Capítulo XX CULTIVAR LA CULTURA
EL 17 de octubre de 1946, un artículo de The Listener declaraba a Chesterton «anticuado». Dicho artículo despertó la ira de C.S.Lewis, quien salió en defensa de su mentor en el número de Time and Tide ele 9 de noviembre. Un escritor puede estar anticuado en sentido negativo -escribió Lewis- cuando sus poemas sobre altares y cruces fueron solamente fruto de una moda; esa poesía pasa enseguida. Pero también lo puede estar en sentido positivo cuando ha tratado «asuntos de interés permanente» en el lenguaje de su época. «El Prefacio huele a su época. La tierra baldía lleva el sello ele la década de los veinte en cada verso. A cualquier alumno aplicado le resultará evidente que Isaías no se compuso ni en la corte de Luis XIV ni en el Chicago moderno». Aunque Chesterton escribiera en el lenguaje de su tiempo, nunca dejaría de ser relevante.
Lewis ponía el ejemplo de la Balada del caballo blanco como muestra del valor permanente de la obra de Chesterton, pero quizá la mejor prueba de su relevancia dentro del mundo de la posguerra -que contradice toda tentación de declararlo «anticuado»- fue su discurso pronunciado en el Great Hall de University College, en Londres, el 28 de junio de 1927. Sus palabras en torno al tema «La cultura y el peligro que viene» resultaban, en 1946, más pertinentes de lo que lo fueron nunca:
oirán ustedes hablar por extenso del peligro del bolchevismo. Al mencionar el peligro que viene, mucha gente pensará que me refiero al bolchevismo. También yo creo que el bolchevismo constituye un problema, pero no lo veo próximo. Pienso que -y menos en Inglaterra- no poseemos ni las virtudes ni los vicios de una revolución. Lo que pretendo es hacerles pensar en algo que tiene su origen en sí mismo...
Creo que el término más adecuado para ello es el de «vulgaridad.»... No sé si en dicho contexto sería prudente susurrar la palabra «América», hoy en día el estado más poderoso y, dada la lamentable situación en la que nos hallamos, también el más influyente-.
Después de establecer con precisión qué quiere decir con la «vulgaridad y su guerra a la cultura», Chesterton retoma el quid de la cuestión: «En dos palabras, el mal contra el que pretendo prevenirles no es una democratización excesiva ni una fealdad excesiva ni una anarquía excesiva, sino algo que puede definirse de este modo: la estandarización de un bajo estándar». Este es -sostenía Chesterton- «el principal riesgo al que nos enfrentamos desde un punto de vista artístico y cultural, y en este momento en cualquier aspecto intelectual». Y, aunque los «remedios sociales» a dicho riesgo provenían de la política, los «más importantes» eran los remedios «teológicos».
Esta faceta de Chesterton -su defensa de la cultura y la civilización frente a la inculta vulgaridad- constituye la clave de la admiración que Lewis sentía por él. De hecho, la idea de que los remedios más importantes eran teológicos se encontraba en el núcleo mismo de la obra de Lewis; como se encontraba también en los escritos de Dorothy L. Sayers durante la guerra, o detrás de la razón que hacía afirmar a Eliot que Chesterton «deja tras de sí una llamada permanente a nuestra lealtad; que el trabajo que él hizo en su momento tenga su continuidad en nosotros».
En 1944, Sayers mencionaba dichos remedios teológicos en un discurso en torno a la estética cristiana, cuyo «origen y sanción se encuentran en el centro de la teología».
«Esta noche les voy a hablar», comenzaba Sayers, «sobre las artes en nuestra nación: sus raíces cristianas, su situación actual y -si no nos parecen tan florecientes como deberían- los medios gracias a los cuales, sus miembros mutilados y sus ramas marchitas puedan ser sanadas mediante su reinjerto en el tronco principal de la tradición cristiana». Fue el deseo de cultivar la cultura en el desierto de la posguerra lo que la empujó a emprender la traducción de Dante.
Después de conocer la obra de Charles Williams El personaje de Beatriz, publicada en 1943, Sayers se propuso releer la Divina Comedia y, durante un ataque aéreo realizado en agosto de 1944, cogió de su biblioteca el infierno para llevárselo al refugio. Las pocas horas siguientes cambiaron el curso de su vida. Inspirada por la profundidad y la permanencia de Dante, Sayers decidió traducirlo al inglés. Pasado un tiempo estaba tan inmersa en este ciclópeo proyecto que a un sacerdote que le pidió uno de sus dramas cristianos para representarlo en la catedral le respondió que «no disponía de tiempo porque estaba traduciendo a Dante». A lo que el sacerdote le contestó que «mucha gente traduce a Dante, pero usted tiene un talento único para escribir obras de este tipo». Y esta fue la réplica de Sayers: «Mucha gente ha traducido a Dante, pero ¿quién ha leído sus traducciones?». Según Barbara Reynolds, «en cuanto a su labor de interpretar la visión de Dante acerca del mundo, del comportamiento humano, de la salvación, etc..., parte de su preocupación social era la de educar las mentes de la gente con el fin de preparar la reconstrucción social posterior a la guerra».
Para Sayers (igual que para Dante), la posibilidad y la práctica de la reconstrucción social hundían sus raíces en la teología: «En cuanto proyecto intelectual, era algo que había estudiado en profundidad. En sus escritos sobre la fe cristiana, los asuntos sociales y el comportamiento humano, la línea adoptada era muy parecida a la de la alegoría ele Dante. Y al encontrarse con Dante descubrió, escrito por la mano de un maestro, lo mismo que también ella intentaba transmitir a la gente».
Sayers creía que Dante aún conservaba el poder de transformar al individuo y, en consecuencia, a la sociedad: una idea muy relacionada con la profunda influencia ejercida por la Divina Comedia sobre muchos conversos cristianos de aquel siglo. Eliot, Lewis, Chesterton, Baring... todos ellos tenían una importante deuda con Dante, cuyas palabras salvaban un abismo de seis siglos con un lenguaje de permanente relevancia.
Durante los doce años siguientes hasta su fallecimiento, en 1957, Sayers trabajó en su traducción de Dante con lo que Barbara Reynolds ha denominado «inteligente pasión». En el momento de su muerte había terminado el Infierno y el Purgatorio, pero su traducción del Paraíso quedó incompleta: una labor de cuya conclusión se encargó Reynolds: «Había acabado veinte cantos, pero no los comentarios ni la introducción. En cuanto a los trece cantos restantes que yo me encargué de traducir, tenía avanzados algunos pequeños fragmentos. De modo que yo trabajé sobre trece cantos, la introducción y las notas».
Casi cuarenta años después de la muerte de su amiga, Reynolds encuentra en la traducción de Sayers mucho que alabar: «Creo que algunas partes, sobre todo del Purgatorio, y algunas del Infierno, son mejores que las de nadie... Aunque no se hallaba del todo satisfecha con el Infierno, logró mostrar un gran dominio, un gran control sobre lo que hacía. El Purgatorio contiene una de las versiones mejores y más lúcidas de ciertos pasajes muy difíciles».
En las cuatro décadas siguientes a su publicación, la traducción de Sayers ha obtenido un considerable éxito entre el público, y, probablemente, la posteridad lo considerará su mayor logro. En noviembre de 1949, la publicación inicial de su Infierno recibió tal acogida que la primera edición −50.000 ejemplares- se agotó en tres meses. Reynolds opina que la traducción de Sayers presentó ante el lector medio a un Dante mucho más comprensible: «Ofreció a Dante de un modo mucho más nítido que nunca».
El mismo deseo de cultivar la cultura a través de la traducción literaria animó el hercúleo esfuerzo que supuso la versión de la Vulgata realizada por Knox en un «inglés atemporal». Como ocurrió en el caso de Sayers, la traducción de la Biblia fue una empresa llena de dedicación a la que Knox se entregó durante los últimos años de su vida. Su traducción del Nuevo Testamento apareció en octubre de 1945, seis años después de haberla iniciado, con un prólogo del cardenal Griffin: «Con respecto al hecho de que esta traducción haya sido publicada, no es la circunstancia menos feliz el que haya recibido el reconocimiento oficial de la jerarquía de Inglaterra y Gales el mismo año que celebramos el centenario de la recepción en la Iglesia ... de John Henry Newman». Evelyn Waugh escribió que la traducción de Knox muy pronto «se ha ganado los corazones y las mentes de un buen número de católicos de habla inglesa, que aumenta año tras año, más allá de los dominios de la jerarquía galesa e inglesa».
Tras concluir el Nuevo Testamento, Knox se embarcó en la ingente tarea de traducir del latín el Antiguo Testamento. Explicando la labor que tenía entre manos, Knox escribió en el Universe que su intención consistía en «realizar una traducción al inglés (a un inglés no coloquial, sino literario) de hoy en día, y al mismo tiempo evitar términos o giros que tampoco eran corrientes en el siglo XVII. La idea es conseguir lo que llamaríamos un inglés atemporal».
Su traducción del Antiguo Testamento se publicó el 14 de noviembre de 1955, diez años después de la aparición del Nuevo. Para celebrar la ocasión se ofreció una comida presidida por el cardenal Griffin. Knox pronunció un discurso ante los doscientos dignatarios -entre laicos y clérigos, católicos y anglicanos- que asistieron a ella, con el que intentó situar su obra en un amplio contexto histórico:
Según la opinión de un crítico de The Times Literary Supplement, las traducciones de la Biblia tardan unos cincuenta años en envejecer. De aquí a cincuenta años, ¿sugerirá alguien que «debería revisarse la Biblia Knox con vistas a actualizarla»? En ese caso, señores, esta es la misión que les encomiendo: si tal cosa sucediera, que quienes hoy son jóvenes se levanten entonces de sus sillas de ruedas clamando: ¡No! La Biblia Knox parte de la base de considerar un error la costumbre de revisar y restaurar continuamente las traducciones existentes de las Sagradas Escrituras, intentando arreglar los pantalones del padre para que le valgan al hijo. Corregir la Biblia Knox significaría traicionar la memoria de su traductor. Si resulta anticuada, ¡desechémosla!; ¡que alguien se siente y vuelva a emprender la tarea de rejuvenecerla con un estilo y una interpretación propias!; ¡que nos proporcione no una pálida refundición de la Biblia Knox, sino una Biblia nueva y mejor!».
Considerados retrospectivamente, estos comentarios parecen carentes de humildad, ya que no de sentido del humor. Pero había mucha gente bastante menos entusiasta respecto a su traducción. El padre Martindale se mostró abiertamente crítico, e incluso Waugh, quien por lo general fue el mejor aliado de Knox en el terreno literario, manifestó sus reservas. Knox falleció -afortunadamente quizá- cuando aún no habían transcurrido dos años desde que pronunciara este discurso, y no vivió lo suficiente para contemplar cómo su versión era eclipsada por dos traducciones posteriores: la Versión Estándar Revisada y la Biblia de Jerusalén, traducida directamente por los dominicos de los textos originales. No obstante, durante algún tiempo, su Biblia contó con notable aceptación; y tan solo su Nuevo Testamento hizo ganar a la jerarquía católica 50.000 libras durante los doce años posteriores a su publicación.
Lo que Knox escribió sobre Maurice Baring en 1945, a raíz de la muerte de este, bien lo podría haber dicho de sí mismo: «Creo que traducir le producía un placer especial: esos delicados matices y diferencias que se ponen de manifiesto cuando una misma idea aparece perfectamente expresada, primero en un idioma y luego en otro». Baring hablaba seis idiomas, además del latín y el griego, y -al igual que Sayers y Knox- dedicó los últimos años de su vida a la traducción, aunque el progresivo debilitamiento producido en él por el Parkinson le impidió emular los inmensos esfuerzos de los otros dos. Entre sus más modestos logros se cuentan la traducción del alemán de los versos de Goethe y de los autores rusos Tolstoi, Pushkin y Lermontov. Acerca de Baring escribió Knox que «su naturaleza era de las que absorbían constantemente -y constantemente rebosaban- lo que (por más que se haya abusado de este término) solo se puede denominar “cultura”». Con su traducción al inglés de los clásicos alemanes y rusos, Baring ha legado a las futuras generaciones parte de su cultura.
Simultáneamente a los esfuerzos de Sayers, Knox y Baring, Roy Campbell trabajaba en la traducción de los poemas de san Juan de la Cruz, una labor que empezó en 1939 y que no acabaría hasta 1950. Su publicación en junio de 1951 recibió una inmediata y calurosa acogida por parte de la crítica. La del Times Literary Supplement de fecha 15 de junio catalogaba «los poemas traducidos de san Juan de la Cruz ...entre los más puros y lúcidos de la mística inglesa». En el Observer del 2 de junio, Edwin Muir calificaba aquel trabajo de «triunfo»; y Kathleen Raine, por su parte, en el New Statesman de 16 de junio, reflejaba la respuesta positiva de la mayoría de los críticos: «De todos los poetas ingleses que aún viven hoy día, Roy Campbell es quien mejor domina la rima, además de ser capaz de utilizar el metro para comunicar un sentimiento de intensa pasión».
Los Poemas de San Juan de La Cruz no tardaron mucho en superar las ventas de todas sus obras restantes, aparte de procurarle, en enero del año siguiente, el Premio de Poesía Foyle. Campbell aseguraba que el libro obedecía a la inspiración del propio santo: «Si fuera supersticioso, diría que san Juan me trajo suerte. Pero, como no lo soy, diré que ha obrado un milagro».
Campbell era un personaje extraordinario, tanto física como temperamentalmente, que -en palabras del crítico literario Russell Kirk- rebosaba «encanto y cerveza». Refiriéndose a las heridas de guerra recibidas tanto en la Guerra Civil española como en la Campaña de Ogaden de los Fusileros Africanos del Rey, Kirk comentaba que «tenía la espalda tejida con cicatrices y un plástico por hueso en una de sus piernas, pero aun así su enorme corpachón parecía indestructible». En mayo de 1952, tras cenar en compañía de Campbell, Evelyn Waugh lo describió como «un jactancioso e inocente salvaje» y le comentó a Nancy Mitford que «logró marearme de tanto como habló».
El brusco y caballeroso catolicismo de Campbell revestido de machismo latino contrastaba intensamente con la fe refinada de Edward Sackville-West, recibido en la Iglesia en 1949. En una carta dirigida a Nancy Mitford, Waugh lo calificaba de «muy elegante y, de no ser por los granos, muy atractivo». Sackville-West era un aristócrata de sangre azul -descendiente del primer conde de Dorset, Tesorero Real y primo de la Reina Isabel I- que en su juventud, y antes de convertirse al anglocatolicismo, atravesó un período de decadencia bajo el influjo de Huysmans. Aunque ya en marzo de 1920, a la edad de dieciocho años, había leído la Apología de Newman y se había sentido atraído por la Iglesia católica, no sucumbió a sus encantos hasta pasados cerca de treinta años. En ese intervalo, Sackville-West perdió del todo la fe. Embarcado en su carrera literaria, colaboró con el Spectatory, en 1926, pasó a formar parte de la plantilla del New Statesman como ayudante del director literario Desmond McCarthy. Su primera novela, Quinteto para piano, se publicó en 1925, y la segunda, La ruina, en 1926. Otras tres novelas, Mandrake Over the Water-Carrier, Simpsori y El sol en Capricornio aparecieron en 1928, 1931 y 1934, respectivamente. A estas les siguió en 1936 Una llama al sol, una biografía crítica sobre Thomas de Quincey. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en la sección de Reportajes y Documentales de la BBC como responsable de los programas de poesía. Fue durante esta etapa cuando escribió El rescate, un drama poético basado en la Odisea específicamente concebido para la radio, de cuya elaborada banda sonora orquestal se encargó Benjamín Britten.
Evelyn Waugh desempeñó un papel decisivo en sus últimos pasos hacia la conversión, lo mismo que Graham Greene (aunque este de modo indirecto). El 19 de junio de 1948, Waugh escribió a Sackville-West felicitándole por su crítica de la obra de Greene El revés de la trama:
Ambos coincidimos en considerar este libro una excelente narración, y también en creer que Graham Greene muestra a «Scobie» como algo parecido a un santo. He recibido una carta de Greene... diciendo que le hemos malinterpretado y que solo pretendía mostrar un profundo desconcierto espiritual.
Pero, salvado esto, discrepamos en todo lo demás. En su primer párrafo expresa usted sus dudas sobre la eficacia del arrepentimiento, lo que, sin duda, hace de este libro —¿o de cualquier libro cristiano?— algo absolutamente ininteligible [sic] para usted.
La crueldad no necesariamente perjudica a las víctimas. Prueba de ello son todos los mártires.
El 29 de junio, Sackville-West contestaba a Waugh que, después de reflexionar, compartía con él su opinión acerca del arrepentimiento, pero que su ejemplo de los mártires le parecía «profundamente falso»: «La gran mayoría de víctimas de la crueldad y la persecución carece de ese carácter de autoinmolación común a todos los mártires. Cualquier persona normal se ve negativamente afectada -no positivamente- por el trato cruel. No obstante, soy consciente de que, desde un punto de vista teológico, su postura es incontestable».
La carta continuaba con una exposición sobre el pecado mortal y el amor, para concluir con el distanciamiento de la postura católica:
Si los católicos deciden escribir novelas empapadas de catolicismo (lo que, por otra parte, resulta natural) para luego publicarlas, han de esperar que las lean y critiquen desde una perspectiva no católica... El revés de la trama sigue siendo un libro conmovedor, se mire como se mire. Para una mente religiosa por naturaleza -pero no necesariamente católica- como la mía, Scobie se presenta como una especie de santo.
Según Michael-de-la-Noy, biógrafo de Sackville-West, «su distanciamiento en esta carta respecto al punto de vista católico -y no a la Iglesia católica- fue un pequeño milagro de autoengaño; un año más tarde estaba recibiendo instrucción». No obstante, uno se pregunta hasta qué punto la respuesta de Waugh, de fecha 2 ele julio, contribuyó a su transformación:
Desde luego, tiene usted toda la razón al preguntarse qué derecho poseen los escritores católicos a fomentar el interés de los lectores no católicos por su obra. La respuesta, que puede sonar pretenciosa y sin sentido a quien se encuentra fuera de la Iglesia, es que esta no es -excepto accidentalmente- un pequeño club que cuenta con un vocabulario propio, sino el estado natural de los hombres del que, por desgracia, ellos mismos se han exiliado.
Fue al año siguiente, a raíz de la lectura de la novela recién publicada de Orwell 1984, cuando Sackville-West tomó la decisión de convertirse al catolicismo. Aquel libro le convenció de que «los agentes del mal, unidos a los nazis derrotados, aún continuaban entre nosotros» y que había «llegado el momento de declararse a favor de Cristo y en contra del evangelio del materialismo». Así pues, se puso en contacto con el único sacerdote que conocía, el padre Martin D’Arcy, que atendía la iglesia jesuita de Farm Street, quien le aconsejó dirigirse a la iglesia también jesuita de Bournemouth, donde inició su instrucción. El 5 de agosto de 1949 informaba a Waugh del desarrollo de los acontecimientos:
Teniendo en cuenta la correspondencia que intercambiamos usted y yo hace un año, creo que podría interesarle saber que estoy «recibiendo instrucción» preparatoria para, ser acogido (así lo espero) en el seno de la Iglesia católica. Me ha costado doce años -mucho tiempo- llegar hasta aquí, y doy gracias por haberlo hecho al fin.
Waugh le contestaba al día siguiente:
Ha sido usted muy amable al escribirme para darme tan buena noticia. Esto no es solo motivo de «interés», sino de profunda alegría, aunque no del todo sorprendente, porque la conversión al catolicismo siempre me ha parecido algo natural e inevitable, y lo que me sorprende es que no lo haga todo el mundo. La conversión es como salir a través de una chimenea de un mundo de espejos donde todo es una caricatura absurda, para entrar en el auténtico mundo creado por Dios; es entonces cuando empieza el delicioso proceso de explorarlo sin límites.
El 17 de agosto, Sackville-West fue recibido por el padre Hubert McEvoy. Para conmemorar la ocasión, Waugh le envió como regalo el libro de Knox La misa a cámara lenta. «La noticia de la semana ha sido la recepción de Eddy West», escribió Waugh a Nancy Mitforcl. «Para mí, ninguna sorpresa. Sabía que estaba recibiendo instrucción, y soy incapaz de entender por qué no todo el mundo se hace católico, pero en cualquier caso estoy muy contento». Pero, si a Waugh no le sorprendió, la mayoría de los amigos de Sackville-West, que ni lo sospechaban, se quedaron boquiabiertos. La propia respuesta de Nancy Mitford («esta será otra encantadora aventura amorosa de las suyas») pecaba de poco comprensiva y superficial.
El mismo día en que escribía a Nancy Mitford comunicándole su profunda alegría por la recepción de Edward Sackville-West, Waugh enviaba también una carta a Thomas Merton, un monje trapense americano, para «plantear un par de objeciones técnicas» a su último libro, Las aguas de Siloé:
Por los pasajes narrativos no siento sino admiración, pero no existe una coherencia de estilo: unas veces emplea usted un inglés literario y otras, pura jerga.
...Y en los pasajes no narrativos, ¿no tiende usted a mostrarse algo prolijo al repetir lo mismo más de una vez? Se trata de un defecto que ya había detectado antes en La montaña de los siete círculos y que también aparece aquí... Eso no es arte. El sastre y el zapatero de su monasterio no desperdiciarían material; y nuestro material son las palabras. Además, hace que los lectores se envicien: ninguno se tomará la molestia de investigar el auténtico sentido de una frase si se han acostumbrado a que se repita lo mismo una y otra vez.
Esto fue lo que contestó Merton: «Sus comentarios acerca de la estructura de Las aguas son acertados... En cualquier caso, me ha encantado recibir tan valiosos y estimulantes consejos, sobre todo, de alguien tan extraordinariamente competente como usted».
Waugh escribió un prólogo para la edición inglesa de la obra de Merton, que se publicó en 1950 como Las aguas del silencio. Ya anteriormente había editado La montaña de los siete círculos, un relato autobiográfico de la conversión del autor cuya publicación (1949) resultó un auténtico éxito de ventas a ambos lados del Atlántico. Waugh lo describió como «un libro que ha demostrado ser de permanente interés en la historia de la experiencia religiosa», y Graham Greene dijo de él que «es un auténtico placer leer una autobiografía cuyas pautas y significado son válidos para todos nosotros».
Merton fue recibido en la Iglesia en 1938, después de lo que Waugh definió como una «juventud desordenada» fuertemente influida por las novelas de Waugh y la poesía de Eliot y de Gerard Manley Hopkins. El proceso de transformación desde esa «juventud desordenada» hacia la vida contemplativa de un monasterio trapense de Kentucky aparece reflejado en La montaña de los siete círculos. El editor británico de Merton había encomendado a Waugh la «apasionante misión de eliminar las redundancias y los solecismos» de la edición americana con objeto de adaptarla al mercado inglés. En el prólogo a la edición británica de la obra, que fue rebautizada como El silencio elegido, Waugh aseguraba «no haber eliminado nada excepto algunos fragmentos que parecían de interés meramente local», pero sí «haberla resumido un poco para adaptarla a los gustos europeos», cuando lo cierto es que hizo desaparecer cerca de una tercera parte y reescribió mucho de lo conservado.
La combinación de la maestría de estilo de Waugh con la profundidad espiritual de Merton demostró ser una fórmula ganadora y, en Inglaterra, El silencio elegido se hizo tan popular como lo fue en Estados Unidos la versión sin expurgar.
Es fácil deducir hasta qué punto admiraba Waugh el libro de Merton si nos atenemos al prólogo que redactó, en el que proponía el rechazo del materialismo moderno por parte del autor como un modelo que esperaba siguieran todos sus compatriotas:
He aquí, en un americano vivo, sencillo y coloquial, la historia de un alma que experimenta, primero, su desagrado ante el mundo moderno; y luego, la fe y una clara llamada al modo en que se puede vivir esa fe en el mundo moderno... La montaña de los siete círculos ha constituido una sorprendente revelación para muchos americanos no católicos que desconocían la existencia en medio de ellos de instituciones que representan un rechazo del «estilo de vida» americano. El libro ha hecho conocer a las personas más lejanas el calor transmitido en silencio por estos hornos de devoción. A ojos de -al menos- este observador, parece probable que muy pronto Estados Unidos se convierta en escenario de un gran resurgimiento monástico. En el corazón de los americanos existe una profunda tradición ascética que ha adquirido, en ocasiones, formas extrañas y desagradables, pero que encuentra su expresión más adecuada en las históricas Reglas de la Iglesia.
En el orden natural, científicos y políticos se apresuran a hacer inhabitable el mundo moderno... Como en la Edad Oscura, el claustro ofrece el modo de vida más juicioso y civilizado.
Y en el orden sobrenatural, estos tiempos exigen algo más que una piedad tibia y sumisa. La oración debe ser heroica. Tal es el tema abordado por esta obra, que acabará ganándose un puesto entre los relatos clásicos de la experiencia espiritual.
Entre la publicación de La montaña de los siete círculos (agosto de 1948) y -un año después- la del segundo libro de Merton, Las aguas ele Siloé, Waugh realizó un viaje a América en el transcurso del cual visitó a Merton en su monasterio de Kentucky. Durante su visita, ocurrida en noviembre de 1948, conoció también a otros célebres conversos al catolicismo. Cenó, por ejemplo, con la hermosa, acaudalada e influyente Clare Boothe Luce, en compañía de quien degustó caviar y «lenguado recibido en avión hoy mismo desde Inglaterra»; y, en el otro extremo del espectro espiritual, conoció a Dorothy Day, dirigente del Movimiento Obrero Católico y cofundadora del Catholic Worker, a quien describió como «una autócrata santa y asceta que quiere que todos seamos pobres».
Waugh regresó a Estados Unidos a finales de enero de 1949 para pronunciar una gira de conferencias sobre «Tres escritores esenciales: Chesterton, Knox y Greene». Su llegada estuvo acompañada de la misma apoteósica publicidad con que, dos décadas antes, se recibió a Chesterton para un ciclo de conferencias similar. Una publicidad aún más espoleada por la polémica en torno a la novela de Greene El revés de la trama, directamente mencionada por Waugh en sus alocuciones, e inflamada por una serie de alusiones, realizadas al desgaire durante una entrevista, criticando ciertos aspectos del «estilo de vida» americano: «Los americanos calientan sus habitaciones hasta los 75 grados, fijan con clavos las ventanas, mastican chicles de colores, tienen la radio encendida todo el día y hablan demasiado». Las palabras de Waugh fueron sacadas de contexto, cuando lo que pretendía con ellas era simplemente comparar la vida artificial de la sociedad secular con la tranquilidad del monasterio trapense de Kentucky. Dichos comentarios negativos ocultaron el propósito positivo de su visita: situar el liderazgo americano sobre Occidente en su contexto espiritual y cultural:
Occidente es incomprensible si no se entiende la IGLESIA, que es la misma en todas partes: un único cuerpo sobrenatural. No obstante, en esta uniformidad esencial existe una gran diversidad... El catolicismo inglés es el puente lógico de entendimiento entre el catolicismo americano y el europeo. Quizá el mejor modo ele ilustrar el carácter particular de la IGLESIA en Inglaterra consista en el estudio de la vida y obras de tres importantes escritores católicos... Chesterton, procedente del no conformismo y del «merrie englandism» (este término alude a un estilo de vida semimitológico, idílico y pastoril del que los habitantes de Inglaterra disfrutaron en algún momento indeterminado entre la Edad Media y la Revolución Industrial: una visión utópica de «una casita de campo con techo de paja, la posada del pueblo, la laza de té y el rosbif de los domingos» -N. de la T.).... Knox, la flor y nata de la cultura clásica autocrática, llegado a través del anglicanismo de la High Church... Greene, la quintaesencia de la modernidad, arrastrado por la desesperación y la duda...
La idea de Waugh de que «Occidente» era incomprensible si no se entendían sus fundamentos religiosos había sido el tema central de la obra de Eliot Notas para la definición de la cultura, publicada el año anterior. De hecho, Eliot la expuso sucintamente en el curso de una entrevista realizada el 19 de agosto de 1949 por John O’London’s Weekly. A la pregunta de por qué la religión constituía una parte inseparable de su filosofía, Eliot repuso: «¿Por qué tiene cuatro patas el elefante? La religión es lo más importante de la vida, y solo a la luz de la religión se entienden las cosas».
Esta concisa respuesta podría haber servido como epígrafe de su obra sobre la definición de la cultura, cuya característica esencial y recurrente es su afirmación de que el florecimiento de la cultura depende de sus raíces religiosas:
Sabemos que la cultura de una nación prospera con la prosperidad de la cultura de sus distintos elementos constituyentes, tanto geográficos como sociales; pero también que ella misma ha de formar parte de otra cultura más amplia que necesita del ideal último, aunque irrealizable, de una «cultura mundial», en un sentido distinto del que se halla implícito en los esquemas del federalismo mundial. Y, sin una fe común, todos los esfuerzos encaminados a unir a las naciones a través de la cultura solo acabarán en una unidad, ilusoria.
Como apéndice a sus Notas para la definición de la cultura, Eliot añadía la traducción de tres conferencias radiofónicas publicadas en 1946 bajo el título de Die Enheit der Europaischen Kultur: La fuerza dominante en la creación de una cultura común entre personas que tienen una cultura distinta es la religión... Me refiero a la tradición común del cristianismo que ha hecho de Europa lo que es, y a los elementos culturales comunes que este cristianismo común ha traído consigo... Es dentro del cristianismo donde se han desarrollado nuestras artes; es en el cristianismo donde -hasta hace poco- se han asentado las raíces de las leyes europeas. Es sobre este telón de fondo del cristianismo como todo nuestro pensamiento cobra significado.
Incluso en el caso de los europeos que no creen que la fe cristiana sea la verdadera, dice Eliot, «lo que dicen y hacen surge todo de su herencia de la cultura cristiana, y su significado depende de dicha cultura. Tan solo una cultura cristiana podría haber creado a Voltaire o a Nietzsche».
Debemos a nuestra herencia, cristiana muchas más cosas además de la fe religiosa. A través de ella seguimos el rastro de la evolución de nuestras artes; a través de ella poseemos nuestro concepto del Derecho Romano, que tanto ha contribuido a la formación del mundo occidental; a través de ella hemos concebido nuestras ideas de la moral pública y privada. Y a través de ella hemos creado nuestras reglas literarias comunes, basadas en las literaturas griega y romana. La unidad del mundo occidental reside en esta herencia, en el cristianismo y en las antiguas civilizaciones de Grecia, Roma e Israel, hasta, donde -en deuda con dos mil años de cristiandad- se remonta nuestra ascendencia.
La unidad surgida de estas raíces religiosas comunes es muy distinta -insiste Eliot- de la «unidad» pretendida por el determinismo económico:
esta unidad, en los elementos comunes culturales, durante muchos siglos, constituye el auténtico lazo de unión entre nosotros. Ningún sistema político o económico, por inspirado que esté en la buena voluntad, es capaz de proporcionar lo que proporciona esta unidad cultural. Si derrochamos o desperdiciamos nuestro común patrimonio cultural, no habrá, sistema ni proyecto, ni siquiera los de los espíritus más clarividentes, capaz de ayudarnos o de acercarnos los unos a los otros.
Eliot defendía que una política y una economía divorciadas de la fe, lejos de fomentar la unidad, eran algo más que simplemente inútiles: eran fatales. En su estudio Eliot y su época, Russell Kirk discute lúcida y vigorosamente este aspecto de las Notas para la definición de la cultura:
El espectro de un tedio colosal y planificado: la ausencia de clases, de fe, de fronteras, de raíces, la privación de poesía, de conciencia histórica, de imaginación e incluso de sentimientos; una Tierra Baldía gobernada -si es que se puede gobernar- por una «élite» de aburridos positivistas, conductistas y tecnócratas que ignoran cualquier regla e inspiración que no sean las de su estrecho oficio; un mundo cuyo espíritu se ha empobrecido, y cuya carne es, por ello, fácil de empobrecer... este fantasma acecha detrás de las serenas y admonitorias páginas de las Notas...
Aquella era la misma visión de pesadilla de un futuro sin alma evocado por Orwell en la tierra baldía de su 1984; de los versos cuya trascendencia un día Chesterton citó en forma de parodia: el triunfo final de los Hombres Huecos que, sabedores del precio de todo y del valor de nada, habían perdido la capacidad de sentir o pensar en profundidad.
This is the way the world ends
This is the way the world ends
This is the way the world ends
Not with a bang but a whimper
(Así es como se acaba el mundo / Así es como se acaba el mundo / Así es como se acaba el mundo / no con un golpe seco, sino en un largo plañir).
En este despiadado análisis racional de los peligros que amenazaban a la civilización europea, Eliot se permitía un tono de serena admonición con el fin de dar paso a imágenes poéticas más intensas y polémicas. Las excepciones son, sin embargo, memorables: por ejemplo, cuando critica la nueva política educativa, que «destroza nuestros antiguos edificios para preparar el terreno sobre el que los bárbaros nómadas del futuro acamparán con sus caravanas». En torno al mismo tema, pero con un tratamiento más sobrio, Eliot afirma que las universidades están al servicio del cultivo de la cultura, y no para que el «hombre económico» aprenda las triquiñuelas del comercio: «Las universidades europeas... no deberían ser instituciones dedicadas a preparar burócratas eficientes, ni a suministrar a los científicos lo mejor que tienen los científicos extranjeros; deberían servir a la protección de la enseñanza, a la búsqueda de la fe y -en la medida en que el hombre es capaz de ello- a la obtención de la sabiduría».
El «llamamiento final» que realiza Eliot en sus Notas está dirigido
a los hombres de letras europeos, que tienen una responsabilidad especial en la preservación y transmisión de nuestra cultura común... debemos al menos intentar salvar algo de esos bienes de los cuales somos coadministradores; el legado de Grecia, Roma e Israel, y el legado de Europa durante dos mil años. En un mundo que ha presenciado tanta desolación material, también los bienes espirituales corren un peligro inminente.
Un llamamiento que hallaría una entusiasta respuesta en Sayers, Knox y Campbell, quienes durante la posguerra pusieron todo su empeño en cultivar esa cultura cristiana común.