiografía), que pondría el broche final a su carrera literaria. Al igual que Lunn, Chesterton había cimentado su fe sobre un concienzudo conocimiento de la filosofía escolástica, por lo que parece lógico que terminara la obra de su vida con un estudio del santo que, por encima de cualquier otro, le había servido de ayuda en su diligente búsqueda ele la verdad.

Aunque la frágil salud de Chesterton le impidió volver a escribir obras de gran envergadura, sin embargo no abandonó los ensayos. En septiembre de 1935, Sheed 8c Ward publicó una colección de ellos bajo el título The Well and the Shallows. En un principio, Chesterton tuvo la tentación de llamarlo «Joking Apart» («Bromas aparte»): «Me parecía una manera llana e inteligente de decirle al lector de estas páginas que no espere encontrar en ellas muchas bromas -y, por supuesto, no solo bromas-, porque son estos ensayos polémicos centrados en muchos temas que suscitan controversia».

El autor ya había discutido ampliamente la mayoría de los debates tratados en The Well and the Shallows, pero ahora intentaba aplicar nuevos enfoques desde ángulos también nuevos. Por eso, la primera frase de los seis ensayos recogidos bajo el título «Mis seis conversiones» comenzaba con una pincelada típica de su ingenio y humor: «A lo largo de los últimos años, al menos en tres ocasiones me he encontrado en una situación en la que debería haberme hecho católico sin dudarlo... si no me hubiera impedido dar este paso la afortunada circunstancia de que ya lo era». Luego seguían cincuenta páginas en las que Chesterton exponía su fe con la sólida firmeza de la postura católica si se comparaba con otras posturas, y concluía con una rúbrica literaria que daba su título a la colección de ensayos:

No podría abandonar la fe sin volver a caer en algo menos profundo que la fe. No podría dejar de ser católico, a menos que me convirtiera en algo más estricto que un católico. El hombre debe reducir su mente para desprenderse de la filosofía universal; todo lo que ha pasado hasta el día de hoy ha ratificado esta convicción; lo que suceda mañana lo volverá a ratificar. Hemos salido de aguas poco profundas y de áridos parajes hacia un pozo profundo; y la verdad está al final de este.

En otro momento, a los escépticos que no habían sabido desentrañar lo más profundo les acusaba de haber hecho un daño inmenso: «Durante cientos de años, la labor del escéptico ha sido muy parecida a la infructuosa ira de un monstruo primitivo: sin ojos y sin cabeza, solo destruye y devora; un enorme gusano que asola un mundo que jamás ha llegado a ver». Aunque expresado en una prosa más poética, este era en esencia el mismo argumento defendido por Arnold Lunn. Era el vuelo desde la razón del mundo moderno, el antídoto contra la filosofía perenne de la Iglesia:

Existe... una influencia que crece de día en día, que nunca se menciona en los periódicos ni resulta inteligible a la gente de mente periodística. Se trata del regreso de la filosofía tomista: que es la filosofía del sentido común, en contraste con las paradojas de Kant, de Hegel y del pragmatismo. La religión de Roma es, en sentido estricto, la única religión racionalista... el regreso de la escolástica es simplemente el regreso del hombre juicioso... decir que no hay dolor, ni dificultad, ni mal, ni diferencia entre el hombre y la bestia, ni entre una cosa y otra, constituye un esfuerzo desesperado por destruir toda experiencia y sentido de la realidad; y la gente estará cada vez más cansada cuando deje de estar de moda; y buscará de nuevo algo que dé forma a tanto caos y devuelva sus proporciones a la mente humana.

Y, si otros no, Chesterton sí estaba cansado del caos del pensamiento moderno, y en sus últimos años de vida comenzó a sentirse en el exilio de un mundo cada vez más desquiciado. Durante la Navidad de 1935 se le oía murmurar: «nobis, post exilium ostende», palabras tomadas de la Salve Regina que expresan la convicción de que la vida en la tierra es un tiempo de exilio, y que la plenitud de nuestra existencia la hallaremos en otro sitio. Algo parecido se desprendía de su amor a la secuencia del Corpus Christi que había aprendido de memoria mientras escribía la biografía de santo Tomás de Aquino. Cuando estaba con sus amigos, repetía una y otra vez las dos últimas estrofas al tiempo que «aporreaba el brazo del sillón».

Bone pastor, panis vere,

Jesu nostri miserere;

Tu nos pasce, nos tuere;

Tu nos bona fac videre

In terra viventium.

Tu, qui cuncta scis et vales,

Qiú nos pascis hic mortales:

Tuos ibi commensales,

Coheredes et sodales

Fac sanctorum civium

(Buen pastor, Pan verdadero, / ¡oh, Jesús! apiádate de nosotros. / Apaciéntanos y protégenos; / haz que veamos los bienes / en la tierra de los vivientes. // Tú, que todo lo sabes y puedes, / que nos apacientas aquí cuando somos aún mortales, / haznos allí tus comensales, / coherederos y compañeros / de los santos ciudadanos del Cielo -N. de la T.).

Luego concluía: «¡Qué resumen del Cielo! Justo lo contrario de la expresión «entre los muertos». Eso es: literalmente, «la tierra de los vivos». Sí, amigos míos, solo veremos cosas buenas en la tierra de los vivos».

In patria era la otra definición del Cielo que repetía con frecuencia los últimos años de su vida: «Lo dice todo: “nuestra tierra natal”».

Chesterton inauguró 1936 del mismo modo que había inaugurado muchos otros años: en medio de la controversia. Esta vez, su oponente era G.G.Coulton, especialista en la Edad Media en St. John’s College, un ferviente anticatólico que ya en otras ocasiones había cruzado su espada con Knox y Belloc. Esta vez, Coulton había escogido a Chesterton como enemigo, pero este -cosa rara en él- no estaba para cacerías. Cada vez más débil, apenas podía posar la pluma sobre el papel y dejó en manos de su secretaria quitarse de encima al adversario. El 28 de enero, Coulton contestaba a su carta «apenado al enterarse de la mala salud de Chesterton».

Pero, si Cambridge había engendrado un especialista en la Edad Media contrario a Chesterton, Oxford se jactaba de contar con otro especialista con muchas mejores disposiciones respecto a este último. A principios de año, la Oxford University Press había publicado La alegoría del amor: Estudio sobre la, tradición medieval, obra de un joven profesor llamado C.S.Lewis. Este libro, por el que su autor recibió el Premio Hawthornden, contenía un importante tributo a Chesterton: «El Furioso, a su manera, es tan obra maestra como Edipo rey... Solo hay un crítico inglés capaz de hacer justicia a este galante, satírico, caballeroso, grotesco y extravagante poema: Chesterton debería escribir un libro sobre la épica italiana».

Chesterton no era más capaz de satisfacer el deseo de Lewis de contar con una obra sobre literatura caballeresca, que de acceder a la demanda de Coulton respecto al debate sobre la Roma medieval. Sus compromisos periodísticos semanales le exigían un terrible esfuerzo y la poca energía que le quedaba se la dedicaba a su Autobiografía. Una vez concluida esta, uno de sus amigos declaró: «Nunc dimittis», y lo cierto es que en su autobiografía había muchas cosas que sonaban como un inminente canto del cisne:

Estoy acabando una historia; rematando lo que al menos para mí ha resultado ser una novela, un relato de misterio. Es una narración absolutamente personal que empezaba en las primeras páginas del libro; y solo contesto a las preguntas que me planteaba al principio... Por eso, esta historia solo puede acabar como acabaría cualquier relato de detectives: contestando a sus preguntas y resolviendo sus principales problemas... Pero, en mi caso, mi final es mi principio... y esta abrumadora convicción de que existe una llave capaz de abrir todas las puertas me devuelve a mi primer atisbo del extraordinario regalo de los sentidos; y la sensacional experiencia de la sensación.

El 15 de marzo, Chesterton realizó su última intervención radiofónica, si exceptuamos una conferencia dirigida a estudiantes sobre la Edad Media transmitida una semana después. Su última emisión para adultos, solemnemente titulada «Nosotros acabaremos de golpe», contenía una divertida respuesta al poema de Eliot Los hombres huecos. Aunque Chesterton se había reconciliado con Eliot y consideraba sus versos aplicables al «hombre hueco», y no a su autor, tanto derrotismo no dejaba de resultarle rechazable:

Perdónenme si les digo, con mis anticuadas formas, que en mi caso sentirme así sería como una maldición... Sé que este mundo es perecedero y ha de terminarse, pero no creo que lo vaya a hacer con un largo plañir; sino -en todo caso- al son de las trompetas del juicio... Voy a ser incluso tan indecentemente frívolo como para romper a cantar y decirles a los jóvenes pesimistas:

Sorne sneer; some snigger; some simper;

In the youth where we laughed, and sang.

And they rnay end with a whimper

But we will end with a bang.

Tal fue el rotundo colofón a su carrera radiofónica.

Chesterton falleció poco después de las diez de la mañana del domingo 14 de junio. Aquel mismo día, su esposa escribía al padre O’Connor -antiguo amigo que había servido de modelo e inspiración para crear al padre Brown, su sacerdote-detective de ficción- dándole cuenta de la noticia: «Nuestro querido Gilbert ha fallecido a las diez y cuarto de esta mañana. Aunque ya llevaba algún tiempo inconsciente, ha recibido los últimos sacramentos y la extremaunción cuando aún conservaba el sentido».

Muchos destacaron las numerosas e irónicas coincidencias que se dieron en el momento de su muerte. Su muerte acaeció el domingo de la Octava del Corpus Christi, la fiesta durante la que, catorce años antes, había sido recibido dentro de la Iglesia y a la que, a través de su devoción a santo Tomás de Aquino, se sentía estrechamente ligado. El padre Ignatius Rice también hizo notar con una sonrisa que el introito de la Misa de aquel día, impreso en el recordatorio de su muerte, contenía una broma respecto a su corpulencia: «El Señor se hizo mi protector. Púsome en ancho y seguro lugar: salvóme por un efecto de su buena voluntad para conmigo. A ti he de amarte, oh Señor, que eres toda mi fortaleza. El Señor es mi firme apoyo, mi asilo y mi libertador». En el recordatorio, su esposa añadió a estas palabras los versos que Walter de la Mare había dedicado a Chesterton:

Knight of the Holy Ghost, he goes his way

Wisdom his motley, Truth his loving jest;

The mills of Satan keep his lance in play,

Pity and innocence his heart at rest.

(El Caballero del Espíritu Santo avanza, /La sabiduría son sus colores, la verdad su broma preferida; / las obras de Satanás mantienen su lanza en ristre, / la piedad y la inocencia su corazón en paz -N. de la T.)

Este poema evoca cierta estrofa de la Balada del caballo blanco:

People, if you have any prayers

Say prayers for me:

And lay me under a Christian stone

In that lost land I call my own,

To wait till the holy horn is blown,

And all poor men are free.

(Si tenéis ocasión, pueblo mío, / rezad una oración por mí; / cubridme con una lápida cristiana / en esa tierra perdida que es la mía, / aguardando a que suene la sagrada trompeta / y todos los pobres sean liberados).

El día de su funeral fue como si muchos hubieran acudido allí a satisfacer su ruego, porque la iglesia de Beaconsfield estaba llena a rebosar de amigos y admiradores, venidos de toda Inglaterra, e incluso de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hilaire Belloc, Max Beerbohm, Eric Gill, D. B. Wyndham Lewis, Aldous Huxley, Douglas Woodruff, Desmond McCarthy, E.C.Bentley, Frank Sheed, Maisie Ward, Thomas Derrick, Emile Cammaerts y A.G.Gardiner se contaban entre los asistentes. El clero estaba representado por el cardenal Hinsley, arzobispo de Westminster, monseñor Fulton J. Sheen, de la Universidad Católica Americana, Ronald Knox, Vincent McNabb, C.C.Martindale, Ignatius Rice y el padre Josef Stocker, de Colonia. Así describió el funeral W.R.Titterton, gran amigo de Chesterton, quien en 1931, siguiendo los pasos de este, también fue recibido en la Iglesia:

Contemplo el féretro que contiene todo lo que hay de mortal en mi capitán. Junto a él recorro las serpenteantes calles de la pequeña ciudad. Estamos dando un rodeo. Por la policía sabemos que Gilbert Chesterton hará, su último viaje aquí en la tierra junto a las casas de la gente que le conoció y le quiso. Y allí están abarrotando las aceras todos los -como nosotros- allegados al difunto. Casi es un día, de fiesta. Ni un solo lamento, ni una sola lágrima. Es más, nos echamos a, reír cuando uno de nosotros lo evoca en toda su increíble jovialidad.

No todo el mundo fue capaz de abordar la muerte del amigo de un modo tan particular ni con tanta filosofía. Tras el funeral, a Hilaire Belloc lo encontraron derramando lágrimas en inconsolable soledad sobre una pinta de cerveza fuera del Railway Hotel, en Beaconsfielcl, a tan solo unas yardas del improvisado edificio que se alzaba en la parte trasera del hotel donde -catorce años antes- Chesterton había sido recibido en el seno de la Iglesia católica.

Bernard Shaw escribió a Frances ofreciéndole sus condolencias por la muerte de su marido: «Parece totalmente ridículo que yo, dieciocho años mayor que Gilbert, sobreviva a él de forma tan despiadada... Las trompetas están sonando en su honor».

La carta dirigida a Frances por Dorothy L.Sayers tiene fecha de 15 de junio, al día siguiente de la muerte de Chesterton: «Creo que en algunos aspectos los libros de G. K. han dado forma a la estructura de mi pensamiento más que los de cualquier otro escritor que se le pueda ocurrir». Ronald Knox, por su parte, le escribió con lo que su biógrafo, Evelyn Waugh, describe como «ese matiz hiperbólico que requería la ocasión»:

Solo espero que a usted, que sabe mejor que nadie lo que hemos perdido, no le sea difícil imaginar, e incluso creer, que sigue vivo e inmutable. Gracias a Dios por esa fe; el hecho de que yo la conserve cuando tantos amigos míos la han perdido se debe -eso creo yo— después de Dios, a él. Que Dios le perdone lo que le quede por ser perdonado; no creo que su Purgatorio sea demasiado largo...

En una conferencia pronunciada algunas semanas después en Escocia, Knox manifestó: «Para mí, la filosofía de Chesterton, en el sentido más amplio de la palabra, ha sido parte del aire que he respirado, desde esa época en que las ideas de un hombre empiezan a verse liberadas de la educación recibida». Al conocer la noticia de la muerte de Chesterton, Charles Williams exclamó que «ha muerto el último de mis maestros» y, en esa misma línea, Sir Iain Moncreiffe recuerda la reacción de su profesor T. H. White, autor de La espada en la piedra y El caballero mal fet: «Una mañana, Tim White entró en nuestra hermosa aula georgiana y anunció: “Ayer ha muerto G.K.Chesterton. Ahora el gran maestro aún con vida de la lengua inglesa es P.G. Wodehouse”».

Hugh Kingsmill, hermano de Arnold Lunn, escribió: «Mi amigo Hesketh Pearson estaba conmigo cuando leí la noticia de la muerte de Chesterton. Al comunicárselo con la puerta del cuarto de baño por medio, lanzó un sonoro gemido que aquella mañana debió repetirse a lo largo de toda Inglaterra».

En la carta dirigida a Frances por Eric Gill se puede leer: «Nada de lo que yo diga puede aliviar su pena -ni la nuestra...-. Hemos perdido físicamente al mejor hombre de nuestro tiempo. Pero no puedo dejar de pensar en la alegría del cielo -¡quién estuviera allí!-. Cada vez que pienso en nuestra tristeza o en la de usted... parecerá absurdo, pero es un sentimiento que desaparece ante la convicción de esa alegría».

La necrológica del Times, publicada la mañana siguiente a su muerte, prorrumpe en alabanzas con una exuberancia digna del fallecido:

Su energía y su versatilidad eran sorprendentes; aplicó su desbordante inteligencia de modo incontenible a las letras, el arte, la religión, la filosofía y los asuntos de actualidad... en toda ocasión se mostró sincero y su caluroso optimismo fue reconfortante y alentador... Aunque dijo y escribió muchas extravagancias, nada resultó nunca inapropiado y es difícil que pueda haberse hecho algún enemigo. Nunca ha perdido ese intenso toque de genialidad... y con su muerte la literatura y el debate se han visto repentina y lamentablemente empobrecidos.

Uno de los tributos más conmovedores procedía de la pluma de T.S.Eliot. El 20 de junio, en una necrológica escrita para The Tablet, Eliot escribió: «Nunca conocí a Gilbert Chesterton... pero su desaparición, en un mundo como este que habitamos, es de las que deja -incluso en quienes no lo hemos conocido- un sentimiento de desolación y pérdida personal».

Aunque Eliot consideraba sobrevalorada la poesía de Chesterton, que según él solo poseía las cualidades de «una excelente colección de baladas periodísticas», tenía en la más alta estima el resto de su obra:

Con El Napoleón de Notting Hill alcanzó un destacado nivel imaginativo, aún mayor en el caso de El hombre que fue jueves, dos novelas en las que retomó la fantasía de Stevenson para propósitos más serios. Su libro sobre Dickens me parece el mejor ensayo escrito sobre este autor... Pero -en mi opinión- la importancia de Chesterton no se debe a ninguna obra en particular, sino al lugar que ha ocupado, y a la postura que ha representado, durante la mejor etapa de nuestra, generación.

El sábado 27 de junio se celebró en la catedral de Westminster una misa de réquiem a la que asistieron dos mil personas, entre quienes se incluían personalidades como los embajadores de Bélgica y Polonia y el Alto Comisionado en Irlanda. Otros participantes fueron D. B. Wyndham Lewis, Arnold Lunn, Max Beerbohm, J. B.Morton, Hilary Pepler, Walter de la Mare, Eric Gill y Rose Macaulay. El panegírico fue pronunciado por Ronald Knox con una elocuencia que Ada Chesterton, la esposa de Cecil, recordaba bien: «Describió los logros y aspiraciones de Gilbert con palabras tan encendidas como podría haber usado el propio difunto, y en aquellas frases triunfales se podía hasta escuchar el ruido de la espada saliendo de su vaina para enfrentarse a la injusticia y la opresión».

No obstante, el mayor honor con que Chesterton fue distinguido llegó en forma de mensaje papal. Tanto Frances como el arzobispo Hinsley recibieron sendos telegramas enviados en nombre del Papa Pío XI por el cardenal Pacelli -futuro Papa él también-. El del arzobispo Hinsley se leyó ante la multitud congregada en la catedral: «El Santo Padre profundamente apenado por la muerte de Gilbert Keith Chesterton devoto hijo de la Santa Iglesia, gran defensor de la Fe Católica. Su Santidad ofrece sus paternales condolencias al pueblo de Inglaterra. Promete oraciones por el querido difunto. Concede su Bendición Apostólica».

El arzobispo Hinsley había pedido a monseñor John O’Connor que fuera él quien celebrase la Misa, ayudado por el padre Ignatius Rice, asistente de O’Connor durante la recepción de Chesterton dentro de la Iglesia. O’Connor describió aquella misa de réquiem en Westminster como «la solemne conmemoración de Chesterton por y para quienes no pudieron estar presentes en Beaconsfield durante su entierro, como es mi caso, obligado a pasar en cama toda la semana».

Otro de los más íntimos amigos de Chesterton a quien la enfermedad impidió asistir al entierro celebrado en Beaconsfield y a la misa de Westminster fue Maurice Baring. Víctima de un Parkinson progresivo, Baring garabateó una carta casi ilegible dirigida a Frances: «Demasiado paralizado por la neuritis y la “agitancia” para coger una pluma o un lápiz. Enterado de la increíble noticia por el Times. Luego llegó tu carta. Todas mis oraciones y mis pensamientos te acompañan. No me permiten viajar más que una vez a la semana para visitar al médico, pero mandaré decir una Misa aquí». Al día siguiente escribió de nuevo, claramente disgustado por no poder asistir al funeral: «¿Hay algo más que decir, excepto que nuestra pérdida, y especialmente la tuya, es su ganancia? Me gustaría estar allí mañana, pero ni siquiera puedo ir a misa los domingos... ¡Oh, Frances!, me siento como si hubiera desaparecido una torre de fortaleza y el apoyo de nuestras vidas se hubiera venido abajo».

Desgraciadamente, también la carrera de Baring llegó a su fin en 1936. Aún viviría otros nueve años, cada vez más incapacitarlo por la evolución progresiva ele su enfermedad, pero, tras la publicación -el mismo año de la muerte de Chesterton- de ¿Algo que declarar?, no volvió a escribir ningún otro libro. Estos desesperados versos a duras penas garabateados pertenecen al año siguiente:

My body is a broken toy

Which nobody can mend

Unfit por either play or ploy

Mi body is a broken toy;

But all things end.

The siege of Troy

Carne one day to an end.

My body is a broken toy

Which nobody can mend.

(Mi cuerpo es un juguete roto /que nadie puede arreglar, / inútil para jugar o para planear nada; / mi cuerpo es un juguete roto; / pero todo acaba. / El asedio de Troya / un día llegó a su fin. / Mi cuerpo es un juguete roto / que nadie puede arreglar)

La última obra de Baring, que Robert Speaight. definió como «el mejor libro de cabecera escrito en inglés», se inspiraba en la imaginaria llegada del autor a las orillas del Estigio, donde Caronte le pide que muestre su bagaje literario. En este sentido, ¿Algo que declarar? sirve de prueba final a la trayectoria literaria de Baring. Es más, esta antología, espigada de entre las literaturas en las numerosas lenguas con las que el propio Baring estaba familiarizado, muestra la universalidad de sus gustos y hace pensar en la descripción de uno de los personajes de su novela La túnica sin costura: «Todo en él... provocaba una impresión de siglos, de ocultas reservas de civilización acumulada». He aquí una prueba de su pasión por Homero y Virgilio, de su profunda devoción por Dante:

En nuestro ascenso hacia los círculos del Paraíso, nunca dejamos de ser conscientes no solo de la cualidad de la sustancia, sino también de la formal. Es un largo y constante crescendo, cuya belleza va aumentando hasta su consumación final en el último verso. Una vez, alguien definió a un artista... como el hombre que sabe acabar las cosas. Si esta definición es cierta -y yo creo que lo es—, entonces Dante es el artista más grande que ha existido jamás. Su canto final, el mejor, completa el principio y de él depende?.

Resulta irónico que entre todos sus libros fuese este, formado por fragmentos de los autores favoritos de Baring, el más conocido; que eclipsase el resto de su obra literaria y dejara sus novelas envueltas en las sombras. Y que este abandono fuese tan injusto con su persona como con su trabajo.

La carrera novelística de Baring fue relativamente breve: sus inicios datan de 1921, en que se publicó Passing By, fecha en la que el autor tenía cerca de cincuenta años, y su prematuro final sobrevino tan solo quince años después, motivado por los efectos debilitantes de su enfermedad. En aquel intervalo, Baring publicó varias novelas muy meritorias. En 1924, C. recibió las alabanzas del novelista Frances André Maurois, quien escribió que no había disfrutado tanto desde que leyó a Tolstoi, a Proust y algunas obras de E. M. Forster. De hecho, Baring obtuvo mucho más éxito en Francia que en Inglaterra. De sus libros, diez fueron traducidos al francés, y uno -Daphne Adeane- reimpreso veintisiete veces por la Librairie Stock; otros se tradujeron al italiano, alemán, sueco, húngaro, checo, español y holandés. Cat’s Cradle, publicada en 1925, era considerada por Belloc «una gran obra de arte...la mejor historia sobre la vida de una mujer que conozco». Este último también sentía gran admiración por Robert Peckham, una saga histórica que recuerda bastante a las novelas históricas de Benson. Belloc escribió: «Donde destacas sobre todo es en la exactitud de la valoración de los personajes, que no son o blancos o negros, sino que conservan todos sus matices. En ese aspecto creo que este libro es mejor que cualquier otro, incluso que Cat’s Cradle... Me parece que tiene un valor más permanente que los demás».

No es sorprendente que Chesterton compartiera la opinión de Belloc. En una carta dirigida a Baring en 1929, poco tiempo después de la publicación de su novela La túnica sin costura, Chesterton le decía lo mucho que le había «levantado el ánimo» el último libro de su amigo:

Los ingleses protestantes, tan orgullosos de su sentido común, ahora dan la impresión de andar escaqueándose y quedándose con todo lo que no sea obvio... mi obra no puede... ser tan sutil y delicada como la tuya. Creo incluso que, cuando trato algún tema espinoso, ellos se mueven con cuidado y van a pincharse en cualquier otro sitio. Sin embargo, habrá mucha gente capaz de apreciar algo tan bueno como The Coat Without Seam.

Pero eran muchos los que disentían de Chesterton y de Belloc: Virginia Woolf, por ejemplo, atacó lo que consideraba «la superficialidad» de Baring, a quien opiniones como esta le parecían frustrantes, sobre todo, porque pensaba que era precisamente la superficialidad lo que motivaba que su obra no fuese comprendida. Frustración y superficialidad que aparecen claramente expuestas en ¿Algo que declarar?:

Es totalmente inútil escribir sobre la fe cristiana desde fuera. Buen ejemplo de ello es la muy concienzuda novela de Mrs. Humphry Ward titulada Helbeck of Bannisdale. Se trata de un estudio del catolicismo desde fuera y su autora ha puesto un escrupuloso esfuerzo en hacerlo exacto, detallado y exhaustivo. El único inconveniente es que, como no es capaz de mirar el tema desde dentro, no entiende nada de nada.

Tristemente olvidado e incomprendido en Inglaterra, Baring buscó consuelo en las simpatías que despertaba entre lectores más entendidos del otro lado del Canal. Y se manifestó «demasiado emocionado para hablar» cuando, seis meses antes de su muerte, se enteró de la profunda admiración que François Mauriac sentía hacia sus novelas. Este le había comentado a Robert Speaight: «Lo que más admiro de la obra de Baring es el significado que da a la acción de la gracia».

Durante sus cinco últimos años de vida, demasiado impedido para cuidar de sí mismo, fue Laura Lovat quien se hizo cargo de él en Beaufort Castle, en Escocia. Baring murió el 14 de diciembre de 1945 y sus últimas horas aparecen recogidas en el diario de Lady Lovat:

A las tres, el padre Geddes ha leído las oraciones por los moribundos. Creo que Maurice sí las ha oído.

Desde las tres hasta las once, el padre McGuire, Neill y yo no nos hemos separado de él. No he dejado de hablarle: si me oía, no ha dado señales de ello.

A las once menos cuarto, el padre McGuire ha encendido las dos velas que acompañan al crucifijo a los pies de su cama, le ha dado la Absolución final y hemos rezado la letanía por los moribundos.

A las once, Maurice ha fallecido.

El padre McGuire se ha levantado y ha recitado el Magníficat.

La necrológica publicada en The Times el 17 de diciembre reconocía «el extraordinario fundamento clásico de su cultura... la amplitud y la sensibilidad de sus conocimientos acerca de los maestros clásicos y modernos de la literatura universal, de los que su obra original extrae su fuerza».

Admitiendo que «muchos lectores ingleses» consideraban sus novelas «una forma de propaganda católica», el obituario sostenía que la intención de Baring era, ante todo, expresar su profunda convicción de que solo la fe en Dios puede conducir a buen puerto a una humanidad zarandeada por el viento... En cuanto a su puesto dentro de la literatura, quizá el tiempo acabe confirmando la opinión de quienes ven en él a uno de los más sutiles, profundos y originales escritores ingleses de los últimos tiempos.

Al día siguiente, The Times recogía el testimonio de Lord Trenchard, mariscal de la RAF, acerca del ejemplar historial de Baring durante la Primera Guerra Mundial como miembro del Real Cuerpo Aéreo: «En palabras de un gran francés, ningún país, ninguna nación, ningún siglo han tenido un oficial del Estado Mayor comparable al Mayor Maurice Baring. Ha sido el hombre más generoso que he conocido nunca o que aún me quede por conocer... No puedo rendirle un tributo mayor: me faltan palabras para describir a este hombre».

Sin embargo, la principal batalla de Baring, la que requeriría su más alto grado de coraje y fortaleza, fue la que libró en contra de la enfermedad de Parkinson durante sus últimos diez años de vida. Su valor aparece descrito en estos términos por «un amigo suyo» -probablemente, Lady Lovat- en una carta enviada a The Times el 19 de diciembre:

Ha sido su fe la que le ha infundido el coraje para sobrellevar todo el sufrimiento y las humillaciones físicas de estos últimos años. Jamás —ni siquiera cuando estaba más débil y su mente le fallaba— se le ha oído pronunciar una sola palabra de queja; y en esa entereza seguramente hay algo que paga el rescate del mundo. Con él, la vida nunca se transformaba en rutina, sino que era siempre un milagro. Sus sólidas virtudes de afecto y fortaleza le hicieron aceptar lo inevitable.

Lady Lovat también declaraba que, «con la madurez de su mucha experiencia, la excelencia de su genio, la cultura de un gran erudito y la modestia de un santo, siempre conservó -hasta la hora de su muerte- la mentalidad de un niño que pasaba por las penas y alegrías con la firme convicción de que Dios nunca le soltaría de la mano».

Es curioso cómo estos afectuosos recuerdos ponen en evidencia la gran semejanza entre el carácter de Baring y el de su gran amigo Chesterton. Con ninguno de los dos podía la vida hacerse aburrida: siempre era un milagro. En el último párrafo de la Autobiografía de Chesterton aparece mencionado el nombre de su amigo: «Para mí, mi fin es mi principio, como dice Maurice Baring citando a María Estuardo». Y Baring bien podría decir con Chesterton que «un hombre no se hace mayor libre de preocupaciones; pero yo me he hecho mayor libre de aburrimiento». Uno y otro encarnaron esa paradójica combinación de sabiduría e inocencia que tanto desconcertaba a sus contemporáneos. Ambas cualidades se unían en una casi legendaria joie de vivre (en francés en el original: «alegría de vivir» -N. de la T.), cuyo cariñoso recuerdo perduró tras su muerte.

Cuatro días después de la muerte de Chesterton, un periodista de The Times recordaba así la jovialidad del escritor:

Nada más acabarse la guerra, me encontraba en la Oxford Union escuchando hablar a Chesterton... Al acabar, uno de los estudiantes se levantó... «Yo, señor, me siento incómodamente situado a medio camino entre el demonio y G.K.C.». A pesar de los años transcurridos, aún puedo oír el rugido con que Chesterton acogió estas palabras, y verle estremecido por las carcajadas mientras lágrimas de júbilo recorrían sus mejillas.

A la semana de la muerte de Baring, otro periodista de The Times rememoraba el ardor de Baring, junto con «el profundo afecto que inspiraba»:

Bien estuviera atendiendo a los enfermos de cólera en un campamento de Manchuria o celebrando su cumpleaños con una fiesta desenfrenada en Brighton; a punto de disfrutar de un baño nocturno o caminando mar adentro en lugar de embarcarse con el almirante tras haber almorzado con el comandante en jefe... todo lo que hacía rebosaba atractivo y dignidad a causa de ese don de la inocencia que nunca le abandonó.

Podríamos citar muchas más anécdotas acerca de las correrías de Baring. Una de las más memorables tuvo lugar en el transcurso de una cena en la que se celebraba el sexagésimo cumpleaños de Hilaire Belloc, donde se le pudo oír recitar una oda horaciana compuesta por Ronald Knox conservando en equilibrio sobre su calva una copa de Borgoña. Al tiempo que recitaba, tenía que lidiar con un aluvión de bolitas de pan que el resto de los invitados, entre los que se encontraban Chesterton, J. B. Morton y D. B Wyndham Lewis, lanzaba contra él en un frustrado intento de desplazar la copa mantenida en tan precaria situación.

Esta voluble máscara escondió siempre un fondo de serenidad de donde Baring extrajo su fuerza durante sus últimos años de vida. Si, tal y como el periodista de The Times afirmaba, su sentido de la diversión hundía sus raíces en «el don de la inocencia que nunca le abandonó», fue su sólida sensatez lo que lo sostuvo en medio del dolor. Quizá la clave de tanta fortaleza ante el sufrimiento pueda buscarse en estas palabras de su última novela, Darby and Joan: «Hay que aceptar el dolor para extraer de él su poder sanador, y esto es lo más difícil del mundo... En cierta ocasión, un sacerdote me dijo: “Cuando entiendas lo que significa aceptar el dolor, lo comprenderás todo. Es el secreto de la vida”».

Estas palabras, que para Virginia Woolf y para muchos otros reflejaban la «superficialidad» de Baring, eran a un tiempo místicas y prácticas. El mismo las llevó a la práctica, aceptando su dolor con corazón contrito y heroico.

En 1941, empujada por la desesperación, Virginia Woolf puso fin a su vida: el mismo año en que Baring respondía a aquella antigua queja, motivada por ver su cuerpo como un juguete roto que nadie podía arreglar, con unos versos que no eran sino un acto de esperanza:

My soul is an immortal toy

Which nobody can mar,

An instrument of praise and joy;

My soul is an immortal toy;

Though rusted from the world's alloy

It glitters like a star;

My soul is an immorlal toy

Which nobody can mar.

(Mi alma es un juguete inmortal / que nadie es capaz de marchitar / un instrumento de gloria y de alegría; / mi alma es un juguete inmortal. / Aunque oxidada por la impureza del mundo, / brilla como una estrella; / mi alma es un juguete inmortal / que nadie es capaz de marchitar).